14
«A menudo sorprende descubrir lo que ocultan las turbias profundidades»
Cawti me conoce mejor que cualquier otro ser, con la posible excepción de Loiosh. Reprimió cualquier deseo que abrigara de entablar conversación y permitió que meditara en silencio mientras comíamos. Calló la sugerencia de que yo le cambiara el turno de cocinar, puesto que ella me había cambiado el mío, y cocinó algo soso y carente de interés para que no me sintiera obligado a felicitarla. Una mujer inteligente, mi esposa.
Nuestro apartamento era pequeño, pero tenía dos virtudes: estaba bien iluminado y la cocina era amplia. Hay una forma de diferenciar un apartamento perteneciente a un miembro de la Casa jhereg de cualquier otro apartamento: la falta de conjuros que impidan o detecten los robos. ¿Por qué? Sencillo. Ningún ratero vulgar aligerará el apartamento de un miembro de la organización, como no sea por error. Si se comete tal error, dentro de dos días me lo habrán devuelto todo, sin la menor duda. Kragar tal vez deba ordenar que se rompan algunos huesos para ello, pero se hará. La única otra clase de ladrón que existe, es alguien como Kiera: alguien a quien se haya ordenado específicamente que entre en mi casa y coja algo. Si eso sucede, no existe ningún tipo de defensa que importe un graznido de teckla. ¿Mantener a Kiera alejada? ¡Ja!
Así que estábamos sentados, cómodos y seguros en nuestra cocinita, y yo dije:
—¿Sabes cuál es el problema?
—¿Cuál?
—Cada vez que intento pensar en cómo hacerlo, sólo se me ocurre pensar en lo que ocurrirá si no lo consigo.
Cawti asintió.
—Aún me cuesta creer que el Demonio vaya a desencadenar una guerra Dragón-Jhereg, consciente y deliberadamente.
Meneé la cabeza.
—¿Qué alternativa le queda?
—Bien, si estuvieras en su lugar, ¿lo harías?
—Ese es el punto. Creo que lo haría. Nos aplastarían y escupirían otra vez, por supuesto, pero si Mellar se sale con la suya, significa una muerte lenta para toda la organización. Si consigues que todos los rateros de la calle piensen que pueden cargarse el consejo, a la larga uno de ellos lo conseguirá. Y después, lo intentarán más, y la situación no parará de empeorar.
Se me ocurrió entonces que estaba repitiendo como un loro todo lo que el Demonio me había dicho. Me encogí de hombros. ¿Y qué? Era verdad. Si hubiera alguna forma de deshacerse de Mellar sin desencadenar una guerra…, pero, claro, había una. El Demonio la había encontrado.
Claro, matar a Morrolan, había pensado. Por eso me había ofrecido la oportunidad, en la Llama Azul, de colaborar. Bien, era un tipo honorable, a fin de cuentas, no podía negarlo.
Me pregunté cuál iba a ser su siguiente movimiento. Podía volver a atentar contra mí, o contra Morrolan, o ir directamente a por Mellar. Supuse que iría a por Mellar, puesto que el factor tiempo era cada vez, más crítico, y la gente ya empezaba a hablar. ¿Hasta cuándo podríamos ocultarlo? ¿Un día más? ¿Dos, con suerte? Me di cuenta de que Cawti estaba hablando.
—Tienes razón —decía—. Hay que eliminarle.
—Pero no puedo tocarle mientras esté en el Castillo Negro.
—Y los jheregs no esperarán a que se marche.
No, ya no. ¿Cómo sería el ataque esta vez? Da igual, no podían tramar nada en un día, y Morrolan había reforzado la seguridad. Esperarían a mañana. Por fuerza. Hoy, ya era inútil.
—Como has dicho tú, atrapado entre un dragón y un dzur —comenté.
—¡Espera un momento, Vlad! ¿Y un dzur? ¿No podrías manipular a un héroe dzur para que lo eliminara en tu lugar? Podríamos probar con uno de los jóvenes, que desconozca la historia de Mellar, tal vez un mago. Ya sabes lo fácil que es manipular a los héroes dzur.
Sacudí la cabeza.
—No, querida —dije, pensando en el discurso de Morrolan—. Aparte de que Morrolan lo adivinaría, no quiero hacerle eso.
