El peine

Takezō destacaba por su altura, excepcional entre las gentes de su época. Su cuerpo era como el de un buen caballo, fuerte y flexible, de miembros largos y vigorosos. Tenía los labios gruesos, carmesíes, y sus cejas negras se libraban de ser tupidas gracias a su bella forma: se extendían bastante más allá de las comisuras externas de los ojos y acentuaban su virilidad. Los habitantes del pueblo le llamaban «hijo de un año gordo», expresión que sólo aplicaban a los niños cuyos rasgos eran más grandes que los de la mayoría. Aunque no era un insulto, ni mucho menos, el apodo de todos modos le separaba de los demás chicos, y por ello de pequeño le producía una turbación considerable.

A Matahachi no le llamaban así, pero también podrían haberle aplicado la misma expresión. Algo más bajo y robusto que Takezō, era ancho de pecho y carirredondo, dando una impresión de jovialidad si no de bufón declarado. Sus ojos prominentes, algo saltones, tendían a moverse mientras hablaba, y la mayor parte de los chistes a su costa se basaban en el parecido que tenía con las ranas, que croaban sin cesar en las noches veraniegas.

Ambos amigos estaban al final de la adolescencia y por ello se recuperaban con rapidez de la mayor parte de dolencias. Cuando las heridas de Takezō hubieron sanado del todo, Matahachi ya no podía soportar por más tiempo su encierro. Paseaba por la leñera y se quejaba continuamente de que estaba encarcelado. Más de una vez cometió el error de decir que se sentía como un grillo en un agujero húmedo y oscuro, invitando así a Takezō a replicar que a las ranas y los grillos les gustan tales moradas. En algún momento Matahachi debió ceder a la curiosidad y fisgoneó en el interior de la casa, porque un día se inclinó hacia su compañero de celda como para darle alguna noticia trascendental.

—¡Cada noche la viuda se empolva la cara y se pone guapa! —susurró en tono preocupado.

El rostro de Takezō pareció el de un chico de doce años que detesta a las niñas y nota la deserción, un interés en ciernes por «ellas», en su amigo más íntimo. Matahachi se había vuelto un traidor, y la expresión de Takezō era de inequívoca repugnancia.

Matahachi empezó a ir a la casa y sentarse al lado del hogar con Akemi y su juvenil madre. Al cabo de tres o cuatro días de charlar y bromear con ellas, el festivo huésped era uno más de la familia. Ya no regresaba a la leñera ni siquiera de noche, y las pocas veces que lo hacía el aliento le olía a sake e intentaba convencer a Takezō para que fuese a la casa, alabando la buena vida que estaba al alcance de su mano.

—¡Estás loco! —replicaba Takezō, exasperado—. Vas a hacer que nos maten, o por lo menos que nos detengan. Hemos perdido, somos rezagados…, ¿no puedes meterte eso en la cabeza? Debemos tener cuidado y permanecer ocultos hasta que las cosas se calmen.

Sin embargo, pronto se cansó de intentar hacer entrar en razón a su amigo amante de los placeres y empezó a atajarle con bruscas réplicas: «No me gusta el sake», le decía, o en ocasiones: «Me gusta estar aquí. Es cómodo».

Pero Takezō también estaba ansioso de movimiento. Se aburría más de lo tolerable, y finalmente mostró signos de debilidad.

—¿De veras es segura? —preguntaba—. Me refiero a esta vecindad. ¿No hay señales de patrullas? ¿Estás seguro?

Tras haber permanecido encerrado durante veinte días en la leñera, salió por fin como un prisionero de guerra medio muerto de hambre. Su piel tenía el aspecto translúcido y cerúleo de la muerte, tanto más evidente cuando estaba al lado de su amigo, enrojecido por el sol y el sake. Miró con los ojos entrecerrados el cielo azul, estiró los brazos y bostezó de una manera extravagante. Cuando por fin cerró la boca cavernosa, su amigo se dio cuenta de que entretanto sus cejas habían estado unidas. Tenía una expresión preocupada.

—Matahachi —dijo con seriedad—, estamos abusando de esta buena gente, que corre un gran riesgo teniéndonos aquí. Creo que deberíamos emprender el regreso a casa.

—Supongo que tienes razón —replicó Matahachi—, pero no dejan pasar a nadie a través de las barreras sin comprobar quién es. Según la viuda, los caminos a Kyoto e Ise son intransitables. Dice que podemos quedarnos aquí hasta que lleguen las nieves, y la chica es del mismo parecer. Está convencida de que debemos seguir ocultos, y ya sabes que ella sale por ahí a diario.

—¿Llamas estar oculto a permanecer sentado junto al fuego y bebiendo?

—Claro. ¿Sabes lo que hice? El otro día unos hombres de Tokugawa, que aún están buscando al general Ukita, vinieron a fisgar. Me libré de los hijoputas simplemente saliendo a saludarles. —Al oír esto Takezō abrió mucho los ojos, incrédulo, y Matahachi soltó una carcajada. Cuando volvió a serenarse siguió diciendo—: Estás más seguro al aire libre que agazapado en la leñera, con el oído atento a posibles pisadas y volviéndote loco. Eso es lo que he intentado decirte.

Matahachi volvió a desternillarse de risa y Takezō se encogió de hombros.

—Quizá tengas razón. Ésa podría ser la mejor manera de solucionar las cosas.

Aún tenía sus reservas, pero después de esta conversación visitó la casa. Okō, a quien sin duda le gustaba tener compañía, más concretamente masculina, les hacía sentirse por completo a sus anchas. Sin embargo, de vez en cuando les sobresaltaba al sugerir que uno de ellos se casara con Akemi. Esto parecía aturdir a Matahachi más que a Takezō, el cual se limitaba a hacer caso omiso de la sugerencia o respondía con una observación chistosa.

Era la temporada del suculento y fragante matsutake, que crece al pie de los pinos, y Takezō se relajó lo suficiente para salir en busca de los grandes hongos en la boscosa montaña que se alzaba detrás de la casa. Akemi, con un cesto en la mano, buscaba de un árbol a otro. Cada vez que notaba el aroma de los hongos, su voz inocente reverberaba a través del bosque.

—¡Allí, Takezō! ¡Hay montones de ellos!

Y él, que buscaba en las proximidades, replicaba invariablemente:

—Aquí también hay muchos.

El sol de otoño se filtraba hasta ellos entre las ramas de los pinos, en haces tenues e inclinados. La alfombra de pinaza en el fresco refugio de los árboles era mullida y polvorienta. Cuando se cansaban de buscar hongos, Akemi le desafiaba, riendo.

—¡Veamos quién tiene más!

—Te gano —siempre replicaba él, pagado de sí mismo, y ella le inspeccionaba el cesto.

