La familia de Matahachi, los Hon'iden, eran miembros orgullosos de un grupo de la pequeña aristocracia rural que pertenecía a la clase samurái pero también trabajaba la tierra. El verdadero cabeza de familia era su madre, una mujer incorregiblemente testaruda llamada Osugi, la cual, aunque tenía casi sesenta años, todos los días se ponía al frente de sus familiares y agricultores arrendatarios y trabajaba tan duramente como cualquiera de ellos. En la época de la siembra azadonaba los campos y, una vez recogida la cosecha, trillaba la cebada pisoteándola. Cuando la oscuridad le forzaba a interrumpir el trabajo, siempre encontraba algo que colgar de su espalda encorvada para llevarlo a casa. A menudo era una carga de hojas de moral tan grande que su cuerpo, casi doblado por la cintura, apenas era visible debajo. Por la noche solía ocuparse de sus gusanos de seda.
La noche del festival de las flores, Osugi alzó la vista de su trabajo en la parcela de los morales y vio que su nieto de nariz mocosa corría descalzo por el campo.
—¿Dónde has estado, Heita? —le preguntó severamente—. ¿En el templo?
—Aja.
—¿Estaba Otsū allí?
—Sí —respondió excitado, todavía sin aliento—. Y llevaba un obi muy bonito. Estaba ayudando a celebrar el festival.
—¿Te has traído un poco de té dulce y un ensalmo para mantener a los bichos alejados?
—Pues no.
Los ojos de la anciana, normalmente ocultos entre pliegues y arrugas, se abrieron de par en par y reflejaron irritación.
—¿Y por qué no?
—Otsū me ha dicho que no me preocupara por eso, que viniera corriendo a casa y te lo dijera.
—¿Decirme qué?
—Que Takezō estaba al otro lado del río. Dice que lo ha visto, en el festival.
La voz de Osugi descendió una octava.
—¿De veras? ¿De veras te ha dicho eso, Heita?
—Sí, abuela.
El fuerte cuerpo de la mujer pareció perder su rigidez en el acto, y las lágrimas empañaron sus ojos. Se volvió lentamente, como si esperase ver a su hijo detrás de ella. Al no ver a nadie, volvió la cabeza de nuevo.
—Heita —le dijo bruscamente al muchacho—. Ocúpate de recoger estas hojas de moral.
—¿Adonde vas?
—A casa. Si Takezō ha vuelto, Matahachi también estará aquí.
—Iré contigo.
—No, quédate aquí. No seas pesado, Heita.
La anciana se marchó con paso airado, dejando al pequeño tan desamparado como un huérfano. La casa de campo, rodeada de viejos y nudosos robles, era de gran tamaño. Osugi se apresuró por delante de ella, en dirección al granero, donde estaban trabajando su hija y algunos agricultores arrendatarios. Cuando todavía estaba a bastante distancia de ellos, empezó a llamarles con cierto nerviosismo.
—¿Ha vuelto Matahachi a casa? ¿Está ya aquí?
Sobresaltados, se la quedaron mirando como si hubiera perdido el juicio. Finalmente uno de los hombres dijo que no, pero la anciana no pareció oírle. Era como si en su estado de nerviosismo se negara a aceptar un no por respuesta. Al ver que seguían mirándola sin comprender, les llamó burros y les explicó lo que acababa de saber por medio de Heita, diciéndoles que si Takezō había regresado, sin duda Matahachi lo habría hecho con él. Entonces volvió a adoptar su papel de comandante en jefe y les envió a buscarle en todas las direcciones. Ella se quedó en la casa, y cada vez que oía a alguien aproximarse, salía corriendo para preguntar si ya le habían encontrado.
Cuando se puso el sol, Osugi aún no se había dejado desanimar, y encendió una vela ante las tablillas en recuerdo de los antepasados de su marido. Tomó asiento, al parecer absorta en las plegarias e inmóvil como una estatua. Puesto que todo el mundo estaba todavía afuera, buscando a su hijo, no se sirvió la cena en la casa, y cuando anocheció y aún no había noticias Osugi se movió por fin. Como si estuviera en trance, salió de la casa y caminó lentamente hasta la puerta del muro, donde se quedó esperando, oculta en la oscuridad. Una luna acuosa brillaba entre las ramas de roble, y las montañas que se alzaban delante y detrás de la casa estaban veladas por una bruma blanca. Impregnaba la atmósfera el aroma dulzón de las flores de peral.
Transcurrió largo tiempo, hasta que alguien se aproximó, avanzando por el borde exterior del huerto de perales. Cuando reconoció a Otsū por su silueta, Osugi la llamó y la muchacha corrió hacia ella, sus húmedas sandalias resonando ruidosamente al contacto con la tierra.
—¡Otsū! Me han dicho que has visto a Takezō. ¿Es cierto?
—Sí, estoy segura de que era él. Le vi entre la muchedumbre que estaba fuera del templo.
—¿No viste a Matahachi?
—No. Salí corriendo para preguntarle por él, pero cuando le llamé, Takezō echó a correr como un conejo asustado. Mi mirada tropezó por un instante con la suya, antes de que desapareciera. Siempre ha sido raro, pero no puedo imaginar por qué huyó de esa manera.
