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«Cuando los inocentes y los justos mueren, los propios dioses piden venganza»
Dicen que, desde que fue construido, la sala de banquetes del Castillo Negro nunca ha estado vacía. De eso hace más de trescientos años. También se dice que se han celebrado más duelos en la fortaleza que en la plaza de Rieron, frente al Palacio Imperial.
Te teleportas, más o menos, en el centro del patio del Castillo Negro. Las grandes puertas dobles de la fortaleza se abren cuando te acercas, y lo primero que ves del interior del castillo es un vestíbulo tenuemente iluminado que enmarca a lady Teldra, como el Guardián, esa figura que se yergue inmóvil sobre las Cataratas de la Puerta de la Muerte, que dominan los Senderos de los Muertos, donde la realidad se transforma en fantasía…, pero sólo hasta cierto punto.
Lady Teldra te hace una reverencia, justo la apropiada para tu Casa y Rango, y te saluda por el nombre, tanto si te conoce como si no. Pronuncia palabras que te den la sensación de ser bienvenido, tanto si vienes en son de amistad como de hostilidad. Después, si lo deseas, te acompañan a la sala de banquetes. Asciendes una larga escalera de mármol negro. La escalera es cómoda si eres humano, un poco frívola (por tanto, elegante) si eres dragaerano. Esta escalera es larga, sinuosa, majestuosa. Hay lámparas a lo largo de la pared que iluminan cuadros de la larga, violenta, en ocasiones extraña historia del Imperio Dragaerano.
Aquí hay uno pintado por la Nigromántica (no sabíais que era artista, ¿verdad?), que plasma a un dragón herido, cabeza reptiliana y cuello arrollado alrededor de su cría, y sus ojos te atraviesan y penetran tu alma. Aquí hay uno de un lyorn anónimo que reproduce a Rieron el Conquistador discutiendo con los chamanes…, espada en mano. Inteligente, ¿verdad?
En lo alto, si miras a la derecha verás las puertas del comedor actual, pero si te vuelves a la izquierda, llegarás enseguida a unas enormes puertas dobles, abiertas. Siempre las custodia un guardia, a veces dos. Si miras al interior, la sala se revela poco a poco. Primero, reparas en el cuadro que ocupa todo el techo: plasma el Tercer Asedio de la Montaña Dzur, ejecutado, nada más y nada menos, que por Katana e’Marchala. Si lo miras y sigues los detalles de pared a pared, te harás una idea de la enormidad de la sala. Las paredes son de mármol negro, con finas vetas de plata. La sala es oscura, pero, sea como sea, siempre ves bien.
Sólo entonces tomas conciencia de la gente. La sala siempre está abarrotada. Las mesas de las esquinas, donde se sirve comida y bebida, son los puntos focales de una incesante emigración de humanidad, si se me permite utilizar esa palabra. Al otro lado hay dos puertas dobles más, que dan acceso a una terraza. En los demás lados hay puertas más pequeñas que conducen a aposentos privados, a los cuales puedes atraer a algún ingenuo para contarle la historia de tu vida, o si prefieres, para preguntar a un general dragón si es verdad que había planeado su último contraataque desde el primer momento.
Aliera utiliza estas habitaciones a menudo. Morrolan, muy poco. Yo, nunca.
¿Sabes una cosa, jefe? Este lugar es como un zoo siniestro.
Muy cierto, mi buen jhereg.
Ah, hoy vamos a finolis. Sí, ya lo creo.
Me abrí paso entre la multitud, saludé a los conocidos y gruñí a los enemigos. Sethra Lavode me vio y charlamos unos minutos sobre nada en particular. Ya no sabía cómo llevarme con ella, así que me apresuré a abreviar la conversación. Me dio un beso cariñoso-pese-al-frío en la mejilla; lo sabía o lo sospechaba, pero no dijo nada.
Intercambié agradables sonrisas con la Nigromántica, que luego desvió su atención hacia el noble Orea al que estaba seduciendo.
Por el Orbe, jefe, juro que en este lugar hay más no muertos que vivos.
Dirigí una fría mirada a la Bruja de Verde, que ella me devolvió. Saludé con un cabeceo neutral a Sethra la Menor y eché un buen vistazo a mi alrededor.
En una esquina de la sala, la multitud había dejado sitio a un dzur y un dragón, que se estaban gritando insultos como preparación para despedazarse mutuamente. Uno de los guardias mago de Morrolan estaba al quite, y lanzaba encantamientos que evitaran heridas graves a las cabezas, mientras declamaba la Ley del Castillo en lo tocante a duelos.
Continué buscando hasta que localicé a uno de los agentes de seguridad de Morrolan. Llamé su atención, asentí en su dirección, y él me devolvió la señal. Se acercó poco a poco. Observé que se las ingeniaba muy bien para avanzar entre la multitud sin molestar a nadie ni dar la impresión de que se dirigía a algún sitio concreto. Bien. Tomé nota mental de él.
