Capítulo 15

15

«Cuando miras a las fauces del dragón, adquieres repentina sabiduría»

La sala de banquetes del Castillo Negro estaba igual que la última vez. Algunas caras diferentes, algunas caras de siempre, muchas caras sin cara. Me detuve en el umbral un momento, y después entré. Quería serenar un poco mis pensamientos, y dejar que mi estómago se recuperara antes de emprender cualquier trabajo serio.

¿De veras crees que a Morrolan le gusta esto, jefe?

Ya conoces a los dragones, Loiosh.

Kragar había tardado una hora en verificar todas mis suposiciones acerca del parentesco de Mellar. Daba la impresión de que su padre había sido uno de los elementos que habían conspirado para desencadenar la segunda guerra Dragón-Jhereg, de la que Kragar tampoco había oído hablar nunca. Las referencias encontradas en los archivos lyorns eran escasas, pero claras. Había tenido lugar, y más o menos como me habían referido.

Todo encajaba a la perfección. Sin embargo, no estaba más cerca de saber lo que debía hacer que el día anterior. Eso era lo más molesto. Toda aquella información tenía que servir para algo, dejando aparte la satisfacción de haber solucionado un enigma. Oh, claro, ahora ya sabía que ciertas cosas no funcionarían, puesto que Mellar no abrigaba la menor intención de salir vivo del Castillo Negro, pero como antes tampoco tenía ni idea de qué hacer, todo seguía más o menos igual. Pensé que, cuanto más averiguaba, más difícil, en lugar de más fácil, se me antojaba el caso. Quizá debería arreglármelas para olvidar casi todo aquello.

Me di cuenta de que aún quedaba un misterio por resolver. No era muy grande ni, supuse, difícil, pero tenía curiosidad por saber por qué Mellar había traído guardaespaldas, si no pretendía salvar su vida. Tal vez no era muy importante, pero a estas alturas no podía permitirme el lujo de pasar por alto nada. Por eso había vuelto a la sala de banquetes, para echarles un vistazo a ver si era capaz de averiguar, adivinar o, al menos, eliminar algo.

Paseé entre la multitud, saludando, sonriendo, bebiendo. Al cabo de unos quince minutos, localicé a Mellar. Activé el recuerdo de los dos rostros que Loiosh me había proporcionado y descubrí a los dos guardaespaldas, a pocos metros de distancia.

Me acerqué tanto a ellos como consideré seguro y les miré. Sí, los dos eran luchadores. Tenían aquella forma de moverse, de manejarse, que indica poderío físico. Los dos eran corpulentos, de manos grandes y capaces, y eran expertos en observar a una multitud sin que lo pareciera.

¿Por qué lo hacían? A estas alturas, ya estaba convencido de que no tenían la menor intención de detener a un asesino, de modo que su objetivo debía de ser otro. Una pequeña parte de mí quiso liquidarles en aquel mismo instante, pero no quería hacerlo hasta saber cuál era su misión. Tampoco existían garantías de que lo lograra, claro está.

Obré con mucha cautela para que no se dieran cuenta de mi escrutinio, pero nunca puedes estar seguro. Me esforcé por ver si llevaban armas, pero, aunque parezca raro, no distinguí ninguna. Llevaban espadas largas, las típicas dragaeranas, y una daga cada uno, pero no vi ni detecté ninguna escondida.

Al cabo de cinco minutos, me dispuse a salir de la sala de banquetes, y me abrí paso con cuidado entre la masa de humanidad. Casi había llegado a la puerta, cuando Loiosh interrumpió mis meditaciones.

Jefe, tío duro detrás de ti.

Me volví a tiempo de ver que uno de ellos se acercaba. Le esperé. Se detuvo a unos treinta centímetros de distancia, lo que yo llamo «zona de intimidación». Yo no estaba intimidado. Bueno, tal vez un poco. No perdió el tiempo en preliminares.

—Una advertencia, bigotudo —dijo—. No lo intentes.

—Intentar ¿qué? —pregunté con aire inocente, aunque mi corazón se aceleró un poco. No hice caso del insulto; la última vez que el término me había molestado, no llevaba bigote, pero las implicaciones de la frase eran, digamos, poco agradables.

—Lo que sea —fue su respuesta. Me miró unos cuantos segundos más, dio media vuelta y se alejó.

¡Maldita sea! De modo que Mellar sabía que iba a por él. ¿Por qué quería detenerme? Oh, claro, no lo quería. Actuaba con la convicción de que yo quería matarle y no tenía ni idea de sus motivaciones. Era coherente. Si yo me había delatado, cosa que era posible, no podía hacer caso omiso. Estaba lanzado a tumba abierta (interesante juego de palabras, ahora que me doy cuenta).

