Marceline se había quedado dormida en una butaca. Algo la despertó. Miró la hora entreabriendo un ojo, no llegó a ninguna conclusión especial y, por fin, comprendió que llamaban discretamente a la puerta.
Apagó la luz y se quedó quieta. No podía ser Gabriel, porque cuando volviese con los demás armaría un jaleo como para despertar a todo el barrio. Tampoco podía ser la policía, porque aún era de noche. En cuanto a la posibilidad de que fuese un ladrón deseoso de arramblar con los ahorros de Gabriel, la idea daba risa.
Hubo un instante de silencio. Luego giró el picaporte de la puerta de entrada. Como la maniobra no dio resultado, se pusieron a hurgar en la cerradura. La cosa duró algún tiempo. No domina el oficio, pensó Marceline. Por fin se abrió la puerta.
El desconocido no entró enseguida. Marceline respiraba con tanta lentitud y habilidad que el intruso difícilmente podía escucharla.
Por fin dio un paso. Buscaba a tientas el interruptor. Consiguió encontrarlo y el vestíbulo se iluminó.
Marceline reconoció en el acto su silueta: era el fulano que aquella misma mañana había traído a Zazie. Pero al encenderse la luz de la habitación creyó haberse equivocado, porque el intruso no tenía mostachos ni gafas ahumadas.
Llevaba los zapatos en la mano y sonreía.
—¿La he asustado? —preguntó con galantería.
—En absoluto —contestó suavemente Marceline.
Mientras el intruso se sentaba y volvía a ponerse los zapatos en silencio, comprobó que estaba en lo cierto: era, efectivamente, el mismo pájaro que Gabriel había tirado por la escalera.
El fulano, ya calzado, miró de nuevo a Marceline esbozando una sonrisa.
—Esta vez —dijo— sí que me tomaría un vaso de granadina.
—¿Por qué esta vez? —pregunto Marceline entrecomillando las dos últimas palabras.
—¿No me reconoce?
Marceline titubeó antes de confesar que sí (gesto).
—Seguramente se estará preguntando qué diablos hago aquí a estas horas.
—Es usted un experto en psicología, señor Pedro.
—¿Señor Pedro? ¿A qué viene eso de señor Pedro? —preguntó el fulano, intrigado y entrecomillando las dos últimas palabras.
—Esta mañana dijo que se llamaba así —contestó suavemente Marceline.
—¿De verdad? —dijo el fulano con desenvoltura—. Me había olvidado por completo.
(Pausa.)
—¿No me pregunta —dijo— lo que hago aquí a estas horas?
—No, no se lo pregunto.
—¡Lástima! —exclamó el fulano—. Porque le contestaría que he venido para aceptar un vaso de granadina.
Marceline habló en silencio consigo misma para comunicarse la siguiente reflexión: «Está deseando oír que ese pretexto es una idiotez, pero puede esperar sentado. No pienso darle ese gusto. ¡Ah, no! De ningún modo».
El fulano miró alrededor.
—¿Está ahí dentro? (gesto).
Y señala el aparador de estilo (náusea).
Viendo que Marceline no contesta, se encoge de hombros, se levanta, abre el mueble y saca la botella y dos vasos.
—¿Quiere un poco? —propone.
—Me quita el sueño —contesta suavemente Marceline.
El fulano no insiste. Bebe.
—Nauseabundo —subraya incidentalmente. Marceline no hace ningún comentario.
—¿Todavía no han vuelto? —pregunta el fulano (solo por decir algo).
—Ya lo ve. Gracias a eso no ha volado por las escaleras.
—Gabriela —dice pensativamente el fulano—. (pausa) Tiene gracia (pausa). Sí, tiene verdadera gracia.
Apura el vaso.
—¡Puá! —exclama.
Vuelve a hacerse el silencio.
El fulano, por fin, se decide.
—Tengo que hacerle algunas preguntas —dice.
—Hágalas —contesta suavemente Marceline—, pero no espere que le responda.
—Tendrá que hacerlo —dice el fulano—. Soy el inspector Bertin Poirée.[13]
Marceline se echa a reír.
—Aquí tiene mi carné —dice el fulano, humillado.
Se lo enseña, desde lejos, a Marceline.
