En el siglo XVII, la carretera de Mimasaka venía a ser una vía principal. Partía de Tatsuno, en la provincia de Harima, y serpenteaba por un territorio conocido proverbialmente como «una montaña detrás de otra». Al igual que las estacas que señalaban la frontera entre Mimasaka y Harima, seguía una serie de elevaciones que parecían interminables. Los viajeros que coronaban el puerto de Nakayama veían a sus pies el valle del río Aida, donde, a menudo para su sorpresa, había un pueblo de tamaño considerable.
En realidad, Miyamoto era más un conjunto de villorrios diseminados que un pueblo verdadero. Había un grupo de casas a lo largo de las orillas del río, otro amontonado más arriba, en las colinas, y un tercero en medio de campos llanos que eran pedregosos y, por lo tanto, difíciles de arar. En total, el número de casas era importante para un núcleo rural de la época.
Hasta hacía alrededor de un año, el señor Shimmen de Iga había mantenido un castillo a poca distancia del río, pequeño en comparación con otros castillos, pero que de todos modos atraía a un flujo continuo de artesanos y mercaderes. Más al norte estaban las minas de plata de Shikozaka, ya muy lejos de la época de su pleno rendimiento, pero que en otro tiempo habían seducido a los mineros de todas las regiones del país.
Los viajeros que se trasladaban desde Tottori, en la costa del mar del Japón, a Himeji, en la del mar Interior, o desde Tajima a Bizen a través de las montañas, usaban naturalmente la carretera y, con la misma naturalidad, hacían un alto en Miyamoto. Éste tenía la atmósfera exótica de un pueblo visitado a menudo por los naturales de diversas provincias, y no sólo se enorgullecía de tener una posada, sino también una tienda de prendas de vestir. Albergaba también a un grupo de mujeres de la noche, las cuales, con el cuello empolvado de blanco, como estaba de moda, permanecían inmóviles ante sus establecimientos como murciélagos blancos bajo los aleros. Aquél era el pueblo que Takezō y Matahachi habían abandonado para ir a la guerra.
Otsū estaba sentada, mirando por encima de los tejados de Miyamoto y soñando despierta. Era una muchacha menuda, de tez blanca y reluciente cabello negro, osamenta ligera y miembros frágiles. Tenía un aire ascético, casi etéreo. Al contrario que las robustas y rubicundas muchachas campesinas que trabajaban en los arrozales, los movimientos de Otsū eran delicados. Caminaba con garbo, el largo cuello estirado y la cabeza alta. Ahora, encaramada en el porche del templo de Shippōji, parecía una estatuilla de porcelana.
Era una niña expósita que se había criado en aquel templo de montaña, y había adquirido una encantadora reserva que no suele encontrarse en una muchacha de dieciséis años. Su aislamiento de las demás niñas de su edad y del mundo cotidiano le había dado una expresión contemplativa y seria que tendía a desconcertar a los hombres acostumbrados a las mujeres frívolas. Matahachi, su prometido, sólo tenía un año más que ella, y desde que abandonó Miyamoto con Takezō el año anterior no había vuelto a saber de él. Incluso durante los dos primeros meses del nuevo año había suspirado por tener noticias suyas, pero ahora se aproximaba el cuarto mes y ya no se atrevía a abrigar esperanzas.
Dirigió perezosamente su mirada a las nubes y un pensamiento cruzó por su mente: «Pronto habrá transcurrido un año entero».
«La hermana de Takezō tampoco sabe nada de él. Sería una necia si creyera que uno de ellos está vivo». De vez en cuando decía a alguien estas palabras, anhelando, casi suplicando con la voz y la mirada, que su interlocutor la contradijera, la animara a no abandonar la esperanza. Pero nadie hacía caso de sus suspiros. Para los realistas pueblerinos, que ya se habían acostumbrando a que las tropas de Tokugawa ocuparan el modesto castillo de Shimmen, no había ninguna razón para suponer que habían sobrevivido. Ni un solo miembro de la familia del señor Shimmen había regresado de Sekigahara, cosa muy natural, pues eran samuráis, habían sido derrotados y no querrían presentarse entre quienes los conocían. Pero eso no rezaba para los soldados rasos de infantería. ¿No era normal que regresaran a casa? ¿No lo habrían hecho mucho tiempo atrás de haber sobrevivido?