—¿Has visto a lord Mellar? —pregunté cuando llegó.
Asintió.
—No le he perdido de vista. Tendría que estar en el rincón de la cata de vinos.
No dejamos de sonreír y cabecear mientras hablábamos; un encuentro casual de antiguos conocidos.
—Bien. Gracias.
—¿He de estar preparado para problemas?
—Siempre, pero no en este preciso momento. Sigue alerta.
—Siempre.
—¿Se encuentra aquí Morrolan en este momento? No le he visto.
—Ni yo. Creo que está en la biblioteca.
—De acuerdo.
Empecé a caminar hacia la cata de vinos.
Miré en una dirección, Loiosh en la otra. Iba sobre mi hombro derecho, como retando a todo el mundo a hacer algún comentario sobre su presencia. Fue el primero en localizar a Mellar.
Allí está, jefe.
¿Eh? ¿Dónde?
Contra la pared. ¿Le ves?
Ah, sí. Gracias.
Me aproximé poco a poco, sin dejar de examinarle. Había sido difícil de localizar porque carecía de características destacadas. Medía menos de dos metros diez. Tenía el cabello castaño oscuro, algo ondulado, y le caía justo sobre los hombros. Supongo que una dragaerana le habría considerado atractivo, pero no demasiado. Tenía aire de jhereg. Vigilante, sereno y controlado; muy peligroso. Pude leer la advertencia «No os metáis conmigo».
Estaba hablando con un noble de la Casa del Halcón que yo no conocía, y que casi con toda seguridad no se daba cuenta de que, mientras hablaba, Mellar no cesaba de escudriñar la multitud, quizá incluso de una manera inconsciente, al acecho, vigilante… Me vio.
Nos miramos un momento mientras yo me acercaba, y me sentí sometido a un experto escrutinio. Me pregunté cuántas de mis armas y artilugios había localizado. Un buen número, desde luego. Pero no todas, naturalmente. Llegué a su lado.
—¿Cómo estáis, conde Mellar? —dije—. Soy Vladimir Taltos.
Me saludó con un cabeceo. Doblé el cuello. El Señor Halcón se volvió al oír mi voz, reparó en que yo era un oriental y frunció el ceño. Se dirigió a Mellar.
—Da la impresión de que, últimamente, Morrolan deja entrar a toda clase de gente.
Mellar se encogió de hombros y sonrió.
El Señor Halcón se inclinó ante él y se marchó.
—Tal vez más tarde, mi señor.
—Sí. Ha sido un placer conoceros, mi señor.
Mellar se volvió hacia mí.
—Baronet, ¿verdad?
Asentí.
—Espero no haber interrumpido nada importante.
—En absoluto.
Iba a ser una entrevista diferente de la sostenida con Keleth, el Señor Dzur. Mellar conocía todas las reglas. Había mencionado mi título para informarme de que sabía quién era yo, dando a entender que sería mejor decirle más. Yo también sabía cómo se jugaba ese juego.
No obstante, fue una conversación extraña en otros aspectos. Para empezar, no tengo la costumbre de hablar con gente a la que voy a liquidar. Antes de estar preparado, no quiero acercarme a las futuras víctimas. No tengo el menor deseo de proporcionar al objetivo alguna idea de quién soy o cómo soy, aunque no se dé cuenta de que voy a ser su ejecutor.
Pero esto era diferente. Tenía que hacerle caer en una trampa, lo cual significaba que necesitaba conocer al bastardo mejor que a cualquier objetivo de mi carrera. Para colmo, sabía menos sobre él que acerca de mis anteriores víctimas.
Por lo tanto, debía averiguar algunas cosas sobre él, y él, sin duda, querría averiguar algunas cosas sobre mí, al menos, qué estaba haciendo allí. Reflexioné y rechacé una docena o así de estratagemas de apertura, antes de quedarme con una.
—Tengo entendido que lord Morrolan os compró un libro en el que estaba interesado.
—Sí. ¿Os dijo cuál era?
—No entró en detalles. Espero que se quedara satisfecho.
—Esa impresión me dio.
—Estupendo. Siempre es agradable ayudar a la gente.
—¿Verdad que sí?
—¿Cómo lograsteis obtenerlo? Tengo entendido que es muy raro y difícil de conseguir.
Sonrió apenas.
—Me sorprende que Morrolan lo preguntara —dijo, lo cual me informó de algo. Tal vez no mucho, pero confirmó que conocía mi relación laboral con Morrolan. Archiva eso.
—No lo hizo —respondí—. Es que soy curioso.
Asintió, y la sonrisa destelló por un breve instante.