—Es falso —dice Marceline—. Se ve a la legua. Y, además, si fuera un inspector de verdad, sabría que no se dirige así una investigación. Ni siquiera se ha molestado en leer una novela policíaca, francesa, por supuesto, para enterarse de qué va la cosa. Esto es un allanamiento de morada con nocturnidad y fractura. Por mucho menos puede buscársela.
—Con fractura y, a lo mejor, violación.[14]
—¿Cómo dice? —preguntó suavemente Marceline.
—Al pan, pan —dijo el fulano—. Me he encaprichado con usted. En cuanto la vi, me dije: la vida ya no tiene sentido para mí si antes o después no me la zumbo. Luego, siempre para mis adentros, añadí: y más vale que sea cuanto antes. Ya ve: imposible esperar. Cuestión de carácter: siempre he sido un impaciente. Entonces me dije: esta noche es mi oportunidad. Ella, la divina (hablo de usted), se quedará solita en el nido, porque toda la vecindad (incluyendo al imbécil ese de Turandot) estará en el Monte de Piedad admirando las piruetas de Gabriela. ¡Gabriela! (pausa). Tiene gracia (pausa). Sí, tiene verdadera gracia.
—¿Cómo lo sabe?
—Porque soy el inspector Bertin Poirée.
—Déjese de machadas —dijo Marceline cambiando bruscamente de vocabulario— y confiese que es un falso poli.
—¿Cree que los polis (como usted los llama) no son capaces de enamorarse?
—Entonces es aún más gilipollas de lo que creía.
—Hay polis que no brillan por su inteligencia. Lo admito.
—Usted los gana a todos.
—¿Ese es el efecto que le hace mi declaración? ¿Una declaración de amor?
—¿Qué se pensaba? ¿Que iba a abrirme de piernas sin más ni más? ¿Así, a las primeras de cambio?
—Estoy convencido de que mi poder de seducción antes o después hará mella en usted.
—¡Lo que hay que oír!
—Ya lo verá. Un poco de conversación y caerá presa de mis encantos.
—¿Y si no caigo?
—Entonces me abalanzaré sobre usted. Sin contemplaciones.
—Me gustaría verlo. Inténtelo.
—Tengo tiempo de sobra. Se trata de un recurso in extremis que mi conciencia no aprueba del todo. Se lo confieso.
—Yo, en su lugar, me apresuraría. No creo que Gabriel tarde mucho en volver.
—Se equivoca. La fiesta puede durar hasta las seis de la mañana.
—¡Pobre Zazie! —dijo suavemente Marceline—. Va a llegar muy cansada. ¡Y pensar que a las seis y sesenta sale su tren!
—Olvídese de Zazie. Las niñas de esa edad me dan náuseas, dentera, brrr… En cambio, una mujer hecha y derecha como usted…
—Sin embargo, bien que le buscaba las vueltas a mi pobre Zazie esta misma mañana.
—Eso está por demostrar. Al fin y al cabo soy yo quien la trajo a casa. Y, además, mi jornada estaba empezando. Pero en cuanto la vi a usted…
El visitante nocturno miró[15] a Marceline con ojos impregnados de melancolía. Luego cogió enérgicamente la botella de granadina para llenar un vaso, cuyo contenido apuró, dejando la parte incomestible sobre la mesa como si fuera la raspa de un lenguado o el hueso de una chuleta.
—Puaaaa —exclamó al ingurgitar voluntariamente la pócima, tratada con el expeditivo sistema que suele aplicarse al vodka.
Se secó los pegajosos labios con el dorso de la mano (izquierda) y, una vez terminada la maniobra, empezó a desplegar su poder de seducción tal como lo habla anunciado.
—Yo —dijo— soy algo mariposón. La mocosa rural no me interesaba, a pesar de sus historias de masacres. Me refiero a lo que pasó esta mañana. Pero más tarde, a lo largo del día, tropecé de sopetón con un carcamal de la alta sociedad. La baronesa Mouaque. Una viuda. Y zas, colada por mí. Como lo oye. En cinco minutos, su vida patas arriba. Conviene aclarar que en ese momento llevaba yo mis mejores galas de agente de la circulación. Me gusta llevarlas. No se imagina lo bien que me lo paso con ese uniforme. Mi diversión favorita consiste en parar un taxi y meterme dentro. El piojoso que va al volante se queda estupefacto. Y le obligo a llevarme a casa. Que se joda (pausa). Quizá le parezco algo esnob.
—Allá cada cual.
—¿Sigo sin gustarle?
—Sigue.