—¿Huyó? —inquirió Osugi, perpleja.
Se puso a reflexionar, y cuanto más lo hacía, tanto más iba tomando forma en su mente una terrible sospecha. Empezaba a ver claro que aquel muchacho Shimmen, aquel rufián al que tanto odiaba por haberse llevado a su precioso Matahachi a la guerra, volvía a tramar algo que no podía ser bueno.
Finalmente dijo en tono amenazador:
—¡Ese desgraciado! Lo más probable es que haya dejado al pobre Matahachi moribundo en algún lugar, para volver furtivamente él solo a casa, sano y salvo. ¡Es un cobarde! —Empezó a temblar de furia y su voz subió de tono hasta convertirse en un chillido—: ¡No puede esconderse de mí!
Otsū no había perdido la compostura.
—No, no creo que Takezō hiciera semejante cosa. Aun cuando hubiera tenido que dejar a Matahachi atrás, sin duda nos lo diría o por lo menos nos traería algún recuerdo suyo.
Otsū parecía disgustada por la apresurada acusación de la anciana.
Sin embargo, Osugi había llegado a convencerse de la perfidia de Takezō. Sacudió la cabeza briosamente y siguió diciendo:
—¡Oh, no, él no lo haría! ¿Cómo iba a hacerlo ese joven demonio? No tiene tanto corazón. Matahachi nunca debería haberse relacionado con él.
—Abuela… —le dijo Otsū en tono consolador.
—¿Qué? —replicó con brusquedad Osugi, en absoluto consolada.
—Creo que si vamos a casa de Ogin, es posible que encontremos a Takezō allí.
La anciana se relajó un poco.
—Puede que tengas razón. Es su hermana, y no hay nadie más en este pueblo dispuesto a cobijarle.
—Entonces vayamos a comprobarlo, sólo tú y yo.
Osugi se resistió.
—No veo por qué habría de hacer eso. Ella sabía que su hermano arrastró a mi hijo a la guerra, pero ni una sola vez vino a disculparse ni presentar sus respetos. Y ahora que él ha vuelto, ni siquiera ha venido a decírmelo. No sé por qué habría de ir a su casa. Es degradante. La esperaré aquí.
—Pero ésta no es una situación ordinaria —replicó Otsū—. Además, lo que ahora importa es ver a Takezō lo antes posible. Tenemos que averiguar lo que ha ocurrido. Vamos, abuela, por favor. No tendrás que hacer nada. Si quieres, yo me ocuparé de las formalidades.
Osugi se dejó persuadir a regañadientes. Por supuesto, estaba tan ansiosa como Otsū por averiguar lo que ocurría, pero prefería morir antes que pedirle nada a un Shimmen.
La casa no estaba lejos. Al igual que la familia Hon'iden, los Shimmen pertenecían a la pequeña aristocracia rural, y el origen de ambas familias se remontaba al clan Akamatsu, muchas generaciones atrás. Sus casas estaban una frente a otra, con el río de por medio, y siempre se habían reconocido tácitamente el derecho a la existencia, pero su intimidad no pasaba de ahí.
Cuando llegaron al portal del muro lo encontraron cerrado, y más allá el ramaje de los árboles era tan espeso que no se veía ninguna luz de la casa. Otsū echó a andar con la intención de dar la vuelta al muro y entrar por la puerta trasera, pero Osugi se paró en seco, negándose a continuar con la testarudez de una mula.
—No me parece correcto que el cabeza de familia de los Hon'iden entre en la residencia Shimmen por la puerta trasera. Es degradante.
Al comprender que la anciana no iba a moverse, Otsū siguió sola hasta la puerta trasera. Poco después se encendió una luz al otro lado de la puerta principal. Ogin en persona había acudido a saludar a la anciana, la cual, transformada repentinamente de una vieja bruja que araba los campos en una gran dama, se dirigió a su anfitriona en tono altivo.
—Perdóname por molestarte a estas horas, pero el motivo que me ha traído aquí no podía esperar. ¡Has sido muy amable al venir e invitarme a entrar!
Pasó por el lado de Ogin, entró en la casa y fue de inmediato, como si fuese una enviada de los dioses, al tokonoma, el lugar de honor de la casa, ante el que se sentó con porte orgulloso, su figura enmarcada por un pergamino colgante y un conjunto floral. Entonces se dignó aceptar las más sinceras palabras de bienvenida por parte de Ogin.
Finalizado el intercambio de saludos, Osugi fue directamente al grano. Su falsa sonrisa desapareció mientras miraba furibunda a la joven que estaba ante ella.
—Me han dicho que el joven demonio de esta casa ha vuelto a rastras. Ve a buscarle, por favor.
Aunque Osugi tenía fama de deslenguada, esta observación malévola sin ningún disimulo incomodó a la educada Ogin.
—¿El joven demonio? ¿A quién te refieres? —inquirió la joven, conteniéndose visiblemente.
La camaleónica Osugi cambió de táctica.
