La campanilla

Takezō yacía entre los cadáveres, que se contaban por millares.

«El mundo entero se ha vuelto loco —pensó nebulosamente—. Un hombre podría compararse a una hoja muerta arrastrada por la brisa otoñal.»

Él mismo parecía uno de aquellos cuerpos sin vida que le rodeaban. Trató de alzar una mano, pero sólo pudo levantarla unos pocos centímetros del suelo. No recordaba que jamás se hubiera sentido tan débil. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí.

Las moscas zumbaban alrededor de su cabeza. Quería ahuyentarlas, pero ni siquiera tenía energía para levantar el brazo, que estaba rígido, casi quebradizo, como el resto de su cuerpo. Mientras movía un dedo tras otro, se dijo que debía de llevar allí largo rato. No tenía idea de que estaba herido, con dos balas firmemente alojadas en un muslo.

Unas nubes bajas y oscuras se desplazaban amenazantes por el cielo. La noche anterior, en algún momento entre la medianoche y el alba, un intenso aguacero había empapado la llanura de Sekigahara. Ahora era más de mediodía del quinceavo día del noveno mes de 1600. Aunque el tifón había pasado, de vez en cuando descargaba un nuevo aguacero sobre los cadáveres y el rostro vuelto hacia arriba de Takezō. Cada vez que ocurría tal cosa, abría y cerraba la boca como un pez, intentando beber las gotas de lluvia. Saboreando aquella humedad, reflexionó que era como el agua con que limpian los labios a un moribundo. Tenía la cabeza entumecida y sus pensamientos eran como las sombras huidizas del delirio.

Por lo menos sabía que su bando había sido derrotado. Su supuesto aliado, Kobayakawa Hideaki, se había asociado en secreto con el ejército del Este, y cuando en el crepúsculo se volvió contra las tropas de Ishida Mitsunari, la suerte de la batalla cambió. Entonces atacó a los ejércitos de otros comandantes, Ukita, Shimazu y Konishi, y el derrumbe del ejército del Oeste fue total. En sólo media jornada de lucha quedó zanjada la cuestión de quién gobernaría el país en lo sucesivo. Sería Tokugawa Ieyasu, el poderoso daimyō de Edo.

Aparecieron ante sus ojos las imágenes de su hermana y los ancianos habitantes del pueblo. «Me estoy muriendo —pensó sin asomo de tristeza—. ¿Es así como ocurre realmente?». Se sentía atraído hacia la paz de la muerte, como un niño hipnotizado por una llama.

De repente, uno de los cuerpos cercanos alzó la cabeza.

—Takezō.

El desfile de imágenes en su mente se interrumpió. Como si despertara de entre los muertos, volvió la cabeza hacia el sonido. Estaba seguro de que aquella voz era de su mejor amigo. Poniendo en juego todas las fuerzas que le quedaban, se irguió ligeramente y emitió un susurro apenas audible por encima del fragor de la lluvia.

—¿Eres tú, Matahachi? —preguntó, y se tendió de nuevo, permaneció inmóvil y escuchó.

—¡Takezō! ¿De veras estás vivo?

—¡Sí, vivo! —exclamó con un súbito arranque de jactancia—. ¿Y tú? Será mejor que no mueras tampoco. ¡No te atrevas a hacerlo! —Ahora tenía los ojos muy abiertos, y sus labios trazaban una leve sonrisa.

—¡No haré eso! ¡No, señor!

Jadeante, apoyándose en los codos y arrastrando sus rígidas piernas, Matahachi reptó poco a poco hacia su amigo. Intentó coger la mano de Takezō, pero sólo logró enlazarle el meñique con el suyo propio. En su infancia a menudo habían empleado ese gesto para sellar una promesa. Avanzó un poco más, hasta que pudo aferrar toda la mano.

—¡No puedo creer que también tú estés bien! Debemos de ser los únicos supervivientes.

—No hables antes de tiempo. Aún no he tratado de levantarme.

—Yo te ayudaré. ¡Salgamos de aquí!

De repente Takezō tiró de Matahachi, tendiéndole en el suelo, y dijo entre dientes:

—¡Hazte el muerto! ¡Se acercan nuevos apuros!

El suelo empezó a retumbar como un caldero al fuego. Mirando por entre sus brazos, vieron el remolino que se aproximaba. Luego distinguieron las hileras de jinetes negros como el azabache que se abalanzaban directamente hacia ellos.

