10
«El error de un hombre es la oportunidad de otro»
Una jodienda después de otra.
Regresé a mi oficina y pasé un rato mirando a nada en concreto. Necesitaba tiempo, tal vez días, para adaptarme a aquella información. En cambio, me quedaban unos diez minutos.
—Vlad —dijo Kragar—. ¡Oye, Vlad!
Levanté la vista. Al cabo de un momento, la dirigí a Kragar, que estaba sentado frente a mí y parecía preocupado.
—¿Qué pasa? —le pregunté.
—Eso era lo que yo me estaba preguntando.
—¿En?
—¿Algo va mal?
—Sí. No. Coño, Kragar, no lo sé.
—Parece serio.
—Lo es. Todo mi mundo se ha venido abajo, y aún no sé cómo. —Me incliné hacia él y agarré su justillo—. Te diré una cosa, viejo amigo: si valoras en algo tu cordura, nunca, pero nunca, sostengas una conversación sincera con Aliera.
—Parece muy serio.
—Sí.
Permanecimos en silencio un momento.
—Kragar —dije después.
—¿Sí, jefe?
Me mordí la lengua. Nunca había abordado el tema antes, pero…
—¿Cómo te sentiste cuando te expulsaron a patadas de la Casa del Dragón?
—Aliviado —contestó sin vacilar—. ¿Por qué?
Suspiré.
—Da igual.
Intenté cambiar de estado de ánimo, y casi lo logré.
—¿Qué piensas, Kragar?
—Me estaba preguntando si has descubierto algo —dijo, con aire inocente.
¿Si había descubierto algo?, me pregunté. El interrogante empezó a dar vueltas en mi cabeza, y me oí reír. Vi que Kragar me miraba de una forma peculiar: preocupado. Seguí riendo. Intenté parar, pero no pude. ¡Ja! ¿Había descubierto algo?
Kragar se inclinó sobre el escritorio y me abofeteó una vez…, con fuerza.
Corta, jefe, dijo Loiosh.
Me calmé.
Para ti es muy fácil decirlo, contesté. No acabas de averiguar que, en otro tiempo, fuiste todo lo que detestas, el tipo exacto de persona que desprecias.
¿Y qué? No acabas de descubrir que eras un tonto de capirote, sino que un pseudodios decidió divertirse un poco con tus antepasados, ladró Loiosh.
Comprendí que tenía razón. Me volví hacia Kragar.
—Ya estoy bien. Gracias.
Aún parecía preocupado.
—¿Estás seguro?
—No.
Puso los ojos en blanco.
—Fantástico. Bien, si eres capaz de reprimir tu histeria, ¿qué averiguaste?
Casi me dio la histeria otra vez, pero me controlé antes de que Kragar me abofeteara de nuevo. ¿Qué había averiguado? Bien, no iba a contarle aquello, lo otro, ni lo de más allá. ¿Qué quedaba? Ah, claro.
—Averigüé que Mellar es el producto de tres Casas —dije. Le informé sobre aquella parte de la conversación.
Meditó sobre la información.
—Interesante —dijo—. Un dzur, ¿eh? Y un dragón. Ummm. Bien, ¿por qué no investigas sobre su rama dzur, y yo me ocupo de la dragón?
—Creo que sería más sensato hacerlo al revés, pues tengo cierta relación con los dragones.
Me miró fijamente.
—¿Estás seguro de que deseas utilizar esas relaciones en este preciso momento? —preguntó.
Oh. Me lo pensé y asentí.
—De acuerdo, investigaré los archivos dzur. ¿Qué crees que deberíamos buscar?
—No estoy seguro —dijo.
Ladeó la cabeza durante unos instantes, como si pensara en algo o hubiera establecido contacto psiónico. Aguardé.
—Vlad ¿tienes idea de lo que significa ser un híbrido?
—¡Sé que no es tan malo como ser oriental!
—¿No?
—¿Adonde quieres ir? Sabes muy bien lo que he tenido que aguantar.
