5
«La vista demasiado penetrante es peligrosa»
Lo único significativo que sucedió durante el resto del día fue la llegada de un correo del Demonio, junto con una escolta bastante impresionante y varias bolsas grandes: los sesenta y cinco mil imperiales. Ya era oficial; me había comprometido.
Di las bolsas a Kragar para que las guardara en la caja fuerte y me dirigí a casa. Estaba seguro de que mi mujer sabía que algo se estaba cociendo, pero no hizo preguntas. Carecía de motivos para no contárselo, pero no lo hice.
A la mañana siguiente, encontré un sobrecito sobre mi escritorio. Lo abrí, y varios cabellos humanos, o dragaeranos, cayeron. Iban acompañados de una nota que rezaba: «De su almohada. K.». Destruí la nota y establecí contacto mental con mi mujer.
¿Sí, Vlad?
¿Estás ocupada, cariño?
No mucho. Estaba practicando el lanzamiento de cuchillo.
¡Oye, no me gusta que hagas eso!
¿Por qué?
Porque ya me ganas siete veces de cada diez.
Voy a por las ocho. Últimamente, estás un poco torpe. ¿Qué pasa? ¿Tienes algún «trabajo» para mí?
No caerá esa breva. Pásate por aquí y te lo contaré.
¿Ahora mismo?
Cuando te vaya bien.
De acuerdo. No tardaré.
Estupendo. Ve al laboratorio.
Oh, exclamó, y el vínculo se rompió.
Avisé al recepcionista de que no iba a recibir mensajes durante las siguientes dos horas y bajé algunos tramos de escalera. Loiosh viajaba complacido sobre mi hombro izquierdo y miraba a su alrededor como si estuviera realizando una inspección. Llegué a una pequeña habitación del sótano y abrí la puerta con mi llave.
En este edificio, las cerraduras resultan casi inútiles como medio de impedir la entrada a la gente, pero son eficaces como manera de anunciar «Privado».
Era una habitación bastante pequeña, con una mesa baja en el centro exacto y varias lámparas montadas a lo largo de la pared. Las encendí. En un rincón había un pequeño cofre. Sobre el centro de la mesa descansaba un brasero, que contenía algunos pedazos de carbón sin utilizar. Los saqué y busqué más en el cofre.
Enfoqué la vista un breve instante en una de las velas, y fui recompensado con una llama. La usé para encender las demás, y luego apagué las lámparas.
Consulté la hora y comprobé que aún faltaba un ratito para que pudiera contactar con Daymar. Examiné la colocación de las velas y contemplé las llamas oscilantes un momento.
Saqué algunos elementos más del cofre, incluido un trozo de incienso. Los dejé sobre la mesa, al lado del brasero, y deposité el incienso entre los carbones. A continuación, cogí una vela y acerqué la llama al carbón. Un momento de concentración, y el fuego se esparció con decisión y rapidez. El aroma del incienso empezó a introducirse en los diversos recovecos y rincones de la habitación.
Cawti no tardó en llegar y me saludó con una sonrisa radiante. Era una mujer oriental, menuda y bella, de cabello negro dzur y movimientos elegantes y ágiles. De haber sido dragaerana, es probable que hubiera nacido en la Casa de Issola, y les habría dado lecciones a todos sobre la «finura». Y también sobre la «sorpresa».
Tenía las manos pequeñas pero fuertes, y era capaz de sacar cuchillos de la nada. Sus ojos brillaban como fuego, a veces con el malicioso placer de una niña traviesa, a veces con la fría pasión de un asesino profesional, a veces con la furia de un Señor Dragón rumbo a la batalla.
Cawti era uno de los asesinos más mortíferos que había conocido. Ella y su socia, por aquel entonces una Señor Dragón caída en desgracia, habían formado uno de los equipos de asesinos más solicitados de la Casa jhereg, y habían adoptado el apelativo, más bien melodramático, de «La Espada y El Cuchillo». Consideré un gran honor el hecho de que un enemigo mío considerara que valía la pena gastarse el dinero en alquilar al dúo para eliminarme. Me quedé muy sorprendido cuando desperté después y descubrí que no habían conseguido matarme de forma permanente. Gracias a la agilidad mental de Kragar, la velocidad y capacidad combativa de Morrolan, y el talento excepcional de Aliera para curar y resucitar.
Algunas parejas se enamoran y acaban matándose mutuamente. Nosotros lo hicimos al revés.
Cawti era también una bruja competente, aunque no tan experta como yo. Le expliqué lo que íbamos a necesitar, y después charlamos de trivialidades.
¡Jefe!
¿Sí, Loiosh?
Lamento interrumpir…
Y un huevo.
… pero es hora de contactar con Daymar.
¿Ya? De acuerdo, gracias.