Bertin Poirée carraspeó dos o tres veces y reanudó la conversación en los siguientes términos:
—Voy a contarle como conocí a la viuda.
—Me importa un comino —dijo suavemente Marceline.
—Bueno, de todos modos la he descargado en el Monte de Piedad. Las evoluciones de Gabriela (¡Gabriela!) no me dan ni frío ni calor. En cambio, usted… usted me pone a cien.
—¡Señor Pedro el de los Saldos! ¿No le da vergüenza?
—Vergüenza, vergüenza… ¿Por qué va a darme vergüenza? Son cosas que se dicen. Y no me llame Pedro el de los Saldos si no quiere que me enfade. Es un nombre que me inventé sobre la marcha y solo para Gabriela (¡Gabriela!), pero no estoy acostumbrado a él. No lo he utilizado nunca. Tengo apodos mejores.
—¿Como Bertin Poirée?
—Por ejemplo. Y todavía más el que suelo utilizar cuando me vista de agente (pausa).
Parecía inquieto.
—Cuan-do-me-vis-ta —silabeó con gesto atormentado—. ¿Se dice así? ¿Cuan-do-me-vis-ta? Cuando me vaya, sí, desde luego, pero ¿cuan-do-me-vis-ta? ¿Qué le parece a usted, chata?
—¿Que se vaya? Muy bien.
—No tengo la más mínima intención. Decíamos cuan-do-me-vis-ta…
—Travista.
—¡No! ¡De ningún modo! No se trata de un disfraz. ¿Por qué se empeña en que no soy un verdadero poli?
Marceline se encogió de hombros.
—De acuerdo. Vístase usted.
—Véstase… Vés-ta-se, chata. Se dice: vés-ta-se.
Marceline se echó a reír sonoramente.
—¡Véstase! Está completamente pez en gramática. Se dice vístase.
—No conseguirá engañarme.
Parecía humillado.
—Pues mire en el diccionario.
—¿En el diccionario? No llevo ninguno encima. Ni tampoco tengo en casa. Está usted muy equivocada si se cree que tengo tiempo para leer. Con todas mis ocupaciones.
—Hay uno allí (gesto).
—¡Atiza! —dijo, impresionado—. Encima es usted una intelectual.
Pero no se movía.
—¿Quiere que vaya a buscarlo? —preguntó suavemente Marceline.
—No. Iré yo.
Se levantó con aire desconfiado y fue a coger el libro en una estantería sin quitarle ojo a Marceline. De regreso a su sitio, empezó a consultar trabajosamente el grueso volumen, abismándose por completo en la tarea.
—Vamos a ver… Vestfalia… Vesubio… Veturia, madre de Coriolano… No viene.
—Tiene que mirar antes de las páginas rosas.
—¿Y qué hay en esas páginas? Como si lo viera: porquerías… En efecto. Y nada menos que en latín … «Ferguis main nikt, veritas odium ponit, victis honos…». Tampoco viene aquí.
—Le he dicho que antes de las páginas rosas.
—¡Joder! ¡Cuántas complicaciones!… ¡Ah! Por fin palabras que todo el mundo usa… verticilo… vesicante… vestecha… vestiglo… ¡Aquí está! Y nada menos que en lo alto de la página. Vestir. Sin acento. Efectivamente: vestir… Yo visto… ¿Ve como tenía razón? Tu vistes, él viste, nosotros vestimos, vosotros vestís… Viste tu… Vista él… ¡Aivá!… Así como suena… (pausa) Tiene gracia… Tiene verdadera gracia… ¿Quién iba a decirlo?… ¿Y desvestir? Voy a buscar desvestir… vamos a ver… desvergonzado… desvergüenza… desvestir… Aquí está. Desvestir, te erre, se conjuga como vestir… Por consiguiente, desvístase… Eso es… Así que —aulló bruscamente— desvístase… ¡Y deprisa! ¡Deprisa, chata! ¡Quiero verla desnuda! ¡Desnuda!
Sus ojos se inyectaron en sangre. Sobre todo al comprobar que Marceline se había eclipsado absoluta y no menos bruscamente.
Agarrándose a los rebordes, con un maletín en la mano, su interlocutora se desplazaba en aquel momento a lo largo de la pared exterior del edificio con pasmosa facilidad. Le faltaba solo un pequeño salto de tres metros y pico para terminar su itinerario.
Llegó a la esquina y desapareció.