Aquel día no fue diferente de los demás.

—¡Ja, ja! ¡Lo sabía! —exclamó la muchacha. Llena de júbilo, como sólo pueden estarlo las jovencitas de su edad, sin pizca de timidez o afectado recato, se inclinó sobre el cesto de Takezō—. ¡Tienes un montón de setas venenosas!

Entonces separó las setas malas una tras otra, sin contarlas en voz alta pero con movimientos tan lentos e intencionados que Takezō difícilmente habría podido ignorarlos ni siquiera con los ojos cerrados. Arrojó cada seta venenosa tan lejos como pudo. Una vez finalizada su tarea, alzó la vista, su joven rostro radiante de satisfacción de sí misma.

—¡Ahora mira cuántas tengo más que tú!

—Se está haciendo tarde —musitó Takezō—. Volvamos a casa.

—Estás enfadado porque has perdido, ¿verdad?

Echó a correr por la ladera de la montaña como un faisán, pero de súbito se detuvo en seco, el rostro ensombrecido por una expresión de alarma. Avanzando en diagonal por el bosque, hacia la mitad de la ladera, se aproximaba un hombre gigantesco. Sus pasos eran largos y lánguidos, y sus ojos feroces miraban directamente a la frágil muchacha. Su aspecto primitivo asustaba. Todo en él tenía resabios a lucha por la supervivencia, y presentaba un inequívoco aire de belicosidad: cejas tupidas, el grueso labio superior curvado hacia arriba, una pesada espada, cota de malla y una piel animal con la que se envolvía.

—¡Akemi! —rugió cuando estuvo más cerca de ella.

Una ancha sonrisa apareció en sus labios, mostrando una hilera de dientes amarillentos y cariados, pero el rostro de Akemi siguió sin revelar nada más que horror.

—¿Está en casa esa maravillosa mamá tuya? —preguntó con premioso sarcasmo.

—Sí —dijo ella en un hilo de voz.

—Bien, cuando vuelvas a casa, quiero que le digas algo. ¿Lo harás por mí? —Hablaba con una cortesía burlona.

—Sí.

Entonces el tono del hombre se volvió áspero.

—Dile que no me engañe e intente ganar dinero a mis espaldas, y que pronto vendré a buscar mi tajada. ¿Me has entendido? —Akemi no dijo nada—. Probablemente cree que no estoy enterado, pero el tipo a quien vende la mercancía vino a verme. Apuesto a que también estuviste en Sekigahara, ¿no es cierto, pequeña?

—¡No, claro que no! —protestó ella débilmente.

—Bueno, no importa. Dile lo que acabo de decirte. Si me juega otra mala pasada, la echaré a patadas de la vecindad.

Miró un momento a la muchacha con expresión furibunda y luego se marchó pesadamente en dirección al pantano.

Takezō desvió la vista del desconocido que se alejaba y miró a Akemi con preocupación.

—¿A qué viene todo esto?

Akemi le respondió en voz cansada, los labios todavía temblorosos:

—Se llama Tsujikaze y viene del pueblo de Fuwa. —Estas palabras fueron poco más que un susurro.

—Es un saqueador, ¿verdad?

—Sí.

—¿Por qué está tan enfadado?

La muchacha permaneció en pie sin decir nada.

—No se lo diré a nadie —le aseguró él—. ¿Ni siquiera puedes decírmelo?

Akemi, claramente abatida, parecía buscar las palabras. De repente se apoyó en el pecho de Takezō y le suplicó:

—Prométeme que no se lo dirás a nadie.

—¿A quién se lo diría? ¿A los samuráis de Tokugawa?

—¿Recuerdas la noche que me viste por primera vez en Sekigahara?

—Claro que la recuerdo.

—Bien, ¿todavía no has imaginado lo que hacía allí?

—No, no he pensado en ello —dijo él con cara de palo.

—¡Pues estaba robando! —Le miró fijamente, midiendo su reacción.

—¿Robando?

—Después de un combate, voy al campo de batalla y me llevo cosas de los soldados muertos: espadas, adornos de las vainas, bolsas de incienso…, cualquier cosa que podamos vender. —Le miró de nuevo en busca de una señal de desaprobación, pero el rostro de Takezō no revelaba nada—. Eso me asusta —añadió suspirando, y entonces se volvió pragmática—, pero necesitamos el dinero para comprar comida, y si me niego a ir mi madre se enfurece.

El sol todavía estaba bastante alto en el cielo. A indicación de Akemi, Takezō se sentó en la hierba. A través de los pinos veían la casa en el pantano.

Takezō asintió como si acabara de explicarse algo. Poco después dijo:

—Esa historia de que cortáis artemisa en las montañas para hacer moxa… ¿Era mentira?

—¡Oh, no, también lo hacemos! Pero mi madre tiene unos gustos muy caros. Nunca podríamos mantenernos sólo con la moxa. Cuando mi padre estaba vivo, vivíamos en la casa más grande del pueblo, qué digo, de los siete pueblos de Ibuki. Teníamos muchos criados, y mi madre siempre llevaba cosas bonitas.

—¿Era tu padre mercader?

—Oh, no, era el jefe de los saqueadores locales. —Los ojos de Akemi brillaron de orgullo. Era evidente que ya no temía la reacción de Takezō y daba rienda suelta a sus verdaderos sentimientos, resuelta y con los puños cerrados mientras hablaba—. Ese Tsujikaze Temma, el hombre que acabamos de ver, le mató. Por lo menos todo el mundo dice que lo hizo.

—¿Quieres decir que tu padre fue asesinado?

La muchacha asintió en silencio, sin poder evitar que las lágrimas acudieran a sus ojos, y Takezō sintió que algo en lo más profundo de sí mismo empezaba a fundirse. Al principio no había sentido mucha simpatía por ella. Aunque era más pequeña que la mayoría de las muchachas de su edad, en general hablaba como una mujer adulta, y de vez en cuando hacía un movimiento rápido que le ponía a uno en guardia. Pero cuando las lágrimas empezaron a desprenderse de sus largas pestañas, él se sintió de repente lleno de compasión. Deseaba abrazarla, protegerla.

De todos modos, no era una chica que hubiera tenido algo semejante a una educación apropiada. Que no había vocación más noble que la de su padre parecía ser algo que ella nunca ponía en tela de juicio. Su madre la había persuadido de que era del todo correcto despojar a los cadáveres, no para comer con las ganancias sino para llevar un buen tren de vida. Muchos ladrones consumados habrían rechazado la tarea.