De nada, supongo.
Pensé en Daymar, me concentré, recordé el «tacto» de su mente.
¿Sí?, dijo. Era una de las escasas personas cuya voz podía oír cuando estábamos en contacto. En los otros casos, era porque las conocía lo bastante bien para que mi mente las reprodujera.
¿Te importaría hacer acto de presencia?, pregunté. Nos gustaría empezar el conjuro.
De acuerdo. Déjame… Vale, te tengo localizado. Ahora voy.
Espera un momento, para que desactive algunos protectores y alarmas. No quiero que cuarenta cosas se desconecten cuando te teleportes.
Ordené que desconectaran unos segundos nuestros protectores de teleportación. Daymar apareció delante de mí, flotando, con las piernas cruzadas, a un metro del suelo. Puse los ojos en blanco. Cawti meneó la cabeza con tristeza. Loiosh siseó. Daymar se encogió de hombros, estiró las piernas; se levantó.
—Te has dejado los rayos y los truenos —le dije.
—¿Quieres que vuelva a probarlo?
—Da igual.
Daymar medía unos dos metros y veinte centímetros. Poseía las facciones afiladas y bien cinceladas de la Casa del Halcón, si bien eran algo más suaves que las de la mayoría de Señores Halcones que había conocido. Era increíblemente delgado, casi transparente. Daba la impresión de que sus ojos casi nunca se enfocaban en algo concreto; parecía que miraba más allá de lo que estaba observando, o que escudriñara el interior del objeto de su interés. Éramos amigos desde la época en que casi le había matado por sondear a uno de mis muchachos. Lo había hecho por pura curiosidad, y creo que nunca llegó a comprender mi reacción.
—Bien, ¿a quién quieres localizar? —preguntó Daymar.
—A un jhereg. Con suerte, conseguiré lo que necesitas para rastrearle. ¿Te servirá esto?
Le tendí un pequeño cristal que había sacado del cofre. Lo inspeccionó con atención, pero que me aspen si sé lo que iba buscando. Asintió y me lo devolvió.
—He visto mejores —comentó—, pero servirá.
Lo dejé con cuidado a la derecha del brasero. Abrí el sobre que me había enviado Kiera y extraje una media docena de cabellos. Los dejé encima del sobre, a la izquierda del brasero; reservé el resto por si había que repetir el conjuro.
Era interesante, reflexioné, constatar cuánto se parece un conjuro de brujería a un asesinato, y hasta qué punto eso mismo les distingue de la magia. Para utilizar la magia, basta con apoderarse de algo de poder, mediante el vínculo con el Orbe Imperial, modelarlo y arrojarlo. Con la brujería, sin embargo, hay que planearlo todo con suma meticulosidad, para que en el último momento no tengas que buscar algún adminículo que necesites.
La habitación empezó a llenarse de humo, con el persistente aroma del incienso. Ocupé mi lugar frente al brasero. Cawti, automáticamente, se situó a mi derecha, e indiqué a Daymar que se pusiera a mi izquierda, algo más atrás. Dejé mi mente vagar, hasta acoplarse con la de Cawti. No era necesario que existiera contacto físico entre nosotros para que ocurriera, uno de los motivos por los que me gusta trabajar con ella. Una de las ventajas más evidentes de la brujería sobre la magia consiste en que más de un brujo puede participar en un solo conjuro. Noté que mi poder disminuía y aumentaba al mismo tiempo, lo cual resulta extraño si lo dices y más extraño aún si lo experimentas.
Posé unas hojas sobre los carbones, que emitieron los consabidos sonidos siseantes. Eran hojas anchas y grandes del árbol Heaken, que sólo crece en Oriente. Las habían preparado empapándolas en agua purificada durante cierto número de horas, y con diversos conjuros. Una enorme gota de humo vaporoso se elevó, y Cawti empezó a cantar, en voz baja, casi inaudible. Cuando las hojas empezaron a ennegrecerse y quemarse, mi mano izquierda tocó el sobre y los cabellos. Los enrollé alrededor de mis dedos durante un momento. Noté que empezaban a suceder cosas. La primera señal auténtica de que un conjuro de brujería empieza a obrar algún efecto es cuando ciertos sentidos comienzan a agudizarse. En este caso, mis dedos percibían por separado cada cabello, y casi podía distinguir los diminutos detalles de cada uno. Los dejé caer sobre las hojas quemadas, mientras el cántico de Cawti adquiría mayor intensidad, y casi fui capaz de entender las palabras.
En aquel momento, una súbita oleada de poder inundó mi mente. Me sentí mareado, y habría perdido mi control del conjuro si me hubiera dejado llevar. Un pensamiento cobró vida, y oí la seudovoz de Daymar decir: ¿Te importa si te ayudo?