—Ha sido un lapsus, te lo aseguro —le dijo riendo—. Así es cómo le llama la gente del pueblo. Supongo que me lo han pegado. El «joven demonio» es Takezō. Se oculta aquí, ¿no es cierto?
—No, ¿por qué? —replicó Ogin, realmente pasmada. Se mordió el labio, azorada al oír a la mujer referirse a su hermano de aquella manera.
Otsū se apiadó de ella y le explicó que había visto a su hermano en el festival. Entonces, deseosa de alisar los sentimientos encrespados, añadió:
—Es raro que no haya venido directamente aquí, ¿verdad?
—Pues no ha venido —dijo Ogin—. Ésta es la primera noticia que tengo de su regreso. Pero si ha vuelto, como dices, estoy segura de que llamará a la puerta de un momento a otro.
Osugi, sentada formalmente en un cojín sobre el suelo, las piernas dobladas con pulcritud bajo ella, entrelazó las manos en su regazo y, con la expresión de una suegra ultrajada, se embarcó en una diatriba.
—¿Qué significa esto? ¿Esperas que me crea que todavía no sabes nada de él? ¿No comprendes que soy la madre a cuyo hijo ese inútil hermano tuyo ha arrastrado a la guerra? ¿No sabes que Matahachi es el heredero y el miembro más importante de la familia Hon'iden? Fue tu hermano quien convenció a mi hijo para que se marchara de casa y se hiciera matar. Si mi hijo ha muerto, es tu hermano quien le ha matado, y si cree que puede volver a casa sigilosamente y librarse de su responsabilidad… —La anciana se detuvo el tiempo suficiente para recobrar el aliento y volvió a mirar enfurecida a la joven—. ¿Y qué me dices de ti? Puesto que sin duda ha tenido la indecencia de volver solo disimuladamente, ¿por qué razón tú, su hermana mayor, no le has enviado de inmediato a verme? Estoy disgustada con los dos, por tratar a una mujer mayor con semejante falta de respeto. ¿Quién te crees que soy?
Aspiró aire de nuevo y siguió despotricando:
—Si tu Takezō ha vuelto, devuélveme a mi Matahachi. Si eso no te es posible, lo menos que puedes hacer es convocar aquí a ese joven demonio y pedirle que me dé una explicación satisfactoria de lo que le ha sucedido a mi precioso muchacho y dónde se encuentra… ¡Ahora mismo!
—¿Cómo podría hacer tal cosa? Te digo que no está aquí.
—¡Ésa es una sucia mentira! —gritó la anciana—. ¡Tienes que saber dónde está!
—¡Pero no lo sé, créeme! —protestó Ogin.
Le temblaba la voz y tenía los ojos arrasados de lágrimas. Se inclinó hacia adelante, deseando con todas sus fuerzas que su padre estuviera vivo.
De repente, desde la puerta que daba a la terraza, llegó un fuerte crujido, seguido por el ruido de unos pies al correr.
Los ojos de Osugi relampaguearon y Otsū empezó a levantarse, pero el siguiente sonido fue el de un grito que ponía los pelos de punta, tan próximo a un aullido animal como es capaz de producir la voz humana.
—¡Cogedle! —gritó un hombre.
Entonces se oyó el sonido de varios pares más de pies, que corrían alrededor de la casa, acompañado por los chasquidos de ramas rotas y el susurro de las cañas de bambú.
—¡Es Takezō! —exclamó Osugi. Poniéndose en pie de un salto, miró furibunda a Ogin, que seguía arrodillada, y le dijo enfurecida—: Sabía que estaba aquí, lo veía con tanta claridad como la nariz en tu cara. No sé por qué has tratado de ocultármelo, pero te aseguro que jamás lo olvidaré.
Se precipitó hacia la puerta corredera y la abrió bruscamente. Lo que vio en el exterior le hizo palidecer más todavía.
Un joven con espinilleras estaba tendido de bruces en el suelo, evidentemente muerto, aunque todavía le brotaba sangre fresca de los ojos y la nariz. A juzgar por el aspecto de su cráneo roto, alguien le había matado con un solo golpe de una espada de madera.
—Hay…, hay un muerto… ¡Un hombre muerto ahí afuera! —dijo Osugi en voz entrecortada.
Otsū fue con la lámpara a la terraza y permaneció al lado de Osugi, la cual contemplaba aterrada el cadáver. No era ni Takezō ni Matahachi, sino un samurái al que ninguna de las dos reconocía.
—¿Quién puede haber hecho esto? —murmuró Osugi, y, volviéndose rápidamente a Otsū, le dijo—: Volvamos a casa antes de que nos veamos mezcladas en algo desagradable.
Otsū no podía marcharse de aquella manera. La anciana había dicho demasiadas cosas crueles, y sería injusto abandonar a Ogin sin aplicarle primero un bálsamo en sus heridas. Pensaba que, si Ogin había mentido, sin duda tenía buenas razones para ello. Sintiendo que debía quedarse para consolar a Ogin, le dijo a Osugi que regresaría más tarde.
—Haz lo que te plazca —replicó bruscamente Osugi, y se dispuso a marcharse.