Me sentí algo mejor, pero no del todo. Era Malo que Mellar supiera de dónde procedía el peligro. Aunque los guardaespaldas no abortaran un ataque directo contra Mellar, el hecho de que fueran conscientes de mi existencia disminuía mis posibilidades de tender una celada, o sea que ahora debía exprimirme más el cerebro. Noté los primeros indicios del hermano pequeño de la desesperación agitarse en mi interior cuando salí de la sala. Reprimí la sensación.

Justo al salir por la puerta, me detuve y establecí contacto con Aliera. Quién sabe, pensé, quizá a ella y Sethra se les había ocurrido algo. En cualquier caso, pensé que debía informarlas de lo que habíamos descubierto.

¿Qué pasa, Vlad?

¿Te importa si subo a verte? Tengo una información que tal vez no quieras escuchar.

Ardo de impaciencia. Te espero en mis aposentos.

Caminé por el pasillo hasta la escalera y me encontré con Morrolan, que bajaba. Le saludé con la cabeza y me dispuse a pasar de largo. Me hizo un gesto. Me detuve, y él se encaminó a la biblioteca. Le seguí obedientemente y me senté después de que Morrolan cerrara la puerta. La situación me recordó de una forma desagradable la de un criado que va a recibir una reprimenda por no haber fregado bien los orinales.

—Vlad, ¿te importaría aclararme un poco lo que está ocurriendo aquí?

—¿En?

—Ha pasado algo de lo que no estoy enterado. Lo intuyo. Estás preparando un atentado contra Mellar, ¿verdad?

¡Por los dedos de Yerra! ¿Es que todo el Imperio se había enterado?

Empezó a desgranar puntos.

—Aliera está bastante disgustada por todo este asunto y no sabe bien qué hacer. Tú actuabas de la misma forma ayer. Hoy, me informan de que has estado, por decirlo de alguna manera, husmeando alrededor de Mellar. Veo a Aliera y la encuentro tan contenta de la vida como no puedes imaginar. Después, te veo subir la escalera, presumo que vas a ver a mi prima, y da la impresión de que sabes lo que haces, así de repente. Bien, ¿quieres decirme exactamente qué estáis planeando los dos?

Guardé silencio unos instantes.

—Si hoy me comporto de una manera diferente a la de ayer —dije, lenta y cautelosamente—, es porque acabamos de resolver el misterio, aunque no el problema. Aún no sé qué voy a hacer al respecto. Diré, sin embargo, que no tengo la menor intención de hacer algo que te comprometa, quebrante tu juramento, o avergüence a tu Casa. Creo que ya lo dije ayer, y carezco de motivos para cambiar de opinión. ¿Es suficiente?

¡Ánimo, jefe, ánimo!

Cierra el pico, Loiosh.

Morrolan me miró unos instantes, como si intentara leer mi mente. Me jacto de que hasta a Daymar le costaría hacerlo sin que yo me diera cuenta. Creo que Morrolan me respeta demasiado para intentarlo sin preguntar antes. En cualquier caso, hay que mantener quietecitos los ojos de lince.

Asintió una vez.

—Muy bien —dijo—. No hablaremos más del asunto.

—La verdad, no sé lo que pasa por la mente de Aliera. Como has adivinado, iba a verla cuando me encontré contigo, pero no he planeado nada con ella… todavía. Espero que no haya planeado nada sin mí.

Morrolan me miró ceñudo.

—Eso me gusta menos —dijo.

Me encogí de hombros.

—Ya que estoy aquí, dime: ¿has investigado a esos guardaespaldas?

—Sí, les eché un vistazo. ¿Y qué?

—¿Son brujos?

Dio la impresión de que discutía consigo mismo un momento. Después, asintió.

—Sí, los dos. Muy competentes, además.

Maldita sea. Las buenas noticias seguían amontonándose.

—Bien. ¿Querías algo más?

—No… Sí. Me gustaría que no le quitaras el ojo de encima a Aliera.

—¿Espiar a Aliera?

—No. Sólo si intenta hacer algo que tal vez no debería, creo que ya me entiendes. Intenta hablarlo con ella, ¿de acuerdo?

Asentí, cuando la última pieza del rompecabezas encajó en su sitio. ¡Por supuesto! ¡Aquello era lo que preocupaba a Mellar! Llevaba guardaespaldas para evitar que le asesinara un no jhereg. Había oído hablar de Exploradora.

La resolución de aquel último misterio no me acercó más a su solución; no me extrañó. Me despedí de Morrolan y subí a los aposentos de Aliera. Sentí que los ojos de Morrolan me seguían durante todo el trayecto.

—¿Por qué te has retrasado? —preguntó Aliera.

—Morrolan quería hablar conmigo.