Charlamos de trivialidades durante un rato. Cada uno permitió al otro que fuera el primero en revelar cuánto sabía, en una estrategia para averiguar lo que sabía el otro. Al cabo de un rato, decidí que él no iba a ser el primero. Era el único que podía ganar algo, por lo tanto…
—Tengo entendido que Aliera se os presentó.
El giro de la conversación dio la impresión de sorprenderle.
—Pues sí, lo hizo.
—Una persona muy notable, ¿verdad?
—¿De veras? ¿En qué sentido?
Me encogí de hombros.
—Para ser un Señor Dragón, tiene un buen cerebro.
—No me había dado cuenta. Me pareció bastante imprecisa.
¡Bien! A menos que fuera mucho más agudo de lo que debía, y un mentiroso cojonudo (lo cual era posible), no había advertido que Aliera le había arrojado un conjuro mientras hablaba con él. El detalle me proporcionó una pista en cuanto a su nivel de brujería: era inferior al de ella.
—Ah, ¿sí? —dije—. ¿De qué hablasteis?
—Oh, de nada, en realidad. Ocurrencias.
—Bueno, algo es algo, ¿no? ¿A cuántos dragones conocéis que intercambien ocurrencias con un jhereg?
—Es posible. Por otra parte, puede que intentara averiguar algo sobre mí, desde luego.
—¿Qué os hace pensar así?
—No he dicho que lo pensara, sólo que es posible. Yo también me he interrogado sobre los motivos de que me investigara.
—Me lo imagino. No me había dado cuenta de que los dragones son propensos a la sutileza. ¿Parecía irritada con vos?
Percibí que su mente se ponía en funcionamiento. ¿Hasta qué punto puedo sincerarme con este tipo, con la esperanza de extraerle información?, se estaba preguntando. No podía correr el riesgo de soltar una mentira que yo pudiera detectar, e ignoraba lo que yo sabía. Estábamos jugando al mismo juego, y cualquiera de los dos podía fijar el límite. ¿Cuánto deseaba saber él?
¿Hasta qué punto deseaba saberlo? ¿Cuál era el alcance de su preocupación?
—En apariencia, no —dijo por fin—, pero dio la impresión de que no le caía muy bien. Me estropeó el día, a decir verdad.
Lancé una risita.
—¿Tenéis idea de por qué?
Esta vez, me había pasado. Se cerró como una almeja.
—En absoluto —contestó.
Bien, yo había averiguado algo, y él había averiguado algo. Cuál de los dos había obtenido más se descubriría cuando sólo uno de ambos quedara vivo al final.
Bien, Loiosh, ¿has descubierto algo?
Más que tú, jefe.
Ah, ¿sí? ¿Qué, en concreto?
Imágenes mentales aparecieron ante el ojo de mi mente.
Esos dos. Te estuvieron observando todo el rato, desde pocos pasos de distancia.
¿De veras? Así que tiene guardaespaldas, ¿eh?
Al menos dos. ¿Te sorprende?
La verdad es que no. Sólo que sorprende que no me diera cuenta.
Creo que son muy buenos.
Sí. Gracias, por cierto.
Ningún problema. Menos mal que uno de los dos está despierto.
Salí de la sala de banquetes y reflexioné sobre mi siguiente movimiento. Veamos. Tenía que ponerme en contacto con Morrolan. Primero, sin embargo, quería hablar con uno de los guardias de seguridad, para que vigilara a aquellos dos guardaespaldas. Quería averiguar algo sobre ellos antes de que algún asunto importante nos condujera a una confrontación.
El agente de seguridad de Morrolan que estaba de turno tenía un despacho a pocas puertas de la biblioteca. Entré sin llamar. La naturaleza de mi trabajo me colocaba un peldaño por encima de aquel sujeto.
La persona que levantó la vista cuando entré se llamaba Uliron, y tenía que trabajar en el siguiente turno, no en aquel.
—¿Qué haces aquí? —pregunté—. ¿Dónde está Fentor?
Se encogió de hombros.
—Quiso que intercambiáramos el turno. Creo que tenía una especie de compromiso.
Aquello me molestó.
—¿Lo hacéis a menudo? —pregunté.
—Bueno —contestó, con expresión perpleja—, tanto Morrolan como tú dijisteis que no había problema en que intercambiáramos los turnos de vez en cuando, y así lo hemos hecho con el último.
—Pero ¿lo hacéis con frecuencia?
—No, con mucha frecuencia no. ¿Importa?
—No lo sé. Cierra el pico un momento. He de pensar. Fentor era un tsalmoth, y llevaba más de quince años en las fuerzas de seguridad de Morrolan. Era difícil imaginarle presa de un repentino soborno, pero es posible presionar a cualquiera. ¿Por qué? ¿Qué querían?
