Epílogo

Epílogo

«El fracaso conduce a la madurez; la madurez conduce al éxito»

Esta vez, yo había dictado las condiciones.

La Llama Azul estaba tranquilo a aquella hora, con tres camareros, un ayudante, un lavaplatos y tres clientes.

Todos eran agentes que trabajaban para mí. Todos, en un momento u otro, habían «trabajado».

Esta vez, estaba de cara a la puerta, dando la espalda a la pared. Tenía un cuchillo sobre la mesa, junto a mi mano derecha.

Deseé que Loiosh estuviera de vuelta, pero en esta ocasión no me hacía falta. Yo dictaba las normas y estábamos jugando con mis piedras. En algún sitio, Cawti y Kragar estaban al acecho.

Que lo intente… Lo que sea. Lo que le dé la gana. ¿Brujería? ¡Ja! En el local no penetraría ningún conjuro que careciera de la aprobación de Miera. ¿Intentar colar un asesino? Tal vez, si quería contratar a Mario, aparecería con algo que pudiera preocuparme. Sólo eso podía quitarme el sueño.

Una cara apareció en el umbral, seguida de otra.

El Demonio había venido acompañado por dos guardaespaldas. Se detuvieron en la puerta y miraron a su alrededor. Por ser competentes, comprendieron cómo estaba el patio y hablaron un rato en voz baja con el Demonio. Vi que meneaba la cabeza. Bien. Era inteligente, y tenía redaños. Iba a hacerlo a mi manera porque ya sabía, a estas alturas, que era la única alternativa. Era un hombre de negocios demasiado experto para no comprender que era preciso.

Le vi indicar a sus hombres que esperaran junto a la puerta, y se adelantó solo.

Me levanté cuando llegó a la mesa, y nos sentamos al unísono.

—Lord Taltos —dijo.

—Demonio —contesté.

Miró el cuchillo, dio la impresión de que iba a hablar, pero cambió de opinión. Tampoco podía recriminarme, al fin y al cabo.

Como yo había solicitado la entrevista, pedí el vino. Elegí un curioso vino del desierto, que hacían los serioli. Habló primero, antes de que llegara el vino.

—Observo que vuestro familiar está ausente. Espero que no se encuentre enfermo.

—No está enfermo, pero gracias por vuestro interés.

Llegó el vino. Permití que el Demonio lo degustara. Son los pequeños detalles que distinguen a un anfitrión educado. Bebí el vino y dejé que resbalara por mi garganta. Frío y dulce, pero ni helado ni empalagoso. Por eso lo había elegido. Me había parecido apropiado.

—Tenía miedo de que hubiera comido algo que le hubiera sentado mal —continuó el Demonio.

Lancé una risita. Decidí que aquel tipo llegaría a gustarme, si antes no nos matábamos mutuamente.

—Supongo que encontraron el cadáver —dije.

Asintió.

—Ha sido encontrado. Algo devorado por los jheregs, pero eso no tiene nada de malo.

Expresé mi acuerdo.

—También recibí vuestro mensaje —añadió.

Asentí.

—Lo sé. Tengo lo que habíais reclamado.

—¿Todo? —Todo.

Esperó a que yo continuara. Estaba disfrutando lo bastante como para que no me importara el dolor resultante de los acontecimientos acaecidos el día antes. Uno de los motivos por los que había llenado el local de mis muchachos era que no deseaba demostrar lo mucho que me había costado entrar a pie. Levantarme cuando había entrado el Demonio me había costado bastante; disimular el hecho me había costado mucho más. Aliera es buena, pero lleva tiempo.

—¿Cómo lo supisteis? —preguntó.

—Por su mente.

El Demonio arqueó las cejas.

—Estoy sorprendido —admitió—. No imaginaba que se le pudiera someter a sondeos mentales.

—Tengo gente muy buena a mi servicio. Además, le sorprendimos en un buen momento.

Asintió y bebió vino.

—Debo deciros que, por mi parte, todo ha terminado —dijo.

Esperé a que continuara. Para eso había concertado la cita, al fin y al cabo.

Bebió otro sorbo de vino.

—Por lo que yo sé y creo —dijo, eligiendo las palabras con suma cautela—. Nadie de la organización tiene algo contra vos, abriga mala voluntad u obtendrá beneficio de cualquier daño que os acaezca.