Durante los largos años de contiendas feudales se había llegado al punto en que todos los holgazanes inútiles del país se dedicaban a ganarse la vida de esa manera. La gente lo esperaba más o menos de ellos. Cuando estallaba la guerra, los dirigentes militares locales incluso utilizaban sus servicios, recompensándoles generosamente por prender fuego a los suministros del enemigo, extender falsos rumores, robar caballos de los campamentos enemigos y cosas por el estilo. Muy a menudo se les compraba sus servicios, pero incluso cuando no era así, una guerra ofrecía innumerables oportunidades. Además de buscar objetos valiosos entre los cadáveres, a veces incluso podían obtener recompensas por matar samuráis con cuyas cabezas simplemente habían tropezado y las habían recogido. Una gran batalla posibilitaba a aquellos carroñeros sin escrúpulos vivir cómodamente durante seis meses o un año.

En las épocas más turbulentas, incluso el granjero ordinario y el leñador habían aprendido a beneficiarse de la desgracia humana y el derramamiento de sangre. La lucha en las afueras de su pueblo podía impedir trabajar a aquellas almas sencillas, pero se habían adaptado ingeniosamente a la situación y descubierto la manera de ir revolviendo y examinando los restos de la vida humana, como buitres. Debido en parte a esas intrusiones, los saqueadores profesionales mantenían una vigilancia estricta de sus territorios respectivos. Una férrea ley establecía que los cazadores furtivos, es decir, los bandidos que invadían el terreno de otros bandidos más poderosos, no podían salir indemnes. Quienes se atrevían a violar los derechos que se habían otorgado a sí mismos aquellos matones corrían el riesgo de ser cruelmente castigados.

Akemi se estremeció y dijo:

—¿Qué vamos a hacer? Los sicarios de Temma vienen hacia aquí, estoy segura.

—No te preocupes —la tranquilizó él—. Si aparecen por aquí les saludaré personalmente.

Cuando descendieron de la montaña, el crepúsculo dominaba el pantano y todo estaba quieto. Una estela de humo, procedente del fuego para calentar el baño de la casa, ascendía por encima de una hilera de altos juncos, como una ondulante serpiente aérea. Okō, que había terminado de aplicarse su maquillaje nocturno, estaba en pie junto a la puerta trasera. Cuando vio a su hija que se aproximaba al lado de Takezō, le gritó:

—¡Akemi! ¿Qué has estado haciendo hasta tan tarde?

Su mirada y el tono de su voz eran severos. La muchacha, que hasta entonces había caminado distraída, se paró en seco. Era más sensible a los estados de ánimo de su madre que a cualquier otra cosa en el mundo. Su madre había nutrido aquella sensibilidad y, al mismo tiempo, aprendido a explotarla, a manipular a su hija como si fuera una marioneta con una simple mirada o un gesto. Akemi se apresuró a huir del lado de Takezō y, ruborizándose ostensiblemente, entró corriendo en la casa.

Al día siguiente Akemi habló a su madre de Tsujikaze Temma. Okō montó en cólera.

—¿Por qué no me lo dijiste en seguida? —le gritó, yendo de un lado a otro como una loca, tirándose del cabello, sacando objetos de cajones y armarios y amontonándolos en medio de la habitación—. ¡Matahachi! ¡Takezō! ¡Echadme una mano! Tenemos que esconderlo todo.

Matahachi movió una tabla que le había señalado Okō y se alzó por encima del techo. No había mucho espacio entre el techo y las vigas. Uno apenas podía reptar, pero aquel hueco servía a los fines de Okō y, muy probablemente, de su difunto marido. Takezō, de pie en un taburete entre madre e hija, empezó a pasar objetos a Matahachi, uno tras otro. Si Takezō no hubiera oído la explicación que le dio Akemi el día anterior, se habría asombrado ante la variedad de artículos que ahora veía.

Takezō sabía que las dos mujeres se dedicaban a aquello desde hacía largo tiempo, pero aun así resultaba pasmoso ver la cantidad de cosas que habían acumulado. Había una daga, una borla de lanza, una manga de armadura, un casco sin coronamiento, un relicario portátil en miniatura, un rosario budista, un estandarte… Incluso había una silla de montar lacada, bellamente tallada y decorada con taracea de oro, plata y madreperla.

Matahachi se asomó a la abertura en el techo y, con una expresión de perplejidad, preguntó:

—¿Ya está todo?

—No, hay una cosa más —dijo Okō, y salió precipitadamente. Regresó al cabo de un momento, trayendo una espada de madera de roble negro, que medía cuatro pies de largo.

Takezō empezó a pasar la espada a Matahachi, que aguardaba con los brazos extendidos, pero el peso, la curvatura y el perfecto equilibrio del arma le impresionaron tanto que no podía soltarla. Se volvió a Okō, mirándola tímidamente.

—¿Crees que podría quedármela? —le preguntó, con una nueva vulnerabilidad reflejada en los ojos. Se miró los pies, como si dijera que ya sabía que no había hecho nada para merecer la espada.

—¿La quieres de veras? —replicó en un tono suave y maternal.

—¡Sí…, sí…, la quiero de veras!

Aunque ella no había dicho que podía quedársela, le sonrió, mostrando un hoyuelo, y Takezō supo que la espada era suya. Matahachi saltó desde el techo, rebosante de envidia, y tocó la espada codiciosamente, haciendo reír a Okō.

—¡Mira qué pucheros hace el hombrecito porque no ha recibido un regalo!

Intentó apaciguarle dándole un bonito monedero de cuero tachonado de ágatas, pero Matahachi no parecía muy satisfecho y no dejaba de mirar la espada de roble negro. Sus sentimientos estaban heridos y el monedero apenas sirvió para aliviar su magullado orgullo.

Al parecer, cuando vivía su marido, Okō había adquirido el hábito de darse cada noche un despacioso baño caliente, maquillarse y luego beber un poco de sake. En una palabra, dedicaba casi tanto tiempo a su aseo personal como la geisha mejor pagada. No era la clase de lujo que podía permitirse la gente ordinaria, pero ella insistía en hacerlo e incluso enseñó a Akemi a seguir los mismos pasos, aunque a la muchacha le parecía aburrido y las razones para hacerlo insondables. A Okō no sólo le gustaba vivir bien, sino que estaba decidida a mantenerse eternamente joven.

Aquella noche, cuando estaban sentados alrededor del hogar, que era un hoyo en el suelo, Okō sirvió sake a Matahachi e intentó persuadir a Takezō para que bebiera también. Como él se negaba a hacerlo, la mujer le puso la taza en la mano, le agarró por la muñeca y le obligó a llevarse la bebida a los labios.

—Los hombres tienen que ser capaces de beber —le regañó—. Si no puedes hacerlo solo, te ayudaré.