—Pero si nunca descubría…
—No. Sabría que yo había sido el causante de que su juramento se hubiera incumplido. Recuerda, Mellar no sólo se ha refugiado en la casa de un Señor Dragón, que ya es bastante grave; Morrolan ha convertido en una cuestión de honor que el Castillo Negro sea un santuario para todos sus invitados. Significa demasiado para él, y no quiero jugar con sus sentimientos.
Vaya, vaya, ¿hoy volvemos a estar puntillosos?
Cierra el pico. Loiosh. Acaba tu plato.
Es tu plato.
—Además —dije a Cawti—, ¿cómo te sentirías si hubieras aceptado el trabajo y el objetivo se alojara con Norathar?
La mención a su vieja amiga y soda la acalló,
—Hmmm. Norathar lo comprendería —dijo al cabo de un rato.
—¿Sí?
—Sí… Bueno, no. Creo que no.
—Exacto. Y tampoco se lo pedirías, ¿verdad?
Estuvo en silencio un rato más.
—No.
—Me lo imaginaba. —Suspiró.
—Pues no se me ocurre ninguna forma.
—Ni a mí. La única salida, como has dicho tú, es convencer a Mellar de que abandone el Castillo Negro por voluntad propia, y después liquidarle. Podemos engañarle como nos dé la gana, o enviar una especie de mensaje falso, pero no podemos atacarle ni utilizar ninguna forma de magia mientras esté allí.
—Espera un momento, Vlad. Morrolan no permitirá que le ataquemos, ni utilizar magia, pero si nosotros, digamos, le entregamos una nota que le convenza de marcharse, ¿no hay problema? ¿A Morrolan no le importará?
—Exacto.
Una expresión de confusión total se dibujó en sus facciones.
—Pero… ¡es ridículo! ¿Qué más le da a Morrolan el método que utilicemos para que salga? ¿Qué tiene que ver eso con la utilización de la magia?
Meneé la cabeza.
—¿He afirmado alguna vez que comprendía a los dragones?
—Pero…
—Oh, casi lo entiendo, en un sentido. No podemos hacerle nada, esa es la idea.
Pero engañarle, ¿no es «hacerle algo»?
—Bueno, sí. Más o menos. Pero es diferente, al menos para Morrolan. De entrada, es una cuestión de libre elección. La magia no da la menor elección a la víctima; el engaño, sí. También sospecho que Morrolan nos considera incapaces de conseguir lo. Y no le faltan motivos. Sabes que Mellar va a estar en guardia contra cualquier cosa por el estilo. No veo cómo vamos a poder hacer algo.
—Yo tampoco.
Asentí.
—Kragar está investigando sus antecedentes, y confiamos en encontrar algún punto débil por ahí, o algo que nos sea de utilidad. He de admitir que no abrigo grandes esperanzas.
Cawti guardó silencio.
—Me pregunto qué haría Mario —dije un poco después.
—¿Mario? —Mi mujer rio—. Le acecharía durante años, en caso necesario, sin que nadie le viera. Cuando Mellar abandonara por fin el Castillo Negro, cómo y cuándo fuera, Mario le esperaría para eliminarle.
—Pero la organización no puede esperar…
—A Mario le esperarían.
—Recuerda que acepté el encargo con limitaciones de tiempo.
—Sí, pero Mario se habría negado.
Me ofendí un poco, pero tuve que admitir que era cierto, sobre todo porque yo había llegado a la misma conclusión cuando el Demonio me propuso el trabajo.
—En cualquier caso —prosiguió Cawti—, sólo hay un Mario.
Asentí con tristeza.
—¿Qué habríais hecho Norathar y tú, si os hubieran encargado el trabajo?
Cawti meditó durante largo rato.
—No estoy segura, pero recuerda que Morrolan no es tan amigo nuestro, o al menos no lo era cuando aún trabajábamos. Sospecho que habríamos arrojado algún conjuro sobre Mellar para obligarle a salir, asegurándonos de que Morrolan nunca lo descubriera.
Eso tampoco me fue de utilidad.
—Me pregunto qué haría Mellar. Tengo entendido que fue un estupendo asesino, cuando se abría paso hacia la cumbre. Quizá le invitemos dentro de un tiempo para preguntárselo.
Cawti rio.
—Tendrás que preguntárselo en el Castillo Negro. Tengo entendido que no sale mucho últimamente.
Contemplé a Loiosh mientras daba cuenta de los restos de nuestra cena. Me levanté y fui a la sala de estar. Me senté un rato, mientras pensaba y miraba las paredes marrón claro, pero no se me ocurrió nada.
