Capítulo 17

17

«Por sutil que sea el mago, un cuchillo entre los omoplatos estropea su estilo»

Todo ciudadano del Imperio Dragaerano mantiene un vínculo permanente con el Orbe Imperial, que gira alrededor de la cabeza de la emperatriz con colores que cambian para reflejar el estado de ánimo de la soberana en un momento ciado.

Este vínculo sirve a muchas funciones al mismo tiempo. Tal vez el más importante, para la mayoría de la gente, es que permite utilizar el poder del gran mar del caos (muy distinto del menor creado por Adron), que proporciona la energía necesaria para la brujería. Para alguien con suficiente aptitud, es posible manipular, moldear y usar este poder para casi todo, siempre en función de la habilidad del usuario, por supuesto.

Para la mayoría de la gente, una de sus funciones menos importantes consiste en, con tal de concentrarse de la manera apropiada, saber la hora exacta, según el Reloj Imperial.

Debo admitir que poseo ciertas aptitudes para la brujería. O sea, puedo encender un fuego, teleportarme o matar a alguien por su mediación, esto último, si el tipo no es muy bueno y si tengo suerte. Por otra parte, apenas la utilizo, pero el Reloj Imperial es como un amigo en el que he podido confiar desde hace años.

Ocho horas después de mediodía, cada dos días (y hoy tocaba), Morrolan inspeccionaba los puestos de su guardia en persona. Salía del Castillo Negro, se teleportaba de torre en torre, hablaba con los guardias y les pasaba revista. Pocas veces necesitaba corregir o criticar algo, pero era muy eficaz para mantener la moral de la tropa. También era una de las escasas cosas que Morrolan hacía con regularidad.

Ocho horas después de mediodía, el día de hoy, el día después de la reunión en mi oficina, Morrolan estaba inspeccionando los puestos de guardia, y por lo tanto no se encontraba en la sala de banquetes del Castillo Negro.

Yo sí.

Y Daymar también, a mi lado. Cawti estaba por alguna parte, al igual que Kiera. Miera esperaba en el pasillo.

Traté de pasar desapercibido. No bebí nada, porque no quería que nadie se fijara en que mi mano temblaba.

Paseé la vista por la sala y localicé por fin a Mellar. Kiera estaba a unos tres metros de él, detrás, y miraba en mi dirección. Decidí que, al menos en parte, había logrado pasar desapercibido, porque ninguno de mis conocidos me había visto todavía. Bien. Si la suerte nos favorecía un par de minutos más, daría igual.

Muy bien. Manos, relajaos. Músculos de la espalda, destensaos. Estómago, tranquilízate. Cuello, álzate. Rodillas, abandonad vuestra rigidez. Ha llegado el momento de actuar.

Cabeceé en dirección a Kiera. Ella me devolvió la señal. Ya no estaba nervioso.

Desde donde yo estaba, vi con toda claridad a Kiera cuando pasó junto a uno de los guardaespaldas de Mellar, cogió una copa de vino que estaba a su lado y se alejó. No vi en ningún momento que realizara el trueque. De hecho, me pregunté si lo había hecho hasta que Kiera me miró y asintió. Me fijé en su mano derecha, que estaba caída a lo largo de su costado. La tenía cerrada en un puño, con dos dedos extendidos. Dos armas plantadas. Estupendo. Indiqué con los ojos que me había enterado.

Allá vamos, me dije.

Paseé la vista alrededor de la sala. Esta era la parte que no había planeado, pues no sabía, de un día para otro, quién iba a estar en la sala.

Cerca de una mesa, a unos seis metros de distancia, localicé al Señor Halcón que había hablado con Mellar el otro día. ¡Perfecto! Le debía una. Me acerqué a él, mientras planificaba mi acción. Observé el contenido de la mesa y lo memoricé. Dediqué el tiempo suficiente para proporcionar las instrucciones a Loiosh con todo detalle.

¿Sabes lo que has de hacer, Loiosh?

Preocúpate por tu interpretación, jefe. Yo voy a hacer lo que es normal en mí.