De vez en cuando, Matahachi la miraba inquieto. Consciente de su mirada, Okō se tomaba más familiaridades con Takezō. Juguetonamente le puso la mano en la rodilla y empezó a tararear una popular canción de amor.

Por entonces Matahachi ya estaba harto. De repente se volvió a Takezō y le dijo impulsivamente:

—¡Deberíamos ponernos en marcha cuanto antes!

Estas palabras tuvieron el efecto deseado.

—Pero…, pero… ¿adonde iríais? —balbució Okō.

—De regreso a Miyamoto. Allí está mi madre y también mi prometida.

La revelación de Matahachi cogió momentáneamente por sorpresa a Okō, pero ésta se serenó en seguida. Entrecerró los ojos hasta que fueron dos estrechas ranuras, su sonrisa se paralizó y su voz se volvió ácida.

—Por favor, aceptad mis excusas por entreteneros, por acogeros y daros un hogar. Si hay una chica esperándote, será mejor que regreses cuanto antes. ¡Nada más lejos de mi intención que impedírtelo!

Tras recibir la espada de roble negro, Takezō no se separaba nunca de ella. El mero hecho de sostenerla le producía un placer indescriptible. A menudo apretaba con fuerza la empuñadura o deslizaba el filo romo a lo largo de su palma, sólo para notar la perfecta proporción de la curvatura. Dormía abrazado a ella. El frescor de la superficie de madera contra su mejilla le recordaba el suelo del dōjō donde en invierno practicaba las técnicas de esgrima. Aquel instrumento casi perfecto de arte y muerte reavivaba en él el espíritu de lucha que había heredado de su padre.

Takezō había amado a su madre, pero ésta abandonó al padre y se marchó de casa cuando él aún era pequeño, dejándole a solas con Munisai, un ordenancista que no habría sabido mimar a un niño en el caso improbable de que hubiera querido hacerlo. En presencia de su padre el muchacho siempre se sintió torpe y asustado, nunca realmente a sus anchas. Cuando contaba nueve años, llegó a anhelar tanto una palabra amable de su madre, que se escapó de casa y recorrió todo el camino hasta la prefectura de Harima, donde ella vivía. Takezō nunca supo por qué sus padres se habían separado, y a esa edad una explicación probablemente no le habría ayudado mucho. Su madre se había casado con otro samurái, de quien había tenido otro hijo.

Cuando el pequeño fugado llegó a Harima, localizó a su madre sin pérdida de tiempo. En aquella ocasión ella le llevó a una zona boscosa detrás del templo local, donde no pudieran verles, y allí, con los ojos llenos de lágrimas, le estrechó entre sus brazos e intentó explicarle por qué tenía que volver al lado de su padre. Takezō no olvidaría jamás la escena, cada uno de cuyos detalles se mantendría nítido en su mente mientras viviera.

Por supuesto, su padre, siendo el samurái que era, en cuanto se enteró de su desaparición envió servidores para que recuperasen al niño, pues su paradero era evidente. Takezō fue devuelto a Miyamoto como si fuese un haz de leña, atado en el lomo de un caballo sin silla. A modo de saludo, Munisai le llamó mocoso insolente y, en un acceso de ira que a punto estuvo de hacerle perder la cabeza, azotó a su hijo con una vara hasta que no pudo más. Takezō recordaba más explícitamente que cualquier otra cosa la malignidad con que su padre le espetó su ultimátum: «Si vuelves con tu madre una sola vez más, te repudio».

Algún tiempo después de ese incidente, Takezō se enteró de que su madre había enfermado y fallecido. Su muerte surtió en él una transformación, y pasó de ser un chico silencioso y melancólico al matón del pueblo. Al final, hasta Munisai se sintió intimidado. Cuando amenazaba al muchacho con una porra, él se defendía con un palo de madera. El único que estaba a su altura era Matahachi, también hijo de un samurái. Todos los demás niños obedecían a Takezō. A la edad de doce o trece años era casi tan alto como un adulto.

En cierta ocasión, un espadachín errante llamado Arima Kihei enarboló un estandarte con blasón dorado y aceptó desafíos de los habitantes del pueblo. Takezō le mató sin esfuerzo, y sus vecinos le alabaron por su valor. Sin embargo, la buena opinión que tenían de él duró poco, pues al hacerse mayor se volvió cada vez más intratable y brutal. Muchos le consideraban un bárbaro, y pronto, cada vez que aparecía en las calles la gente se apartaba de él. Su actitud hacia ellos reflejaba la frialdad de los demás.

Cuando por fin murió su padre, tan duro e implacable hasta el último momento como lo había sido siempre, la vena cruel de Takezō se ensanchó aún más. De no haber sido por su hermana mayor, Ogin, probablemente Takezō no habría respetado nada y hubiera acabado expulsado del pueblo por una multitud airada. Por suerte, amaba a su hermana e, impotente ante las lágrimas de ésta, solía hacer todo lo que ella le pedía.

Ir a la guerra con Matahachi marcó un cambio decisivo para Takezō, pues indicaba que, de alguna manera, quería ocupar su sitio en la sociedad al lado de otros hombres. La derrota en Sekigahara redujo bruscamente tales esperanzas, y se encontró sumido de nuevo en la dura realidad de la que creía haber escapado. No obstante, era un joven bendecido con la sublime despreocupación que sólo florece en tiempos conflictivos. Cuando dormía, su rostro se volvía tan plácido como el de un niño, sin que le turbaran en absoluto los pensamientos sobre el mañana. Soñaba bastante, tanto dormido como despierto, pero sufría pocas decepciones auténticas. Puesto que, para empezar, tenía tan poco, que también tenía poco que perder y, aunque en cierto sentido estaba desarraigado, no se veía inmovilizado por ninguna traba.

En aquel momento Takezō respiraba profunda y acompasadamente, sujetando con fuerza su espada de madera, una leve sonrisa en los labios, y tal vez soñaba, quizá se deslizaban ante sus ojos cerrados, como una cascada de montaña, imágenes de su afable hermana y su pueblo natal. Okō entró en la habitación, provista de una lámpara. «Qué cara tan apacible», susurró, al tiempo que extendía el brazo para tocarle los labios con sus dedos. Entonces apagó la lámpara y se tendió a su lado. Haciéndose un ovillo, como una gata, se acercó lentamente a él, su rostro blanqueado por el maquillaje y su bata colorida, realmente demasiado juvenil para ella, ocultos por la oscuridad. No se oía más sonido que el de las gotas de rocío que caían en el alféizar de la ventana.

—Quisiera saber si todavía es virgen —musitó mientras se disponía a quitarle la espada de madera.

En el instante en que la tocó, Takezō se puso en pie, gritando:

—¡Ladrones! ¡Ladrones!