Aún no me había sacudido la acuciante sensación que me había asaltado cuando hablaba con Morrolan. Intenté recordar la parte de la conversación que la había desencadenado. Algo acerca de guardaespaldas.
—Cawti —grité.
—¿Sí, querido? —contestó desde la cocina.
—¿Sabías que Mellar tiene un par de guardaespaldas?
—No, pero tampoco me sorprende.
—Ni a mí. Deben de ser muy buenos, porque me observaban mientras hablaba con Mellar, y no me fijé en ellos.
—¿Se lo dijiste a Morrolan?
—Sí. Pareció un poco sorprendido.
—Ya me lo imagino. Ya sabes que tienes libertad para liquidarles, ¿verdad? Como es evidente que se colaron, no son invitados.
—Es verdad —admití—. También demuestra lo buenos que son. Colarse en el Castillo Negro no es obra de aficionados, si nuestras protecciones son la mitad de buenas de lo que yo creo. No hemos aumentado el número de guardias, pero aun así…
Cawti terminó de lavar los platos y se sentó a mi lado. Apoyé la cabeza en su hombro. Se apartó y palmeó su regazo. Me estiré y crucé las piernas. Loiosh voló, se posó sobre mi hombro y frotó su hocico contra mi cabeza.
Algo sobre los guardias me continuaba pareciendo peculiar. No podía definirlo, lo cual era increíblemente frustrante. De hecho, había algo extraño en todo el asunto que no alcanzaba a ver.
—¿Piensas que podrías sobornar a uno de los guardaespaldas? —preguntó Cawti un poco más tarde.
—¿Qué te crees? Si tienes toda una organización donde elegir, ¿piensas que no vas a encontrar a dos personas de absoluta confianza? Sobre todo si cuentas con nueve millones de imperiales extra para pagarles.
—Creo que tienes razón —admitió—. Por otra parte, podríamos utilizar otra clase de presiones.
—¿En dos días, Cawti? Creo que no.
Asintió y me acarició la frente.
—Y aunque lo hiciéramos —añadió—, me parece que no serviría de nada. Si no podemos eliminarle, sería inútil convencer a uno de los guardaespaldas de que se esfumara en el momento preciso.
¡Cling! ¡Ya lo tenía! No mucho, tal vez, pero de repente descubrí lo que me estaba torturando. Me incorporé en el sofá y sobresalté a Loiosh, que siseó indignado.
Me incliné y propiné un beso a Cawti.
—¿Por qué? —preguntó, casi sin aliento—. No es que me importe, ya sabes.
Cogí su mano, la miré a los ojos y me concentré, para que leyera mis pensamientos. Al principio, dio la impresión de que estaba un poco sobresaltada, pero no tardó en adaptarse. Reproduje el recuerdo de cuando estaba de pie ante la entrada de la sala, entraba corriendo y veía al asesino con una daga Morganti en la mano. Repetí toda la escena, recordé expresiones, vislumbres la sala y cosas en las que sólo un asesino habría reparado, así como cosas que un asesino tendría que haber observado, si hubieran estado presentes.
Oye, jefe, ¿quieres volver a pasar la parte en que ataco al tío?
Cierra el pico, Loiosh.
Cawti asintió mientras la escena se desarrollaba, y la compartió conmigo. Llegamos al punto en que Morrolan me tendía la daga, y corté la sesión.
—¿Has notado algo extraño?
Cawti reflexionó.
—Bueno, Mellar parecía muy tranquilo, teniendo en cuenta que habían estado a punto de matarle, y con una daga Morganti, pero aparte de eso…
La interrumpí con un ademán.
—Es posible que no llegara a darse cuenta de que era una Morganti. Sí, fue extraño, pero no me refería a eso.
—Entonces, no sé qué quieres decir.
—Me refiero a la extraña actitud de los guardaespaldas durante el atentado.
—Pero si no hicieron nada.
—Eso fue lo extraño.
Cawti asintió lentamente. Continué.
—Si el guardia dragón hubiera sido un poco más lento, Mellar habría muerto. Me cuesta reconciliar eso con nuestra idea de que los guardaespaldas son competentes. Supongo que Mellar habría tenido tiempo de sacar un arma, o algo por el estilo, pero no daba esa impresión. Los guardaespaldas no se veían por ninguna parte. Si son tan buenos como suponemos, tendrían que haber agarrado al asesino antes de que el guardia de Morrolan hubiera desenvainado la espada.