—Oh, claro. Mellar no va a tener tantos problemas como tú, pero imagina que heredó el verdadero espíritu de cada Casa. ¿Tienes idea de lo irritante que sería para un dzur ver negado el lugar que le corresponde en la lista de héroes de la Casa, si fuera lo bastante bueno para ganárselo? ¿O que a un dragón le negaran el derecho a mandar todas las tropas que su competencia le permitiera? La única Casa que le aceptaría es la nuestra, Vlad, por los Infiernos, y algunos jhereg le obligarían a comer bosta de dragón. Sí, Vlad, tú lo tienes peor, pero él estaría convencido de que tiene derecho a lo mejor.
—¿Y yo no?
—Ya sabes a qué me refiero.
—Supongo —admití—. Te entiendo. ¿Hacia dónde diriges tus tiros?
Kragar compuso una expresión de perplejidad.
—No lo sé con exactitud, pero tiene que obrar un efecto en este personaje.
Asentí.
—No lo olvidaré.
—Muy bien. Empezaré ahora mismo.
—Estupendo. Ah, ¿podrías pedirle a Daymar que te prestara ese cristal con la cara de Mellar? Tal vez quiera utilizarlo.
—Claro. ¿Cuándo lo necesitas?
—Mañana por la mañana me irá bien. Me tomo la noche libre. Empezaré mañana.
Los ojos de Kragar expresaron simpatía, lo cual era raro.
—Claro, jefe. Me quedaré aquí. Hasta mañana.
* * *
Comí mecánicamente y di gracias a los Señores del Discernimiento de que aquella fuera la noche que le tocaba a Cawti cocinar y lavar platos. Creo que yo no habría sido capaz.
Después de cenar, me levanté y fui a la sala de estar. Me senté y empecé a meditar sobre todo tipo de cosas. No llegué a ninguna conclusión. Al cabo de un rato, Cawti entró y se sentó a mi lado. Permanecimos un rato en silencio.
Intenté negar lo que Aliera me había contado, o desecharlo como una combinación de mito, superstición traspapelada y engaño. Por desgracia, todo encajaba demasiado bien. ¿Por qué, a fin de cuentas, me había demostrado tanta cordialidad, a mí, un jhereg y oriental, Sethra Lavode? Y era evidente que Aliera se lo creía todo, de lo contrario, no me habría tratado casi como a un igual.
Por encima de todo, permanecía el hecho innegable de que lo sentía como verídico. Era lo más aterrador; en algún lugar de mi ser, sin duda en mi «alma», sabía que Aliera había dicho la verdad.
Lo cual significaba…, ¿qué? Que la causa de haberme convertido en un jhereg (mi odio hacia los dragaeranos), era un fraude. Que mi desprecio hacia los dragones no era por considerar mi sistema de valores superior al suyo, sino a causa de un sentimiento de insuficiencia que retornaba, ¿desde cuándo? ¿Doscientos mil años? ¿Doscientos cincuenta mil años? ¡Por los dedos multiarticulados de Yerra!
Me di cuenta de que Cawti había cogido mi mano. Le dediqué una sonrisa, tal vez algo desvaída.
—¿Quieres hablar de ello? —preguntó en voz baja.
Otra buena pregunta. No estaba seguro, pero lo hice, a trancas y barrancas, durante las siguientes dos horas. Cawti me ofreció su silenciosa solidaridad, pero no dio la impresión de disgustarse mucho.
—En verdad, Vlad, ¿cuál es la diferencia?
Fui a responder, pero me interrumpió con un movimiento de cabeza.
—Lo sé. Pensabas que ser un oriental te ha hecho como eres, y ahora estás dudoso. Pero ser humano sólo constituye un aspecto, ¿verdad? El hecho de que en una vida anterior, o tal vez varias, fueras dragaerano no cambia lo que has sido en esta vida.