—¡Esos perros han vuelto! —exclamó Matahachi, alzando la rodilla como si se dispusiera a saltar.

Takezō le cogió con tal fuerza del tobillo que estuvo a punto de rompérselo, y le obligó a tenderse de nuevo.

Instantes después los caballos pasaban al galope por su lado, centenares de cascos fangosos y letales en formación, avanzando sin hacer ningún caso de los samuráis caídos. Se sucedieron las oleadas de jinetes, cuyos gritos de combate se mezclaban con el estrépito metálico de sus armas y armaduras.

Matahachi permaneció tendido boca abajo, con los ojos cerrados, confiando contra toda esperanza que no serían pisoteados, pero Takezō miró hacia arriba sin parpadear. Los caballos pasaron tan cerca de ellos que olieron su sudor. Luego todo terminó.

Por puro milagro no habían sido atropellados ni detectados, y durante varios minutos ambos permanecieron en silencio, incrédulos.

—¡Salvados de nuevo! —exclamó Takezō, tendiendo la mano a Matahachi, el cual, todavía aferrado al suelo, volvió lentamente la cabeza con una ancha y algo trémula sonrisa en los labios.

—Alguien está de nuestra parte, de eso no hay duda —dijo con la voz ronca.

Con gran dificultad, los dos amigos se ayudaron mutuamente a incorporarse. Cruzaron poco a poco el campo de batalla hacia la seguridad de las boscosas colinas, cada uno cojeando y con un brazo sobre los hombros del otro. Una vez entre los árboles se tendieron a descansar, pero pronto volvieron a incorporarse e ir en busca de algo que comer. Durante dos días habían subsistido a base de castañas silvestres y las hojas comestibles en las húmedas hondonadas del monte Ibuki. Así habían evitado la postración por hambre, pero a Takezō le dolía el estómago y a Matahachi le atormentaban las tripas. Ningún alimento podía llenarle, ninguna bebida apagar su sed, pero incluso él notaba que las fuerzas le volvían lentamente.

La tormenta del quinceavo día señaló el final de los tifones veraniegos. Ahora, sólo dos noches después, una luna blanca y fría brillaba sombríamente en un cielo sin nubes.

Ambos sabían el peligro que entrañaba estar en el camino a la luz de la luna, sus sombras destacadas como blancos silueteados, a la vista de cualquier patrulla que anduviera en busca de rezagados. Takezō había tomado la decisión de correr el riesgo. Puesto que Matahachi estaba en una situación tan penosa y decía que preferiría ser capturado a intentar seguir adelante, realmente no parecían tener muchas alternativas. Era preciso alejarse de allí, pero también estaba claro que debían encontrar un sitio donde tenderse y descansar. Caminaron lentamente, en la dirección que les parecía la del pueblo de Tarui.

—¿Puedes hacerlo? —le preguntaba Takezō una y otra vez. Sostenía el brazo de su amigo alrededor de su hombro para ayudarle—. ¿Estás bien? —Su respiración fatigosa era lo que le preocupaba—. ¿Quieres descansar?

—Estoy bien.

Matahachi trató de parecer que se esforzaba, pero tenía la cara más pálida que la luna. Incluso utilizando su lanza como cayado, apenas podía poner un pie delante del otro. No cesaba de disculparse humildemente.

—Lo siento, Takezō. Sé que tengo la culpa de que marchemos con tanta lentitud. Lo lamento de veras.

Al principio Takezō había restado importancia a esas protestas, diciéndole que lo olvidara. Finalmente, cuando hicieron un alto para descansar, se volvió hacia su amigo y le dijo con vehemencia:

—Oye, soy yo quien debe disculparse. Soy yo quien te metió primeramente en esto, ¿recuerdas? Acuérdate de que te conté mi plan y te dije que por fin haría algo que impresionara de veras a mi padre. Nunca he podido soportar el hecho de que hasta el día de su muerte estuviera convencido de que yo nunca serviría para nada. ¡Iba a demostrarle lo equivocado que estaba! ¡Ja!