¡Ejem!
—O Loiosh hubiera tenido tiempo de atacar.
No habrían podido igualar mi velocidad.
Cawti parecía pensativa.
—¿Cabe la posibilidad de que no estuvieran presentes, de que Mellar les hubiera encomendado otro cometido?
—Eso es, querida mía, exactamente lo que estoy pensando. Y en ese caso, me gustaría mucho saber a qué se estaban dedicando.
Cawti asintió.
—También es posible que estuvieran en la sala y son tan buenos que se dieran cuenta de que el guardia de Morrolan iba a detenerle.
—También es posible, pero si son tan buenos, empiezo a estar muy asustado.
—¿Sabes si aún están con él?
—Buena observación. Voy a comprobarlo.
Me puse en contacto con uno de los muchachos de Morrolan que vigilaba la sala de banquetes, pregunté y obtuve respuesta.
—Aún están ahí —dije.
—Lo cual significa que no fueron sobornados por el Demonio, o por el asesino. Al parecer, las razones de su «extraña acción» fueron suficiente para Mellar.
Asentí.
—Y eso, amor mío, es un buen inicio para empezar a investigar mañana. Vamos a la cama.
Me miró con expresión inocente.
—¿Qué tenéis en mente, mi señor?
—¿Por qué crees que tengo algo en mente?
—Porque siempre es así. ¿Intentas decirme que no lo tenías todo planeado?
Entró en el dormitorio.
—No tengo nada planeado desde que comencé este maldito trabajo —contesté—. Habrá que improvisar.
* * *
Me concedí dos días para terminar el asunto. Me di cuenta de que mi optimismo era excesivo.
A la mañana siguiente, llegué a la oficina bastante temprano, con la esperanza de emplear el día en forjar un plan sólido, o al menos entrever una dirección. Me estaba felicitando por haber batido a Kragar en su propio terreno, puesto que es un madrugador consumado, cuando le oí toser con delicadeza. Estaba sentado frente a mí, con su pulcra expresión traducible como «Llevo-diez-minutos-sentado-aquí».
Le dediqué una sonrisa jhereg entre moderada y peligrosa.
—¿Qué has averiguado? —pregunté.
—Bien, ¿por qué no empezamos con las malas noticias, antes de seguir con las malas noticias, o las demás malas noticias?
—Maldita sea. Veo que hoy estás muy optimista, ¿verdad?
Se encogió de hombros.
—De acuerdo —dije—. ¿Cuáles son las malas noticias?
—Corren rumores.
—Oh, qué alegría. ¿Son muy acertados?
—No mucho. Nadie ha relacionado todavía los rumores de que ha pasado algo raro con Mellar y los rumores sobre los problemas económicos de la Casa jhereg.
—¿Aguantará dos días?
Compuso una expresión dudosa.
—Tal vez. Alguien tendrá que empezar a dar respuesta a las preguntas muy pronto. Mañana sería mejor, y hoy, magnífico.
—Te lo preguntaré de otra manera: ¿pasado mañana será demasiado tarde?
Adoptó un aire pensativo.
—Es probable —dijo por fin.
Meneé la cabeza.
—Bien, en cualquier caso, no seré yo quien vaya a responder a las preguntas.
—Muy cierto —admitió—. Ah, una buena noticia.
—¿De veras? ¡Bien, suelta a los kiiinara, por los pelos de Verra! Haremos una fiesta.
Yo llevaré los tecklas muertos.
—No te emborraches todavía. La cuestión es que nos hemos cargado a la bruja que querías.
—¿La que se dedicaba a esparcir rumores? ¿Ya? ¡Estupendo! Dale al asesino una recompensa especial.
—Ya me he encargado. Dijo que fue por pura suerte. Estaba en el lugar perfecto, y la liquidó al momento.
—Bien. La suerte es esto. Acuérdate del tipo.
—Lo haré.
—En cuanto al resto, ¿has averiguado algo sobre los antecedentes de Mellar?
—Mucho —contestó, mientras sacaba su libreta y la abría—, pero, en mi opinión, nada nos va a servir de mucho.
—Olvídate de eso ahora. Vamos a intentar hacernos una idea de quién cono es en realidad. Después, pensaremos en qué anida nos proporciona.