—No, supongo que no, pero…
—Lo sé. Voy a decirte una cosa, Vlad: cuando todo esto esté terminado y olvidado, digamos dentro de un año, iremos a hablar con Sethra. Averiguaremos más sobre lo que pasó y tal vez, si tú quieres, te devolverá a aquel tiempo para que lo experimentes de nuevo. Si quieres. En el ínterin, olvídalo. Eres quien eres y, en lo que a mí concierne, todo cuanto te ha convertido en esta persona es estupendo.
Apreté su mano, contento de haber hablado con ella. Me sentí un poco más tranquilo y noté cierto cansancio. Besé la mano de Cawti.
—Gracias por la cena —dije.
Enarcó una ceja.
—Apuesto a que ni siquiera sabes qué era.
Pensé un momento. ¿Huevos de jhegaala? No, los había preparado ayer.
—¡Oye! Esta noche me tocaba cocinar a mí, ¿no?
Cawti sonrió de oreja a oreja.
—Claro, camarada. Te he engañado para que me debas otra. ¿A que soy lista?
—Maldita sea.
Meneó la cabeza con burlona tristeza.
—Lo cual significa que me debes, déjame pensar, doscientos cuarenta y siete favores.
—Pero para qué contar, ¿verdad?
—Verdad.
Me levanté, sin soltar su mano. Me siguió al dormitorio, donde le devolví el favor, o ella me hizo otro, o nos lo hicimos mutuamente, depende de cómo se cuenten esas cosas.
* * *
Los criados de lord Keleth me dejaron entrar en el castillo con obvio desagrado. No les hice caso.
—El duque os recibirá en su estudio —dijo el mayordomo, mirándome por encima del hombro.
Extendió la mano para coger mi capa; en cambio, le di la espada. Pareció sorprenderse, pero la aceptó. El truco para sobrevivir a una pelea con un héroe dzur consiste en no librarla. El truco para no librarla consiste en aparentar la máxima indefensión posible. Los héroes dzur se resisten a combatir cuando las probabilidades no están en su contra.
Estaba orgulloso del plan que me había traído aquí. No era nada inusitado, por supuesto, pero era bueno, sólido, de bajo riesgo y con grandes posibilidades de obtener beneficios. Lo más importante: era típico-de-mí. Había temido que mi encuentro con Aliera hubiera doblegado mi nervio, me hubiera cambiado de algún modo, reducido mi capacidad de concebir y ejecutar un plan elegante. La ejecución de este seguía sin resolverse, pero la concepción ya no me preocupaba.
Me acompañaron al estudio. Observé signos de dejadez durante el trayecto: losas rotas en el suelo, grietas en el techo, lugares desnudos en la pared donde, en otro tiempo, habrían colgado caros tapices.
El mayordomo me indicó que entrara en el estudio. El duque de Keletharan era viejo y lo que se considera «rechoncho» en un dragaerano, lo cual significa que su pecho era más ancho de lo normal, y se podían ver los músculos de sus brazos. Tenía la cara lisa (creo que los Señores Dzur no coleccionan arrugas), y sus ojos eran algo almendrados, típicos de la Casa. Tenía las cejas muy pobladas y, si los dragaeranos tuvieran barba, habría exhibido una discreta barba blanca. Estaba sentado en una silla de respaldo recto sin brazos. Una espada de filo ancho colgaba a su lado, y una vara de mago estaba apoyada contra el escritorio. No me invitó a sentar; lo hice, de todos modos. Es mejor dar por sentadas algunas cosas al principio de la conversación. Vi que sus labios se tensaban, pero eso fue todo. Bien. Uno a cero a nuestro favor.
—Bien, jhereg, ¿qué ocurre? —preguntó.
—¡Espero no haberos molestado, mi señor!
—Lo has hecho.
—Me ha llamado la atención un pequeño asunto, y es necesario que hable con vos.
Keleth miró al mayordomo, que hizo una reverencia y se marchó. La puerta se cerró a su espalda. Después, el duque se permitió una expresión de desagrado.
—El «pequeño asunto», sin duda, son cuatro mil imperiales de oro.
Intenté aparentar que intentaba aparentar pesar.
