7
«Habla siempre con educación a un dragón furioso»
Mi primera reacción años antes, al oír hablar del Castillo Negro, había sido de desprecio. Para empezar, el negro se considera el color de la brujería en Dragaera desde hace cientos de miles de años, y hace falta un poco de cara dura para ponerle ese nombre a tu casa. Por otra parte, está el hecho de que el castillo flota. Pende a un kilómetro y medio del suelo, y parece muy impresionante desde lejos. Era el único castillo flotante existente.
Debería mencionar que hubo muchos castillos flotantes antes del Interregnum. Creo que el conjuro no es muy difícil, si te preocupas de trabajarlo bastante. El motivo de que estén pasados de moda es el propio Interregnum. Un día, hace cuatrocientos años, la brujería dejó de funcionar… Así de sencillo. Si miras en los lugares adecuados de la campiña, verás todavía restos destrozados de lo que en otro tiempo fueron castillos flotantes.
Lord Morrolan e’Drien nació durante el Interregnum, que pasó casi todo en Oriente, estudiando brujería. Esto es muy raro en un dragaerano. Mientras los orientales aprovechaban el fracaso de la magia dragaerana para cambiar las tornas e invadirles a ellos, por una vez, Morrolan acumulaba en silencio talento y poder.
Después, cuando Zerika, de la Casa del Fénix, surgió de los Senderos de la Muerte con el Orbe aferrado en sus manos pequeñas y codiciosas, Morrolan estaba a su lado, ayudándola a ganar el trono. Después, fue un elemento clave en la derrota de los orientales, y ayudó a curar las plagas que habían dejado a su espalda como recuerdo de su visita.
Todo ello conspiraba para que fuera más tolerante con los orientales de lo que es normal en un dragaerano, en especial un Señor Dragón. Fue ese, en parte, el motivo de que acabara trabajando para él de forma permanente, después de que casi nos matamos mutuamente la primera vez que nos encontramos. Pequeños malentendidos y todo eso.
Poco a poco, comprendí que lord Morrolan merecía tener una casa llamada Castillo Negro (aunque a él le hubiera importado un chillido de teckla mi opinión, en cualquier caso). También llegué a comprender parte del motivo de su nombre.
Debéis comprender que los Señores Dragones, sobre todo cuando son jóvenes (si habéis prestado atención, os habréis dado cuenta de que Morrolan tenía menos de quinientos años) tienden a ser…, ¿cómo lo diría?, excitables. Morrolan sabía muy bien que llamara su fortaleza de aquella manera era algo pretencioso, y también sabía que, de vez en cuando, habría personas que se burlarían de él. Cuando eso sucedía, las retaba a duelo y las mataba con gran placer.
Lord Morrolan, de la Casa del Dragón, era uno de los poquísimos nobles que merecían el apelativo. Le he visto exhibir la mayoría de los atributos que uno espera en un noble: cortesía, bondad, honor. Debo decir asimismo que es uno de los más sanguinarios bastardos que he conocido en mi vida.
* * *
Me dio la bienvenida al Castillo Negro, como siempre, lady Teldra, de la Casa del Issola. Ignoro qué le pagaba Morrolan por sus servicios como comité de recepción y servicio de bienvenidas. Lady Teldra era alta, hermosa y elegante como un dzur. Sus ojos eran tiernos como ala de iorich, y su paso era reposado, fluido y delicado como el de una bailarina de la corte. Caminaba con el porte relajado y confiado de una, bien, de una issola.
Hice una reverencia y ella me la devolvió, junto a un torrente de chismes sin sentido que me alegraron mucho de haber ido, y que casi me hicieron olvidar mi misión.
Me acompañó a la biblioteca, donde Morrolan estaba sentado sobre un grueso tomo o libro mayor, del que iba tomando notas.
—Entre —dijo Morrolan.
Lo hice y me incliné ante él. Me saludó.
—¿Qué sucede, Vlad?
