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«No hay sustituto para los buenos modales…, excepto los reflejos rápidos».
La Llama Azul se encuentra en una calle corta llamada Copper Lane, que parte de Lower Kieron Road. Llegué con quince minutos de antelación y elegí con todo cuidado una silla de espaldas a la puerta. Había decidido que si Loiosh, trabajando en colaboración con la gente que habíamos infiltrado en el restaurante, era incapaz de advertirme, daría igual que estuviera de espaldas o de cara a la puerta. De esta forma, en caso de que la cita fuera auténtica, posibilidad hacia la que apuntaban todas mis sospechas, demostraba al Demonio que confiaba en él y negaba cualquier sensación de «irrespetuosidad» que pudiera experimentar al ver que había traído protección. Loiosh estaba subido a mi hombro izquierdo y vigilaba la puerta.
Pedí vino blanco y esperé. Localicé a uno de mis agentes lavando platos, pero no identifiqué a ninguno de los independientes. Estupendo. Si yo no era capaz de localizarles, existían buenas posibilidades de que el Demonio tampoco. Bebí mi vino a lentos sorbos, aún riendo del encuentro que había sostenido con el teckla (¿cómo se llamaba?) al que habían asaltado. Había ido bastante bien, pese a que me costó un enorme esfuerzo reprimir las carcajadas a causa de las constantes súplicas psiónicas de mi jhereg: «Oh, jefe, por favor, te lo ruego, ¿puedo comérmelo?». Tengo un familiar muy desagradable.
Mantuve un férreo control sobre la cantidad de vino que bebía; lo último que necesitaba era atontarme. Flexioné el tobillo derecho y noté contra la pantorrilla el contacto tranquilizador del mango de uno de mis cuchillos. Aparté la mesa unos cinco centímetros, pues estaba sentado en un reservado y no podía mover la silla. Tomé nota de la posición de las especias sobre la mesa, como armas arrojadizas u objetos que pudieran servir de estorbo. Y esperé.
Cinco minutos después de la hora, según el Reloj Imperial, recibí un aviso de Loiosh. Crucé el brazo derecho sobre la mesa, de manera que mi mano quedó a cinco centímetros de la manga izquierda, una distancia prudencial para coger un arma. Un individuo alto y corpulento, tipo guardaespaldas, apareció ante mi mesa, saludó con la cabeza y retrocedió. Un dragaerano bien vestido, de negro y gris, se acercó y tomó asiento delante de mí.
Esperé a que hablara. Él había convocado la reunión, de modo que a él le tocaba fijar el tono. De repente, sentí la boca muy seca.
—¿Sois Vladimir Tallos? —preguntó. Pronunció mi nombre correctamente.
Asentí y bebí un sorbo de vino.
—¿Sois el Demonio?
Asintió. Le ofrecí vino y bebimos a nuestra salud mutua. Yo no habría puesto la mano en el fuego por la sinceridad del brindis. Mi mano no tembló cuando extendí el brazo. Bien.
El Demonio bebió con delicadeza, sin dejar de mirarme. Todos sus movimientos eran lentos y controlados. Creí ver una daga escondida en su manga derecha; reparé en un par de bultos que deformaban su capa, tal vez otras armas. Es probable que él se fijara también en las mías. Era muy joven para el cargo que ostentaba. Aparentaba entre ochocientos y mil años, que equivalen a entre treinta y cinco y cuarenta en los humanos. Tenía esos ojos que siempre dan la impresión de no poderse abrir apenas. Como los míos, dicen. Kragar tenía razón: aquel hombre era un asesino.
—Tenemos entendido —dijo, mientras daba vueltas al vino en la copa— que hacéis «trabajos».
Controlé una expresión de sorpresa. ¿Iba a ofrecerme un contrato? ¿Por qué? Quizá era una simple añagaza para pillarme desprevenido. No podía creerlo. Si de veras me quería para algo, hubiera debido pasar por media docena de intermediarios.
—Temo que no —dije, calculando mis palabras—. No me gusta verme mezclado en ese tipo de cosas. —Y luego agregué—: Tengo un amigo que sí.