Una vez más, como lo había hecho en innumerables ocasiones anteriores, Otsū se preguntó por qué los hombres tenían que escaparse para ir a la guerra. Había llegado a gozar, aunque con un goce melancólico, de aquellos momentos en que permanecía a solas en el porche del templo y reflexionaba en ese imponderable. Podría quedarse allí durante horas, sumida en una ensoñación nostálgica. De repente, una voz masculina que la llamaba por su nombre invadió su isla de paz.
Otsū alzó la vista y vio aun hombre más bien joven que se acercaba a ella desde el pozo. Vestía tan sólo un taparrabos, que apenas cumplía con su función, y su piel curtida por la intemperie brillaba como el oro mate de una antigua estatua budista. Era el monje zen que, tres o cuatro años atrás, había llegado allí procedente de la provincia de Tajima. Desde entonces residía en el templo.
—Por fin ha llegado la primavera —se decía a sí mismo con satisfacción—. La primavera es una bendición, aunque variable. En cuanto hace un poco de calor, esos insidiosos piojos se apoderan del campo. Intentan dominar la situación, igual que Fujiwara-no-Michinaga, ese astuto y pícaro regente. —Hizo una pausa y prosiguió con su monólogo—: Acabo de lavarme la ropa, pero ¿cuándo demonios voy a secar este hábito viejo y andrajoso? No puedo colgarlo del ciruelo, pues cubrir esas flores sería un sacrilegio, un insulto a la naturaleza. ¡Heme aquí, un hombre de buen gusto que no puede encontrar un sitio donde colgar su hábito! ¡Otsū! Préstame un tendedero.
La muchacha se ruborizó al ver al monje prácticamente desnudo.
—¡Takuan! —exclamó—. ¡No puedes ir por ahí medio en cueros hasta que se sequen tus ropas!
—Entonces me iré a dormir. ¿Qué te parece?
—¡Oh, no tienes remedio!
El monje alzó un brazo hacia el cielo y apuntó con el otro al suelo, adoptando la pose de las diminutas estatuas de Buda que los fieles ungían una vez al año con un té especial.
—La verdad es que debería haber esperado hasta mañana. Puesto que es el día octavo, el cumpleaños de Buda, podría haberme quedado así y dejar que la gente se inclinara ante mí. Y cuando me hubieran echado por encima el cucharón de té dulce, habría sorprendido a todo el mundo al lamerme los labios. —Adoptó una postura piadosa y entonó las primeras palabras del Buda—: «Arriba en el cielo y abajo en la tierra sólo yo soy santo».
Otsū se echó a reír ante esa exhibición de irreverencia.
—¡Te pareces a él, de veras!
—Naturalmente, soy la encarnación viva del príncipe Siddartha.
—Entonces quédate completamente inmóvil. ¡No te muevas! Iré a buscar un poco de té para echártelo por encima.
En aquel momento una abeja emprendió un ataque en gran escala de la cabeza del monje, cuya postura de reencarnación cedió de inmediato el paso a una agitación de brazos. La abeja, al observar una brecha en el holgado taparrabos, se abalanzó por allí, y Otsū se desternilló de risa. Desde la llegada de Takuan Sōhō, nombre que le impusieron al convertirse en sacerdote, nunca transcurrían muchos días sin que incluso la reticente Otsū se divirtiera por algo que el monje hacía o decía.
No obstante, se interrumpió de súbito.
—No puedo perder más tiempo con estas tonterías. ¡Tengo cosas importantes que hacer!
Mientras ella introducía sus pequeños pies en las sandalias, el monje le preguntó inocentemente:
—¿Qué cosas?