Me apoyé en la mesa, elevé mi nobleza un par de grados y hablé.

—¿Queréis alcanzarme una copa de ese Kiereth del cuatrocientos treinta y siete por favor?

Por un momento, temí haberme superado cuando vi que extendía la mano hacia el vino, pero entonces se contuvo y se volvió hacia mí, con ojos y voz gélidos.

—No soy criado de los jheregs —anunció—, ni de los orientales.

Bien. Ya era mío. Fingí buen humor.

—¿De veras? —respondí, con mi mejor sonrisa sardónica—. Os pone nervioso servir a vuestros superiores, ¿eh? Bueno, me parece muy bien.

Sus ojos llamearon y llevó la mano al pomo de la espada. Después, al recordar dónde, supongo, lo dejó correr.

—He de preguntar a Morrolan —dijo— por qué permite que seres inferiores disfruten de su hospitalidad.

Pensé que debería alentarlo a ello, para ver cuánto tiempo duraba, pero tenía que ceñirme a mi papel.

—Hacedlo —contesté—. Debo admitir que yo también siento curiosidad. Informadme de cómo justifica vuestra presencia aquí, entre la nobleza.

Algunas personas nos observaban, y se preguntaban si el halcón me desafiaría o, simplemente, atacaría. Me daba igual.

Percibí que la multitud también miraba.

—¿Os creéis en un plano de igualdad con los dragaeranos? —preguntó.

—Como mínimo —contesté, sonriente.

Me devolvió la sonrisa, una vez serenado.

—Qué idea tan peregrina. Un dragaerano no soñaría en hablar a nadie en ese tono, a menos que estuviera dispuesto a defenderlo con el acero.

Reí en voz alta.

—Oh, siempre, cuando sea —dije.

—Muy bien. Mis padrinos os irán a buscar por la mañana.

Fingí sorpresa.

—¿Sí? Mis padrinos os irán a buscar en el callejón. —Le di la espalda y me alejé.

—¿Cómo?

Oí el grito de rabia detrás de mí. Había dado tres pasos, cuando oí el ruido del acero al ser desenvainado. Seguí anclando sin vacilar.

¡Ahora, Loiosh!

Allá voy, jefe.

Noté que el jhereg abandonaba mi hombro, mientras yo me alejaba con paso sereno pero firme del Señor Halcón. Ahora, iba a necesitar todas las aptitudes que Kiera me había enseñado años antes.

Oí gritos detrás de mí, como «¡Me ha mordido!», «¡Socorro!», «¡Llamad al curador!», «¿Dónde está el maldito jhereg?» y «¡Mira, está agonizando!».

Sabía que nadie me miraría mientras caminaba hacia Mellar. Observé que sus guardaespaldas no parecían muy sobre aviso, aunque ellos, de entre todos los presentes, tendrían que haber reparado en que se trataba de una maniobra de distracción.

El rostro de Mellar estaba sereno. Experimenté una súbita admiración hacia él. Aquello era lo que esperaba. Había decidido morir aquí, y estaba preparado. Sus guardaespaldas lo sabían, y no hacían el menor esfuerzo por impedirlo. ¿Habría podido yo esperar tan tranquilo a que me clavaran una daga Morganti en la espalda? Ni por asomo.

Sonreí para mí. Iba a llevarse una sorpresa. Continué hacia él, desde atrás. Era consciente de la multitud que me rodeaba, pero nadie se fijaba en mí. A todos los efectos, había desaparecido. El arte del asesino. Se requeriría una habilidad excepcional para localizarme en aquel momento, una habilidad fuera del alcance de los dos guardaespaldas, estaba seguro.

Mellar se erguía inmóvil, a la espera del golpe fatal. Había estado flirteando con una joven tsalmoth que se hacía pasar por una doncella teckla tontorrona, y Mellar fingía que lo creía. La joven le estaba mirando con curiosidad, porque Mellar había dejado de hablar.

Y, por sorprendente que sea, empezó a sonreír. Sus labios se curvaron en la más tenue y leve sonrisa.

¡Ahora, Aliera!