Kragar asintió, localizó la hoja y empezó a leer.
—Su madre vivió la existencia feliz y gratificante de una mestiza dragón-dzur. Acabó de puta. Al parecer, su padre se dedicó a muchas cosas diferentes, pero era un asesino, sin la menor duda. Razonablemente competente. Por lo que yo sé, su padre murió durante la caída de la ciudad de Dragaera. Creemos que lo mismo sucedió a su madre. Se mantuvo escondido durante las invasiones orientales y apareció de nuevo cuando Zerika ocupó el trono. Intentó reclamar parentesco con la Casa del Dragón y fue rechazado, por supuesto. Repitió la jugada con la Casa del Dzur, con idéntico resultado.
—Espera un momento. ¿Quieres decir que fue antes de que se abriera camino?
—Exacto. Ah, por cierto, su nombre auténtico es Leareth, al menos nació con ese nombre. Lo utilizó la primera vez que ingresó en la jhereg.
—¿La primera vez?
—Exacto. Costó mucho descubrirlo, pero lo logramos. Utilizaba el nombre de Leareth, por supuesto, y no existen referencias de ese nombre en los archivos jhereg.
—Entonces, ¿cómo…?
—Los archivos lyorn. Nos costó unos dos mil imperiales, por cierto. Por lo visto, «alguien» había conseguido sobornar a unos cuantos lyorns. Muchos documentos que deberían mencionarle, o al menos a su familia, no estaban en su sitio. En parte, fue una cuestión de suerte que nos topáramos con algo que había pasado por alto, o a lo que no había podido acceder. El resto fue planificación inteligente, ejecución brillante.
—Dinero —interrumpí.
—Exacto. Conocí a una joven dama lyorn que no pudo resistirse a mis evidentes encantos.
—Me sorprende que se fijara en ti.
—¡Ay! Nunca lo hacen, hasta que ya es demasiado tarde.
En cualquier caso, me quedé impresionado, tanto por Kragar como por Mellar. Sobornar a un lyorn para acceder a los archivos no es fácil, y sobornarle para alterar los registros es casi inaudito. Sería como sobornar a un asesino para que te diera el nombre del tío que le había contratado.
—De hecho —continuó Kragar—, no ingresó oficialmente en la Casa jhereg por aquel tiempo, por eso tuvimos tantos problemas. Trabajó para ganárselo en plan independiente.
—¿Trabajó?
—Exacto.
—¡No me lo puedo creer, Kragar! ¿Con cuántos asesinos nos vamos a topar? Empiezo a tener la sensación de pertenecer a una horda.
—Sí. Ya no se puede salir a pasear de noche, ¿eh? —sonrió con sorna.
Indiqué con un gesto el bar. Era un poco pronto para mí, pero necesitaba algo para amortiguar los continuos golpes.
—¿Era bueno? —pregunté.
—Competente —admitió Kragar, mientras servía a cada uno una copa de Valle del Baritt blanco—. Hacía cosillas, pero nunca falló una. Parece que nunca aceptó nada que superara los tres mil imperiales.
—Suficiente para ganarse la vida.
—Eso creo. Por otra parte, tampoco le dedicaba mucho tiempo. No aceptaba un «trabajo» más de una o dos veces al año.
—¿Sí?
—Sí. A la salud del asesino, si me perdonas la expresión: mientras trabajaba para los jheregs, dedicaba la mayor parte de su tiempo libre a aprender esgrima.
—¿De veras?
—De veras. No te lo pierdas, estudiaba con lord Onarr.
Me incorporé en la silla tan repentinamente que casi tiré a Loiosh, que se quejó con cierta amargura de mis malos tratos.
—¡Oh, oh! ¡Por eso era tan diestro que logró vencer a diecisiete héroes dzurs!
Asintió con semblante sombrío.
—¿Tienes alguna idea de por qué Onarr le aceptó como estudiante?
—Ninguna. Lo sé con toda exactitud. Es una historia sabrosa, también. Por lo visto, la mujer de Onarr contrajo una de las plagas durante el Interregnum. Mellar, aunque creo que entonces se llamaba Leareth, encontró a una bruja que la curó. Como ya sabes, la brujería era inoperante en aquel tiempo, y había muy pocas brujas orientales que quisieran trabajar para dragaeranos, y aún menos dragaeranos que supieran de brujería.
—Lo sé todo.