—¿Qué cosas? ¿También tú lo has olvidado? Tu pantomima acaba de recordármelo. Debo prepararlo todo para mañana. El viejo sacerdote me ha pedido que recoja flores para decorar el templo. Luego tengo que disponer las cosas para la ceremonia de la unción. Y esta noche debo preparar el té dulce.
—¿Dónde vas a coger las flores?
—Junto al río, en la parte baja del campo.
—Te acompañaré.
—¿Así, sin nada de ropa?
—No podrás recoger bastantes flores tú sola, necesitas ayuda. Además, el hombre nace sin ropa. La desnudez es su estado natural.
—Puede que sea así, pero no me parece natural. La verdad es que preferiría ir sola.
Confiando en eludirle, Otsū se apresuró a ir detrás del templo, donde se ató un cesto a la espalda, cogió una hoz y se deslizó por la puerta lateral, pero cuando miró atrás, sólo unos instantes después, le vio en pos de ella. Ahora Takuan se cubría con un gran paño de envolver, de los que usaba la gente para acarrear sus ropas de cama.
—¿Te gusta más así? —le preguntó él, sonriente.
—Claro que no. Tienes un aspecto ridículo. ¡La gente te tomará por loco!
—¿Porqué?
—No importa. ¡Pero no andes a mi lado!
—Hasta ahora nunca te había importado caminar al lado de un hombre.
—¡Eres insoportable, Takuan!
Echó a correr, y él la siguió dando unas zancadas que habrían venido bien a Buda cuando bajó del Himalaya.
La brisa agitaba furiosamente el paño de envolver.
—¡No te enfades, Otsū! Ya sabes que estoy bromeando. Además, si haces demasiados morros no les gustarás a tus amigos.
A ochocientas o novecientas varas del templo florecían profusamente las flores primaverales en ambas orillas del río Aida. Otsū dejó el cesto en el suelo, entre un mar de aleteantes mariposas, y empezó a trazar amplios círculos con la hoz, cortando las flores cerca de sus raíces.
Al cabo de un rato, Takuan entró en un estado de ánimo reflexivo.
—Qué paz reina aquí —dijo con un suspiro, y pareció a la vez religioso e infantil—. ¿Por qué, cuando podríamos vivir siempre en un paraíso lleno de flores, todos preferimos gemir, sufrir y perdernos en un torbellino de pasión y furia, torturándonos en las llamas del infierno? Confío en que tú, por lo menos, no tengas que pasar por todo eso.
Mientras llenaba rítmicamente el cesto de amarillas flores de colza, crisantemos primaverales, margaritas, amapolas y violetas, Otsū replicó:
—Takuan, en vez de predicar un sermón será mejor que vigiles por si vienen abejas.
Él asintió, exhalando un suspiro de desesperación.
—No hablo de las abejas, Otsū. Simplemente quiero transmitirte la enseñanza de Buda sobre el destino de las mujeres.
—¡El destino de esta mujer no es asunto tuyo!
—¡Cuan equivocada estás! Mi deber de sacerdote es fisgonear en la vida de la gente. Convengo en que es un oficio entrometido, pero no menos útil que la tarea del mercader, el sastre, el carpintero o el samurái. Existe porque hace falta.
Otsū se mostró conciliadora.
—Supongo que tienes razón.
—Es cierto que el sacerdocio ha estado en malas relaciones con el género femenino durante unos tres mil años. Mira, el budismo enseña que las mujeres son malas, demoníacas, mensajeras del infierno. Me he pasado años sumido en las escrituras, por lo que no es casual que tú y yo nos estemos peleando siempre.
—¿Y por qué, según tus escrituras, las mujeres son malas?
—Porque engañan a los hombres.
—¿Acaso los hombres no engañan también a las mujeres?
—Sí, pero… el mismo Buda fue un hombre.
—¿Quieres decir que si hubiera sido mujer las cosas serían exactamente al revés?
—¡Claro que no! ¿Cómo podría un demonio convertirse jamás en un Buda?
—Eso no tiene ningún sentido, Takuan.
—Si las enseñanzas religiosas sólo consistieran en sentido común, no necesitaríamos profetas que nos las transmitieran.