—Problemas —dije, mientras lady Teldra volvía como un rayo a ocupar su posición cerca de la entrada del castillo—. ¿Para qué crees que he venido? No pensarás que me he tomado la molestia por una fruslería, ¿verdad?
Se permitió un sonrisa y extendió el brazo derecho hacia Loiosh, que voló hacia él y aceptó que le rascara la cabeza.
—Claro que no —contestó—. En la fiesta del otro día, sólo acudió una ilusión de ti.
—Exacto. Muy observador. ¿Está Aliera?
—Por ahí. ¿Por qué?
—El problema también la incluye a ella. Y a propósito, Sethra también debería venir, si está disponible. Será más fácil explicarlo a todos a la vez.
Morrolan enarcó las cejas un momento; después, cabeceó.
—De acuerdo. Aliera ya viene, y avisará a Sethra.
Aliera llegó casi al instante, y Morrolan y yo nos levantamos. Dedicó a cada uno una breve reverencia. Morrolan era un poco alto para ser dragaerano. Su prima Aliera, sin embargo, era la dragaerana más baja que había conocido; podrían haberla confundido con un humano alto. Molesta por tal circunstancia, tenía la costumbre de llevar vestidos demasiado largos, y enmendaba la diferencia a base de levitar, en lugar de caminar. Había quienes hacían comentarios despectivos al respecto. No obstante, Aliera era poco rencorosa. Casi siempre los resucitaba después.
Tanto Morrolan como Aliera poseían algunas características típicas de los dragones, los pómulos altos, las caras más bien enjutas y las frentes afiladas de la Casa, pero tenían poco más en común. El cabello de Morrolan era negro como el mío, mientras que el de Aliera era dorado; raro en un dragaerano y casi insólito en un Señor Dragón. Por lo general, los ojos de Aliera eran verdes, otra rareza, pero los he visto cambiar de verde a gris, y en ocasiones al azul hielo. Cuando los ojos de Aliera viran al azul, voy con mucho cuidado.
Sethra apareció justo después de ella. ¿Qué puedo deciros sobre Sethra Lavode? Los que creen en ella dicen que ha vivido diez mil años (algunos dicen veinte mil). Otros afirman que es un mito. Llaman a su vida sobrenatural, sienten su aliento incorrupto. La pintan de negro en la magia, de gris en la muerte.
Me sonrió. Todos los presentes éramos amigos. Morrolan portaba a Varanegra, que mató a mil en el Muro de la Tumba de Baritt. Aliera portaba a Exploradora, que según se decía servía a un poder más alto que el Imperio. Sethra portaba a Llamahelada, que contenía el poder de la Montaña. Yo me portaba a mí mismo, y bastante bien, gracias.
Todos nos sentamos y convertimos en iguales.
—Y bien, Vlad —dijo Morrolan—. ¿Qué hay de nuevo?
—Mi ira —contesté.
Arqueó las cejas.
—Espero que no vaya dirigida contra nadie conocido.
—De hecho, contra uno de tus invitados.
—¿De veras? Qué desgracia para los dos. ¿Puedo preguntar quién es?
—¿Conoces a un tal lord Mellar, un jhereg?
—Pues sí. Da la casualidad de que sí.
—¿Puedo interrogarte acerca de las circunstancias?
(Una risita). Ya empiezas a hablar como él, jefe.
Cierra el pico, Loiosh.
Morrolan se encogió de hombros.
—Me avisó hace unas semanas de que había adquirido cierto libro en el que yo estaba interesado, y concertamos una cita para que lo trajera. Llegó hace…, déjame pensar…, hace tres días. Desde entonces, es mi invitado.
—Supongo que habrá traído el libro.
—Tu suposición es correcta. —Morrolan indicó el tomo que estaba leyendo cuando yo entré. Miré la cubierta, pero llevaba un símbolo que no reconocí.
—¿Cuál es?
