Capítulo 4

4

«La inspiración requiere preparación»

Mi recepcionista, en los dos años que lleva conmigo, ha matado a tres personas ante la puerta de mi oficina.

Una era un asesino cuya excusa no funcione. Las otras dos eran tontos, perfectamente inocentes, que se lo habrían debido pensar dos veces antes de intentar apartarle de su camino.

A él le mataron una vez, mientras estorbaba a otro asesino el tiempo suficiente para que yo escapara heroicamente por la ventana. Experimenté un gran alivio cuando logramos resucitarle. Realiza las funciones de guardaespaldas, secretario, amortiguador de golpes y lo que Kragar o yo necesitemos. Puede que sea el recepcionista mejor pagado de Dragaera.

Eh, jefe.

¿Sí?

Esto…, Kiera ha llegado.

¡Estupendo! Hazla entrar.

Es Kiera la ladrona, jefe. ¿Está seguro?

Por completo, gracias.

Pero… Vale. ¿He de acompañarla y vigilar…?

No es necesario (ni suficiente, pensé para mis adentros). Hazla entrar.

Vale. Como desee.

Dejé los papeles y me levanté cuando la puerta se abrió. Una pequeña forma femenina dragaerana entró en la habitación. Recordé con cierta sorna que la primera vez que nos encontramos pensé que era alta, pero claro, sólo tenía once años en aquel tiempo. Me sacaba una cabeza, pero ahora ya estaba acostumbrado a la diferencia de tamaño.

Se movió con gracia y desenvoltura, de forma que casi me recordó a Mario. Flotó hasta mí y me saludó con un beso que habría puesto celosa a Cawti, de haber sido celosa. Respondí de la misma forma y le acerqué una silla.

Kiera tenía una cara afilada, bastante angulosa, sin características de la Casa apreciables; su ausencia era típica de los jheregs.

Se sentó y paseó la vista alrededor de la oficina. Sus ojos saltaron de un lugar a otro, tomaron nota de los elementos significativos. No me sorprendió. Ella me había enseñado a hacerlo. Por otra parte, sospeché que estaba buscando cosas diferentes de las que yo habría buscado.

Me dedicó una sonrisa.

—Gracias por venir, Kiera —dije, con el mayor sentimiento posible.

—Es un placer —contestó en voz baja—. Bonita oficina.

—Gracias. ¿Como van los negocios?

—No van mal, Vlad. Hace tiempo que no me han ofrecido contratos de trabajo, pero me las arreglo bien por mí misma. ¿Y tú?

Meneé la cabeza.

—¿Algún problema? —preguntó, con auténtica preocupación.

—Otro ataque de codicia.

—Oh oh. Sé lo que significa eso. Alguien te ha ofrecido algo demasiado gordo para dejarlo escapar, ¿eh? Y no te has podido resistir, así que estás desbordado, ¿no?

—Algo así.

Meneó lentamente la cabeza. Loiosh voló hacia ella y se posó sobre su hombro. Ella renovó su amistad, rascándole bajo la barbilla.

—La última vez que pasó —dijo al cabo de unos instantes—, te encontraste luchando contra un mago de Athyra, en su propio castillo, según creo recordar. Esas cosas no son buenas para la salud, Vlad.

—Lo sé, lo sé, pero recuerda que gané.

—Con ayuda.

—Bueno…, sí. Nunca va mal un poco de ayuda.

—Nunca. Lo cual, imagino, es lo que me ha traído aquí. Debe de ser algo gordo, de lo contrario no habrías querido que nos encontráramos aquí.

—Aguda como siempre. No sólo gordo, sino feo. No puedo correr el riesgo de que alguien se entere. Espero que nadie te haya visto entrar. No puedo correr el riesgo de que me vean contigo, y que ciertas personas adivinen que te he informado sobre lo que pasa.

—Nadie me ha visto entrar.

Asentí. La conocía. Si decía que nadie la había visto, no tenía motivos para dudar de su palabra.

—Pero —continuó— ¿qué va a decir tu gente cuando averigüe que me he encontrado contigo en tu propia oficina? Van a pensar que al fin te has metido «en la jungla», ya sabes.

Sonrió un poco; me estaba poniendo el cebo. Era consciente de su reputación.

—Ningún problema —contesté—. Correré la voz de que somos amantes desde hace años.

Kiera lanzó una carcajada.

—Muy buena idea, Vlad. ¡Deberíamos haber pensado en ello hace ciclos!

Esta vez fui yo quien rio.