—Sí, mi señor. Según nuestros registros, venció hace más de un mes. Hemos tratado de ser pacientes, pero…
—¡Pacientes, y un huevo! —estalló—. Con los intereses que cargáis, creo que podríais ser más pacientes con un hombre que sufre problemas económicos de poca monta.
Menuda broma. Por lo que yo sabía, sus problemas eran cualquier cosa excepto «de poca monta», y era dudoso que fueran a resolverse en un futuro cercano. No obstante, decidí que sería poco diplomático comentarlo, o bien sugerir que no tendría esos problemas si pudiera controlar su afición por las piedras syang.
—Con todos los respetos, mi señor, creo que un mes es un período de espera razonable. Y, de nuevo con todos los respetos, ya conocíais los intereses cuando acudisteis en busca de ayuda.
—Acudí en busca de «ayuda», para utilizar tu expresión, porque… Da igual.
Había acudido en busca de «ayuda», para utilizar mi expresión, porque le habíamos explicado con toda claridad que, en caso contrario, nos ocuparíamos de que todo el Imperio, y en particular la Casa del Dzur, se enterara de que era incapaz de controlar sus impulsos ludópatas, o de pagar las deudas cuando perdía. Quizá adquirir la reputación de jugador empedernido era lo peor que podía pasarle, en su opinión.
Me encogí de hombros.
—Como deseéis —dije—. No obstante, debo insistir…
—Te digo que no lo tengo —estalló—. ¿Qué quieres que te diga? Si tuviera el dinero, te lo daría. Si te empeñas, juro por el Fénix Imperial que acudiré al Imperio e informaré acerca de algunos juegos de azar libres de impuestos que conozco, así como de ciertos prestamistas que defraudan a Hacienda.
En estos casos, es de gran ayuda saber con quién te la estás jugando. En la mayoría de dichos casos, le informaría con todo detalle de que, si cumplía su amenaza, su cadáver sería encontrado dentro del plazo de una semana, probablemente detrás de un burdel de baja estofa, con el aspecto de haber muerto en combate con un bravucón de taberna borracho. Había utilizado antes esta técnica con héroes dzur, y con buenos resultados. No es la idea de morir lo que les asusta, sino la perspectiva de que la gente piense que un teckla anónimo les ha matado en una reyerta tabernaria.
Sabía que esto asustaría a Keleth, pero también le provocaría una rabia asesina, y el hecho de que yo estuviera «desarmado e indefenso» tal vez no sería suficiente para detenerle. Por otra parte, si no me mataba en el acto, sí garantizaría que cumpliría su amenaza de acudir al Imperio. Se imponía otra táctica, sin duda.
—Por favor, lord Keleth —dije—. ¿Qué sería de vuestra reputación?
—No la perjudicaría más que si vosotros airearais mis finanzas personales por no pagar vuestro jodido dinero.
Los dzur solían ser descuidados con el lenguaje, pero no le corregí. Exhalé mi suspiro patentado como «hombre-que-intenta-ser-de-ayuda-al-borde-de-la-exasperación».
—¿Cuánto tiempo necesitáis?
—Otro mes, tal vez dos.
Meneé la cabeza con pesar.
—Temo que es imposible. Sospecho que deberéis acudir al Imperio. Significa que uno o dos de nuestros establecimientos tendrán que encontrar un sitio nuevo, y cierto prestamista deberá tomarse unas cortas vacaciones, pero os aseguro que no será tan perjudicial para nosotros como para vos.
Me levanté, hice una reverencia y di media vuelta para marcharme. El duque no se puso en pie para acompañarme, lo cual consideré grosero, aunque comprensible, dadas las circunstancias. Justo un segundo antes de que mi mano tocara el pomo de la puerta, me detuve y giré en redondo.
—A menos…
—A menos ¿qué? —preguntó con suspicacia.
—Bien —mentí—, se me acaba de ocurrir que podríais ayudarme en algo.
Me dirigió una mirada larga y ceñuda, como si intentara adivinar a qué estaba jugando. Me mantuve inexpresivo. Si hubiera querido que supiera las reglas, se las habría dado por escrito.