Su brusco movimiento hizo que Okō cayera sobre la lámpara metálica, la cual le produjo rasguños en el hombro y el pecho. Takezō le retorció el brazo sin piedad. Ella gritó de dolor.

La soltó, estupefacto.

—Ah, eres tú. Creí que era un ladrón.

—Ay —gimió Okō—. ¡Qué dolor!

—Lo siento, no sabía que eras tú.

—No conoces tu propia fuerza. Casi me has arrancado el brazo.

—Ya te he dicho que lo siento. De todos modos, ¿qué estás haciendo aquí?

Sin hacer caso de su inocente pregunta, ella se recobró rápidamente del brazo magullado y con el mismo miembro trató de rodearle el cuello, diciéndole con voz arrulladora:

—No tienes que disculparte, Takezō… —Suavemente deslizó el dorso de la mano por su mejilla.

—¡Eh! ¿Qué estás haciendo? ¿Te has vuelto loca? —le gritó él, apresurándose a apartarse de ella.

—No hagas tanto ruido, idiota. Ya sabes lo que siento por ti. —Reanudó su intento de acariciarle, mientras él agitaba la mano como un hombre atacado por un enjambre de abejas.

—Sí, y te estoy muy agradecido. Ninguno de nosotros olvidará jamás lo amable que has sido, la hospitalidad con que nos has acogido y todo lo demás.

—No me refiero a eso, Takezō. Hablo de mis sentimientos de mujer…, mi delicioso y cálido sentimiento hacia ti.

—Espera un momento —dijo él, incorporándose de un salto—. ¡Encenderé la lámpara!

—Oh, cómo puedes ser tan cruel —gimió la mujer, tratando de abrazarle una vez más.

—¡No hagas eso! —gritó él, indignado—. Basta ya…, ¡lo digo en serio!

Algo en su voz, algo intenso y resuelto, asustó a Okō, haciéndole interrumpir su ataque.

Takezō sintió que sus huesos se tambaleaban y le crujían los dientes. Jamás había tropezado con un adversario tan formidable. Ni siquiera cuando, tendido boca arriba, vio los caballos que galopaban por su lado en Sekigahara su corazón había palpitado de aquella manera. Se acurrucó en un rincón de la estancia.

—Vete, por favor —le suplicó—. Vuelve a tu habitación. Si no lo haces, llamaré a Matahachi. ¡Despertaré a toda la casa!

Okō no se movió, permaneció sentada en la oscuridad, respirando lentamente y mirándole con los ojos entrecerrados. No estaba dispuesta a permitir que la rechazara.

—Takezō —le arrulló de nuevo—. ¿No comprendes lo que siento? —Él no dijo nada—. ¿No lo comprendes?

—Sí, pero ¿comprendes acaso lo que yo siento cuando un tigre me arrebata el sueño, me da un susto de muerte y maltrata en la oscuridad?

Entonces le tocó a ella quedarse en silencio. Un susurro bajo, casi un gruñido, emergió de lo más profundo de su garganta. Finalmente habló recalcando mucho las silabas:

—¿Cómo puedes avergonzarme así?

—¿Que yo te avergüenzo?

—Sí, esto es mortificante.

Ambos estaban tan tensos que no habían oído los golpes en la puerta que, al parecer, sonaban desde hacía algún tiempo. Entonces además de los golpes se oyeron gritos.

—¿Qué pasa ahí dentro? ¿Estáis sordos? ¡Abrid la puerta!

Apareció luz en la ranura entre los postigos corredizos. Akemi ya estaba despierta. Entonces resonaron las pisadas de Matahachi, que se dirigía hacia ellos, y oyeron su voz:

—¿Qué ocurre?

Akemi gritó alarmada desde el pasillo:

—¡Madre! ¿Estás ahí? ¡Respóndeme, por favor!

Okō regresó a ciegas a su habitación, contigua a la de Takezō, y respondió desde allí. Los hombres que estaban fuera parecían haber abierto los postigos con palancas e invadido la casa. Cuando Okō entró en la sala del hogar, vio seis o siete pares de anchos hombros amontonados en la cocina adyacente, con su suelo de tierra, a un nivel más bajo que las demás habitaciones.

—Soy Tsujikaze Temma —gritó uno de los hombres—. ¡Enciende una luz!

Los hombres irrumpieron rudamente en la parte principal de la casa, sin detenerse siquiera para quitarse las sandalias, lo cual era un signo evidente de grosería habitual. Empezaron a revolverlo todo, en armarios, cajones y bajo el grueso tatami de paja trenzada que cubría el suelo. Temma se sentó con porte majestuoso al lado del hogar y contempló cómo sus sicarios escudriñaban sistemáticamente las habitaciones. Gozaba de su posición superior, pero pronto pareció cansarse de su propia inactividad.

—Esto dura demasiado —gruñó, golpeando el tatami con el puño—. Debes tener algunas cosas aquí. ¿Dónde están?

—No sé de qué me hablas —replicó Okō, dominándose y con las manos entrelazadas sobre el vientre.

—¡No me vengas con esa monserga, mujer! —aulló él—. ¿Dónde está el botín? ¡Sé que está aquí!

—¡No tengo nada!

—¿Nada?

—Absolutamente nada.

—Bien, quizá sea cierto. Tal vez me han dado una información errónea… —La miró con recelo, tirándose de la barba y rascándola—. ¡Es suficiente, muchachos! —dijo con voz atronadora.

Durante este intercambio, Okō había permanecido sentada en la habitación de al lado, con la puerta corredera bien abierta. Estaba de espaldas a él, pero aun así parecía desafiarle, como si le dijera que podía seguir adelante y registrar donde le diera la gana.

—Okō —dijo él bruscamente.

—¿Qué quieres? —replicó ella con frialdad.

—¿Tienes algo de beber?

—¿Quieres un poco de agua?

—No me provoques… —le advirtió amenazadoramente.

—El sake está ahí. Bébetelo si quieres.

—Vamos, Okō —le dijo, ablandándose, casi admirándola por su insensible testarudez—. No seas así. No te visitaba desde hacía largo tiempo. ¿Es ésta la manera de tratar a un viejo amigo?

—¡Menuda visita!

—Cálmate, ¿quieres? Tú tienes en parte la culpa. Demasiada gente me ha hablado de las andanzas de «la viuda del hombre que hacía la moxa» para creer que todo son mentiras. Tengo entendido que has enviado a tu encantadora hija a despojar cadáveres. ¿Quieres decirme por qué habría de hacer semejante cosa?

—¡Muéstrame una prueba! —gritó ella—. ¿Dónde la tienes?