Observé que, en efecto, Aliera parecía estar de muy buen humor. Sus ojos verdes brillaban. Se reclinó contra la cabecera de la cama y acarició con aire ausente a un gato que no me había presentado. Loiosh y el gato se observaron con ansia abstracta.

—Entiendo —contestó—. ¿Sobre qué?

—Por lo visto, sospecha que tienes algo en mente. Yo también, a propósito. ¿Te importa explicármelo?

Enarcó las cejas y sonrió.

—Tal vez. Tú primero.

El gato rodó sobre su lomo para exigir que le rascaran el estómago. Su pelaje blanco y largo sobresalía un poco, como para negar la existencia de Loiosh. Aliera le complació.

Oye, jefe.

¿Sí, Loiosh?

¿No te parece desagradable que haya gente dispuesta a plegarse a los caprichos de animales estúpidos?

No contesté.

—Para empezar, Aliera, nuestra idea precedente no va a funcionar.

—¿Por qué?

No parecía muy preocupada. Yo empezaba a estarlo.

—Por diversos motivos —contesté—, pero lo principal es que Mellar no piensa irse de aquí.

Expliqué nuestras deducciones sobre los planes y motivos de Mellar. Por sorprendente que parezca, su primera reacción fue similar a la mía: sacudir la cabeza en señal de admiración. Después, poco a poco, su ojos viraron a un gris metálico severo. Me estremecí.

—No permitiré que se salga con la suya, Vlad. Ya lo sabes, ¿verdad?

Bien, en realidad no lo sabía, pero temía algo por el estilo.

—¿Qué vas a hacer? —pregunté con voz plácida.

No dijo nada, pero su mano se apoyó sobre el pomo de Exploradora.

—Si lo haces, Morrolan se verá obligado a matarte.

—¿Y qué? —se limitó a preguntar.

—¿Por qué no buscamos una solución mejor?

—¿Por ejemplo?

—¡No lo sé, maldita sea! ¿En qué crees que me he devanado los sesos durante los últimos días? Si encontramos alguna manera de convencerle de que se vaya, aún podremos ceñirnos a nuestra primera idea: le sigues con Exploradora, y luego le liquidamos donde se encuentre. ¡Si tuviera más tiempo!

—¿Cuánto tiempo te queda?

Una buena pregunta. Con muchísima suerte, la noticia tardaría tres días más en saberse, pero, por desgracia, no podía contar con tanta suerte. Ni, peor aún, el Demonio, ¿qué haría a continuación?, me volví a preguntar. ¿Qué posibilidades tenía de detenerle? No me gustó la respuesta que obtuve a mi última pregunta.

—Hoy y mañana —dije.

—¿Y qué pasará después?

—La Puerta de la Muerte se abrirá. El asunto escapa de mis manos, mi cadáver aparece en algún sitio y me pierdo una estupenda guerra Dragón-Jhereg. Tú consigues verla. Afortunada tú.

Me dedicó una desagradable sonrisa.

—Quizá disfrutaría —dijo. Le devolví la sonrisa.

—Quizá.

—Sin embargo —admitió—, no beneficiaría en nada a la Casa.

Yo también me mostré de acuerdo.

—Por otra parte —continuó—, si le mato, no hay problema. Las dos Casas no pelean, y sólo los dzurs salen perjudicados. ¿A quién importa eso? Bien, tal vez logremos interceptar la información sobre ellos antes de que se propague.

—Ellos no representan ningún problema. El problema es que tú acabas muerta, o bien matas a Morrolan. Creo que ninguno de los dos desenlaces son ideales.

—No tengo la menor intención de matar a mi primo —manifestó.

—Fantástico. Entonces, le dejas vivo, con su reputación muerta.

Se encogió de hombros.

—No es que no me preocupe el honor de mi primo —me informó—. Es que me preocupan más las prioridades que Morrolan.

—Eso es otra cosa —admití.

—¿Sí?

—Para ser sincero, Aliera, no estoy convencido de que puedas vencer a Mellar. Le acompañan dos expertos guardaespaldas, ambos buenos guerreros, y también buenos brujos. Ya te dije quién fue su maestro de esgrima, y recuerda que era lo bastante bueno para conseguir ingresar en la Casa del Dzur. Está decidido a que sólo un jhereg le mate, y temo que se las ingeniará para ello. No estoy nada seguro de que puedas matarle.

Escuchó con paciencia mi monólogo, y después me dedicó una sonrisa cínica.

—De alguna forma, lo conseguiré —fue su respuesta.

Decidí cambiar de tema. Sólo me quedaba probar otra cosa más…, que tal vez provocara mi muerte. No era mi intención, así que pregunté:

—A propósito, ¿dónde está Sethra?

—Ha vuelto a la Montaña Dzur.

—¿Eh? ¿Por qué?