—¿En qué? —preguntó.
—Busco una pequeña información concerniente a la historia de vuestra Casa. Supongo que podría averiguarlo por mí mismo, pero implicaría un trabajo que no me apetece hacer. Vos los podréis encontrar, estoy seguro. De hecho, es posible que ya lo sepáis. Si pudierais ayudarme, os lo agradecería.
Seguía suspicaz, pero también empezaba a parecer ansioso.
—¿Qué forma adoptará este agradecimiento? —preguntó.
Fingí meditar.
—Creo que podríamos concederos una demora de dos meses más. De hecho, incluso congelaría el interés…, siempre que me consigáis esta información cuanto antes.
Se mordisqueó el labio inferior un rato, reflexionó, pero sabía que estaba en mi poder. La oportunidad era demasiado buena para que la desechara. Yo lo había planeado así.
—¿Qué quieres saber? —preguntó por fin.
Introduje la mano en el bolsillo interior de la capa y extraje el pequeño cristal que Daymar me había devuelto. Me concentré en él, y el rostro de Mellar apareció. Se lo enseñé.
—¿Conocéis a esta persona, o podríais averiguar quién es, qué relaciones tiene con la Casa del Dzur, o quién eran sus padres? Cualquier cosa que averigüéis nos será útil. Sabemos que mantiene cierta relación con vuestra Casa. Si os fijáis, se le nota en la cara.
Keleth palideció en cuanto vio a Mellar. Su reacción me sorprendió. Keleth le conocía. Sus labios se convirtieron en una línea fina y volvió la cabeza.
—¿Quiénes? —pregunté.
—Temo que no puedo ayudarte —contestó Keleth.
En aquel punto, la pregunta no era «¿Debo insistir?», ni siquiera «¿Hasta qué punto debo insistir?», sino más bien «¿Cómo debo insistir?». Decidí proseguir el juego que había iniciado.
Me encogí de hombros y guardé el cristal.
—Lamento oír eso. Como deseéis. No me cabe la menor duda de que debéis de tener buenos motivos para ocultar esa información. De todos modos, es una pena que vuestro nombre deba verse arrastrado por el barro.
Me volví de nuevo.
—Espera, yo…
Di media vuelta. Empezaba a marearse. Daba la impresión de que el duque estaba trabado en combate consigo mismo. Dejé de preocuparme; ya se adivinaba qué bando vencería.
Su rostro era una máscara de rabia deforme cuando profirió:
—¡Maldito seas, jhereg! ¡No puedes hacerme esto!
No había nada que comentar ante aquella incorrecta definición de nuestras posiciones respectivas. Esperé pacientemente.
Se dejó caer en su silla y se cubrió la cara con las manos.
—Se llama Leareth —dijo por fin—. Ignoro de dónde procede, o quiénes son sus padres. Apareció hace doce años e ingresó en nuestra Casa.
—¿Ingresó en vuestra Casa? ¿Cómo es posible ingresar en la Casa del Dzur?
Era asombroso. Pensaba que sólo los jhereg permitían a los demás comprar un título.
Lord Keleth me miró como si estuviera a punto de rugir. De pronto, recordé la afirmación de Aliera de que los Señores Dzur descendían, en parte, de dzurs auténticos. Lo creí.
—Para ingresar en la Casa del Dzur —explicó, en el tono mis arisco que había oído—, hay que derrotar, en combate singular, a diecisiete campeones escogidos por la Casa. —Sus ojos se tornaron hoscos de repente—. Yo fui el decimocuarto. Es el único hombre que lo logró desde el Interregnum.
Me encogí de hombros.
—Y así se convirtió en Señor Dzur. No sé qué hay de secreto en eso.
—Descubrimos más tarde algo acerca de sus orígenes. Era un híbrido. Un mestizo.
—Ah, bien —dije lentamente—. Comprendo que debió de ser bastante molesto, pero…
—Y luego —continuó—, después de ser un dzur durante sólo dos años, renunció a todos sus títulos e ingresó en la Casa jhereg. ¿No comprendes lo que significa? ¡Nos tomó el pelo! Un mestizo derrota a los mejores elementos de la Casa del Dzur, y luego lo tira por la borda…
Calló y se encogió de hombros.