Ogin tuvo la amabilidad de ofrecerle un farol, pero Osugi lo rechazó, con una expresión de orgulloso desafío.
—Te hago saber que la jefe de la familia Hon'iden no es tan senil que necesite una luz para caminar. —Se arremangó el kimono, salió de la casa y se internó resueltamente en la niebla que iba espesándose.
No lejos de la casa, un hombre le pidió que se detuviera. Estaba espada en mano, con brazos y piernas protegidos por una armadura. Era sin duda un samurái profesional, de una clase que no se encontraba ordinariamente en el pueblo.
—¿Acabas de salir de la casa de Shimmen? —le preguntó.
—Sí, pero…
—¿Perteneces a la familia Shimmen?
—¡De ninguna manera! —replicó Osugi—. Soy la cabeza de familia de la casa de samurái al otro lado del río.
—¿Quieres decir entonces que eres la madre de Hon'iden Matahachi, que fue con Shimmen Takezō a la batalla de Sekigahara?
—Sí, es cierto, pero mi hijo no fue por su voluntad. Le engañó para que fuera ese joven demonio.
—¿Demonio?
—Ese… ¡Takezō!
—Veo que ese Takezō no está muy bien considerado en el pueblo.
—¿Bien considerado? No me hagas reír. ¡Nunca has visto a un matón semejante! No puedes imaginar los problemas que hemos tenido en mi casa desde que mi hijo se relacionó con él.
—Tu hijo parece haber muerto en Sekigahara. Yo…
—¡Matahachi! ¿Ha muerto?
—La verdad es que no estoy seguro, pero quizá te consuele en tu aflicción saber que haré todo lo posible para ayudarte a vengarle.
Osugi le miró con una expresión escéptica.
—¿Quién eres?
—Pertenezco a la guarnición de Tokugawa. Después de la batalla fuimos al castillo de Himeji. Obedeciendo órdenes de mi señor, he tendido una barrera en la frontera de la provincia de Harima para identificar a todo el que cruce.
—Ese Takezō, de la casa de ahí —continuó, señalando hacia el edificio—, ha cruzado la barrera y huido hacia Miyamoto. Le hemos perseguido hasta aquí. Es un tipo duro, desde luego.
Creímos que, tras algunos días de marcha, la fatiga le rendiría, pero lo cierto es que aún no lo hemos capturado. Sin embargo, no puede huir eternamente. Daremos con él.
Osugi, que iba asintiendo mientras escuchaba, comprendió entonces por qué Takezō no se había presentado en el Shippōji y, lo que era más importante, que probablemente no había ido a su casa, puesto que ése era el primer lugar que registrarían los soldados. Al mismo tiempo, puesto que parecía viajar solo, la furia de la mujer no disminuyó lo más mínimo. Pero tampoco podía creer que Matahachi hubiera muerto.
—Sé que Takezō puede ser tan fuerte y astuto como cualquier fiera salvaje, señor —dijo afectadamente—, pero no creo que un samurái de vuestro valor tenga dificultad alguna para capturarle.
—Bueno, francamente, eso es lo que pensé al principio. Pero no somos muchos y hace poco ha matado a uno de mis hombres.
—Permitid que una anciana os aconseje un poco. —Se inclinó y le susurró algo al oído.
Sus palabras parecieron complacer al hombre en grado sumo.
El samurái asintió y exclamó entusiasmado:
—¡Buena idea! ¡Espléndida!
—Aseguraos de hacer un trabajo a fondo —le instó Osugi, y reanudó su camino.
Poco después, el samurái reagrupó a su partida de catorce o quince hombres detrás de la casa de Ogin. Después de recibir instrucciones, saltaron el muro, rodearon la casa y bloquearon todas las salidas. Entonces varios soldados invadieron la casa, dejando un rastro de barro, y penetraron en la sala donde las dos jóvenes estaban sentadas, condoliéndose y enjugándose las lágrimas que corrían por sus rostros.
Al ver a los soldados, Otsū emitió un grito ahogado y palideció. Ogin, sin embargo, orgullosa de ser la hija de Munisai, permaneció imperturbable. Miró a los intrusos con serenidad, su expresión dura e indignada.
—¿Cuál de vosotras es la hermana de Takezō? —preguntó uno de los soldados.
—Yo soy —replicó Ogin fríamente—, y exijo saber quién ha entrado en esta casa sin permiso. No consentiré una conducta tan brutal en una casa ocupada sólo por mujeres. —Se había vuelto para mirarles directamente.
El hombre que había estado charlando con Osugi unos minutos antes señaló a Ogin.
—¡Arrestadla! —ordenó.
Apenas había terminado de pronunciar esa palabra cuando estalló la violencia, la casa empezó a temblar y las luces se apagaron. Lanzando un grito de terror, Otsū salió tambaleándose al jardín, mientras por lo menos diez de los soldados caían sobre Ogin y se disponían a atarla con una cuerda. A pesar de su heroica resistencia, la lucha terminó en pocos segundos. Entonces la arrojaron al suelo y empezaron a darle puntapiés con todas sus fuerzas.