—Si hubiera tenido la intención de encontrar lo que ocultas, no habría avisado a Akemi por anticipado. Ya conoces las reglas del juego. Éste es mi territorio y tengo que llevar a cabo el registro de tu casa. De lo contrario, todo el mundo podría concebir la idea de que puede salirse con la suya del mismo modo. Y en ese caso, ¿dónde estaría yo? ¡Tengo que protegerme, sabes!

Ella le miró en tenso silencio, la cabeza semivuelta hacia él, el mentón y la nariz alzados orgullosamente.

—Bien, esta vez voy a dejarte en paz. Pero recuerda que soy especialmente amable contigo.

—¿Amable conmigo? ¿Quién, tú? ¡No me hagas reír!

—Okō, ven aquí y sírveme un trago —le instó él. Como la mujer no hacía la menor señal de movimiento, perdió los estribos—: ¡Eres una zorra loca! ¿No te das cuenta de que si fueras amable conmigo no tendrías que vivir así? —Se calmó un poco y entonces la aconsejó—: Piénsalo un poco.

—Estoy abrumada por su amabilidad, señor —replicó ella maliciosamente.

—¿No te gusto?

—Respóndeme sólo a esto: ¿quién mató a mi marido? ¿Esperas acaso que crea que no lo sabes?

—Si quieres vengarte de quienquiera que lo hiciese, te ayudaré muy gustoso. Haré cuanto esté en mi mano.

—¡No te hagas el tonto!

—¿Qué quieres decir con eso?

—Parece ser que oyes muchas de las cosas que dice la gente. ¿No te han dicho que fuiste tú quien le mató? ¿No has oído decir que fue Tsujikaze Temma el asesino? Todos los demás lo saben. Puede que sea la viuda de un saqueador, pero no he caído tan bajo que llegue a tontear con el asesino de mi marido.

—Tenías que decir eso, ¿eh? No podías dejar el asunto en paz, ¿verdad? —Soltó una risa triste, apuró de un trago la taza de sake y se sirvió otra—. No deberías decir cosas así, ¿sabes? No es bueno para tu salud…, ¡o la de tu bonita hija!

—Educaré a Akemi apropiadamente y, una vez se haya casado, me desquitaré de ti. ¡Toma nota de lo que te digo!

Temma se echó a reír hasta que los hombros primero y luego todo su cuerpo se bambolearon como un pastel de soja cuajada. Tras beberse todo el sake que pudo encontrar, hizo una seña a uno de sus hombres que estaba apostado en un rincón de la cocina, con la lanza apoyada verticalmente en el hombro.

—Eh, tú —atronó—. Echa a un lado algunas tablas del techo con el extremo de tu lanza.

El hombre hizo lo que su jefe le había ordenado. Mientras iba de un lado a otro de la habitación, moviendo las tablas del techo, las piezas del tesoro de Okō empezaron a caer al suelo como granizo.

—Tal como sospechaba desde el principio —dijo Temma, poniéndose en pie con dificultad—. Ya lo veis, muchachos. ¡Pruebas! Ha violado las reglas, eso es innegable. ¡Llevadla afuera y dadle su merecido!

Los hombres convergieron en la habitación del hogar, pero se detuvieron bruscamente. Okō estaba en pie, inmóvil como una estatua, en el vano de la puerta, como desafiándoles a que se atrevieran a tocarla. Temma, que había bajado a la cocina, les dijo impaciente:

—¿A qué estáis esperando? Traedla aquí.

No sucedió nada. Okō siguió mirando a los hombres, los cuales no se movían, como si estuvieran paralizados. Temma decidió tomar las riendas. Chascó la lengua y se dirigió hacia Okō, pero también él se detuvo ante el vano de la puerta. Detrás de Okō, invisibles desde la cocina, había dos jóvenes de aspecto feroz. Takezō sostenía baja la espada de madera, dispuesto a fracturar las espinillas del primero que se adelantara y de cualquiera que fuese lo bastante estúpido para seguirle. En el otro lado estaba Matahachi, empuñando una espada que sostenía alta, preparado para descargarla sobre el primer cuello que se aventurase a cruzar el vano de la puerta. No había rastro de Akemi.

—De modo que ésas tenemos —gruñó Temma, recordando de súbito la escena en la ladera de la montaña—. El otro día vi a ése caminando al lado de Akemi…, el del palo. ¿Quién es el otro?

Ni Matahachi ni Takezō dijeron una sola palabra, dejando claro que se proponían responder con sus armas. La tensión fue en aumento.

—No es normal que haya hombres en esta casa —rugió Temma—. Vosotros dos… ¡Vosotros debéis ser de Sekigahara! Será mejor que miréis dónde ponéis los pies…, os lo advierto.

Ninguno de los dos jóvenes movió un músculo.

—¡No hay nadie en estos contornos que no conozca el nombre de Tsujikaze Temma! ¡Os enseñaré lo que les hacemos a los rezagados!

Se hizo el silencio. Temma indicó con una seña a sus hombres que se apartaran. Uno de ellos retrocedió de espaldas sin darse cuenta de que el hoyo del hogar estaba en medio del suelo. Lanzó un grito al caer sobre las astillas ardientes, despidiendo una rociada de chispas que llegaron al techo. Al cabo de unos segundos la estancia se llenó por completo de humo.

—¡Aarrgghh!

Cuando Temma arremetió contra ellos, Matahachi descargó la espada con ambas manos, pero el hombre era demasiado rápido para él y el golpe alcanzó la punta de la vaina de Temma. Okō se había refugiado en el rincón más próximo mientras Takezō aguardaba, sosteniendo horizontalmente la espada de roble negro. Apuntó a las piernas de Temma y asestó un golpe con todas sus fuerzas. La hoja de madera zumbó en la oscuridad, pero no se oyó el ruido seco del impacto. De alguna manera aquel hombretón había saltado a tiempo y, al descender, se abalanzó contra Takezō con la fuerza de una roca despeñada.

Takezō tuvo la sensación de que se las había con un oso. Aquél era el hombre más fuerte con el que había luchado jamás. Temma le agarró por la garganta y le dio dos o tres golpes que hicieron temer al joven por la integridad de su cráneo. Entonces Takezō recobró nuevo aliento e hizo volar a Temma. El hombretón se estrelló contra la pared, y el impacto hizo que se balanceara la casa y cuanto contenía. Cuando Takezō alzó la espada de madera para descargarla sobre la cabeza de Temma, el saqueador rodó a un lado, se puso en pie de un salto y huyó, perseguido de cerca por su oponente.

Takezō estaba decidido a impedir que Temma escapara, pues eso sería peligroso. Sabía perfectamente lo que iba a hacer. Cuando le capturase no dejaría a medias la faena de matarle y se aseguraría bien de que no le quedase un hálito de vida.