Me miró un momento, como si se preguntara si yo era de confianza, o quizá si debía permitir que le interrogara. Volvió a encogerse de hombros.
—«Brujería preimperial».
Silbé en señal de respeto, y también de sorpresa. Paseé una rápida mirada a mi alrededor, pero ninguno de los demás pareció sorprenderse por la revelación. Era probable que lo supieran desde el primer momento. No paraba de averiguar cosas sobre la gente, cuando pensaba que ya la conocía.
—¿Está enterada la emperatriz de tu pequeña afición? —pregunté.
Sonrió levemente.
—Siempre me olvido de comentárselo. —Guardó silencio.
—¿Desde cuándo la estudias?
—¿La brujería preimperial? Me interesa desde hace unos cien años, más o menos. De hecho, no me cabe duda de que la emperatriz lo sabe; no es un secreto tan bien guardado. Nunca lo he reconocido de manera oficial, por supuesto, pero es un poco como poseer una espada Morganti; si necesitaran una escusa para acosar a un tipo, ya la tienen. Por lo demás, no es fácil que le molesten por eso. A menos que empiece a usarla.
—O a menos que se trate de un jhereg —murmuré.
—Estábamos en eso, ¿no?
Volví al tema principal.
—¿Por qué se quedó Mellar aquí, después de entregarte el libro?
Morrolan compuso una expresión pensativa.
—¿Te molestará mucho si te pregunto a qué viene todo esto?
Paseé la vista a mi alrededor una vez más y vi que Sethra y Aliera también estaban interesadas. Aliera estaba sentada en el sofá, con un brazo sobre el respaldo y una copa de vino en la otra mano (¿de dónde la había sacado?), sostenida de forma que la luz de la lámpara del techo se reflejaba en el cristal y arrojaba hermosas configuraciones sobre su mejilla. Me inspeccionó con frialdad desde debajo de sus párpados, con la cabeza algo ladeada.
Sethra me miraba fijamente. Había elegido una butaca negra de respaldo recto que se fundía con su vestido, y su piel pálida, no muerta, brillaba. Noté cierta tensión en ella, como si abrigara la sensación de que algo desagradable iba a ocurrir. Conociendo a Sethra, era probable.
Morrolan estaba sentado al otro extremo del sofá, relajado, y sin embargo, daba la impresión de que estaba posando para un cuadro. Sacudí la cabeza.
—Te lo diré si insistes —contesté—, pero prefiero averiguar un poco más antes, para tener una idea mejor sobre lo que estoy hablando.
—¿O sobre cuánto te apetece contarnos? —preguntó con dulzura Aliera.
No pude reprimir una sonrisa.
—Debería señalar —dijo Morrolan— que si precisas nuestra ayuda, deberás contarnos toda la historia.
—Soy consciente de ello.
Morrolan consultó la opinión de los demás con una mirada. Aliera se encogió de hombros con su copa de vino, como si le diera absolutamente igual. Sethra asintió una vez…
Morrolan se volvió hacia mí.
—Muy bien. Vlad. ¿Qué deseas saber, exactamente?
—¿Cómo es que Mellar se quedó aquí después de entregarte el libro? No sueles invitar a jheregs a tu casa.
Morrolan se permitió otra sonrisa.
—Con algunas pocas excepciones —replicó.
Algunos somos especiales.
Cierra el pico, Loiosh.
—El conde Mellar se puso en contacto conmigo hace cuatro días —explicó—. Me informó de que obraba en su poder un volumen que tal vez me interesara, y sugirió cortésmente que se dejaría caer por aquí para dármelo.
Le interrumpí.
—¿No te pareció extraño que lo entregara en persona, en lugar de utilizar un correo?
—Sí, me pareció extraño, pero al fin y al cabo, el libro es ilegal, y presumí que no quería informar a nadie más de que lo tenía. A fin de cuentas, todos sus empleados son jheregs. ¿Cómo iba a confiar en ellos? En cualquier caso —continuó—, daba la impresión de que el conde era un individuo muy educado. Hice algunas investigaciones y descubrí que era de confianza, pese a ser un jhereg. Después de decidir que no causaría problemas, le invité a cenar conmigo y los demás invitados, y aceptó.