—¡Ya estamos de nuevo, tergiversándolo todo en tu propio beneficio!
—Ése es un típico comentario femenino. ¿Por qué me atacas personalmente?
Ella dejó de segar una vez más, con una expresión de cansancio en el rostro.
—No sigamos discutiendo, Takuan. Hoy no estoy de humor para eso.
—¡Silencio, mujer!
—Eres tú el que no ha dejado de hablar.
Takuan cerró los ojos, como si hiciera acopio de paciencia.
—Intentaré explicártelo. Cuando el Buda era joven, se sentó bajo el árbol bo, donde las diablesas le tentaban noche y día. Como es natural, no se formó una opinión muy elevada de las mujeres. Pero aun así, como era tan misericordioso, en su vejez aceptó algunas discípulas.
—¿Porque se había vuelto sabio o senil?
—¡No seas blasfema! —le advirtió severamente—. Y no olvides al bodhisattva Nagarjuna, que detestaba…, quiero decir que temía a las mujeres tanto como el Buda. Incluso él llegó a alabar cuatro tipos femeninos: las hermanas obedientes, las compañeras amorosas, las buenas madres y las siervas sumisas. Ensalzaba sus virtudes una y otra vez, y aconsejaba a los hombres que tomaran a tales mujeres por esposas.
—Hermanas obedientes, compañeras amorosas, buenas madres y siervas sumisas… Veo que lo tenéis todo dispuesto en beneficio de los hombres.
—Bueno, eso es bastante natural, ¿no crees? En la antigua India se respetaba más a los hombres y menos a las mujeres que en Japón. En fin, me gustaría que oyeras el consejo que Nagarjuna daba a las mujeres.
—¿Qué consejo?
—Decía: «Mujer, no te cases con un hombre…».
—¡Eso es ridículo!
—Déjame terminar. Decía «Mujer, cásate con la verdad».
Otsū le miró sin comprender.
—¿No lo ves? —dijo él, agitando el brazo—. «Cásate con la verdad» significa que no debes encapricharte de un mero mortal, sino buscar lo eterno.
—Pero Takuan, ¿qué es «la verdad»? —le preguntó Otsū con impaciencia.
El monje dejó caer ambos brazos a los costados y se quedo mirando el suelo.
—Bien mirado —dijo pensativamente—, yo mismo no estoy seguro de lo que sea.
Otsū se echó a reír, pero Takuan no le hizo caso.
—Hay algo que sé con certeza. Aplicado a tu vida, casarte con la sinceridad significa que no deberías pensar en irte a la ciudad y parir niños débiles y llenos de pamplinas, sino que deberías quedarte en el campo, de donde eres, y criar una prole hermosa y sana.
Otsū levantó la hoz con impaciencia.
—Takuan —replicó, exasperada—. ¿Has venido aquí para ayudarme a coger flores o no?
—Claro que sí, para eso estoy aquí.
—Entonces deja de predicar y agarra esa hoz.
—Muy bien, si realmente no deseas mi guía espiritual, no voy a imponértela —dijo él, fingiéndose dolido.
—Mientras estás trabajando, correré a casa de Ogin y veré si ha terminado el obi que he de ponerme mañana.
—¿Ogin? ¿La hermana de Takezō? La conozco, ¿verdad? ¿No vino contigo una vez al templo? —Arrojó la hoz al suelo—. Te acompañaré.
—¿Vestido así?
Él fingió que no la había oído.
—Probablemente nos ofrecerá té. Me muero de sed.
Extenuada por la discusión con el monje, Otsū asintió levemente y juntos partieron por la orilla del rio.
Ogin tenía veinticinco años y ya no se la consideraba en la flor de la juventud, pero era bastante atractiva. Aunque la reputación de su hermano tendía a desconcertar a sus pretendientes, no le faltaban proposiciones de matrimonio. Su porte y su buena crianza eran evidentes de inmediato para todos. Hasta entonces había rechazado todas las ofertas, argumentando que quería cuidar un poco más de su hermano menor.