El padre de Takezō, Munisai, sirvió en otro tiempo a las órdenes del señor Shimmen de Iga. En cuanto Takezō se enteró de que Ishida Mitsunari estaba organizando un ejército, se convenció de que por fin tenía la oportunidad de su vida. Su padre había sido samurái. ¿No era natural que él siguiera sus pasos? Había ansiado participar en la contienda, demostrar su temple, y soñó con que, como un fuego descontrolado, corriera por el pueblo la noticia de que había decapitado a un general enemigo. Había querido mostrar desesperadamente que era alguien con quien se debía contar, a quien respetar…, no sólo el alborotador del pueblo.

Takezō recordó todo esto a Matahachi, el cual asintió.

—Lo sé, lo sé, pero yo siento lo mismo. No fuiste sólo tú.

Takezō siguió diciendo:

—Quise que vinieras conmigo porque siempre lo hemos hecho todo juntos. Pero ¿no protestó amargamente tu madre, gritando y diciendo a todo el mundo que estaba loco y no servía para nada? ¿Y tu novia, Otsū, mi hermana y todos los demás, llorando y diciendo que los chicos del pueblo deberíamos quedarnos en el pueblo? Ah, tal vez tenían sus razones. Los dos somos los únicos hijos varones de nuestras familias, y si nos matan no quedará nadie para seguir llevando el apellido familiar. Pero ¿a quién le importa? ¿Es ésa una manera de vivir?

Habían salido sigilosamente del pueblo, convencidos de que no se alzaría ninguna otra barrera entre ellos y los honores del combate. Pero cuando llegaron al campamento de Shimmen, se enfrentaron a las realidades de la guerra. De inmediato les dijeron que no les nombrarían samuráis, ni de la noche a la mañana ni siquiera en unas pocas semanas, al margen de quiénes hubieran sido sus padres. Para Ishida y los demás generales, Takezō y Matahachi eran un par de patanes, poco más que niños deseosos de tener en sus manos un par de lanzas. Lo máximo que pudieron conseguir fue que les permitieran quedarse como soldados rasos de infantería. Sus responsabilidades, si así podían llamarse, consistían en acarrear armas, recipientes para hervir arroz y otros utensilios, cortar la hierba, trabajar con los grupos que despejaban los caminos y, en ocasiones, efectuar salidas de exploración.

—¡Samurái, ja, ja! —dijo Takezō—. Menuda broma. ¡La cabeza de un general! Ni siquiera me acerqué a un samurái enemigo, y no digamos un general. Bueno, por lo menos todo ha terminado. ¿Qué haremos ahora? No puedo dejarte aquí solo. Si lo hiciera, jamás podría mirar a la cara a tu madre ni a Otsū.

—No te culpo del lío en que estamos metidos, Takezō. No has tenido la culpa de nuestra derrota. Si alguien es culpable, es ese Kobayakawa de dos caras. Ojalá pudiera ponerle las manos encima. ¡Mataría al hijo de perra!

Un par de horas después estaban en el borde de una pequeña llanura, ante un mar de altas hierbas de miscanthus, abatidas y rotas por la tormenta. No se veían casas ni luces.

También allí había muchos cadáveres, tendidos tal como habían caído. La cabeza de uno descansaba sobre las hierbas. Otro estaba boca arriba en un arroyuelo. Más allá había otro grotescamente enmarañado con un caballo muerto. La lluvia había lavado la sangre, y a la luz de la luna la carne muerta tenía un aspecto escamoso. A su alrededor se oía la solitaria letanía otoñal de los grillos.

Las lágrimas trazaron un sendero blanco en el mugriento rostro de Matahachi. Suspiró como un hombre que está muy enfermo.

—Takezō, si muero, ¿cuidarás de Otsū?

—¿De qué estás hablando?

—Siento que voy a morir.

—Mira, si es eso lo que sientes, probablemente te morirás —le espetó Takezō. Estaba exasperado y deseaba que su amigo fuese más fuerte, a fin de apoyarse en él de vez en cuando, no físicamente sino para recibir estímulo—. ¡Vamos, Matahachi! No seas tan quejica.

—Mi madre tiene quienes cuiden de ella, pero Otsū está sola en el mundo. Siempre ha sido así, y lo siento mucho por ella, Takezō. Prométeme que la cuidarás si yo desaparezco.

—¡Tienes que dominarte! Nadie se muere de diarrea. Más tarde o más temprano encontraremos una casa, y entonces te acostaré en la cama y buscaré alguna medicina. ¡Deja ya de lloriquear y creer que vas a morirte!