Kragar calló y me miró.
—Mi padre murió a causa de una de las plagas —expliqué—. Después del Interregnum, cuando ya estaban casi vencidas. Él no sabía magia, yo sí, pero no lo suficiente. Podríamos haberle curado con brujería, tanto mi abuelo como yo, pero no nos dejó. La brujería era demasiado «oriental», ¿sabes? Papá quería ser dragaerano. Por eso compró el título de jhereg y me obligó a estudiar esgrima y magia dragaeranas. Y claro, después de tirar todo nuestro dinero por la ventana, no quedó para contratar a un mago. Yo habría muerto de la misma plaga si mi abuelo no me hubiera curado.
—No lo sabía, Vlad —dijo Kragar en voz baja.
—Continúa —ordené con brusquedad.
—Bien, por si no lo habías adivinado ya, fue Mellar quien se conchabó con una bruja para que inoculara la plaga a la mujer de Onarr. Así que aparece, justo cuando la mujer está a punto de morir, la salva y Onarr se siente muy, pero que muy agradecido. Tan agradecido, de hecho, que se muestra dispuesto a enseñar esgrima a un mestizo sin Casa. Bonita historia, ¿verdad?
—Interesante. Detecto algunos movimientos elegantes.
—¿A que es interesante? Habrás tomado nota del cálculo de tiempo, estoy seguro.
—Sí. Inició esto antes de intentar ingresar en la Casa del Dzur la primera vez o en la Casa del Dragón.
—Exacto. Lo cual significa que, a menos que mis suposiciones yerren, sabía exactamente lo que sucedería cuando intentara solicitar el ingreso como miembro.
Asentí.
—Lo cual arroja una luz algo diferente sobre las cosas, ¿no? Consigue que su intento de ingresar en la Dragón y en la Dzur no resulte tan confuso como desconcertante.
—Kragar asintió.
—Una cosa más —dije—. Da la impresión de que la preparación del plan se remonta a más de los doce años que pensábamos al principio. Yo diría que a unos doscientos.
—Más aún —añadió Kragar.
—Ah, claro. Empezó durante el Interregnum, ¿no? ¿Trescientos, tal vez cuatrocientos?
—Exacto. Impresionante, ¿verdad?
Me mostré de acuerdo.
—Continúa.
—Bien, trabajó con Onarr durante casi cien años, en secreto. Después, se abrió camino hasta la Casa del Dzur cuando se sintió preparado, y el resto de la historia ya lo conoces.
Reflexioné unos instantes. Era demasiado pronto para saber si algo de aquello me podía ser útil, pero quería tratar de comprenderlo al máximo.
—¿Encontraste alguna pista sobre por qué quería ingresar en la Dzur, la segunda vez, cuando lo consiguió a base de duelos?
Kragar meneó la cabeza.
—Bien. Me gustaría averiguarlo. ¿Ha estudiado magia?
—Por lo que yo sé, sólo un poco.
—¿Brujería? —Imposible.
—Bien, algo hemos avanzado.
Bebí vino, mientras asimilaba la información, o al menos una parte. Estudió con Onarr, ¿eh? Y se abrió camino hasta la Dzur, sólo para largarse e ingresar (o mejor dicho, reingresar) en la Jhereg, llegar a la cumbre, y después desvalijar al consejo. ¿Por qué? ¿Sólo para demostrar que podía hacerlo? Bien, era en parte dzur, pero aún no lo entendía. Aquel rollo con Onarr, todos los planes y estratagemas. Qué raro.
—Creo, Kragar, que si alguna vez he de pelear con este tipo, tendré problemas.
Resopló.
—Tienes talento para la modestia. Te haría fosfatina.
Me encogí de hombros.
—Por otra parte, recuerda que yo practico la esgrima oriental. Eso podría desorientarle un poco.
—Sólo que es muy bueno en su especialidad.
—Sí.
Permanecimos un rato en silencio y bebimos vino.
—¿Has descubierto algo nuevo? —preguntó después Kragar. Asentí.
—Ayer tuve un día muy ajetreado.
—¿De veras? Cuéntame.
Le hice un resumen de los acontecimientos del día y de la nueva información recabada. Loiosh se encargó de que describiera la parte del rescate con todo lujo de detalles. Cuando le hablé sobre los guardaespaldas, Kragar se quedó impresionado y perplejo.