Reflexioné. Aquel tal Leareth debía de ser un espadachín cojonudo.
—Es curioso que nunca haya oído hablar de ese incidente —comenté—. He investigado a este sujeto con suma minuciosidad.
—La Casa lo mantuvo en secreto. Leareth nos prometió que todo el Imperio se enteraría del asunto si le mataban o algún dzur intentaba hacerle daño. Nos ató de pies y manos.
Experimenté el repentino deseo de estallar en carcajadas, pero me controlé por motivos de salud. Empezaba a gustarme el tal Mellar, o Leareth, o comoquiera que se llamara. O sea, durante los doce últimos años había tenido cogida a toda la Casa de los Héroes por las pelotas. Las dos cosas más importantes para la Casa del Dzur, así como para un Señor Dzur, son el honor y la reputación. Y Mellar había conseguido enfrentar el primero a la segunda.
—¿Qué pasará si alguien le mata? —pregunté.
—Hay que simular un accidente.
Sacudí la cabeza y me levanté.
—Muy bien, gracias. Me habéis proporcionado lo que necesitaba. Olvidad el pago durante dos meses, y también los intereses. Yo me ocuparé de los detalles. Si alguna vez necesitáis mi ayuda para algo, avisadme. Estoy en deuda con vos.
Asintió, todavía alicaído.
Le dejé y el criado me entregó la espada.
Salí del castillo, pensativo. Mellar era un hueso duro de roer. Y entonces, se me ocurrió otra cosa. Si yo triunfaba, un montón de Señores Dzur iban a sentirse muy desdichados. Si alguna vez averiguaban quién le había matado, no esperarían a reunir pruebas, como el Imperio. Aquello no me alegró el día.
* * *
Loiosh me propinó un mordisco imperial por no haberle llevado conmigo, pero no hice caso. Kragar me informó de lo que había descubierto: nada.
—Localicé a unos cuantos criados que habían trabajado en los archivos de la Casa del Dragón —dijo—. No sabían nada.
—¿Y los que aún trabajan?
—No quisieron hablar.
—Ummmm. Qué pena.
—Sí. Me puse mi disfraz de dragón y encontré a una Dama de la Casa que accedió a efectuar algunas investigaciones.
—Pero tampoco sacaste nada en limpio, ¿verdad?
—Bueno, yo no diría eso.
—¿No? Oh.
—¿Y tú?
—Proporcionarle la información me procuró un gran placer, pues era raro que le aventajara en esas cuestiones. Tomó nota de todo.
—¿Sabes, Vlad? Nadie despierta una mañana y descubre que es lo bastante bueno para abrirse camino hasta la Casa del Dzur mediante la espada. Debió de tramarlo durante mucho tiempo.
Parece lógico.
—Bien, trabajaré a partir de eso. Me pondré a investigar desde ese ángulo.
—¿Crees que servirá de algo?
—¿Quién sabe? Si fue lo bastante bueno para meterse en la Casa del Dzur, debió de adiestrarse en algún sitio. Veré qué puedo encontrar.
—De acuerdo. Por cierto, hay algo más que me reconcome.
—¿Sí?
—¿Por qué?
Kragar guardó silencio unos momentos.
—Se me ocurren dos posibilidades. Primera, tal vez quiso ingresar en la Casa porque consideraba que tenía derecho, y después descubrió que no servía, que le trataban igual que antes, o que no le gustaba.
—Parece lógico. ¿Y la segunda?
—La otra posibilidad es que deseara algo, y sólo pudiera obtenerlo siendo un dzur. Y no había necesidad de quedarse en la Casa después de apoderarse de ello.
También era lógico, decidí.
—¿Qué podría ser? —pregunté.
—No lo sé, pero deberíamos averiguarlo.