No contesté y traté de reunir más energía psíquica que nunca. Experimenté un breve impulso de contestar «¡No!», y devolverle la energía con todas mis fuerzas, pero no habría conseguido otra cosa que herir sus sentimientos. Observé mi cólera hacia aquella interferencia no solicitada como si fuera la de un extraño.
Cualquier conjuro, por trivial que sea, implica cierto grado de peligro. Al fin y al cabo, estás creando una fuerza de energía a partir de tu propia mente, y la manipulas como si fuera algo externo. Sé de brujos cuyas mentes han sido destruidas por manejar mal este poder. Daymar no podía saberlo, por supuesto. Se estaba portando como de costumbre, servicial y entrometido.
Apreté los dientes e intenté utilizar mi cólera para controlar las fuerzas que había generado y enfocarlas hacia el conjuro. En algún lugar, percibí que Loiosh se esforzaba por conservar su control y encargarse de lo que yo no podía manejar. Loiosh y yo estábamos tan profundamente vinculados que cualquier cosa que me sucediera repercutiría en él. El vínculo se ensanchó, más y más poder fluyó a su través, y supe que, entre los dos, lograríamos manipularlo, de lo contrario nuestras mentes se quemarían. Me habría asustado tanto como un teckla si mi cólera no hubiera bloqueado el miedo, y esa conciencia de mi miedo tal vez alimentaba mi rabia.
Llegaron a un equilibrio y el tiempo se extendió hasta ambos horizontes. Oí a Cawti como desde muy lejos. Cantaba con energía y potencia, aunque debía de haber percibido la reacción de las fuerzas tanto como yo. Ella también colaboraba. Tenía que dirigir la energía hacia el conjuro, o se liberaría de alguna otra forma. Recuerdo que pensé, en aquel momento, Daymar, si dañas la mente de mi familiar, eres dragaerano muerto.
Loiosh se esforzaba. Sentí que había llegado casi al límite, intentaba absorber poder, controlarlo, canalizarlo. Por eso los brujos tienen familiares. Creo que me salvó.
Noté que el control triunfaba, y me esforcé por conservarlo el tiempo suficiente para arrojarlo al conjuro. Experimenté el deseo de liquidar a toda prisa el siguiente paso, pero resistí la tentación. No hay que precipitarse en ninguna fase de un conjuro de brujería.
Los cabellos se estaban quemando. Se fundieron y combinaron con una parte del vapor y el humo, y aún debían de estar vinculados a su dueño. Me esforcé por identificar qué voluta de humo concreta contenía la esencia de aquellos cabellos quemados y, por consiguiente, constituía un vínculo inquebrantable con mi objetivo.
Levanté los brazos hasta que mis manos llegaron al perímetro externo de la nube blancogrisácea. Sentí el cuádruple tirón de energía; de mí a Daymar, a Loiosh, a Cawti, y viceversa. Dejé que fluyera por mis manos, hasta que el humo dejó de subir, la primera señal visible de que el conjuro estaba obrando efecto. Lo retuve un instante y acerqué poco a poco una mano hacia la otra. El humo se hizo más denso delante de mí, y lancé la energía retenida a su través…
Se oye un grito de «¡carguen!» y cinco mil dragones se lanzan hacia el lugar donde el ejército oriental está atrincherado… Haciendo el amor con Cawti la primera vez: el momento de la penetración, aun más que el de la liberación; me pregunto si piensa matarme antes de que hayamos terminado, pero me da igual… El héroe dzur, en marcha solitaria hacia la montaña Dzur, ve a Sethra Lavode erguida ante él, con Llama helada viva en la mano… Una chiquilla de grandes ojos pardos me mira y sonríe… El rayo de energía, visible como una ola negra, vuela hacia mí y giro Rompehechizos hacia él, mientras me pregunto si funcionará… Miera se yergue ante la sombra de Kieron el Conquistador, en mitad de las Salas del Juicio, en los Senderos de los Muertos, más allá de la Cascadas de la Puerta de la Muerte…
Y con todo ello, en aquel momento, retuve en mi mente todo cuanto sabía de Mellar, y toda mi cólera hacia Daymar, y sobre todo ello, por encima de todo, mi deseo, mi voluntad, mi esperanza. Lo lancé hacia la pequeña nube de vapor-humo que se alzaba del brasero; la lancé a su través, más allá, a su interior, hacia aquel con quien estaba unida.
Cawti cantaba a plena voz, sin que se le quebrara en ningún momento, con palabras que yo aún no podía identificar. Loiosh, dentro de mí, parte de mi ser, buscaba y acechaba. Y Daymar, alejado de nosotros, y pese a ello parte de nosotros, destacaba como un faro, que yo aferré, modelé y atravesé.