Tal era la naturaleza de Takezō. Para él sólo contaban los extremos. Incluso de niño había tenido algo primitivo en la sangre, algo que recordaba a los fieros guerreros del Japón antiguo, algo tan salvaje como puro, que no conocía la luz de la civilización ni el temple del conocimiento. Tampoco conocía la moderación. Era un rasgo natural, y por esa sola característica el muchacho nunca gustó a su padre. Munisai había intentado, a la manera típica de la clase militar, reducir la ferocidad de su hijo castigándole severamente y con frecuencia, pero el efecto de esa disciplina había sido el de aumentar la ferocidad del chico, como un jabalí cuya verdadera ferocidad surge cuando se ve privado de alimento. Cuanto más despreciaban los habitantes del pueblo al joven matón, tanto más él los dominaba despóticamente.

Cuando aquel hijo de la naturaleza se hizo hombre, empezó a hartarse de andar pavoneándose por el pueblo como si fuese su dueño. Intimidar a los apocados pueblerinos era demasiado fácil, y empezó a soñar en cosas más importantes. Sekigahara le había dado su primera lección de cómo era realmente el mundo. Sus ilusiones juveniles se habían hecho añicos, si bien era cierto que, para empezar, no había tenido muchas. Jamás se le habría ocurrido rumiar el fracaso de su primera aventura «real», o reflexionar en lo siniestro que era el futuro. Aún desconocía el significado de la autodisciplina, y había encajado sin alterarse la sangrienta catástrofe.

Y ahora, fortuitamente, había tropezado con un pez gordo de veras, aquel Tsujikaze Temma, ¡el jefe de los saqueadores! Era la clase de adversario con quien había anhelado enfrentarse en Sekigahara.

—¡Cobarde! —le gritó—. ¡Detente y lucha!

Takezō corría velozmente por el campo negro como la pez, lanzando un insulto tras otro. A diez pasos por delante de él, Temma volaba como si tuviera alas. Takezō tenía literalmente los pelos de punta y el viento producía un sonido quejumbroso al azotarle el rostro. Se sentía feliz, más de lo que había estado en toda su vida. Cuanto más corría, más cerca se encontraba del puro éxtasis animal.

Se abalanzó contra la espalda de Temma. Brotó un chorro de sangre en el lugar alcanzado por la punta de la espada y un grito espantoso atravesó la noche. El voluminoso saqueador cayó al suelo con un ruido sordo y dio una vuelta. El cráneo estaba aplastado y los ojos sobresalían de sus órbitas. Tras otros dos o tres tremendos golpes al cuerpo, las costillas rotas perforaron la piel.

Takezō alzó el brazo y se limpió el copioso sudor que resbalaba por su frente.

—¿Satisfecho, capitán? —preguntó en tono triunfal.

Tranquilamente, emprendió el regreso a la casa. Alguien que le hubiera observado en aquel momento habría pensado que era un joven sin ninguna preocupación en el mundo, que volvía de dar un paseo nocturno. Se sentía libre, sin ningún remordimiento, sabedor de que si el otro hombre hubiera ganado, él estaría allí tendido, muerto y solo.

Le llegó la voz de Matahachi en la oscuridad.

—¿Eres tú, Takezō?

—Sí —replicó sin la menor emoción—. ¿Qué pasa?

Matahachi corrió a él y le anunció, excitado:

—¡He matado a uno! ¿Y tú?

—También he matado a uno.

Matahachi alzó su espada, empapada en sangre hasta la empuñadura. Cuadrando los hombros con orgullo, dijo:

—Los otros huyeron. ¡Esos puercos ladrones no valen mucho para luchar! ¡Sólo pueden enfrentarse a los muertos, ja, ja! ¡Yo diría que son tal para cual, ja, ja, ja!

Los dos estaban ensangrentados y satisfechos como un par de cachorros bien alimentados. Charlando jovialmente, se dirigieron hacia la lámpara visible a lo lejos, Takezō con su palo y Matahachi con su espada, las dos armas igualmente cubiertas de sangre.

Un caballo extraviado asomó la cabeza por la ventana y miró el interior de la casa. Su bufido despertó a los dos durmientes. Takezō maldijo al animal y le dio una vigorosa palmada en el hocico. Matahachi se estiró, bostezó y dijo que había dormido muy bien.

—El sol ya está muy alto —observó Takezō.

—¿Es ya la tarde?

—¡Imposible!

Tras un sueño reparador, los acontecimientos de la noche habían sido olvidados. Para aquellos dos jóvenes, sólo existían el hoy y el mañana.

Takezō corrió a la parte trasera de la casa y se desnudó hasta la cintura. Agachado junto al limpio y fresco torrente de montaña, se mojó la cara y el cabello y luego se lavó el pecho y la espalda. Miró hacia arriba e inhaló a fondo varias veces, como si quisiera absorber la luz del sol y todo el aire del cielo. Matahachi, todavía soñoliento, fue a la habitación del hogar, donde dio jovialmente los buenos días a Okō y Akemi.

—¿Por qué estas dos damas tan encantadoras ponen cara de acelga? —les preguntó.

—¿Eso parece?

—Sí, no hay duda alguna. Parece como si las dos estuvierais de luto. ¿A qué viene esa tristeza? Hemos matado al asesino de tu marido y dado a sus sicarios una paliza que no olvidarán pronto.

La decepción de Matahachi no era difícil de comprender. Había creído que la viuda y su hija estarían exultantes por la noticia de la muerte de Temma. En verdad, la noche anterior Akemi palmoteo jubilosa cuando se enteró, pero Okō pareció inquieta desde el principio, y ahora, sentada de modo desgarbado junto al fuego y con expresión abatida, parecía haber empeorado.

—Pero ¿qué te ocurre? —le preguntó el muchacho, pensando que era la mujer más difícil de complacer que había conocido jamás. «¡Vaya gratitud!», dijo para sus adentros, mientras tomaba el té amargo que Akemi le había servido y se sentaba en cuclillas.

Okō sonrió tristemente, envidiosa del joven que desconocía cómo es en realidad el mundo.

—Matahachi —le dijo con voz cansada—, parece que no lo entiendes. Temma tenía centenares de seguidores.

—Claro que los tenía. Los maleantes como él siempre los tienen. No tememos a la clase de gente que siguen a los de su calaña. Si hemos podido matarle, ¿por qué habríamos de temer a sus inferiores? Si intentan hacernos algo, Takezō y yo…

—¡No haréis nada! —le interrumpió Okō.

Matahachi echó atrás los hombros y dijo:

—¿Quién dice eso? ¡Trae tantos de ellos como quieras! No son más que un puñado de gusanos. ¿Acaso crees que Takezō y yo somos unos cobardes, que vamos a retirarnos sigilosamente, reptando sobre nuestros vientres? ¿Por quién nos tomas?