Lancé una rápida mirada en dirección a Sethra y Aliera. Sethra meneó la cabeza, para indicar que no había estado presente. Aliera parecía moderadamente interesada. Asintió.
—Me acuerdo de él —comentó—. Era aburrido.
Después de aquella condena definitiva, me volví hacia Morrolan, que prosiguió.
—La cena fue bastante bien y no me arrepentí de invitarle a la cena general. Debo admitir que algunos de mis invitados más groseros, que tienen mala opinión de los jheregs, intentaron provocarle de una manera u otra, pero se mostró muy cordial y procuró evitar problemas.
»Por lo tanto, le invité a quedarse diecisiete días, si quería. Admito que me quedé un poco asombrado cuando aceptó, pero supuse que deseaba gozar de unas breves vacaciones. ¿Qué más deseas saber?
Levanté la mano para pedir un momento de misericordia, mientras meditaba sobre la información. ¿Podría ser…? ¿Cuáles eran las posibilidades? ¿Hasta qué punto podía estar seguro Mellar?
—¿Tienes idea de cómo consiguió el libro, para empezar? —pregunté.
Morrolan negó con la cabeza.
—La única condición que puso para entregarlo fue que no intentara averiguar cómo lo había conseguido. En un tiempo, ocupó un lugar en mi biblioteca, ¿sabes? «Voló», como dirías tú. Debo añadir que eso ocurrió antes de que empezara a mejorar mi sistema de seguridad.
Asentí. Por desgracia, todo encajaba bastante bien.
—¿Y no despertó tus sospechas? —pregunté.
—Supuse que lo había robado un jhereg, por supuesto, pero, como sabrás mejor que yo, este sujeto pudo recibir «legítimamente» el libro de mil maneras diferentes. Por ejemplo, el tipo que lo robó tal vez se encontró con que no podía venderlo de una manera segura, y el conde Mellar le debió de dar garantías de que yo jamás averiguaría los detalles del delito. Los jheregs son propensos a actuar de esta manera, ya sabes.
Lo sabía.
—¿Cuándo te robaron ese libro?
—¿Cuándo? Déjame pensar… Unos… diez años, creo.
—Maldición —mascullé—. Así que Kragar tenía razón.
—¿Qué pasa, Vlad? —preguntó Aliera. Ahora sí que se mostraba interesada.
Miré a los tres. ¿Cómo iba a plantearlo? Experimenté un súbito impulso de contestar «No, nada», levantarme y averiguar si podía llegar a la puerta sin que me detuvieran. No me hacía ninguna gracia que aquel trío se enfureciera, siendo yo el portador de malas noticias y todo eso. No pensaba que ninguno de ellos fuera a hacerme daño, pero…
Intenté pensar en un acercamiento indirecto, en vano.
¿Alguna sugerencia, Loiosh?
Diles la verdad, jefe. Después, telepórtate.
No puedo teleportarme con la rapidez suficiente. ¿Alguna sugerencia seria, Loiosh?
Nada. Había encontrado una manera de cerrarle el pico. Dadas las circunstancias, mi alegría por aquel logro se vio bastante enturbiada.
—Te está utilizando, Morrolan —dije de sopetón.
—¿Me está «utilizando»? ¿Cómo, si se puede saber?
—Mellar ha huido de los jheregs. Se ha hospedado aquí por un solo motivo: sabe que ningún jhereg podrá tocarle mientras sea huésped de un Señor Dragón.
Morrolan frunció el ceño. Percibí que una tormenta se estaba formando en el horizonte.
—¿Estás seguro? —preguntó con calma. Asentí.