—¿Y qué dirían tus amigos? ¿Kiera la Ladrona, liada con un oriental? Nanay.

—No dirán nada. Tengo un amigo que hace «trabajos».

—A propósito.

—Exacto. Al grano. Supongo que quieres que robe algo.

Asentí.

—¿Conoces a un tal lord Mellar, de la Casa Jhereg? Creo que, oficialmente, es un conde, un duque o algo por el estilo.

Sus ojos se dilataron un poco.

—A por caza mayor, ¿en, Vlad? Ya lo creo que estás desbordado. Le conozco, en efecto. Le he ayudado un par de veces.

—¡No será hace poco! —dije, con una repentina sensación de alarma.

Ella me miró con aire perplejo, pero no preguntó a qué me refería.

—No, en los últimos meses no. Fue de lo más normal, en ambas ocasiones. Un simple intercambio de favores. Ya sabes cómo es eso.

Asentí, muy aliviado.

—¿No será amigo tuyo o algo así?

Negó con la cabeza.

—No. Nos hicimos mutuos favores. No estoy en deuda con él.

—Bien. Y hablando de deudas, por cierto… —Dejé una bolsa frente a ella. Contenía quinientos imperiales. No la tocó aún, por supuesto—. ¿Querrías que te debiera otro favor?

—Siempre me alegra que estés en deuda conmigo. ¿Qué tiene él que tú quieras?

—Varias cosas. Una prenda de ropa estaría bien. Cabello sería excelente. Cualquier cosa que haya tenido una larga relación con él.

Kiera meneó la cabeza una vez más, con burlona tristeza.

—¿Más brujería oriental, Vlad?

—Temo que sí —admití—. Ya sabes cómo somos, no podemos pasar sin ella.

—Lo creo. —Cogió la bolsa y se levantó—. Trato hecho. No tardaré más de uno o dos días.

—No hay prisa —mentí. Me levanté y la despedí con una reverencia.

—¿Cuánto tiempo crees que tardará en realidad? —preguntó Kragar.

—¿Cuánto tiempo llevas sentado ahí?

—No mucho.

Meneé la cabeza, disgustado.

—No me sorprendería que lo tuviera mañana.

—No está mal. ¿Has hablado con Daymar?

—Sí.

—¿Y?

Expliqué el resultado de nuestra conversación. Se desentendió de los detalles técnicos de la brujería, pero captó lo esencial. Rio un poco cuando comenté que Daymar había logrado incluirse en el conjuro.

—Bien, ¿crees que funcionará? —preguntó.

—Daymar piensa que sí; yo también.

Pareció satisfecho con la respuesta.

—Así que no nos moveremos hasta que tengamos noticias de Kiera. ¿no?

—Exacto.

Bien. Creo que iré a descabezar un sueñecito.

—Inexacto.

¿Qué pasa ahora, oh, Amo?

—Te estás volviendo tan malo como Loiosh.

¿Qué significa eso, jefe?

Cierra el pico, Loiosh.

De acuerdo, jefe.

Recogí las notas sobre Mellar que había estado leyendo y se las pasé a Kragar.

—Lee —dije—. Dime lo que piensas.

Les echó un breve vistazo.

—Esto es mucho.

—Sí.

—Oye, Vlad, me duelen los ojos. ¿Qué te parece mañana?

—Lee.

Suspiró y empezó a leer.

—¿Sabes lo que me llama la atención, Vlad? —preguntó un rato después.

—¿Qué?

—Hay algo raro en este tipo desde que apareció por primera vez en la organización.

Pasó las notas a toda prisa y continuó.

—Se movió con demasiada rapidez. Llegó desde la nada a la cumbre en poco más de diez años. Eso es mucha rapidez. Nunca he oído de nadie que se moviera tan deprisa, excepto tú, y tienes la excusa de ser un oriental.

»O sea —prosiguió—, empieza como protector de un pequeño burdel, ¿no? Un matón. Un año después es el amo del local. Otro año después, tiene diez más. En ocho años se apodera de un territorio mayor del que tienes ahora. Un año después borra del mapa a Terion y ocupa su lugar en el Consejo. Y al cabo de otro año roba los fondos del Consejo y se desvanece. Casi parece que lo hubiera planeado todo desde que empezó.

—Ummm. Entiendo lo que dices, pero ¿no son diez años demasiado tiempo para preparar un trabajo?

—Estás pensando otra vez como un oriental, Vlad. No es mucho tiempo si tu esperanza de vida alcanza los dos o tres mil años.