Más tarde Otsū no recordaba qué camino había seguido, pero lo cierto es que se las ingenió para escapar. Apenas consciente, corrió descalza hacia el Shippōji bajo la nebulosa luz de la luna, confiando por completo en su instinto. Se había criado en un entorno pacífico, y ahora tenía la sensación de que el mundo se derrumbaba.
Cuando llegó al pie de la colina donde se alzaba el templo, alguien la llamó. Vio la silueta de una persona sentada en una roca, entre los árboles. Era Takuan.
—Gracias al cielo que eres tú —le dijo—. Empezaba a preocuparme en serio, pues nunca estás hasta tan tarde fuera de casa. Cuando vi la hora que era salí a buscarte. —Le miró los pies e inquirió—: ¿Qué haces descalza?
Aún estaba mirando los pies descalzos de Otsū, cuando ésta se abalanzó a sus brazos y se echó a llorar.
—¡Oh, Takuan! ¡Ha sido horrible! ¿Qué podemos hacer?
Él trató de calmarla con voz serena.
—Vamos, vamos. ¿Qué ha sido lo horrible? No hay muchas cosas en este mundo que sean tan malas. Tranquilízate y dime lo que ha sucedido.
—¡Han atado a Ogin y se la han llevado! Matahachi no regresó, y ahora la pobre Ogin, que es tan dulce y amable…, todos le daban patadas. ¡Oh, Takuan, tenemos que hacer algo!
Sollozando y temblorosa, se aferraba desesperadamente al joven monje, con la cabeza apoyada en su pecho.
Era mediodía de un tranquilo y húmedo día primaveral, y un leve vapor se alzaba del rostro sudoroso del joven. Takezō caminaba solo por las montañas, sin saber adonde iba. Su fatiga casi rebasaba lo soportable, pero incluso al oír el sonido de un pájaro que emprendía el vuelo, sus ojos se apresuraban a examinar su entorno. A pesar de la penosa experiencia que había sufrido, la violencia acumulada y el puro instinto de supervivencia animaban su cuerpo cubierto de barro.
—¡Bastardos! ¡Bestias! —gruñía.
En ausencia del blanco real de su furia, blandió su espada de roble negro, cortó el aire con ella y desgajó una gruesa rama de un gran árbol. La savia blanca que brotó de la herida le recordó la leche de una madre lactante. Se detuvo y miró fijamente. No había ninguna madre a la que volverse, sólo la soledad. En vez de ofrecerle consuelo, incluso los arroyos y las colinas ondulantes de su propio lugar natal parecían burlarse de él.
«¿Por qué está contra mí la gente del pueblo? —se preguntó—. En cuanto me ven, avisan a los guardias de la montaña. Por su manera de correr cuando me avistan se diría que estoy loco.»
Llevaba cuatro días oculto en las montañas de Sanumo. Ahora, velada por la bruma del mediodía, distinguía la casa de su padre, la casa donde su hermana vivía sola. Cobijado al pie de la colina, por debajo de él, estaba Shippōji, el templo cuyo tejado sobresalía entre los árboles. Takezō sabía que no podía aproximarse a ninguno de los dos lugares. Cuando se atrevió a acercarse al templo, el día del cumpleaños de Buda, a pesar de lo atestado que estaba, se había jugado la vida. Al oír que le llamaban por su nombre, no tuvo más remedio que huir. Aparte de que deseaba salvar el pellejo, sabía que si le descubrían allí, Otsū se vería en un aprieto.
Aquella noche, cuando fue sigilosamente a la casa de su hermana, tuvo la mala suerte de que la madre de Matahachi estuviera allí. Permaneció durante un rato en el exterior, tratando de encontrar una explicación del paradero de Matahachi, pero mientras miraba a su hermana a través de una rendija en la puerta, los soldados le descubrieron. Una vez más se vio obligado a huir sin tener ocasión de hablar con nadie. Desde entonces, en su refugio en las montañas tenía la sensación de que los samurái de Tokugawa tenían controlados todos los accesos para atraparle. Patrullaban por todos los caminos que él podría elegir, al tiempo que los habitantes del pueblo habían formado grupos de búsqueda que estaban registrando las montañas.
Se preguntó qué pensaría Otsū de él, y empezó a sospechar que incluso ella se había vuelto en su contra. Puesto que, al parecer, todo el mundo en su propio pueblo le consideraba como un enemigo, se enfrentaba a obstáculos infranqueables.
Reflexionó: «Sería demasiado duro decirle a Otsū la verdadera razón por la que no ha regresado su prometido. Tal vez debería decírselo a la anciana… ¡Eso es! Se lo explicaré a ella, para que pueda decírselo suavemente a Otsū. Entonces no tendré ningún motivo para seguir merodeando por aquí».