—¡No sois cobardes, pero sí infantiles! Incluso para mí. Temma tiene un hermano menor llamado Tsujikaze Kōhei, y si ése viene a por vosotros, ni siquiera los dos fundidos en uno solo tendría una sola posibilidad de vencerle.

No eran éstas las cosas que a Matahachi le gustaba escuchar, pero a medida que ella hablaba, empezó a pensar que quizá no iba del todo descaminada. Al parecer Tsujikaze Kōhei tenía un gran grupo de seguidores alrededor de Yasugawa, en Kiso, y no sólo eso, sino que era experto en las artes marciales y tenía una pericia fuera de lo corriente para coger a la gente desprevenida. Hasta entonces, nadie de quien Kōhei hubiera anunciado públicamente que le mataría había vivido su vida normal. En opinión de Matahachi, una cosa era que alguien te atacara en campo abierto, y otra muy distinta que cayera sobre ti cuando estabas dormido.

—Ése es uno de mis puntos flacos —admitió—. Duermo como un tronco.

Mientras permanecía sentado, con la mano en la mejilla, pensativo, Okō llegó a la conclusión de que lo único que podían hacer era abandonar la casa y su modo de vida actual e irse a algún lugar lejano. Preguntó a Matahachi qué harían él y Takezō.

—Lo hablaré con él —replicó Matahachi—. Por cierto, ¿adónde habrá ido?

Salió de la casa y miró a su alrededor, pero Takezō no se veía por ninguna parte. Al cabo de un rato se puso la palma por encima de los ojos, escudriñó la lejanía y descubrió a Takezō cabalgando al pie de la colina, montado a pelo en el caballo extraviado que les había despertado con sus relinchos.

«No tiene ninguna preocupación en el mundo», se dijo Matahachi, bruscamente envidioso. Ahuecando las manos alrededor de la boca, gritó:

—¡Eh, tú! ¡Vuelve a casa! ¡Tenemos que hablar!

Poco después estaban los dos tendidos en la hierba, mascando briznas y discutiendo lo que deberían hacer a continuación.

—¿Crees entonces que debemos volver a casa? —dijo Matahachi.

—Así es. No podemos quedarnos con estas mujeres para siempre.

—No, supongo que no.

—No me gustan las mujeres. —Por lo menos Takezō estaba seguro de ello.

—Muy bien. Entonces, marchémonos.

Matahachi se dio la vuelta y contempló el cielo.

—Ahora que nos hemos decidido, quiero ponerme en marcha. De pronto he comprendido cuánto echo de menos a Otsū, cuánto deseo verla. ¡Mira allí! Hay una nube que tiene exactamente su perfil. ¡Mira! Esa parte es exactamente como su pelo cuando acaba de lavarlo. —Matahachi golpeaba el suelo con los talones y señalaba el cielo.

Los ojos de Takezō siguieron al caballo en retirada al que acababa de dar la libertad. Como muchos de los vagabundos que viven en los campos, los caballos perdidos le parecían seres amistosos. Cuando has terminado con ellos, no piden nada y se limitan a marcharse solos y en silencio.

Akemi les gritó desde la casa que la cena estaba lista. Se pusieron en pie.

—¡Te echo una carrera! —propuso Takezō.

—¡Vamos allá! —replicó Matahachi.

Akemi palmoteo encantada mientras los dos corrían a toda velocidad entre la alta hierba, dejando tras ellos una espesa estela de polvo.

Después de cenar, Akemi se quedó pensativa. Acababa de enterarse de que los dos hombres habían decidido volver a sus hogares. Había sido divertido tenerlos en la casa, y quería que siguieran allí indefinidamente.

—¡Qué tonta eres! —la regañó su madre—. ¿Por qué te lo tomas así?

Okō se estaba maquillando tan meticulosamente como siempre, y mientras reñía a la muchacha miraba en el espejo a Takezō. Éste notó su mirada y de súbito recordó la fragancia acre de su cabello la noche que invadió su habitación.

Matahachi, que había cogido la gran jarra de sake de un estante, se dejó caer al lado de Takezō y empezó a llenar una pequeña botella para calentar la bebida, como si fuese el dueño de la casa. Puesto que aquélla iba a ser la última noche que pasaban juntos, se proponían beber a discreción. Okō parecía poner un cuidado especial en su maquillaje.

—¡Que no quede una sola gota sin beber! —exclamó—. No vale la pena dejar aquí el sake para las ratas.

—¡O los gusanos! —dijo inesperadamente Takezō.

Pronto vaciaron tres grandes jarras. Okō se inclinó hacia Matahachi y empezó a acariciarle de tal manera que Takezō volvió la cara, azorado.

—Yo…, yo…, no puedo andar —musitó Okō con la voz distorsionada por el alcohol.

Matahachi la llevó hasta su jergón. La cabeza de la mujer descansaba en su hombro. Una vez allí, ella se volvió hacia Takezō y le dijo con rencor:

—Tú, Takezō, duermes ahí solo. Te gusta dormir solo, ¿no es cierto?

Sin un murmullo, Takezō se tendió donde estaba. Había bebido mucho y era muy tarde.

Cuando se despertó era pleno día. En cuanto abrió los ojos, lo percibió. Algo le dijo que la casa estaba vacía. Las cosas que Okō y Akemi habían amontonado el día anterior para el viaje habían desaparecido. No había ropas ni sandalias… Matahachi tampoco estaba.

Llamó, pero no obtuvo respuesta, ni la esperaba. Una casa vacía tiene un aura propia. No había nadie en el patio, nadie detrás de la casa, nadie en la leñera. El único rastro de sus compañeros era un brillante peine rojo que estaba junto a la boca abierta de la cañería del agua.

«¡Matahachi es un cerdo!», se dijo.

Husmeó el peine y recordó cómo Okō había intentado seducirle aquella noche, hacía poco tiempo.

«Esto es lo que ha derrotado a Matahachi», pensó, y la mera idea le hizo hervir de cólera.

—¡Idiota! —gritó—. ¿Y Otsū? ¿Qué piensas hacer con ella? ¿No la has abandonado ya demasiadas veces, cerdo?

Pisoteó el peine barato. Quería llorar de rabia, no por sí mismo, sino por la lástima que le daba Otsū, a quien podía imaginar nítidamente esperando en el pueblo.

Mientras permanecía sentado en la cocina, lleno de desconsuelo, el caballo extraviado miró impasible a través del vano de la puerta. Al ver que Takezō no le daba una palmada en el hocico, entró, fue hasta la pila y empezó a lamer perezosamente unos granos de arroz que se habían pegado allí.