Asentí y reflexioné sobre lo que había insinuado.

—No lo entiendo, Kragar. ¿Cuántos imperiales se llevó?

—Nueve millones —contestó, casi con reverencia.

—Exacto. Bien, es mucho dinero. Es muchísimo dinero. Si alguna vez consigo una décima parte de esa cantidad de un solo golpe, me retiro. ¿Abandonarías un puesto en el Consejo por eso?

Kragar fue a hablar, pero no lo hizo.

—No es la única forma de conseguir nueve millones de imperiales. No es la mejor, la más rápida ni la más fácil. Podría haber ido por libre y ganar más que eso durante los mismos diez años. Podría haber atracado la Tesorería del Dragón, doblando la cantidad sin correr el menor riesgo.

—Es verdad —asintió—. ¿Estás diciendo que no iba a por el dinero?

—En absoluto. Estoy sugiriendo que acaso haya experimentado una repentina necesidad de embolsarse unos cuantos millones, y era la única forma de obtenerlos a toda prisa.

—No sé, Vlad. Si te fijas en el conjunto de su historial, da la impresión de que lo hubiera planeado desde el primer momento.

—Pero ¿por qué, Kragar? Nadie trepa hasta un asiento del Consejo por dinero. Para hacer algo así, has de ir a por el poder…

—Tú lo sabrás bien —se burló Kragar.

—… y no echas por la borda ese poder, a menos que sea necesario.

—Quizá perdió el interés. Quizá perseguía la emoción de llegar a la cumbre, y cuando lo consiguió fue a por otra emoción.

—Si eso es cierto, emociones no le van a faltar. Hasta le sobrarán. Pero ¿no va eso contra tu teoría de «Él-Lo-Planeó-Todo-Desde-El-Principio»?

—Supongo que sí. Empiezo a tener la impresión de que nuestra información es insuficiente; nos limitamos a elucubrar.

—Muy cierto. ¿Qué te parece si empiezas a reunir información?

—¿Yo? Escucha, Vlad, he llevado las botas al zapatero para que me cambie las suelas. ¿Por qué no contratas a un lacayo para que haga el trabajo peatonal por nosotros?

Le conté dónde podía contratar al lacayo y qué trabajo podía encargarle. Suspiró.

—Está bien, me largo. ¿En qué vas a trabajar tú?

Reflexioné un momento.

—En un par de cosas —contesté—. Para empezar, voy a tratar de pensar en un motivo sólido para que alguien decida abandonar de repente el Consejo, de tal forma que toda la Casa Jhereg siga el rastro de su culo. Además, voy a ponerme en contacto con el círculo de espías de Morrolan y con algunos de nuestros muchachos. Quiero extraer toda la información posible, y no será perjudicial que los dos nos dediquemos a ello. Después… creo que haré una visita a lady Aliera.

Kragar estaba a medio camino de la puerta, pero cuando terminé de hablar, se detuvo y dio media vuelta.

—¿Quién? —preguntó con incredulidad.

—Aliera e’Rieron, de la Casa del Dragón, prima de Morr…

—Sé quién es. Es que no podía creer que hubiera oído bien. ¿Por qué no vas a ver a la emperatriz, ya que estás en ello?

—Hay algunos interrogantes sobre ese individuo que me interesa despejar, y son la especialidad de ella. ¿Por qué no? Hace mucho tiempo que somos amigos.

—Es una dragón, jefe. No creen en el asesinato. Lo consideran un delito. Si vas a verla y…

—Kragar —le interrumpí—, no he dicho que vaya a verla para decirle: «Aliera, estoy intentando asesinar a ese tipo, y he pensado si te gustaría ayudarme a tenderle el lazo». Reconoce que soy algo diplomático, ¿no? Sólo necesitamos encontrar una excusa razonable para que se interese por Mellar, y nos ayudará con mucho gusto.

—Sólo una «excusa razonable», ¿eh? Por pura curiosidad, ¿tienes alguna idea de cómo encontrar esa excusa?

—A decir verdad —contesté en un tono desagradable—, sí. La más sencilla del mundo. Te asigno la misión.

—¿A mí? Maldita sea, Vlad, ya me has puesto a trabajar en sus antecedentes, así como en tratar de imaginar un acontecimiento inexistente que proporcione una razón insuficiente para que un jhereg desaparecido haga lo imposible. No puedo…

—Claro que puedes. Gozas de toda mi confianza.

—Ve a lamer huevos yendi. ¿Cómo?

—Ya se te ocurrirá algo.