—Creo que —dije poco a poco— si hicieras algunas averiguaciones, descubrirías que fue el propio Mellar quien se apoderó del libro, o contrató a alguien para que lo hiciera. Todo encaja. Sí, estoy seguro.
Desvié la vista hacia Aliera. Estaba mirando a Morrolan, con expresión de sorpresa. La fina diletante de unos segundos antes había desaparecido.
—¡Qué cara más dura! —estalló.
—Oh, sí, la tiene muy dura —dije. Sethra intervino.
—Vlad, ¿cómo pudo saber Mellar que iba a ser invitado a hospedarse en el Castillo Negro?
Suspiré para mis adentros. Había confiado en que nadie me hiciera esa pregunta.
—Ningún problema. Debió de realizar un estudio sobre Morrolan para averiguar qué debía hacer en orden a ser invitado. Lamento decirlo, Morrolan, pero eres bastante predecible en ciertos aspectos.
Morrolan me dirigió una mirada de desagrado, pero, por suerte, no percibí otro efecto. Observé que Sethra estaba acariciando distraídamente la empuñadura de Llamahelada. Me estremecí. Los ojos de Aliera habían virado a gris. Morrolan tenía una expresión sombría. Se levantó y empezó a pasear delante de nosotros. Aliera, Sethra y yo guardamos silencio.
—¿Estás seguro de que sabe que los jheregs le persiguen? —preguntó, al cabo de dos viajes.
—Lo sabe.
—¿Y estás seguro de que ya sabía que le iba a invitar cuando se puso en contacto conmigo por primera vez?
—Lo planeó así, Morrolan. Aún diré más: a tenor de las pruebas que poseemos, lo planeó todo hace unos diez años, como mínimo.
—Entiendo. —Sacudió la cabeza lentamente. Apoyó la mano sobre el pomo de Varanegra, y volví a estremecerme—. Sabes cómo pienso acerca del trato y seguridad de mis invitados, ¿verdad? —preguntó al cabo de un rato.
Asentí.
—Entonces, serás consciente de que no podemos hacerle daño de ninguna manera, al menos hasta que finalicen los diecisiete días.
Volví a asentir.
—A menos que se vaya por voluntad propia —indiqué.
Me miró con aire suspicaz.
Aliera habló en aquel momento.
—No vas a permitir que se salga con la suya, ¿verdad? —preguntó.
Su voz delataba apenas una insinuación de enojo. De pronto, deseé poseer la habilidad de Kragar para pasar desapercibido.
—Durante el día de hoy, querida prima, y los trece días siguientes, estará perfectamente a salvo. Después —su voz adquirió un tono duro y frío— es dragaerano muerto.
—No puedo proporcionarte los detalles —dije—, pero dentro de trece días habrá perjudicado de una forma irremediable a los jheregs.
Morrolan se encogió de hombros, y Aliera hizo un ademán despectivo.
—¿Y qué? ¿A quién le importaban los jheregs?
Observé que Sethra asentía, como si comprendiera.
—Y dentro de trece días —indicó—, se habrá marchado.
Aliera agitó la cabeza y se levantó. Apartó la capa a un lado y bajó la mano hacia el pomo de Exploradora.
—Que intente esconderse —dijo.
—Se te escapa lo principal —dijo Sethra—. No dudo que tú y Exploradora seáis capaces de seguirle. Digo que, con el tiempo que ha tenido, os lo va a poner difícil, como mínimo. Tardaríais días en encontrarle si, por ejemplo, huye a Oriente. Y en el ínterin —su voz adquirió un tono cortante— habrá logrado utilizar a un dragón para esconderse de los jheregs.
Sus palabras impresionaron a los otros dos, y no me gustó. Había algo más que me molestaba.
—Aliera, ¿estás segura de que no podría hacer nada para impedir que le encontraras con Exploradora? Parece absurdo que haya planeado durante tanto tiempo un plan tan complicado, para luego permitir que tú y Morrolan le sigáis y matéis.