—Eso es absurdo, Vlad. ¿Dónde los envió?
—No tengo ni la más remota idea, aunque, después de lo que acabas de contar, se me ocurre otra explicación. Temo que tampoco me gusta mucho.
—¿Cuál es?
—Que los guardaespaldas son brujos, y que Mellar se cree capaz de repeler cualquier ataque físico.
—Pero dio la impresión de que no hizo nada, ¿verdad?
Sacudí la cabeza.
—Sí, debo admitirlo, pero quizá pensó que sólo derribaría al tipo en caso necesario, y contaba con que los guardias de Morrolan le detuvieran. Lo cual hicieron, a fin de cuentas. Con ayuda —me apresuré a corregir.
Kragar meneó la cabeza.
—¿Tú confiarías en la rapidez de otros?
—Bien, no, pero tampoco soy el guerrero que Mellar es. Eso ya lo sabemos.
Kragar parecía muy poco convencido. Bueno, igual que yo.
—Lo único lógico es lo que pensaste al principio: les encargó una misión y estaban en ello cuando el asesino atacó.
—Tal vez —dije—. Espera un momento. Debo de estar senil, o algo por el estilo. ¿Por qué no lo investigo?
—¿Qué?
—Un momento.
Me puse en contacto con aquel guardia al que había hablado en la sala del banquete. Tomé nota mental de él, ¿cómo se llamaba?
¿Quién sois?
Lord Taltos, contesté (seamos pretenciosos).
Sí, mi señor. ¿Qué deseáis?
¿Has mantenido bajo vigilancia a esos dos guardaespaldas de Mellar?
Lo he intentado, mi señor, pero son muy escurridizos.
Bien. Anoche, cuando el intento de asesinato, ¿estabas de guardia?
Sí, mi señor.
¿Se encontraban presentes los guardaespaldas?
No, mi señor… ¡esperad! No estoy seguro… Sí. Sí, estaban.
¿Sin la menor duda posible?
Sí, mi señor. Me había fijado en ellos antes del incidente. Seguían allí cuando los volví a ver al cabo de pocos segundos.
Muy bien, eso es todo. Buen trabajo.
Corté la comunicación y dije a Kragar lo que había averiguado. Meneó la cabeza con tristeza,
—Otra teoría arrojada a la Puerta de la Muerte.
—Sí.
No entendía nada. Todo en este asunto era absurdo. No comprendía qué hacía Mellar, ni por qué sus guardaespaldas parecían tan indiferentes. Pero nada ocurre sin motivo. Tenía que existir alguna explicación. Saqué una daga y empecé a jugar con ella.
Kragar gruñó.
—¿Sabes lo más divertido, Vlad?
—¿Qué? Me encantaría oír algo divertido en este momento.
—El pobre Mellar, eso es lo divertido.
Resoplé.
—¡El «pobre Mellar»! ¡Pobres de nosotros! Él es quien inició todo esto, y nos van a borrar del mapa por su culpa.
—Seguro, pero él también está muerto, de una forma u otra. Él lo empezó, y es imposible que sobreviva. El pobre imbécil llevó a cabo su plan de robar el oro jhereg y vivir de él, y trabajó en el proyecto, por lo que sabemos de momento, durante sus buenos trescientos años. Y, en lugar de disfrutar, va a morir, y arrastrará a dos casas con él.
—Bien, estoy seguro de que no se pondría a llorar por arrastrar a dos casas con él…
Me interrumpí. «El pobre imbécil», había dicho Kragar. Pero sabíamos que Mellar no era imbécil. ¿Cómo podías tramar algo como esto, dedicar cientos de años, gastar miles de imperiales, y después meter la pata porque no habías caído en la cuenta de que los jheregs reaccionarían de una forma que, incluso para mí, era lógica y razonable? No era simple imbecilidad, era una estupidez total. Y yo no estaba dispuesto a opinar que Mellar era estúpido. No, o sabía una forma de salir vivo de esta, o…, o…
Clic, clic, clic. Una a una, todas las piezas empezaron a encajar. Clic, clic, ¡hum! La expresión de Mellar, el comportamiento de los guardaespaldas, la forma de ingresar en la Casa del Dzur, todo encajaba. Me sentí henchido de asombro al comprender la magnificencia del plan de Mellar. ¡Era tremendo! Me sentí, contra mi voluntad, lleno de admiración.
—¿Qué pasa, Vlad?