La casa donde vivía había sido construida por su padre, Munisai, cuando se encargaba del adiestramiento militar del clan Shimmen. Como recompensa por sus excelentes servicios había sido honrado con el privilegio de tomar el apellido Shimmen. La casa, que daba al río, estaba rodeada por un alto muro de tierra sobre cimientos de piedra, y era demasiado grande para las necesidades de un samurái rural ordinario. Aunque en otro tiempo fue imponente, se había deteriorado. En el tejado crecían lirios silvestres, y la pared del dōjō, la sala de ejercicios donde en otro tiempo Munisai enseñó las artes marciales, estaba totalmente llena de blancos excrementos de golondrina.
Munisai cayó en desgracia, perdió su categoría y murió pobre, cosa que era bastante frecuente en una época de turbulencias. Poco después de su muerte, sus criados se marcharon, pero como todos eran naturales de Miyamoto, muchos seguían acudiendo a la casa. En esas ocasiones traían verduras frescas, dejaban limpias las habitaciones sin usar, llenaban las jarras de agua, barrían el sendero y contribuían de muchas otras maneras al mantenimiento de la casa. También tenían una agradable charla con la hija de Munisai.
Cuando Ogin, que estaba cosiendo en una habitación interior, oyó que se abría la puerta trasera, supuso naturalmente que se trataba de uno de sus ex sirvientes. Estaba absorta en su trabajo, y se sobresaltó al oír el saludo de Otsū.
—Ah, eres tú. Me has dado un susto. Estoy terminando tu obi. Lo necesitas para la ceremonia de mañana, ¿verdad?
—Así es. Quiero agradecerte la molestia que te has tomado, Ogin. Debería haberlo cosido yo misma, pero tenía demasiado trabajo en el templo y nunca habría podido hacerlo.
—Me alegra serte de ayuda. Yo dispongo de más tiempo del que es bueno para mí. Si no estoy atareada, empiezo a meditar tristemente.
Otsū alzó la cabeza y vio el altar doméstico. En un platito ardía una vela de llama oscilante, a cuya luz mortecina la muchacha vio dos inscripciones oscuras, pintadas cuidadosamente. Estaban pegadas a unas tablillas, con una ofrenda de agua y flores delante de ellas:
El espíritu del desaparecido Shimmen Takezō, de 17 años.
El espíritu del desaparecido Hon'iden Matahachi, de la misma edad.
—Ogin —le dijo Otsū, alarmada—: ¿Has tenido noticias de que los han matado?
—No, pero… ¿qué otra cosa podemos pensar? Lo he aceptado. Estoy segura de que han muerto en Sekigahara.
Otsū sacudió la cabeza con violencia.
—¡No digas eso, Ogin! —Se precipitó al altar y arrancó las inscripciones de sus tablillas—. Me libro de estas cosas porque sólo invitan a lo peor.
Mientras soplaba para apagar la vela, las lágrimas corrían por su rostro. No satisfecha con eso, cogió las flores y el cuenco de agua y cruzó la habitación contigua hasta la terraza, desde donde arrojó las flores tan lejos como pudo y vertió el agua por encima de la barandilla. Cayó sobre la cabeza de Takuan, que estaba acuclillado en el suelo.
—¡Aaay, qué fría está! —gritó el monje, incorporándose de un salto y tratando frenéticamente de secarse la cabeza con el paño de envolver—. ¿Qué estás haciendo? ¡He venido aquí a tomar una taza de té, no a bañarme!
Otsū se echó a reír hasta que volvieron a saltársele las lágrimas, esta vez de regocijo.
—Lo siento, Takuan, de veras. No te había visto.
A modo de disculpa le trajo el té que él había estado esperando. Cuando entró, Ogin, que miraba fijamente hacia la terraza, le preguntó:
—¿Quién es ése?
—El monje itinerante que se aloja en el templo, ya sabes, ese hombre sucio. Le viste el otro día, cuando me acompañabas, ¿recuerdas? Estaba tendido al sol, boca abajo, con la cabeza entre las manos y mirando el suelo. Cuando le preguntamos qué hacía, dijo que sus piojos realizaban un encuentro de lucha, y añadió que los había adiestrado para que le entretuvieran.