—Como tal vez recuerdes —contestó ella—, sólo hace unos meses que tengo a Exploradora, y muy poca gente sabe que poseo un Arma Definitiva. No pudo contar con eso. Como no la tenía, imaginó que podría escapar.
Acepté la explicación. Sí, era posible. Por más meticulosos que sean tus planes, siempre existe la posibilidad de que pases por alto algo importante. El nuestro es un negocio arriesgado.
Aliera se volvió hacia Morrolan.
—No creo que debamos esperar a que pasen esos diecisiete días —dijo.
Morrolan desvió la vista.
Allá va, jefe.
Lo sé, Loiosh. Esperemos que Sethra sea capaz de manejar la situación…, y quiera.
—¿No ves —continuó Aliera— que este, este jhereg, está intentando convertirte en un simple guardaespaldas que le proteja de su propia Casa?
—Soy muy consciente de ello, Aliera, te lo aseguro —respondió en voz baja Morrolan.
—¿Y no te molesta? ¡Ha deshonrado a toda la Casa del Dragón! ¿Cómo se atreve a utilizar a un Señor Dragón?
—¡Ja! —exclamó Morrolan—. ¿Cómo se atreve a utilizarme? Es bastante obvio que se atreve, e igualmente evidente que se ha salido con la suya.
La mirada de Morrolan estaba clavada en ella. La estaba retando o esperando a ver si ella le retaba. En cualquier caso, decidí, no importaba demasiado.
—Aún no se ha salido con la suya —apuntó Aliera, sombría.
—¿Qué significa eso? —preguntó Morrolan.
—Justo lo que he dicho. Que aún no se ha salido con la suya. Ha dado por sentado que, como invitado tuyo, puede insultarte todo cuanto quiera sin que nadie le toque.
—Y está en lo cierto —contestó Morrolan.
—Ah, ¿sí? ¿Estás seguro?
—Por completo.
Aliera sostuvo su mirada unos instantes.
—Si tú optas por hacer caso omiso del insulto contra tu honor, es tu problema, pero cuando se insulta a toda la Casa del Dragón, también es el mío.
—No obstante —repuso Morrolan—, como el insulto ha sido transmitido por mi mediación, me corresponde a mí el derecho y la obligación de vengarlo, ¿no crees?
Aliera sonrió. Se reclinó en la silla, la viva imagen de alguien que acaba de quitarse todas sus preocupaciones de encima.
—¡Estupendo! —dijo—. Así que le matarás, a fin de cuentas.
—Desde luego —contestó Morrolan, y enseñó los dientes—, dentro de trece días.
Miré a Sethra para ver cuál era su reacción. Aún no había dicho nada, pero la expresión de su cara estaba lejos de ser complacida. Esperaba que mediara entre ambos si las cosas se ponían feas. Sin embargo, al mirarla, me pregunté si lo iba a hacer.
Aliera ya no sonreía. Su mano se cerró sobre el pomo de Exploradora y sus nudillos se pusieron blancos.
—Eso equivale a no hacer nada —explicó—. No permitiré que un jhereg…
—No le tocarás, Aliera —cortó Morrolan—. Mientras yo viva, ningún huésped de mi casa temerá por su vida. Me da igual quién sea o por qué esté aquí; mientras le haya recibido de buen grado, podrá considerarse a salvo.
»He acogido a mis enemigos en mi mesa, y les he retado a duelos Morganti. He visto a la Nigromántica hablar tranquilamente con uno que había sido enemigo suyo durante seis encarnaciones. He visto a Sethra —la señaló con un gesto— sentarse frente a un Señor Dzur que había jurado destruirla. No te permitiré a ti, mi propia sobrina, que arrastres mi nombre por el barro, que me obligues a quebrantar mi juramento. ¿Así piensas proteger el honor de la Casa del Dragón?
—Oh, sigue hablando, gran protector del honor —replicó Aliera—. ¿Por qué no llegar hasta el final? Pon un cartel delante de los barracones de los jheregs y anuncia que siempre estarás dispuesto a proteger a cualquiera que desee huir de sus asesinos a sueldo.