¡Allá voy!

Que Yerra proteja tu alma, dama que fue mi hermana…

La sonrisa se desvaneció de la cara de Mellar cuando una voz chillona y ebria resonó en la sala.

—¿Dónde está? —gritó Aliera—. ¡Enséñame al teckla que deshonró el nombre de mi prima!

Se abrió un sendero ante Aliera. Vislumbré a la Nigromántica, con una expresión sorprendida en la cara. Es difícil verla sorprendida. Habría hecho algo, pero se encontraba demasiado lejos.

Hablando de demasiado lejos…

¿Loiosh?

¡Estoy ocupado, joder! ¡No me dejan pasar! Intento acercarme, pero…

Olvídalo. Tal como quedamos. No podemos correr el riesgo. Quédate donde estás.

Pero…

No.

Avancé al mismo tiempo que Aliera, ella por delante, yo por detrás. Por supuesto.

Buena suerte, jefe.

Me puse en posición y percibí una repentina tensión en la espalda de Mellar. Le oí mascullar para sí.

—¡Ella no, maldita sea! —siseó a sus guardaespaldas—. Detenedla.

Los dos avanzaron para cortar el paso a Aliera, pero ella fue más veloz. Una luz verde destelló en su mano izquierda levantada. Después, vi algo de lo que había oído hablar, pero nunca había visto. La energía que envió hacia ellos se dividió en dos rayos, que alcanzaron a ambos guardaespaldas en pleno pecho. Cayeron al suelo. Si les hubiéramos dado tiempo para pensar, se habrían dado cuenta de que Aliera no podía estar muy borracha para lanzar un conjuro como aquel. Eran lo bastante buenos para neutralizar parte de los efectos, y empezaron a recobrarse.

En aquel momento, Cawti, mi mujer, a la que en otros tiempos llamaban «La Daga de los Jhereg», atacó. En silencio, con rapidez y precisión perfecta.

Creo que ninguno de los presentes lo hubiera visto, aunque no estuvieran ocupados mirando a Aliera, que agitaba a Exploradora sobre su cabeza con movimientos ebrios, pero uno de los guardaespaldas caídos, mientras intentaba levantarse, trató de gritar, descubrió que ya no tenía laringe y se desplomó.

Y entonces, sentí un hormigueo cuando el conjuro de Daymar obró efecto. Daymar lanzó su segundo conjuro con igual rapidez, y el guardaespaldas muerto se hizo invisible.

Ocupé su lugar. Adapté el paso al de mi «compañero», pero vimos que no íbamos a llegar a tiempo. Sospeché que el otro tipo estaba mucho más perturbado por lo ocurrido que yo.

Mellar también comprendió que no llegaríamos a tiempo de salvarle. Tenía dos opciones: dejar que Aliera le matara, y moriría entre las ruinas de trescientos o más años de planificación, o plantar cara a Aliera.

Desenvainó al instante la espada y adoptó posición de combate, mientras Aliera se tambaleaba hacia él. Ya sabía que debería matarla, si le era posible. Sabía que su mente estaría funcionando a pleno rendimiento: planificar su mandoble, calcular el tiempo y concluir que podría matarla sin que fuera definitivo, con tal de ser cuidadoso. Debía asegurarse de matarla, pero evitando mandobles a la cabeza.

Retrocedió un paso.

—Estáis bebida, mi señora… —empezó, pero Aliera atacó antes de que pudiera terminar. Exploradora describió un arco cerrado, en dirección al lado derecho de su cabeza. Si Mellar hubiera sido más lento, o el ataque más difícil de parar, todo habría terminado en aquel instante, pero ejecutó la parada obvia y Aliera se dispuso a trabar combate.

Era un espadachín demasiado bueno para pasar por alto el hueco que se le ofrecía, y no lo hizo. Una parte de mi mente observó que, en efecto, la daga de su manga izquierda contaba con un mecanismo de resorte.

Su mano izquierda se movió a la velocidad del rayo y la daga se hundió en el abdomen de Aliera.