Kragar se reclinó en la silla un momento y me miró fijamente. Debía seguir preocupado por lo de ayer. No dije nada; debía descubrir a su manera que me encontraba bien. Me encontraba bien, ¿no? Me contemplé un momento. Daba la impresión de que me encontraba bien. Era raro.
Deseché aquellas elucubraciones.
—De acuerdo. Empieza a investigar —dije—. Avísame en cuanto sepas algo.
Asintió.
—Hoy he oído algo interesante —dijo.
—¿Qué?
—Uno de mis muchachos estaba hablando, y le oí decir que su novia piensa que algo pasa en el consejo.
Me sentí repentinamente mal.
—¿Qué?
—No lo sabía, pero pensaba que era algo muy gordo. Y mencionó el nombre de Mellar.
Sabía lo que eso significaba, por supuesto. No nos quedaba mucho tiempo. Un día, tal vez dos. Tres, a lo sumo. Después, sería demasiado tarde. Los rumores ya habrían llegado a oídos del Demonio, a estas alturas. ¿Qué haría? Intentar liquidar a Mellar, por supuesto. ¿A mí? ¿Volvería a intentarlo? ¿Y a Kragar? ¿O a Cawti? Por lo general, nadie se interesaría en ellos, puesto que yo era el jefe, pero ¿y si el Demonio iba a por ellos, con el fin de joderme?
—Mierda —dije.
Kragar se mostró de acuerdo con mis sentimientos.
—Kragar, ¿sabes quién es la novia de ese tipo?
Asintió.
—Una bruja. Mano Izquierda. Competente.
—Bien. Mátala.
Volvió a asentir.
Me levanté y me quité la capa. La tiré sobre el escritorio, empecé a vaciarla de cosas, y también me desprendí de algunas distribuidas sobre mi persona.
—¿Te importaría ir al arsenal y recogerme el equipo habitual? Mientras hablamos, podría hacer algo útil.
Asintió y salió. Encontré una caja vacía en un rincón y empecé a llenarla de armas descartadas.
¿Aún dispuesto a protegerme, Loiosh?
Alguien ha de hacerlo, jefe.
Voló desde el antepecho de su ventana y aterrizó en mi hombro derecho. Le rasqué bajo la barbilla con mi mano derecha, lo cual alzó mi muñeca hasta la altura del ojo. Rompehechizos, ceñida alrededor de mi antebrazo, destelló como oro a la luz. Confiaba en que la cadena sería capaz de defenderme contra cualquier magia que me saliera al encuentro, y el resto de mis armas, si se utilizaban de la forma debida, me proporcionarían la oportunidad de eliminar a cualquiera que utilizara una espada normal. Todo dependía de que me advirtieran a tiempo.
Y, como asesino, había algo que no cesaba de dar vueltas en mi cabeza: con tiempo y destreza, cualquiera puede ser asesinado. Cualquiera. Mi gran esperanza y mi gran temor, combinados en uno.
Saqué una daga de la caja que tenía delante y examiné su filo… ¿Caja? Levanté la vista y comprobé que Kragar había regresado.
—¿Quieres hacer el favor de decirme cómo lo haces? —pregunté.
Sonrió y meneó la cabeza con burlona tristeza. Le miré, pero no descubrí nada nuevo. Kragar era un dragaerano de lo más normal. Medía apenas dos metros diez de altura. Su pelo castaño remataba una cabeza delgada y angulosa, que remataba un cuerpo delgado y anguloso. Sus orejas eran un poco puntiagudas. Nacía de vello facial (por eso yo me había dejado crecer el bigote), pero por lo demás, era difícil distinguir a un dragaerano de un humano sólo por su cara.
—¿Cómo? —repetí.
Enarcó las cejas.
—¿De veras quieres saberlo? —preguntó.
—¿De verdad vas a decírmelo?
Se encogió de hombros.
—Para ser sincero, no lo sé. No lo hago a posta. Es que la gente no se fija en mí. Por eso nunca triunfé como Señor Dragón. Daba una orden en plena batalla y nadie me prestaba atención. Me dieron tantos problemas por ese motivo que, al final, les dije que se tiraran por las Cataratas de la Puerta de la Muerte.