—¡Ah, es él!
—Sí, él. Se llama Takuan Sōhō.
—Es un poco raro.
—Eso es lo más suave que puede decirse de él.
—¿Qué es eso que lleva puesto? No parece un hábito de sacerdote.
—Y no lo es, sino un paño de envolver.
—¿Un paño de envolver? Es un excéntrico. ¿Qué edad tiene?
—Dice que treinta y uno, pero a veces me siento como si fuese su hermana mayor, tan tonto es. Uno de los sacerdotes me ha dicho que, a pesar de su aspecto, es un monje excelente.
—Supongo que eso es posible. Nunca puedes juzgar a la gente por su aspecto. ¿De dónde procede?
—Nació en la provincia de Tajima y empezó a prepararse para el sacerdocio a los diez años. Unos cuatro años después ingresó en un templo de la secta zen Rinzai. Luego la abandonó y se hizo seguidor de un sacerdote y sabio del Daitokuji, con el que viajó a Kyoto y Nara. Más tarde estudió con Gudō, del Myōshinji, Ittō de Sennan y toda una serie de otros famosos hombres santos. ¡Se ha pasado una tremenda cantidad de tiempo estudiando!
—Tal vez por eso hay en él algo diferente.
Otsū prosiguió con el historial de Takuan:
—Le nombraron monje residente en el Nansōji y más tarde, por edicto imperial, abad del Daitokuji. Nadie me ha dicho nunca por qué motivos, y él nunca habla de su pasado, pero por alguna razón huyó de allí cuando sólo llevaba tres días.
Otsū sacudió la cabeza.
—Dicen que famosos generales como Hosokawa y nobles como Karasumaru han intentado una y otra vez convencerle de que se establezca definitivamente —siguió diciendo—. Incluso le ofrecieron levantarle un templo y donar dinero para su mantenimiento, pero a él no le interesa. Dice que prefiere vagar por el campo como un mendigo, con sólo sus piojos por amigos. Yo diría que está un poco loco.
—Es posible que, desde su punto de vista, seamos nosotros los raros.
—¡Eso es exactamente lo que dice!
—¿Cuánto tiempo se quedará aquí?
—No hay manera de saberlo. Tiene la costumbre de presentarse un día y desaparecer al siguiente.
Takuan, que estaba en pie cerca de la terraza, gritó:
—¡Oigo todo lo que decís!
—Bueno, no estamos diciendo nada malo —replicó Otsū alegremente.
—No me importa que lo hagáis, si os parece divertido, pero por lo menos podríais darme unos pastelillos para acompañar al té.
—A eso me refería —dijo Otsū—. Es siempre así.
—¿Qué quieres decir con eso de que soy siempre así? —preguntó Takuan con retintín—. ¿Y qué me dices de ti? Ahí sentada parece como si fueras incapaz de hacer daño a una mosca, y sin embargo actúas de una manera mucho más cruel y despiadada de lo que yo podría jamás.
—¿Ah, sí? ¿De qué manera soy cruel y despiadada?
—¡Dejándome aquí afuera, desamparado, sin nada más que té, mientras tú estás ahí sentada gimiendo por tu amante perdido!
Las campanas sonaban en el Daishōji y el Shippōji. Habían empezado a sonar con un ritmo mesurado poco después del alba y seguían haciéndolo de vez en cuando bien pasado el mediodía. Por la mañana una procesión constante se dirigía a los templos: muchachas con obis rojos en sus kimonos, viudas de mercaderes que usaban unos tonos más apagados, y aquí y allá una anciana con kimono oscuro que llevaba a sus nietos de la mano. La pequeña sala principal del Shippōji estaba atestada de fieles, pero los hombres jóvenes que había entre ellos estaban más interesados en mirar a Otsū que en participar en la ceremonia religiosa.
—En efecto, está aquí —susurró uno.
—Más bonita que nunca —añadió otro.