No era cierto en un sentido literal, pero ambos sabíamos a qué se refería, y tenía una reputación que preservar. Pensé que no me estaba mintiendo. Me sentí satisfecho.

—Bien —dije—. Permitidme comunicaros que no guardo rencor por nada de lo que haya sucedido, o casi sucedido, antes. Creo comprender lo que pasó, y no estoy resentido.

Asintió.

—En cuanto a lo demás —continué—, si enviáis una escolta a mi oficina, digamos cuatro horas después de mediodía, estaré en condiciones de entregar vuestros bienes, con el fin de que os sean restituidos.

Asintió para expresar su satisfacción por la medida.

—Quedan pendientes algunos flecos —dijo.

—¿Por ejemplo?

Miró a la lejanía un momento, y después se volvió hacia mí.

—Algunos amigos míos están excepcionalmente complacidos por el trabajo que llevasteis a cabo ayer.

—¿Perdón?

Sonrió.

—Quiero decir, el trabajo que vuestro «amigo» llevó a cabo ayer.

—Sí. Continuad.

Se encogió de hombros.

—Algunos piensan que una recompensa no estaría de más.

—Entiendo. Bien, acepto con placer, en nombre de mi amigo, por supuesto. Antes de que entremos en detalles, empero, ¿me permitís que os invite a comer?

Sonrió.

—Claro que sí. Sois muy amable.

Llamé a un camarero. De hecho, era un camarero abyecto, pero daba igual. Creo que el Demonio lo comprendió.

* * *

Más que nuestro apartamento, más que mi oficina, la biblioteca del Castillo Negro me hacía sentir como en casa.

¿Cuántas veces en el pasado nos habíamos sentado en la habitación Morrolan y yo, o Morrolan, yo y Aliera, o algunos otros, y pronunciado alguna variante de «Gracias a Yerra, ya ha terminado»?

—Gracias a Verra, ya ha terminado —dijo Aliera.

Me recliné en el sofá. Como ya he dicho, Aliera era buena, pero una recuperación completa requiere tiempo. Los costados todavía me dolían, y mi cabeza no paraba de darme problemas. De todos modos, durante los tres días transcurridos desde que Mellar había abandonado el mundo de los vivos, y los dos días pasados desde que me había reunido con el Demonio para decidir cómo le devolvía los nueve millones de imperiales (y para asegurar que no volvieran a cometerse atentados contra mi vida), mi transición de vuelta a la humanidad había ido muy bien.

Cawti, sentada a mi lado, me acariciaba la frente de vez en cuando. Loiosh había regresado y estaba posado sobre mi pecho, lo más cerca del hombro como permitía mi postura. Su pareja ocupaba el otro lado. Me sentía muy satisfecho de la vida, en conjunto.

Morrolan estaba sentado frente a mí y contemplaba su copa de vino. Tenía sus largas piernas estiradas frente a él. Levantó la vista.

—¿Cómo la llamas? —preguntó.

—Se llama Rocza —contesté.

Al oír su nombre, se inclinó y me lamió la oreja. Cawti le rascó la cabeza. Loiosh siseó una advertencia celosa, y entonces Rocza levantó la vista, siseó, lamió a Loiosh bajo su barbilla similar a la de una serpiente. Loiosh se sentó, calmado.

—Mira que somos hogareños —comentó Morrolan.

Me encogí de hombros.

Continuó mirando a la hembra jhereg con curiosidad.

—Vlad, sé tanto de brujería como cualquier oriental, debes admitirlo…

—Sí, es cierto.

—… y entiendo cómo tienes un segundo familiar. Siempre había dado por sentado que la relación entre brujo y familiar es de tal naturaleza que impide que ocurra con otro animal.

»Además —continuó—, nunca he oído que se pueda convertir en familiar a un animal adulto. ¿No hay que conseguir algo así como un huevo, con el fin de lograr el vínculo apropiado?

Loiosh siseó a Morrolan, que sonrió y ladeó la cabeza.

—Te he llamado «algo así como», ya lo sé —dijo Morrolan.

Loiosh volvió a sisear y lamió la barbilla de Rocza.