¿Qué pasa, jefe?
Me limité a menear la cabeza. Mi daga se había detenido en el aire, y estaba tan estupefacto que ni siquiera la cogí. Me dio en el pie, y tuve suerte de que me golpeara con el mango. Creo que, aunque me hubiera atravesado el pie, no me habría dado cuenta. ¡Era tan bonito! Por un momento, casi me pregunté si tendría valor para abortarlo, aunque se me ocurriera una manera. Era tan perfecto. Por lo que sabía, durante los cientos de años de planificación y ejecución no había cometido ni un solo error. Era increíble. Me estaba quedando sin adjetivos.
—¡Maldita sea, Vlad! ¡Habla! ¿Qué pasa?
—Deberías saberlo.
—¿El qué?
—Tú fuiste el primero en apuntarlo, un par de veces, el otro día. ¡Yerra! ¿Hace sólo uno o dos días? Me parecen años…
—¿Qué apunté? ¡Vamos, maldita sea!
—Tú fuiste quien empezó a hablarme de cómo sería crecer siendo un híbrido.
—Por lo tanto, le consideramos un jhereg.
—Bueno, es un jhereg.
Negué con la cabeza.
—Genéticamente, no.
—¿Qué tiene que ver la genética con eso?
—Todo. Tendría que haberme dado cuenta cuando Aliera me contó lo que significaba ser de una determinada Casa. ¿No lo entiendes, Kragar? No, claro. Tú eres un jhereg, y tú, nosotros, no vemos las cosas de esa forma. Pero es cierto. Si eres un dragaerano, no puedes negar tu Casa. Fíjate en ti, Kragar. Para salvar mi vida, tuviste que desobedecer mis órdenes. Es impropio de un jhereg; la única vez que un jhereg desobedece órdenes es cuando piensa matar a su jefe. Pero un dragón, Kragar, un dragón descubrirá en ocasiones que la única forma de satisfacer los deseos de su comandante es desobedecer sus órdenes, hacer lo que es necesario y arriesgarse a un consejo de guerra.
»Fue el dragón que anida en tu interior quien lo hizo, pese a tu opinión sobre los dragones. Para un dragaerano, su Casa lo controla todo. Su forma de vivir, sus fines, sus aptitudes, sus puntos fuertes, sus puntos débiles. No hay nada, pero nada, que ejerza más influencia sobre un dragaerano que su Casa. La Casa en que nació, independientemente de cómo lo educaron.
»Con los humanos, tal vez es diferente, pero… Tendría que haberlo comprendido. ¡Maldita sea! Tendría que haberlo comprendido. Cien cosas apuntan en esa dirección.
¡Por el amor del Imperio, Vlad! ¿Qué es?
—Piensa un momento, Kragar —dije, y me tranquilicé un poco—. Este tipo no sólo es un jhereg, también posee la sed de sangre de un dragón y el heroísmo de un dzur.
—¿Y?
—Repasa tus informes, viejo amigo. ¿Te acuerdas de su padre? ¿Por qué no averiguas más cosas sobre él? Adelante, investiga, pero te diré ahora mismo lo que vas a encontrar.
»Su padre mató a alguien, otro jhereg, justo antes del Interregnum. Un Señor Dragón protegía al jhereg que mató; era, en concreto, lord Adron. El plan de Mellar no tenía como objetivo robar el oro jhereg y salir vivo; su propósito era conseguir que le mataran. Durante más de trescientos años ha planeado su muerte, ejecutada tal vez con un arma Morganti. Le daba igual. Le matarían, y la información sobre los dzur saldría a la luz y cubriría de barro sus caras. Al mismo tiempo, las dos Casas que más detestaba, los dragones y los jheregs, se destruirían mutuamente. Todo fue concebido por venganza, Kragar, venganza por el trato que recibe un mestizo y venganza por la muerte de su padre.
»Una venganza tan intrépida como un dzur, tan salvaje como un dragón y tan astuta como un jhereg. A eso se reduce todo, Kragar.
Kragar tenía el aspecto de un chreota en el momento de descubrir que un dragón ha quedado atrapado en su red. Repitió el mismo proceso que yo había realizado, todos los pequeños detalles fueron encajando y, como yo, empezó a menear la cabeza, asombrado, con el rostro convertido en una máscara de estupor.
—Mierda, jefe —sólo pudo decir.
Asentí para mostrar mi acuerdo.