Percibí una respuesta. Lentamente, muy lentamente, una imagen se formó en el humo. Le comuniqué más energía cuando empezó a adquirir definición. Me obligué a no hacer caso de la cara, pues en aquel punto sólo era una distracción. Y, con agonizante lentitud, bajé… mi… mano… derecha… y… empecé… a… perder… el… control… del… conjuro…
Fracción a fracción de segundo, Loiosh recuperé las hebras de control, las aceptó, las manipuló. En aquel momento, el cansancio era mi enemigo, y lo combatí. El jhereg se había hecho cargo del poder, y lo estaba controlando todo, ¡por las escamas verdes de Barlen!
Me permití mirar la imagen por primera vez cuando mi mano derecha encontró el pequeño cristal. El rostro era de mediana edad y poseía facciones que recordaban la Casa del Dzur. Alcé con cuidado el cristal a la altura de los ojos, derramé los últimos restos de control sobre el conjuro y contuve el aliento.
La imagen estaba fija; había adiestrado bien a Loiosh. Cawti ya no cantaba. Había cumplido su cometido, y ahora se limitaba a proporcionar poder para la última fase del conjuro. Estudié la imagen a través del cristal, cerré mi ojo izquierdo. Se veía distorsionada, por supuesto, pero daba igual; era suficiente para identificarla.
Un momento de intensa concentración. Tomé la energía que Cawti y Daymar me estaban ofreciendo y quemé la cara que contenía el recipiente. Mi ojo derecho quedó cegado un momento, y me sentí un poco mareado cuando me concentré en el cristal, mientras intentaba gastar el exceso de poder que habíamos creado.
Oí que Cawti suspiraba y se relajaba. Me derrumbé contra la pared, y Loiosh se derrumbó sobre mi cuello. Oí que Daymar suspiraba. Ahora, había una niebla lechosa en el interior del cristal. Supe, sin intentarlo, que por un mero acto de voluntad la niebla se disiparía y aparecería la cara de Mellar. Aún más importante, existía ahora una conexión entre Mellar, estuviera donde estuviera, y el cristal. Las posibilidades de que detectara el vínculo eran casi inexistentes. Expresé mi satisfacción a Cawti con un cabeceo, y dedicamos varios minutos a recuperar nuestro aliento colectivo.
Al cabo de un rato apagué las velas, y Cawti encendió las lámparas de la pared. Abrí el respiradero para que el humo se fuera, junto con el olor a incienso, que ahora parecía empalagoso y dulzón. La habitación se iluminó, y paseé la vista a mi alrededor. Daymar tenía una expresión distante, y Cawti parecía congestionada y cansada. Tuve ganas de pedir vino a alguien de arriba, pero hasta la energía necesaria para establecer contacto psiónico se me antojó excesiva.
—Bien —anuncié a la habitación en general—, creo que no tenía protección contra la brujería.
—Ha sido muy interesante, Vlad —comentó Daymar—. Gracias por dejarme participar.
De pronto, comprendí que no tenía ni idea de que había estado a punto de destruirme con su «ayuda». Intenté imaginar una forma de decírselo, pero abandoné. Ya lo recordaría en otra ocasión venidera, si me acompañaba en otra sesión de brujería.
Le tendí el cristal; lo aceptó. Lo estudió con atención unos segundos, y después asintió poco a poco.
—Bien, ¿puedes localizarle con eso?
—Creo que sí. Al menos, lo intentaré. ¿Tienes mucha prisa?
—Mejor que lo averigües lo antes posible.
—De acuerdo. Por cierto, ¿por qué le buscas?
¿Por qué quieres saberlo?
—Oh, simple curiosidad. Ya me lo imaginaba.
—Prefiero callarlo, si no te importa.
—Como quieras —contestó, enfurruñado—. Vas a matarle, ¿eh?
—Daymar…
—Lo siento. Cuando le encuentre, te avisaré. Cuestión de uno o dos días.
—Estupendo. Ya nos veremos. Claro que —dije, después de pensarlo mejor—, bastará con que se lo comuniques a Kragar.
—De acuerdo —contestó. Asintió y desapareció.
Obligué a mis piernas a moverse y me despegué de la pared. Apagué las lámparas y ayudé a Cawti a salir. Cerré la puerta con llave.
—No nos iría nada mal echar algo al coleto —dije.
—Me parece magnífico. Después, un baño, y después, veinte años de sueño.
—Ojalá pudiera arrancar tiempo para las dos últimas cosas, pero he de volver a trabajar.
—De acuerdo —contestó en tono desenvuelto—. Dormiré por ti.
—De menuda ayuda me sirves.
Subimos la escalera, apoyados el uno en el otro, peldaño a peldaño. Percibí que Loiosh, todavía recostado contra mi cuello, dormía.