Una vez tomada esta decisión, Takezō prosiguió su camino, pero sabía que no debía acercarse al pueblo antes de que oscureciera. Con una piedra grande rompió otra en fragmentos pequeños y lanzó uno de ellos contra un pájaro que volaba. Cuando el ave cayó al suelo, el muchacho apenas se detuvo a desplumarla antes de clavar los dientes en la carne cálida y cruda. Mientras devoraba el pájaro, echó a andar de nuevo, pero de repente oyó un grito ahogado. Quienquiera que le hubiese visto se alejaba frenéticamente por el bosque. Encolerizado porque le odiaban y temían, e incluso le perseguían sin ninguna razón, gritó: «¡Espera!», y echó a correr como una pantera tras la persona que huía.
El hombre no podía rivalizar con Takezō, y éste le dio alcance en seguida. Resultó ser uno de los habitantes del pueblo que acudía a las montañas para fabricar carbón, y a quien Takezō conocía de vista. Cogiéndole por el cuello, le arrastró hasta un pequeño claro.
—¿Por qué huyes? ¿Es que no me conoces? Soy uno de los tuyos, Shimmen Takezō de Miyamoto. No voy a comerte vivo. ¿Sabes? ¡Es muy grosero alejarse de la gente sin molestarse en saludar siquiera!
—¡Ssssí, señor!
—¡Siéntate!
Takezō le soltó el brazo, pero el poblé diablo empezó a huir, obligándole a darle un puntapié en el trasero y hacer ademán de que iba a golpearle con la espada de madera. El hombre se quedó agachado, encogido de miedo, cubriéndose la cabeza con las manos.
—¡No me mates! —gritó patéticamente.
—Pues responde a mis preguntas, ¿de acuerdo?
—Te lo diré todo, ¡pero no me mates! Tengo mujer y familia.
—Nadie va a matarte. Supongo que las colmas están llenas de soldados, ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Están vigilando el Shippōji?
—Sí.
—¿Hoy han vuelto a buscarme los hombres del pueblo? —El hombre no respondió—. ¿Eres tú uno de ellos?
El hombre se puso en pie de un salto y sacudió la cabeza como un sordomudo.
—¡No, no, no!
—Es suficiente —le gritó Takezō, y, cogiéndole con firmeza del cuello, le preguntó—: ¿Qué sabes de mi hermana?
—¿Qué hermana?
—Mi hermana, Ogin, de la casa de Shimmen. No te hagas el tonto. Has prometido que responderías a mis preguntas. La verdad es que no culpo a la gente del pueblo por tratar de capturarme, ya que los samuráis les obligan a ello, pero estoy seguro de que nunca le harían ningún daño a ella. ¿O sí?
—No sé nada de eso —replicó el hombre en un tono excesivamente inocente—, nada en absoluto.
Takezō alzó con celeridad la espada por encima de su cabeza, en posición de golpear.
—¡Ten cuidado! Eso me ha parecido muy sospechoso. Algo ha sucedido, ¿no es cierto? ¡Dímelo en seguida o te rompo la crisma!
—¡Espera! ¡No lo hagas! ¡Hablaré! ¡Te lo diré todo!
Con las manos unidas en actitud de súplica, el tembloroso carbonero le contó que se habían llevado prisionera a Ogin, y que habían hecho circular por el pueblo una orden, según la cual quien proveyera de alimento o cobijo a Takezō sería considerado de inmediato como un cómplice. Le informó de que todos los días los soldados llevaban a los hombres del pueblo a las montañas, y exigían a cada familia que proporcionaran un hombre joven en días alternos con esa finalidad.
Esa información puso a Takezō la piel de gallina, y no de temor sino de ira. Para asegurarse de que había oído bien, preguntó al carbonero:
—¿De qué delito acusan a mi hermana? —Las lágrimas que asomaban a sus ojos los abrillantaban.
—Nadie lo sabe. Tememos al señor del distrito y hacemos lo que nos ordenan, eso es todo.
—¿Adonde han llevado a mi hermana?
—Se rumorea que a la prisión militar de Hinagura, pero no sé si eso es cierto.
—Hinagura… —repitió Takezō.
Dirigió la mirada hacia la sierra que señalaba el límite provincial. La espina dorsal de las montañas estaba ya cubierta por las sombras de grises nubes nocturnas.
Dejó en libertad al carbonero. Mientras le veía alejarse de prisa, agradecido por haber salvado su mezquina vida, Takezō sintió que se le revolvía el estómago al pensar en la cobardía de la humanidad, la cobardía que obliga a los samuráis a apoderarse de una pobre mujer indefensa. Se alegró de volver a estar solo. Tenía que pensar.
Pronto tomó una decisión: «Tengo que rescatar a Ogin, eso es lo esencial. Mi pobre hermana… Los mataré si le han hecho daño». Una vez elegida la acción a emprender, se encaminó al pueblo con largas y viriles zancadas.
Al cabo de un par de horas, Takezō volvió a acercarse furtivamente al Shippōji. Las campanadas nocturnas habían terminado de sonar poco antes. Ya era de noche y se veían luces en el templo, en la cocina y los aposentos de los sacerdotes, donde parecía haber gente que iba de un lado a otro.
Takezō se dijo que ojalá saliera Otsū.