Algo más adelante llegaron a un lugar donde los montones de cuerpos sin vida hacían pensar que toda una división había sido aniquilada. Por entonces los dos amigos se habían hecho insensibles a la vista de la matanza. Sus ojos vidriosos contemplaron la escena con fría indiferencia. Hicieron otro alto para descansar.

Mientras recobraban el aliento, oyeron que algo se movía entre los cadáveres. Los dos retrocedieron asustados, agazapándose instintivamente con los ojos muy abiertos y los sentidos alerta.

Quien estaba allí hizo un movimiento rápido, como el de un conejo sorprendido. Al mirar con más detenimiento, vieron que la persona oculta permanecía agachada en el suelo. Al principio creyeron que se trataba de un samurái perdido y se prepararon para un encuentro peligroso, mas para su sorpresa el fiero guerrero resultó ser una muchacha. Tendría trece o catorce años y vestía un kimono de mangas redondeadas. El estrecho obi que le ceñía la cintura, aunque remendado en algunos lugares, era de brocado dorado. Allí, entre los cadáveres, su presencia resultaba en verdad extraña. La niña alzó la vista y les miró suspicazmente con sus ojos gatunos de astuta mirada.

Takezō y Matahachi se preguntaron lo mismo: ¿qué diablos podía atraer en plena noche a una chiquilla a un campo donde flotaban los espectros y estaba sembrado de cadáveres? Durante unos instantes los dos se limitaron a mirarla.

—¿Quién eres? —le preguntó al fin Takezō.

Ella parpadeó un par de veces, se puso en pie y se alejó corriendo.

—¡Espera! —le gritó Takezō—. Sólo quiero hacerte una pregunta. ¡No te vayas!

Pero la muchacha ya había desaparecido, como un relámpago en la noche. El sonido de una campanilla se alejó en la oscuridad y provocó a los dos amigos una sensación de misterio.

—¿Sería tal vez un fantasma? —musitó Takezō con la mirada perdida en la tenue bruma.

Matahachi se estremeció y soltó una risa forzada.

—Si hubiera fantasmas por aquí, creo que serían de soldados, ¿no te parece?

—Ojalá no la hubiera asustado —dijo Takezō—. Tiene que haber un pueblo por estos alrededores. Esa chica podría habernos orientado.

Reanudaron la marcha y subieron a la más próxima de dos colinas que se alzaban ante ellos. En la hondonada del otro lado estaba la ciénaga que se extendía al sur desde el monte Fuwa. A poca distancia brillaba una luz.

Cuando se aproximaron a la granja tuvieron la impresión de que no era normal y corriente. En primer lugar, estaba rodeada por un grueso muro de tierra. Además, al portal de acceso casi se lo podría considerar grandioso. O por lo menos los restos del portal, pues era viejo y estaba muy necesitado de reparación.

Takezō se acercó a la puerta y dio unos golpes discretos.

—¿Hay alguien en casa? —No obtuvo respuesta y lo intentó de nuevo—. Perdón por molestaros a estas horas, pero mi amigo está enfermo. No queremos causar ningún problema… Sólo necesita descansar un poco.

Oyeron susurros procedentes del interior y, poco después, el sonido de alguien que se acercaba a la puerta.

—Sois rezagados de Sekigahara, ¿verdad? —les dijo una voz de niña.

—Así es —respondió Takezō—. Estábamos a las órdenes del señor Shimmen de Iga.

—¡Marchaos enseguida! Si os encuentran aquí, estaremos en un apuro.

—Escucha, lamento molestarte así, pero llevamos largo tiempo caminando. Mi amigo necesita descansar un poco, eso es todo, y…

—¡Marchaos, por favor!

—De acuerdo, nos iremos si así lo deseas, pero ¿no tendrías alguna medicina para mi amigo? Tiene el estómago tan mal que apenas podemos seguir adelante.

—Pues no sé…

Al cabo de un momento, oyeron ruido de pisadas y un ligero tintineo que retrocedía al interior de la casa y se hacía cada vez más débil.

Entonces repararon en el rostro, que estaba tras una ventana lateral. Era un rostro de mujer y les observaba desde el principio.

—Déjales entrar, Akemi —gritó—. Son soldados de a pie.