Debió de darse cuenta, incluso antes de apuñalarla, de que algo iba mal. Cuando asestó el golpe, noté en mi mente la sensibilidad que identifica a un arma Morganti.

Aliera chilló. Puede que fuera sincero o no, pero fue uno de los chillidos más horrendos que he oído en mi vida. Me estremecí al oírlo, y al ver la expresión de su cara cuando la hoja destructora de almas penetró en su cuerpo. Mellar avanzó y trató en vano de extraerla, pero su propia fuerza la retuvo cuando Aliera cayó al suelo, y sus gritos enmudecieron. La hoja se deslizó en la mano de Mellar.

Siguió un momento de silencio, de inmovilidad total. Mellar contempló el cuchillo. El otro guardaespaldas y yo estábamos a su lado, petrificados, como todos los demás. Mellar comprendió que había perdido todo derecho a reclamar la protección que Morrolan le había ofrecido. Ahora, cualquiera podía matarle, sin recriminaciones. Debió de pensar que todo su plan se había venido abajo y, sin duda, su única idea era escapar. Intentar salir de aquel lío e improvisar otra cosa.

Y, en aquel momento de debilidad, de casi pánico, se produjo el golpe final, asestado por Daymar, para rematar su sensación de desorientación y sacarle de quicio.

Mellar sintió el impacto de la sonda mental y gritó. En aquel momento, no supe si estaba lo bastante desorientado para que sus defensas mentales se hubieran venido abajo. Puede que la sonda mental funcionara o no, pero produjo el efecto que a mí me interesaba. Mellar se volvió hacia mí.

—¡Salgamos de aquí! —gritó.

Fue una desgracia que me mirara a mí en lugar de al otro guardaespaldas, pero sabía que podía ocurrir.

No le devolví la mirada, sino que mantuve la vista clavada en el frente. Vio, sin duda, mi expresión estupefacta y perpleja. Percibí una nota inconfundible de pánico en su voz, cuando se volvió hacia el otro guardaespaldas. La multitud empezó a reaccionar, y confié con todas mis fuerzas en que Sethra la Menor o la Nigromántica no le alcanzaran antes de que nos largáramos del castillo.

—¡Muévete! —gritó al otro guardaespaldas—. ¡Salgamos de aquí!

En aquel momento, creo que tuvo una inspiración y se volvió hacia mí, con los ojos abiertos de par en par. O el conjuro de Daymar se estaba desvaneciendo, o yo ya no me parecía al guardia que imitaba, o captó algún fallo en mi interpretación. Estaba retrocediendo, cuando las paredes desaparecieron a nuestro alrededor.

Hice lo que pude por superar las náuseas propias de la teleportación y tomé una veloz decisión.

Si no se hubiera dado cuenta de que algo iba mal, si se hubiera vuelto hacia el otro guardaespaldas en primer lugar, no habría problema. Le habría matado y liquidado al guardaespaldas como fuera. Ahora, sin embargo, era diferente.

Tenía tiempo de eliminar a Mellar o al guardaespaldas, pero no a los dos antes de que uno me apuñalara. ¿Por cuál debía decantarme?

El guardaespaldas levantaría un bloqueo antiteleportación y lanzaría un conjuro antirastreo, mientras que Mellar ya había desenvainado la espada. Además, estaba más cerca.

Sin embargo, debía matar a Mellar de una forma permanente. Como ya he dicho, es difícil matar a alguien de manera que no pueda ser revivido. Ya preparado y en guardia, no sería tan fácil como haberle podido asestar una puñalada en la nuca. ¿Qué pasaría si le liquidaba, pero no era permanente? ¿El guardaespaldas me abatiría a continuación? Se teleportaría de nuevo con el cuerpo de Mellar y le devolvería la vida enseguida. Si iba a por el guardaespaldas, podría hacerle un trabajo completo a Mellar, sin tener que preocuparme porque huyera.

No obstante, lo que me decidió fue el hecho de que el guardaespaldas era un brujo, lo cual le proporcionaba mayor ventaja en esta situación de la que a mí me apetecía.

No me detuve a pensar en todo esto; pasó por mi mente mientras me movía.