—Bien, Morrolan —dije—, ¿por qué no lo averiguas por ti mismo? Eres un brujo. ¿Por qué no te consigues un familiar?

—Ya tengo uno —contestó con sequedad. Acarició el pomo de Varanegra, y yo me estremecí de manera involuntaria.

—En cualquier caso, Rocza no es mi familiar —expliqué—. Es la pareja de Loiosh.

—Pero acudió a tu llamada…

—Pedí ayuda y me oyó. Llegamos a un acuerdo similar al que realiza el brujo con la madre de su familiar en lo tocante al huevo, pero no fue exactamente lo mismo. Utilicé el mismo conjuro, o una variante muy parecida, para lograr el contacto inicial —admití—, pero ahí acaban las similaridades. Después de lograr el contacto, nos limitamos a hablar, más o menos. Creo que le caí bien.

Rocza levantó la vista y siseó. Tuve la sensación de que equivalía a una carcajada, pero no estoy seguro. Loiosh intervino en ese punto.

Escucha, jefe, a nadie le gusta que hablen de él como si no estuviera presente, ¿vale?

Lo siento, amigo.

Me estiré y disfruté la sensación de que la sangre circulaba y todas las demás cosas buenas.

—No sabes lo feliz que fui cuando ese par me comunicó que no iban a matarse mutuamente —continué.

—¡Bah! —dijo Aliera—. En su momento, no nos lo pudiste anunciar. Estabas muy ocupado agonizando por tercera vez.

—¿Tan cerca estuvo?

—Tan cerca estuvo.

Me estremecí. Cawti me acarició la frente con ternura.

—Supongo que el sentimiento es mutuo —dije—. También me complació mucho ver que lo habías logrado, a fin de cuentas. No te lo dije antes, pero estaba muy preocupado por todo este asunto.

—¡Estabas preocupado! —exclamó Aliera.

—Aún no entiendo eso, Aliera —dijo Kragar, quien, descubrí, había estado sentado a su lado todo el rato—. ¿Cómo es que sobreviviste a la daga Morganti?

—Por un pelo.

Kragar meneó la cabeza.

—Cuando nos hablaste del plan, dijiste que saldría bien, pero no explicaste cómo.

—¿Por qué? ¿Quieres intentarlo? No recomiendo que te coman tu alma como forma de diversión.

—Simple curiosidad…

—Bien, básicamente, tiene que ver con la naturaleza de las Armas Definitivas. Exploradora está vinculada a mí, lo cual significa que está vinculada a mi alma. Cuando el cuchillo amenazó con destruirme, Exploradora entró en acción para protegerme, absorbiendo mi alma. Cuando la amenaza desapareció, pude volver a mi cuerpo. Además, por si surgían problemas, teníamos a la Nigromántica al lado.

Se quedó pensativa unos momentos.

—Desde allí, la perspectiva es interesante —comentó.

—Desde aquí es bastante aterradora —intervino Morrolan—. Pensábamos que te habíamos perdido.

Aliera le sonrió.

—No es fácil deshacerse de mí, primo.

—En cualquier caso, funcionó —dije.

—Sí —admitió Morrolan—. Imaginé que harías lo imposible por salir bien librado del asunto.

—En más de un sentido.

—Supongo.

Meneé la cabeza.

—La cosa no acaba ahí. Al parecer, ciertos caballeros se han alegrado mucho de la devolución del oro, además de lo otro. Se me ha concedido la responsabilidad de una zona algo más grande.

—Sí —dijo Kragar—, y ni siquiera tuviste que pedir a tu amigo que matara a alguien para lograrlo.

Pasé por alto el comentario.

—Debo señalar, no obstante —continuó Kragar—, que no tienes más responsabilidades que antes, en la práctica.

—¿No?

—No. Sólo ganas más dinero. Yo soy el que tiene más responsabilidades. ¿Quién te crees que se encarga del trabajo?

—Loiosh —contesté.

Kragar resopló. Loiosh siseó una carcajada.

Estás perdonado, jefe.

Afortunado de mí.

Morrolan parecía perplejo.

—Hablando de oro, eso me recuerda algo. ¿Cómo descubriste dónde estaba?