Las patrullas de Tokugawa no van a perder el tiempo con ellos. No son nadie.

Akemi abrió la puerta, y la mujer, que se presentó como Okō, prestó oídos al relato de Takezō.

La mujer accedió a dejarles dormir en la leñera. Para calmar la irritación intestinal de Matahachi le dieron polvo de carbón con magnolia y espesas gachas de arroz con escalonia. Durante algunos días el muchacho durmió casi sin interrupción, mientras Takezō, que velaba continuamente a su lado, usaba licores baratos para tratar las heridas de bala en el muslo.

Una noche, cuando llevaban allí cerca de una semana, Takezō y Matahachi conversaban.

—Deben de tener alguna clase de negocio —observó Takezō.

—Me tiene por completo sin cuidado lo que hagan. Sólo me alegro de que nos hayan acogido.

Pero a Takezō se le había despertado la curiosidad.

—La madre no es tan vieja —siguió diciendo—. Es extraño que las dos vivan solas aquí, en las montañas.

—Humm. ¿No crees que la niña se parece un poco a Otsū?

—Hay algo en ella que me hace recordar a Otsū, pero no creo que se parezcan tanto. Las dos son guapas, eso es todo. ¿Qué crees que estaría haciendo la primera vez que la vimos, deslizándose cautelosamente entre los muertos en plena noche? Eso no parecía inquietarla lo más mínimo. ¡Ja! Es como si lo estuviera viendo ahora mismo. Su cara estaba tan tranquila y serena como esas muñecas que hacen en Kyoto. ¡Qué estampa!

—¡Chist! ¡Oigo su campanilla!

El ligero golpe que dio Akemi en la puerta sonó como el picotazo de un pájaro carpintero.

—Matahachi, Takezō —les llamó en voz baja.

—¿Qué?

—Soy yo.

Takezō se levantó y descorrió el cerrojo. La muchacha entró con una bandeja que contenía medicina y comida y les preguntó cómo estaban.

—Mucho mejor, gracias a ti y a tu madre.

—Mi madre dice que, aunque os sintáis mejor, no debéis hablar demasiado alto ni salir.

Takezō habló por los dos.

—Lamentamos de veras causaros tantas molestias.

—Oh, no os preocupéis por eso, pero tened cuidado. Todavía no han capturado a Ishida Mitsunari y otros generales. Están vigilando esta zona y hay muchas tropas de Tokugawa en los caminos.

—¿Ah, sí?

—Por eso dice mi madre que, aunque sólo seáis soldados de a pie, si descubren que os escondemos nos detendrán.

—No haremos el menor ruido —le prometió Takezō—. Incluso taparé la cara de Matahachi con un trapo si ronca demasiado fuerte.

Akemi sonrió, se volvió para salir y les dijo:

—Buenas noches. Nos veremos por la mañana.

—¡Espera! —le dijo Matahachi—. ¿Por qué no te quedas un poco y charlamos?

—No puedo.

—¿Por qué no?

—Mi madre se enfadaría.

—¿Por qué te preocupa eso? ¿Qué edad tienes?

—Dieciséis.

—Eres menuda para tu edad, ¿no es cierto?

—Gracias por decírmelo.

—¿Dónde está tu padre?

—Ya no lo tengo.

—Lo siento. Entonces, ¿de qué vivís?

—Hacemos moxa.

—¿Esa medicina que se quema sobre la piel para eliminar el dolor?

—Sí, la moxa de estos alrededores es famosa. En primavera cortamos la artemisa en el monte Ibuki. En verano la secamos y en otoño e invierno la convertimos en moxa y la vendemos en Tarui. Viene gente de todas partes a comprarla.

—Supongo que para hacer eso no necesitáis a un hombre.

—Bien, si eso es todo lo que querías saber, será mejor que ahora me vaya.

—Espera un poco más —le dijo Takezō—. Tengo otra pregunta que hacerte.

—¿Cuál?

—La otra noche, cuando llegamos, vimos a una chica en el campo de batalla y se parecía exactamente a ti. Eras tú, ¿verdad?

Akemi se volvió rápidamente y abrió la puerta.

—¿Qué estabas haciendo allí?

La muchacha salió de la leñera dando un portazo, y mientras corría hacia la casa su campanilla sonaba con un ritmo extraño y errático.