Me eché hacia atrás y, en tanto mi mano derecha volaba hacia la espada, mi izquierda encontró tres dardos envenenados. Los arrojé hacia el guardaespaldas y recité mentalmente una breve plegaria a Yerra.

El primer mandoble de Mellar, que descargó justo en aquel momento, erró su blanco. Había logrado ponerme fuera de su alcance. ¡Dioses! ¡Qué fuerte era! Yo ya estaba en el suelo, pero había sacado el estoque. Rodé a mi izquierda y me incorporé…

… a tiempo de parar, apenas, un golpe que me habría partido el cráneo. Mi brazo tembló a causa del impacto producido por su espada, más pesada, y oí el bendito ruido de un cuerpo que se desplomaba a mi izquierda. El guardaespaldas estaba fuera de juego, al menos. Gracias, Yerra.

Por primera vez, tomé conciencia de mi entorno. Estábamos en una zona selvática. Debía de ser al oeste de Adrilankha, lo cual equivalía a unos cuatrocientos cincuenta kilómetros de distancia del Castillo Negro. No podrían rastrear la teleportación a tiempo de ayudarme, sobre todo si el guardaespaldas/brujo había logrado lanzar su conjuro. Asumí que estaba solo.

Mellar atacó de nuevo. Retrocedí lo más rápido que pude, con la esperanza de que no hubiera obstáculos detrás. Yo no era un espadachín tan bueno como Mellar, tenía un nudo en el estómago y me costaba un gran esfuerzo mantener la vista clavada en él. Por otra parte, un espadachín mediocre puede repeler a uno superior durante bastante rato, siempre que le sea posible retroceder. Sólo podía confiar en que se distrajera un momento y me concediera la oportunidad de arrojarle mi cuchillo…, sin terminar atravesado al mismo tiempo. En aquel momento, habría permitido que me liquidara si hubiera tenido la seguridad de poder hacerle un trabajo completo a cambio. De hecho, busqué la oportunidad.

Sin embargo, no tenía la menor intención de darme esa oportunidad. Ignoraba si había adivinado mis intenciones, pero no se distrajo ni un segundo. Seguía lanzando mandobles a mi cabeza y avanzando. Su mano izquierda se apoderó de un cuchillo.

Un escalofrío recorrió mi espina dorsal cuando comprendí que empuñaba ahora la hoja Morganti que yo le había endilgado, una de las dos que le habíamos proporcionado para asegurarnos de que utilizara una en Aliera. Se dio cuenta y sus ojos se dilataron. Por primera vez, sonrió. Fue una sonrisa muy desagradable, considerando que yo era el afortunado. Lo mismo podía decirse del cuchillo. En aquel momento, la ironía de toda la situación se me escapaba.

Continué retrocediendo. Hasta el momento, lo único que me mantenía con vida era el hecho de que no estaba acostumbrado a un espadachín que sólo le presentara un lado de su cuerpo, al contrario que en el estilo dragaerano. Él luchaba con el cuerpo hacia adelante y la daga levantada en posición de atacar, parar o lanzar conjuros.

No iba a lanzar conjuros con el arma, y no necesitaba parar, porque yo aún no había podido atacar. Ni siquiera una estocada sencilla, y ahora tenía dos armas contra la única mía. Además, como buen espadachín que era, no tardaría en adaptarse a mi forma de luchar.

De momento, se contentaba con mantenerme ocupado hasta que me topara con un árbol o tropezara con un tronco, como sucedería inevitablemente en aquella selva. Entonces, todo habría terminado. Me clavaría el cuchillo y mi alma serviría de alimento a una sensibilidad de veinticinco centímetros de frío acero.

Habló por primera vez.

—Todo fue un engaño desde el principio, ¿no?

No contesté, pues me faltaba el aliento.

—Ahora lo entiendo —continuó—. Habría funcionado de haber sido tú un espadachín mejor, o si me hubieras apuñalado cuando tuviste la oportunidad, en lugar de ir a por mi amigo.

Tienes razón, bastardo, pensé. Pásamelo por la cara.