Morrolan no hizo caso del sarcasmo.
—¿Puedes explicarme cómo vamos a defender el honor de la Casa si sus miembros no hacen honor ni tan siquiera a sus propias palabras?
Aliera meneó la cabeza y continuó en voz más baja.
—¿No ves, Morrolan, que existe una diferencia entre los códigos de honor y su práctica procedentes de las tradiciones de la Casa del Dragón, y tu costumbre personal? No me opongo a que observes tus pequeñas costumbres. Me parece estupendo, pero no se encuentran al mismo nivel de las tradiciones de la Casa.
Morrolan asintió.
—Lo entiendo, Aliera, pero no estoy hablando de una «costumbre». Juré convertir el Castillo Negro en un refugio. Sería diferente si estuviéramos, por ejemplo, en la Montaña Dzur.
Aliera sacudió la cabeza.
—No te comprendo. Quieres vivir guiándote por tu juramento, por supuesto, pero eso no significa que debas permitir que te utilicen, a ti y a la Casa. No sólo vive protegido por tu juramento, abusa de él.
—Cierto —admitió Morrolan—, pero temo que nuestro sujeto tenga razón. No existe la menor posibilidad de que rompa mi juramento, y él lo sabe. Me sorprende que no lo comprendas.
Decidí que había llegado el momento de intervenir.
—Me parece que…
—Silencio, jhereg —replicó Aliera—. Esto no te concierne.
Me lo volví a pensar.
—No es que no pueda comprenderlo —dijo Aliera a Morrolan—. Es que creo que te has equivocado de prioridad.
Morrolan se encogió de hombros.
—Lamento que creas eso.
Equivocó sus palabras. Aliera se levantó, y vi que sus ojos habían virado al azul hielo.
—Da la casualidad de que no es mi juramento, sino el tuyo. Si ya no fueras el dueño del Castillo Negro, el problema no existiría, ¿verdad? ¡No recuerdo que tu juramento impida a tus huéspedes atacarte!
La mano de Morrolan, que aferraba el pomo de Varanegra, se puso blanca. Loiosh se escondió bajo mi capa. A mí me habría gustado imitarle.
—Es cierto —dijo Morrolan con serenidad—. Ataca.
Sethra habló por primera vez, con parsimonia.
—¿Debo recordarte las leyes de los invitados, Aliera?
Aliera no contestó. Estaba de pie, con la espada en la mano, y miraba sin pestañear a Morrolan. Pensé que no quería atacar a Morrolan; quería que Morrolan la atacara. No me sorprendió su siguiente afirmación.
—Y las leyes de los invitados se aplican a todos los anfitriones. Incluso si afirman ser dragones, pero carecen de valor para vengar un insulto proferido contra todos nosotros.
Casi funcionó, pero Morrolan logró controlarse. Su tono hizo la competencia al color de sus ojos.
—Puedes considerarte afortunada de que me ciña a esa norma, y que seas una invitada como ese jhereg, aunque está claro que él sabe más acerca de la cortesía que un huésped debe a su anfitrión.
—¡Ja! —gritó Aliera, y desenvainó a Exploradora.
—Mierda —dije.
—De acuerdo, Morrolan, en lo concerniente a mí, te libero de tu juramento. De todos modos, da igual, porque prefiero ser una dragón muerta que una teckla viva.
Exploradora se erguía como una vara verde corta, que latía levemente.
—No pareces darte cuenta, prima, de que no tienes poder sobre mi juramento.
Sethra se puso en pie. Gracias a los Señores del Discernimiento, no había desenfundado a Llamahelada. Se interpuso con calma entre ambos.