Asentí y lo dejé correr. Sabía que la última parte era una mentira. No había abandonado la Casa del Dragón por voluntad propia; le habían expulsado. Lo sabía, y él sabía que yo lo sabía. Pero si quería venderme aquella historia, yo la aceptaba.
Coño, yo también tenía cicatrices que no permitía rascar a Kragar. No podía negarle el derecho a mantenerse alejado de las suyas.
Contemplé la daga que aún sujetaba en la mano, comprobé el filo y el equilibrio, y la guardé en la vaina a resoné colocada al revés bajo mi brazo izquierdo.
—Se me ocurre —dijo Kragar, cambiando de tema— que no querrás que Mellar se entere de tu intervención antes de lo necesario.
—¿Crees que vendrá a por mí?
—Es probable. Aún quedará algo de su organización, incluso ahora. La mayoría de sus miembros se habrán dispersado, o estarán a punto, pero seguro que todavía hay algunas personas deseosas de ayudarle.
Asentí.
—No había pensado anunciarlo públicamente.
—Supongo que no. ¿Se te ha ocurrido ya alguna forma de hacerle salir del castillo?
Añadí otra daga al montón de armas guardadas en la caja «usada». Escogí un sustituto, lo probé y la deslicé en la vaina del forro de la capa, encima de donde estaría mí brazo izquierdo. Comprobé qué tal funcionaba al lanzarla y añadí un poco más de aceite a la hoja. La envainé y desenvainé, y continué.
—No —contesté—. No tengo ni la menor idea, si quieres que te diga la verdad. Estoy en ello. Supongo que a ti no se te habrá ocurrido nada.
—No. Es tu trabajo.
—Muchas gracias.
Probé el equilibrio de los dardos arrojadizos y llené la punta con mi combinación personal de veneno de sangre, músculo y nervio. Los dejé a un lado para que se secaran, deseché los usados y contemplé el shuriken.
—Mi primera idea —dije— era convencerle de que habíamos dejado de buscarle, para después organizar algo de aspecto atractivo en términos de huida. Por desgracia, creo que no lograré hacerlo en tres días. Maldita sea, detesto trabajar con límites de tiempo.
—Estoy seguro de que a Mellar le sabría muy mal oír eso.
Medité unos instantes.
—Tal vez, ahora que lo pienso. Creo que se lo preguntaré.
—¿Qué?
—Me gustaría verle en persona, hablar con él, saber cómo es. Todavía no sé lo suficiente sobre él.
—¡Estás chiflado! Convinimos en que no te acercarías a él. ¡Le informarás de que vas a por él y le pondrás sobre aviso!
—¿Se lo imaginará? Piénsalo. Ha de saber que trabajo para Morrolan. A estas alturas, ya se habrá dado cuenta de que Morrolan le protege, y estará esperando una vista de los agentes de seguridad de Morrolan. Y si sospecha que voy tras él, ¿qué más da? Perdemos una ventaja, por supuesto, pero no abandonará el Castillo Negro hasta que esté preparado, o hasta que Morrolan le eche a patadas. ¿Qué va a hacer al respecto?
»No puede matarme en el Castillo Negro por el mismo motivo que yo no puedo matarle allí. Si adivina que soy yo quien va a eliminarle, adivinará que se lo estoy descubriendo para que salte, y se esconderá más que nunca.
—Lo cual es, exactamente, lo que no deseamos —señaló Kragar.
Me encogí de hombros.
—Si vamos a obligarle a salir, tendremos que imaginar algo lo bastante siniestro y engañoso para obligarle a huir, por mucho que quiera quedarse. De una forma u otra, ya no importará.
Kragar meditó un rato, y después asintió.
—De acuerdo, suena posible. ¿Quieres que te acompañe?
—No, gracias. Ocúpate de que todo siga funcionando aquí, y continúa investigando los antecedentes de Mellar. Loiosh me protegerá. Me lo ha prometido.