—Tal como están las cosas —prosiguió—, a estas alturas ya sabrán la verdad en el Castillo Negro. Si yo lo he deducido desde aquí, es evidente que allí también, con la ventaja de que pueden examinar el cuerpo y el cuchillo. ¿Qué me impide volver?

Me detuve y traté de contraatacar. Me repelió con la daga y tuve que saltar hacia atrás. Atacar me resultaba imposible.

—Es una suerte que pueda teleportarme —dijo—, de lo contrario habría funcionado.

La teleportación tarda dos o tres segundos, amigo mío, y no pensaba concedértelos. Lo siento, pero no soy tan psicótico.

Él también debió de comprenderlo, porque dejó de hablar. Conseguí posar mi mano izquierda sobre el estilete que había seleccionado para destruirle, y lo saqué. Lo acuné en mi mano al igual que un jhereg sostiene su huevo. Por un breve instante, pensé en arrojárselo, pero para ello tendría que exponer el cuerpo. En tal caso, me atravesaría antes de que pudiera soltarlo, y mi cabeza rodaría por el suelo.

Medité un momento en aquella posibilidad. Si me precipitaba hacia su espada, la daga no podría herirme. Se necesita un alma viva para alimentar a una hoja semejante. Mi alma estaría a salvo y, tal vez, podría arrastrarle conmigo.

Rechacé la idea y retrocedí de nuevo. No, Mellar tendría que hacerlo sin ayuda. No iba a permitir que me hiciera pedazos y me abandonara allí, para que los jheregs salvajes devoraran mi cuerpo, y rematar la ironía de la situación.

¿Jheregs? ¿Jheregs salvajes? Noté una repentina brisa gélida en la nuca, que me recortó el tacto del filo de un cuchillo, y otras cosas.

Un recuerdo del pasado me asaltó. Esta misma selva era… ¿Podría tal vez…?

La idea me distrajo hasta tal punto que casi olvidé parar una estocada. Salté hacia atrás y su espada desgarró mi costado. Noté que la sangre empezaba a manar, y empezaba el dolor. Yerra sea loada, mi estómago se había calmado.

La brujería es similar a la magia en muchos aspectos, pero utiliza los poderes psiónicos antes que fuentes de energía exteriores. Los rituales y conjuros se utilizaban para conducir a la mente por el sendero correcto y dirigir el poder. ¿Hasta qué punto eran necesarios?

Mi mente retrocedió…, retrocedió…, retrocedió a la época en que convocó a la jhereg que era la madre de Loiosh, en esta misma selva. Lo más probable era que su madre hubiera muerto mucho tiempo atrás, pero yo no la necesitaba. ¿Podría repetirlo de nuevo?

No, probablemente.

Ven a mí, sangre de mi Casa. Únete a mí, caza conmigo, encuéntrame.

Casi tropecé, casi resulté muerto, pero no. ¿Cómo infierno era? ¡Vamos, cerebro, piensa!

Como mi abuelo me había enseñado mucho tiempo antes, dejé que mi brazo, mi muñeca, incluso mis dedos, realizaran el trabajo de mantenerme con vida. Mi mente tenía otras cosas que hacer, el brazo que empuñaba la espada tendría que arreglárselas solo.

Algo…, algo acerca de… ¿alas? No, vientos, eso era, vientos…

Que los vientos de la noche selvática…

Algo, tal vez la expresión de Mellar, me advirtió del árbol que había a mi espalda. Lo esquivé sin que me descuartizaran.

… detengan el vuelo de la cazadora.

Me sentí desfallecer. La pérdida de sangre, claro. No tenía tiempo para eso.

El aliento de la noche a la mente de la bruja…

Me pregunté si Loiosh volvería a hablar conmigo. Me pregunté si alguien volvería a hablar conmigo.

… que nuestros destinos se entrelacen.

De pronto, Mellar cambió de táctica, y dirigió la espada hacia mi pecho, en lugar de buscar mi cabeza. Me vi obligado a parar con torpeza, y me alcanzó con la punta. ¿Había sido el crujido de una costilla, o sólo una buena imitación? Alcé mi espacia antes de que la daga me cogiera por debajo, y salté hacia atrás. Mellar me siguió de inmediato.