Se agachó bajo el pasillo elevado y permaneció inmóvil. Era un pasillo con tejado pero sin paredes que conectaba las habitaciones de los sacerdotes con el edificio principal del templo. Flotaba en el aire un olor a comida cocinada que evocaba en su mente visiones de arroz y sopa humeante. Desde hacía varios días el estómago de Takezō no había contenido más que carne de ave cruda y brotes de hierba, y ahora su estómago se rebelaba. Le ardía la garganta mientras vomitaba amargos jugos gástricos, y en esa penosa situación jadeó ruidosamente en busca de aliento.
—¿Qué es eso? —dijo una voz.
—Probablemente es sólo un gato —respondió Otsū, la cual salió con una bandeja y empezó a recorrer el pasillo directamente por encima de la cabeza de Takezō.
Intentó llamarla, pero sus náuseas eran todavía demasiado intensas para poder emitir un sonido inteligible.
El incidente resultó ser un golpe de suerte, porque en aquel momento una voz masculina detrás de Otsū preguntó:
—¿Dónde está el baño?
El hombre llevaba un kimono prestado por el templo, atado con una estrecha faja de la que colgaba una pequeña manopla. Takezō le reconoció como uno de los samuráis de Himeji. Sin duda era de alto rango, lo bastante para alojarse en el templo y pasar las noches comiendo y bebiendo hasta hartarse mientras sus subordinados y los habitantes del pueblo tenían que pasarse día y noche registrando las montañas en busca del fugitivo.
—¿El baño? —dijo Otsū—. Ven, te lo mostraré.
La muchacha dejó la bandeja en el suelo y se dispuso a acompañarle a lo largo del pasillo. De súbito, el samurái se precipitó hacia ella y la abrazó por detrás.
—¿Qué te parece si me haces compañía en el baño? —le sugirió lascivamente.
—¡No hagas eso, suéltame! —gritó Otsū, pero el hombre le dio la vuelta, le sujetó el rostro con sus grandes manos y le rozó la mejilla con los labios.
—¿Qué tiene de malo? —le dijo, tratando de engatusarla—. ¿No te gustan los hombres?
—¡Basta! ¡No debes hacer eso! —protestó la impotente Otsū. Entonces el soldado le cubrió la boca con la mano.
Indiferente al peligro, Takezō saltó al pasillo como un gato y golpeó con el puño al hombre en la cabeza, por la espalda. Fue un golpe muy fuerte. El samurái, momentáneamente indefenso, cayó hacia atrás, todavía aferrando a Otsū. Mientras intentaba librarse de él, la muchacha lanzó un chillido. El hombre caído empezó a gritar:
—¡Es él! ¡Es Takezō! ¡Está aquí! ¡Venid a prenderle!
Se oyó un retumbar de pisadas y ruido de voces en el interior del templo. La campana empezó a dar la alarma, indicando que Takezō había sido descubierto, y desde el bosque convergieron numerosos hombres en los terrenos del templo. Pero Takezō ya había desaparecido, y poco después fueron enviadas de nuevo partidas de búsqueda para que registraran las colinas de Sanumo. El mismo Takezō no sabía cómo había logrado filtrarse a través de la red rápidamente tensada, pero cuando la persecución estuvo en su apogeo él ya se encontraba lejos, en la entrada de la gran cocina con suelo de tierra de la casa de Hon'iden.
Echó un vistazo al interior débilmente iluminado y llamó:
—¡Abuela!
—¿Quién está ahí? —replicó la mujer con voz aguda.
Osugi salió lentamente de una habitación trasera. Iluminada desde abajo por el farol de papel que llevaba en la mano, su rostro nudoso palideció al ver a su visitante.
—¡Tú! —exclamó.
—Tengo algo importante que decirte —le dijo Takezō apresuradamente—. Matahachi no ha muerto, aún está muy vivo y sano. Vive con una mujer en otra provincia. Eso es cuanto puedo decirte porque es todo lo que sé. ¿Me harás el favor de darle la noticia a Otsū? Yo no he podido hacerlo.
Sintiendo un alivio inmenso por haberse librado de tan pesada carga al dar el mensaje a Osugi, dio media vuelta para marcharse, pero la anciana le pidió que volviera.
—¿Adonde te propones ir ahora?
—Tengo que entrar en la prisión militar de Hinagura y rescatar a Ogin —replicó él con tristeza—. Después iré a alguna parte. Sólo quería deciros, a ti y tu familia, así como a Otsū, que no dejé morir a Matahachi. Por lo demás, no tengo ningún motivo para quedarme aquí.
—Ya veo. —Osugi pasó el farol de una mano a la otra, haciendo tiempo. Entonces le hizo una señal para que se acercara—. Estoy segura de que tienes hambre, ¿me equivoco?
—No he tomado una comida decente desde hace días.
—¡Pobre muchacho! ¡Espera! Ahora mismo estaba cocinando, y puedo darte una buena comida caliente dentro de un momento. Considéralo como un regalo de despedida. ¿Y no te gustaría darte un baño mientras la preparo?
Takezō estaba mudo de asombro.
—No te quedes tan pasmado, Takezō. Tu familia y la nuestra han estado juntas desde los días del clan Akamatsu. No creo que debas marcharte de aquí, pero desde luego no te dejaré ir sin darte una buena y copiosa comida.