Me senté en el borde del escritorio y pensé. La circunstancia era peculiar. Saqué una daga y empecé a jugar con ella.
¿Qué deduces de todo esto, Loiosh?
No deduzco nada, jefe. ¿Por qué piensas que algo va mal?
No lo sé. En este preciso momento, ha aparecido una fisura en la rutina, cuando sabemos que el Demonio quiere acabar con Mellar, y no le va a detener el hecho de que Mellar sea huésped del Castillo Negro.
¿Crees que podría tratarse de un atentado contra Mellar?
O una trampa, no lo sé. Estoy preocupado.
Pero ¿no dijo el Demonio que era innecesario desencadenar una guerra?
Dijo que sería posible «soslayarla».
Sí, es cierto. No lo he olvidado. Es que no comprendo cómo puede hacerlo…
Me callé. En aquel momento, comprendí con toda claridad cómo podía hacerlo. Por eso el Demonio había intentado lograr mi colaboración, y luego atentado contra mí, cuando no se la di. Mierda.
No quise perder tiempo en salir corriendo al vestíbulo. Me puse en contacto con Morrolan. Existían bastantes posibilidades de que fuera demasiado tarde, por supuesto, pero tal vez no. Si conseguía localizarle, tendría que convencerle de que no saliera del Castillo Negro, bajo ninguna circunstancia. Tendría que… Me di cuenta de que no conseguía ponerme en contacto con él.
Tomé conciencia de que ponía el piloto automático, cuando mi cerebro asume la independencia y me informa de lo que debo hacer a continuación. Me concentré en Aliera, y establecí contacto.
¿Sí. Vlad? ¿Qué pasa?
Morrolan. No puedo localizarle, y es urgente. ¿Puedes encontrarle con Exploradora?
¿Qué ocurre, Vlad?
Si nos damos prisa, quizá podamos localizarle antes de que sea imposible resucitarle.
El eco de los pensamientos no había muerto en mi cabeza cuando Aliera se materializó a mi lado, con Exploradora en la mano. Oí una exclamación ahogada a mi espalda, y me acordé de Uliron.
—Custodia la fortaleza por nosotros —dije—. Y reza.
Envainé mi daga. Quería tener libres las dos manos. Si no sé en qué me voy a meter, considero las manos más versátiles que cualquier arma. Anhelaba quitarme a Rompehechizos y empuñarla, pero no lo hice. Me sentía mejor así.
Aliera se había concentrado, y observé que Exploradora empezaba a sentir un tenue resplandor verdoso. Me ponía furioso esperar sentado a que alguien terminara su trabajo para empezar yo el mío. Estudié a Exploradora. Su negra y dura extensión proyectaba un brillo verde. Era más corta y pesada que mis estoques favoritos, pero en las manos de Aliera se veía ligera y eficaz. Y, por supuesto, era un Arma Definitiva.
¿Qué es un Arma Definitiva? Buena pregunta. Yo también me lo pregunté mientras contemplaba a Aliera, concentrada, los ojos entornados y la mano sujetando con fuerza la espada pulsátil.
Esto es lo que yo sé: un arma Morganti, fabricada por una de las pequeñas y extrañas razas llamadas Serioli que habitan en las selvas y montañas de Dragaera, es capaz de destruir el alma de la persona que mata. Todas ellas son objetos extraños y aterradores, y poseen una especie de sensibilidad. Albergan diferentes grados de poder, y algunas están encantadas de otras formas.
Pero existen unas pocas (la leyenda afirma que diecisiete) que superan lo de «una especie de sensibilidad». Son las Armas Definitivas. Son todas poderosas. Poseen suficiente sensibilidad para decidir si destruyen o no el alma de la víctima. Cada una posee sus propias habilidades, aptitudes y poderes. Y cada una, se dice, está unida al alma de su dueño. Puede, y hace, todo lo necesario para proteger a su dueño, si es Aquel elegido para ella. Y las cosas que estas armas pueden hacer…
Aliera tiró de mi manga y asintió cuando levanté la vista. Noté el estómago revuelto, las paredes se desvanecieron y me sentí fatal, como de costumbre. Estábamos de pie en lo que parecía un almacén sin estrenar. Aliera lanzó una exclamación ahogada, y yo seguí su mirada.
El cuerpo de Morrolan yacía en el suelo, a pocos metros de nosotros. Había una mancha roja en su pecho. Me acerqué, más mareado que nunca. Doblé una rodilla a su lado y vi que no respiraba.
Aliera envainó a Exploradora y se dejó caer junto a mí. Movió las manos sobre el cuerpo de Morrolan una vez, con el rostro tenso a causa de la concentración. Después, se sentó y sacudió la cabeza.
—¿Es imposible revivirle? —pregunté.
Ella asintió. Tenía los ojos grises y fríos. El dolor, en caso de producirse, tendría que esperar.