¡Jhereg! ¡No pases de largo!

Cuando se acercó, tal vez demasiado de lado, intenté un mandoble de disuasión, inexistente en la esgrima dragaerana. Me dejé caer sobre Lina rodilla y lancé una estocada hacia el brazo con el que empuñaba la espada. Se quedó tan sorprendido como yo de que mi primer movimiento ofensivo alcanzara su destino, y me dio tiempo a retroceder antes de que contraatacara. Sangraba un poco por la parte superior del costado derecho. Era demasiado esperar que afectara al brazo, pero me concedió más tiempo.

¡Enséñame dónde está su alma!

Mi costado chilló de dolor cuando reculé un poco más. Cada parada creaba destellos rojos ante mis ojos, y pensé que estaba a punto de perder la conciencia. Por otra parte, me sentía exhausto. Literalmente. Creo que nunca había imprimido tanta energía a un conjuro.

Esquivé otro mandoble que casi me abre el estómago. Lanzó un tajo con el cuchillo, tan rápido que apenas lo vi, pero como yo estaba retrocediendo, falló. Di unos pasos atrás, antes de que pudiera atacar de nuevo.

¿Qué? ¿Había algo…? ¡Vamos, cerebro! Mente, relájate… Mantente receptiva… Escucha…

¿Quién?, resonó en mi cerebro.

Alguien que te necesita, transmití a duras penas, a punto de caer. Me aferré a mi conciencia con todas mis fuerzas.

¿Qué ofreces?

¡Oh, Diosa Demonio! ¡No tengo tiempo para esto! Tuve ganas de ponerme a llorar, de decirles a todos que se largaran.

Inmovilizó mi hoja con la daga, y la espada descendió. Salté a un lado, lo conseguí.

Larga vida, oh Jhereg. Y carne roja y fresca, sin necesidad de luchar o buscar. Y, en ocasiones, la posibilidad de matar dragaeranos.

Considerando las circunstancias, un momento muy jodido para regatear.

Mellar hizo algo con la muñeca que debería ser imposible con una espada tan pesada. Rozó levemente un lado de mi cabeza, con tanta fuerza como pudo, a tenor de lo que estaba haciendo, y con tanta levedad como le era posible, considerando el tamaño de su arma.

Pero no me desvanecí. Aproveché una oportunidad, porque no me quedaba otro remedio, y lancé un mandoble contra su frente. Retrocedió y paró con el cuchillo. Di otro paso atrás antes de que descargara la espada sobre mí. Pensé entonces que, aunque el jhereg accediera a responder, tal vez estaba demasiado lejos para serme de ayuda.

¿Y qué pides tú?

Mellar sonrió de nuevo. Se daba cuenta de que yo estaba en las últimas, y le bastaba con esperar. Continuó atacando.

Para el futuro, ayuda en mis esfuerzos, tu amistad y tu sabiduría. Para el presente, ¡salvar mi vida!

Una vez más, Mellar me alcanzó en un lado de la cabeza. Sentí un zumbido en mis oídos, y me di cuenta de que iba a caer. Vi que se acercaba, levantaba el cuchillo, con una amplia sonrisa…

… y luego se volvía, sobresaltado, cuando una forma alada le golpeó en la cara. Retrocedió y agitó la espada: falló.

Dejé caer la espada y me apoyé con la mano derecha. Me incorporé a duras penas. Mellar lanzó otro mandoble al jhereg. Pasé el cuchillo a mi mano derecha y caí hacia adelante, pues ya no podía andar. Agarré su brazo izquierdo con mi mano izquierda, el brazo con el que sujetaba la daga, y le obligué a volverse.

Vi pánico en sus ojos, y su cuchillo empezó a describir un arco hacia mi cuello. Intenté inmovilizar su brazo derecho, que giraba hacia adelante con la espada, pero no lo conseguí.

Proyecté mi mano con las fuerzas que me quedaban.