En el interior de la sala se alzaba un templo en miniatura con el techo cubierto de hojas de lima y las columnas rodeadas de flores silvestres entretejidas. Dentro del «templo floral», como lo llamaban, había una estatua negra del Buda, de dos pies de altura, que señalaba con una mano el cielo y con la otra la tierra. La imagen estaba colocada en un recipiente de arcilla de fondo plano, y los fieles, al pasar por delante, vertían té dulce sobre su cabeza con un cucharón de bambú. Takuan permanecía a un lado con un suministro adicional del bálsamo sagrado, llenando tubos de bambú para que los fieles se los llevaran a casa, pues traía buena suerte. Mientras vertía el líquido, solicitaba donativos.
—Este templo es pobre, por lo que os pido que donéis tanto como os sea posible, sobre todo vosotros, los ricos…, sé quiénes sois, porque lleváis esas finas sedas y esos obis bordados. Tenéis mucho dinero, pero también debéis tener muchas preocupaciones. Si dejáis un quintal de monedas por vuestro té, vuestras preocupaciones serán un quintal más ligeras.
En el otro lado del templo floral, Otsū estaba sentada ante una mesa negra lacada. Su cara tenía un color rosado brillante, como las flores que la rodeaban. Ataviada con su obi nuevo, escribía ensalmos en hojas de papel de cinco colores. Movía el pincel con destreza, mojándolo de vez en cuando en un tintero de laca y oro que tenía a su derecha. Escribió:
Rápida e intensamente
en éste, el mejor de los días,
el octavo del cuarto mes,
que sean sentenciados esos
insectos que devoran las cosechas.
Desde tiempo inmemorial se creía en aquellos contornos que colgar ese práctico poema de la pared podía proteger no sólo de los bichos, sino también de las enfermedades y la fortuna adversa. Otsū escribió los mismos versos docenas de veces, con tanta frecuencia que la muñeca empezó a latirle dolorosamente y su caligrafía a reflejar la fatiga.
Se detuvo un momento a descansar y llamó a Takuan:
—No sigas tratando de robar a esta gente. Les estás quitando demasiado.
—Sólo me dirijo a los que ya tienen demasiado y eso ha llegado a ser una carga para ellos. La esencia de la caridad consiste en aliviarles de esa carga.
—Según ese razonamiento, los ladrones comunes son todos santos.
Takuan estaba demasiado ocupado recogiendo donativos para replicar.
—Vamos, vamos —decía a la multitud que avanzaba a empellones—. No empujéis, no tengáis prisa, haced cola. Muy pronto tendréis ocasión de aligerar vuestras bolsas.
—¡Eh, sacerdote! —dijo un joven que había sido amonestado por abrirse paso a codazos.
—¿Te refieres a mí? —replicó Takuan, señalándose la nariz.
—Sí, a ti, no paras de decirnos que esperemos a nuestro turno, pero entonces atiendes a las mujeres primero.
—Me gustan las mujeres tanto como a cualquiera.
—Debes de ser uno de esos monjes lascivos de los que siempre oímos contar anécdotas.
—¡Basta ya, renacuajo! ¿Crees acaso que no sé por qué estás tú aquí? No has venido a reverenciar al Buda ni a llevarte a casa un ensalmo. ¡Estás aquí para echarle una mirada a Otsū! Vamos, confiesa…, ¿no es eso cierto? No llegarás a ninguna parte con las mujeres si actúas como un mísero.
El rostro de Otsū se volvió escarlata.
—¡Basta, Takuan! ¡Cállate ahora mismo o voy a volverme loca de veras!
Para dar reposo a sus ojos, Otsū alzó de nuevo la vista de su trabajo y miró al exterior, por encima de la muchedumbre. De súbito tuvo un atisbo de un rostro y dejó caer bruscamente el pincel. Se incorporó de repente, casi derribando la mesa, pero el rostro ya se había desvanecido, como un pez que desaparece en el mar. Ajena a cuanto la rodeaba, corrió al porche del templo, gritando:
—¡Takezō! ¡Takezō!