Aliera estudió el suelo unos instantes, y después devolvió su atención al gato.

—Se está preparando.

—Para…

—Una guerra. Maravilloso.

—¿Cree que se desencadenará?

Aliera asintió.

No le conté mis planes, y dio por sentado que va a estallar.

—Y quiere asegurarse de que ganen los dragones, ¿eh?

Aliera me miró de soslayo.

—No tenemos la costumbre de combatir para perder —dijo. Suspiré. Bien, ahora o nunca.

Oye, jefe, no querrás hacer eso.

Tienes razón, pero para eso me pagan. Cierra el pico.

—Una última cosa, Aliera —dije.

Entornó los ojos. Creo que, por el tono de mi voz, captó algo.

—¿Qué es…?

—Todavía trabajo para Morrolan. Él me paga, y por lo tanto le debo cierta lealtad. No permitiré que contraríes sus deseos.

Y, como surgida de la nada, antes de que terminara de hablar, Exploradora se materializó en su mano. La punta a la altura de mi pecho. Aliera me midió con sus ojos fríos.

—¿Crees que puedes detenerme, jhereg?

Sostuve su mirada.

—Es probable que no —admití. ¿Qué cómo? La miré y comprendí que estaba dispuesta a matarme allí mismo—. Si lo haces, Aliera, Loiosh matará a tu gato.

No hubo respuesta. ¡Uf! A veces, creo que Aliera no tiene sentido del humor.

Contemplé la hoja en toda su longitud. Sesenta centímetros la separaban de mi pecho…, y de mi alma, que antes había sido la de su hermano. Recordé una ocasión, y tuve la impresión de que habían transcurrido eones, cuando me encontré en una situación similar con Morrolan. Entonces, como ahora, me dediqué a calcular qué arma estaba más cerca. Un dardo envenenado sería una pérdida de tiempo. Mis venenos son rápidos, pero no tanto. He de alcanzar un nervio. Magra posibilidad. Tendría que ir a matar; cualquier cosa no serviría. Aquella vez, mis posibilidades habían sido escasas. Esta vez, eran peores. Al menos, Morrolan no había desenvainado su arma.

La miré a los ojos. Los ojos de una persona son lo primero que te informa si está a punto de ejecutar un movimiento. Sentí el pomo de mi daga en la mano derecha, con la punta hacia fuera. Sería necesario un movimiento brusco y hacia abajo, y caería en mi mano. Un movimiento hacia arriba posterior la dirigiría hacia su garganta. Desde aquella distancia, no podía fallar. Desde aquella distancia, ella tampoco. Moriría antes que ella, y nadie sería capaz de revivirme.

Di la palabra, jefe. Le arrancaré los ojos antes de… Gracias, pero espera un poco.

Aquella última vez, Morrolan me había perdonado la vida porque le era útil, y me tragué un insulto mortal. Esta vez, estaba seguro de que Aliera no cambiaría de opinión; una vez decidía emprender una acción, su tozudez la impulsaba a concluirla. Al fin y al cabo, pensé con amargura, estábamos vinculados, de una forma extraña.

Me preparé para entrar en acción. Tendría que lanzarme sobre ella si aspiraba a alguna posibilidad, de manera que era absurdo esperar. Qué raro. Me di cuenta de que todo cuanto había hecho desde mi conversación con el Demonio había ido dirigido a encontrar una forma de matar a Mellar, o a arriesgar mi vida para impedir que alguien solucionara mi problema.

Controlé mi respiración y la estudié. Preparado, ya… Espera… Me quedé inmóvil. ¿Qué coño estás haciendo, Vlad? ¿Matar a Aliera? ¿Perder la vida a sus manos? ¿Qué iba a conseguir con eso, por el gran mar del caos? Claro, Vlad, claro. Buena idea. Lo que necesitamos en este momento es que mates a un invitado de Morrolan… ¡y el menos indicado! Claro, lo que necesitamos en este momento es matar a Aliera. Eso serviría…

¡Espera un momento! —grité—. ¡Ya lo tengo!

—¿El qué? —preguntó con frialdad. No estaba dispuesta a correr el menor riesgo; sabía que yo era un bastardo tramposo.

—De hecho —dije, en un tono de voz más normal—, tú también lo tienes.

—¿Y qué es lo que tengo, si eres tan amable de decirlo?

—Un Arma Definitiva.

—Sí, ya lo creo —admitió, sin ceder un milímetro.

—Un arma —continué— que está irrevocablemente vinculada a tu alma.

Esperó con calma a que continuara. Exploradora seguía apuntando a mi corazón.

Sonreí y, por primera vez en días, lo hice con sinceridad.

—No vas a matar a Mellar, amiga mía. ¡Él va a matarte a ti!