El estilete le alcanzó en el ojo izquierdo y se hundió hasta la empuñadura en su cerebro. Gritó, un largo aullido de desesperación, y perdió todo interés en cortarme la cabeza. Vi que la luz de la vida desaparecía de su ojo derecho, y me habría regocijado de haber sido capaz.

Yo también grité entonces, mientras nos retorcíamos, tropezábamos, caíamos. Aterrizamos el uno sobre el otro, yo con la cara vuelta hacia arriba, y lo único que seguía en el aire era su brazo sin vida, que sujetaba un cuchillo vivo en un puño que no lo soltaría. Lo miré, incapaz de reaccionar, mientras descendía…, descendía…, descendía… y se hundía en el suelo, junto a mi oreja izquierda.

Sentí la frustración del arma, y experimenté una fugaz simpatía por cualquier cazador que pierde a su presa por un margen tan nimio.

Entonces, un pensamiento se alojó en mi mente.

Acepto.

Justo lo que necesitaba, recuerdo haber pensado, otro jhereg sabihondo.

* * *

No perdí del todo la conciencia, aunque tampoco creo que estuviera consciente por completo. Recuerdo que seguí tendido allí, con una sensación de impotencia total, mientras contemplaba al jhereg dar cuenta del cadáver de Mellar. En un momento dado, varios animales se acercaron y me olfatearon. Creo que uno de ellos era un athyra; no estoy seguro acerca de los demás. Cada vez, el jhereg levantaba la vista de su banquete y siseaba a modo de advertencia. Se largaron.

Por fin, tal vez una hora y media después, oí un súbito alboroto. El jhereg paseó la vista a su alrededor, siseó, y yo miré también. Vi a Aliera, que empuñaba a Exploradora. La acompañaban Cawti, Kragar y Loiosh.

El otro jhereg era una hembra. Siseó a Loiosh. Entre los jheregs la hembra es quien domina (entre los jheregs, la cuestión sigue en el aire).

Cawti se precipitó hacia mí con un grito y se arrodilló. Depositó mi cabeza sobre su regazo y empezó a acariciarme la frente. Aliera se dedicó a examinar y curar mis diversas heridas. Sería difícil decidir qué me fue de más ayuda, pero resultaba agradable ser objeto de tantas atenciones.

Kragar ayudó a Aliera, después de comprobar que los dos cadáveres eran, sin la menor duda, cadáveres.

Loiosh se había acercado a la jhereg. Se estaban mirando.

Aliera dijo algo entonces, algo acerca de que la sonda mental de Daymar había funcionado, pero yo no estaba escuchando, de manera que no estoy seguro.

Loiosh desplegó sus alas y siseó. La hembra desplegó todavía más sus alas y siseó con mayor virulencia. Permanecieron un rato en silencio, y luego volvieron a intercambiar siseos.

Intenté comunicarme con Loiosh, pero no logré nada. Al principio, pensé que mi mente todavía se encontraba demasiado agotada a causa del conjuro que había lanzado, pero después me di cuenta de que Loiosh me estaba bloqueando. Nunca lo había hecho. Tuve un atroz presentimiento.

De repente, los dos alzaron el vuelo. Carecía de fuerzas para alzar la cabeza y seguirles con la vista, pero adiviné lo que estaba pasando. Las lágrimas me cegaron y la desesperación disipó las escasísimas fuerzas que me quedaban. Traté de introducirme en su mente, envié una llamada desesperada e intenté traspasar las barreras que había alzado contra mí.

¡No! ¡Vuelve!, creo que transmití.

La cara de Cawti, que flotaba sobre mí, empezó a oscilar, y mi cuerpo y mi mente se rindieron por fin, admitieron la derrota, y la oscuridad que me acechaba encontró una puerta.

No obstante, el contacto fue tan nítido y claro como siempre. De alguna forma, se deslizó por debajo de la puerta que estaba a punto de cerrarse.

Escucha, jefe, he trabajado para ti sin parar desde hace más de cinco años. ¿No crees que merezco unos días de permiso para mi luna de miel?