—Daymar se ocupó de ello. Justo antes de que Mellar me teleportara, Daymar sondeó su mente. Mellar estaba completamente desorientado, y era el único momento en que tenía la posibilidad de lograrlo. Le pilló con los pantalones psíquicos bajados, por decirlo de alguna manera. Daymar descubrió dónde había escondido el oro y descubrió los acuerdos a los que había llegado para filtrar la información sobre los dzurs. Por supuesto, fue la propia sonda mental la que desmoronó por fin a Mellar y le aterrorizó.

—Oh —dijo Morrolan—. De modo que averiguaste la información que tenía sobre los dzurs.

—Sí. Y la eliminamos.

—¿Cómo lo hicisteis?

Miré a Kragar, que se había encargado del asunto. Sonrió.

—No fue difícil —dijo—. Mellar se la había entregado a un amigo en un sobre cerrado. Cogimos a ese amigo, le llevamos al muelle donde habíamos tirado el cadáver de Mellar y le explicamos que ya no existían motivos para que guardara lo que le habían confiado. Hablamos un rato, y acabó dándonos la razón.

Mejor no saber más, decidí.

—Lo que no entiendo —siguió Kragar— es por qué no quisiste que la información saliera a la luz, Vlad. ¿Qué más nos da a nosotros?

—Había un par de motivos —dije—. De entrada, dejé claro a unos cuantos Señores Dzur conocidos míos que lo iba a hacer. El que unos héroes dzurs te deban favores nunca hace daño. La otra razón es que Aliera me habría matado en caso contrario.

Aliera sonrió apenas, pero no lo negó.

—Bien, Vlad, ¿vas a retirarte, ahora que eres rico? —preguntó Morrolan—. Podrías comprar un castillo fuera de la ciudad y darle el aire decadente apropiado, si quisieras. Tengo curiosidad. Nunca he tenido el placer de ver a un oriental decadente.

Me encogí de hombros.

—Es posible que compre un castillo en alguna parte, puesto que Cawti quiere uno, y ahora podemos permitirnos algunos lujos, como un título más alto en la Casa jhereg, pero dudo que me retire.

—¿Porqué?

—Tú eres rico. ¿Te has retirado?

Morrolan resopló.

—¿De qué debería retirarme? He sido profesionalmente de cadente desde que tengo memoria.

—Bien, si tú lo dices… ¡Oye!

—¿Sí?

—¿Y si nos retiramos los dos? ¿Te gustaría vender el Castillo Negro? Te pagaría un buen precio.

—Olvídalo.

—Bueno, sólo era una pregunta.

—Hablemos en serio, Vlad. ¿Has pensado alguna vez en abandonar la Casa jhereg? Ya no les necesitas, ¿verdad?

—¡Ja! He pensado cientos de veces en abandonar la Casa Jhereg, pero hasta el momento siempre he conseguido ser un poquito más rápido que quien deseaba echarme.

—O más afortunado —apuntó Kragar.

Me encogí de hombros.

—En cuanto a irme voluntariamente, no lo sé.

Morrolan me miró con cautela.

—En realidad, no te gusta lo que haces, ¿verdad?

No contesté, porque en aquel momento no lo sabía. ¿Me gustaba? Sobre todo ahora, cuando mi motivo más poderoso, el odio hacia todo lo dragaerano, resultaba carecer de la causa que yo pensaba. ¿O no?

—Aliera —dije— no estoy seguro acerca de esa herencia genética mediante el alma. O sea, sentí algo por ello, pero también viví plenamente lo que viví, y creo que me influyó más de lo que piensas. Soy lo que soy, además de lo que fui. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Aliera no contestó. Me miró con una expresión indescifrable. Un incómodo silencio cayó sobre la habitación, mientras seguíamos sentados, absortos en nuestros pensamientos. Kragar estudiaba el suelo, Cawti me acariciaba la frente, Morrolan daba la impresión de mirar a su alrededor en busca de otro tema.

Por fin, encontró uno y rompió el silencio.

—Todavía hay algo que no comprendo, en lo tocante a Rocza.

—¿Qué es? —pregunté, tan aliviado como el que más. Estudió el suelo, frente al sofá.

—¿Cómo piensas, exactamente, enseñarle a hacer sus necesidades en el sitio correcto?

Noté que enrojecía cuando el olor llegó a mi nariz, y Morrolan llamó a sus criados con una expresión irónica.