De nuevo Takezō fue incapaz de decir nada. Alzó el brazo y se enjugó los ojos. Nadie había sido tan amable con él desde hacía mucho, muchísimo tiempo. Había llegado a considerar a todo el mundo con suspicacia y desconfianza, y ahora recordaba de repente lo que es ser tratado como un ser humano.
—Anda, ve ahora mismo al baño —le instó Osugi, en el tono de una abuela—. Es demasiado peligroso que estés aquí… alguien podría verte. Te traeré una manopla y, mientras te bañas, iré a buscar el kimono de Matahachi y prendas interiores. No tengas prisa y date un buen remojón.
Le entregó el farol y desapareció en la parte trasera de la casa. Casi de inmediato, su nuera abandonó la casa, cruzó corriendo el jardín y salió a la noche.
Desde el baño, donde el farol se balanceaba atrás y adelante, llegó el sonido del chapoteo.
—¿Qué tal? —dijo Osugi jovialmente—. ¿Está bastante caliente?
—¡Está en su punto! —respondió Takezō—. Me siento como un hombre nuevo.
—No te apresures, relájate y entra en calor. El arroz aún no está listo.
—Gracias. De haber sabido que sería así, habría venido antes. ¡Estaba seguro de que me la tenías jurada! —Dijo algunas palabras más, pero el ruido del agua ahogaba su voz y Osugi no le respondió.
Poco después la nuera reapareció en el portal, sin aliento. La seguía un grupo de samuráis y vigilantes. Osugi salió de la casa y se dirigió a ellos en un susurro.
—Así que has conseguido que se diera un baño —dijo uno de los hombres con admiración—. Muy inteligente. ¡Sí, eso está bien! ¡Esta vez lo tenemos con seguridad en nuestras manos!
Los hombres se dividieron en dos grupos y, agazapados, se movieron lentamente, como otros tantos sapos, hacia el brillante fuego que ardía bajo el baño.
Algo indefinible aguijoneó el instinto de Takezō, el cual miró a través de una ranura en la puerta. Los pelos se le pusieron de punta.
—¡Estoy atrapado! —exclamó.
Estaba completamente desnudo, el baño era pequeño y no disponía de tiempo para pensar. Al otro lado de la puerta distinguió lo que parecía una horda de hombres armados con palos, lanzas y porras.
Aun así, en realidad no tenía miedo. El temor que podría haber sentido estaba sepultado por la cólera que experimentaba hacia Osugi.
—Muy bien, bastardos, mirad esto —gruñó.
No le importaba el número de sus enemigos. En aquella situación, como en otras, lo único que sabía hacer era atacar antes de ser atacado. Mientras sus aspirantes a captores se hacían sitio unos a otros en el exterior, Takezō abrió bruscamente la puerta de una patada y salió dando un salto y emitiendo un temible grito de guerra. Todavía desnudo, con el cabello húmedo volando en todas direcciones, aferró el asta de la primera lanza dirigida contra él y la arrebató a su propietario, al que envió contra los arbustos. Agarrando con firmeza el arma, se puso a girar a uno y otro lado frenéticamente, como un torbellino, y en ese absoluto abandono golpeó a todo el que se le aproximaba. En la batalla de Sekigahara había aprendido que ese método era sorprendentemente eficaz cuando los enemigos le superaban a uno en número, y que a menudo el asta de una lanza puede ser usado de una manera más efectiva que la punta.
Los atacantes, dándose cuenta demasiado tarde del error que habían cometido al no enviar primero a tres o cuatro hombres para que asaltaran la caseta del baño, se gritaban palabras de ánimo unos a otros. Sin embargo, era evidente que Takezō había maniobrado mejor que ellos.
Más o menos la décima vez en que el arma de Takezō entró en contacto con el suelo, se rompió. Entonces cogió una gran piedra y la arrojó contra los hombres, los cuales ya daban señales de retirada.
—¡Mirad, ha entrado en la casa! —gritó uno de los hombres, al tiempo que Osugi y su nuera salían de prisa al jardín trasero.
Takezō fue de un lado a otro de la casa, haciendo un estrépito tremendo, mientras gritaba:
—¿Dónde están mis ropas? ¡Devolvedme mis ropas!
Había ropas de faena esparcidas, así como un cofre primoroso que contenía kimonos, pero Takezō no les prestó atención. Esforzó la vista para encontrar sus prendas harapientas bajo aquella luz mortecina. Finalmente las vio en un rincón de la cocina, las cogió con una mano y, hallando un asidero sobre un gran horno de barro, salió por un ventanuco elevado. Mientras salía al tejado, sus perseguidores, ahora totalmente confundidos, maldecían y se excusaban unos a otros por no haber logrado atraparle.
De pie en medio del tejado, Takezō se puso su kimono sin apresurarse. Arrancó con los dientes una tira de tela de la faja y, recogiendo el húmedo cabello detrás de la cabeza, lo ató cerca de las raíces, con tal firmeza que las cejas y las comisuras de los ojos le quedaron estirados.
El cielo primaveral estaba lleno de estrellas.