—Los dos os equivocáis —dijo—. Ninguno tiene la intención de atacar al otro, y ambos lo sabéis. Aliera quiere que Morrolan la mate, lo cual protege su honor y rompe el juramento de él, para que de esta forma pueda matar a Mellar. Morrolan quiere que Aliera le mate, para que rompa las normas sobre los invitados y pueda matar a Mellar. Yo, sin embargo, no tengo la menor intención de permitir que os matéis o deshonréis, para que podáis olvidar las provocaciones.
Permanecieron un momento inmóviles. Después, la sombra de una sonrisa pasó por los labios de Morrolan. También por los de Aliera. Loiosh se asomó y volvió a ocupar su posición sobre mi hombro derecho.
Sethra se volvió hacia mí.
—Vlad —dijo—, ¿no es cierto que tú eres…? —Calló, reflexionó y probó de huevo—. ¿… que conoces a la persona que ha de matar a Mellar?
Me masajeé el cuello y descubrí que estaba bastante tenso.
—Supongo que podría ponerle la mano encima —repliqué con sequedad.
—Bien. Quizá deberíamos empezar a pensar todos en una forma de ayudar a ese tipo, en lugar de maneras de matarnos mutuamente.
Morrolan y Aliera fruncieron el ceño al pensar en la idea de ayudar a un jhereg, y luego se encogieron de hombros.
Elevé una breve oración de agradecimiento a Verra por haber pensado en solicitar la presencia de Sethra.
—¿Cuánto tiempo puede esperar el asesino? —preguntó Sethra.
¿Cómo cono había averiguado tanto?, me pregunté, por enésima vez desde que la conocía.
—Tal vez unos pocos días —contesté.
—Muy bien. ¿En qué podemos ayudarle?
Me encogí de hombros.
—Lo único que se me ocurre es lo que Aliera insinuó antes: seguir su rastro con Exploradora. El problema consiste en que hemos de encontrar una forma de empujarle a marchar pronto sin obligarle, por supuesto.
Aliera volvió a sentarse, pero Morrolan dio media vuelta y se encaminó hacia la puerta.
—Teniendo en cuenta las circunstancias —dijo—, no me parece correcto incluirme en esto. Confío en que ninguno de vosotros —dirigió una mirada significativa a Aliera— quebrantará mi promesa, pero creo que sería incorrecto conspirar contra mi propio invitado. Si me disculpáis…
Hizo una reverencia y salió.
Aliera retomó el hilo de la conversación.
—¿Te refieres a engañarle para que se vaya?
—Algo así. No sé, arrojarle un conjuro para que se considere a salvo. ¿Es posible?
Sethra pareció meditar, pero Aliera se adelantó antes de que pudiera hablar.
—No, no es posible. Creo que podría hacerse, pero, para empezar, Morrolan lo detectaría. En segundo lugar, no podemos utilizar ninguna forma de magia contra él sin violar el juramento de Morrolan.
—¡Por el Desastre de Adron! —exclamé—. ¿Quieres decir que tampoco podemos engañarle?
—No, no —dijo Aliera—. Tenemos las manos libres para convencerle de que se vaya por voluntad propia, aunque tengamos que mentir para conseguirlo, pero no podemos utilizar magia contra él. Morrolan no ve ninguna diferencia entre, pongamos por caso, desintegrarle mediante un rayo de energía o utilizar un implante mental para obligarle a marchar.
—Oh, fantástico —dije—. Supongo que ninguna de las dos tenéis alguna idea sobre cómo lograrlo.
Ambas menearon la cabeza.
Me levanté.
—Muy bien. Vuelvo a mi oficina. Os ruego que penséis en ello y me aviséis si encontráis un método.
Asintieron y se sentaron, enzarzadas ya en una discusión. Pensé que no existían muchas posibilidades de que sacaran algo en claro. Eran muy buenas en sus especialidades respectivas, pero el asesinato no era ninguna de ellas. Por otra parte, tal vez me llevara una sorpresa. En cualquier caso, era muchísimo mejor que trabajaran conmigo que contra mí.
Hice una reverencia y me fui.