El Demonio apartó la vista un momento, y asintió con la cabeza.
—Entiendo. ¿Podríais ponerme en contacto con ese «amigo»?
—No sale mucho —expliqué—. Puedo enviarle un mensaje, si queréis.
El Demonio volvió a asentir, sin mirarme.
—Supongo que vuestro «amigo» también será oriental.
—A decir verdad, sí. ¿Es importante?
—Tal vez. Decidle que nos gustaría que trabajara para nosotros, si está libre. Confío en que tenga acceso a vuestras fuentes de información. Sospecho que este trabajo necesitará de todas ellas.
¡Oh, oh! ¡Por eso había acudido a mí! Sabía que mis métodos de obtener información eran tan buenos que incluso a él le costaría igualarlos. Me permití un levísimo optimismo cauto. Tal vez hablaba en serio. Por otra parte, aún no entendía por qué había venido en persona.
Había varias preguntas que ardía en deseos de formularle, como «¿Por qué yo?» y «¿Por qué vos?», pero no podía abordarle de una forma tan directa. El problema consistía en que no iba a proporcionarme más información hasta que me hubiera arrancado cierto grado de compromiso…, pero yo no me sentía predispuesto a comprometerme hasta saber más.
¿Alguna sugerencia, Loiosh?
Podrías preguntarle quién es el objetivo.
Eso es exactamente lo que no quiero hacer. Me comprometería.
Sólo si contesta.
¿Por qué crees que no va a contestar?
Soy un jhereg, ¿recuerdas?, contestó con sarcasmo. Tenemos intuición sobre esas cosas.
Una de las grandes habilidades de Loiosh es rebatirme con mis propios argumentos. Lo peor era que tal vez estaba diciendo la verdad.
El Demonio permaneció educadamente silencioso durante la conversación psiónica, o bien porque no se dio cuenta, o por pura cortesía. Sospeché lo último.
—¿Quién? —pregunté en voz alta.
El Demonio se volvió hacia mí y me miró durante lo que se me antojó mucho rato. Después, volvió la cara de nuevo.
—Alguien que vale para nosotros sesenta y cinco mil imperiales —contestó.
Esta vez no pude controlar mi expresión. ¡Sesenta y cinco mil! Eso era…, a ver…, ¡más de treinta, no, cuarenta veces la tarifa normal! ¡Con ese dinero podría construir a mi esposa el castillo del que hablaba! ¡Cono, podría construirlo dos veces! ¡Podría jubilarme! Podría…
—¿Detrás de quién vais? —pregunté otra vez, y obligué a mi voz a mantenerse firme—. ¿De la emperatriz?
El Demonio sonrió apenas.
—¿Vuestro amigo está interesado? Esta vez no capté las comillas.
—En eliminar a la emperatriz no.
—No os preocupéis. No contamos con Mario.
Había cometido un error. Me puse a pensar… Por el dinero que ofrecía, podía contratar a Mario. ¿Por qué no lo hacía?
Se me ocurrió un motivo al instante: la persona a la que había que eliminar era un pez tan gordo que, a continuación, el encargado del trabajo también sería liquidado. Por eso no lo habían intentado con Mario; pero conmigo sí. Yo no estaba tan bien protegido, teniendo en cuenta los recursos que el Demonio tenía a su disposición.
También encajaba de otra manera: explicaba por qué el Demonio había acudido en persona. Si pensaba eliminarme después del trabajo, le daba igual que yo supiera quién estaba detrás, y no desearía que lo averiguara mucha gente de su organización. Contratar a alguien para un trabajo y matarle después no es muy honorable…, pero se hace.
Deseché el pensamiento por un instante. Lo que yo deseaba era una idea clara de lo que estaba pasando. Tenía una sospecha, sí, pero yo no era un dzur. Necesitaba algo más que una sospecha para emprender cualquier acción.
La pregunta clave era: ¿a quién quería el Demonio que me cepillara? Alguien lo bastante poderoso para que su asesino muriera también… ¿Un noble de elevada posición? Era posible, pero ¿por qué? ¿Quién se había cruzado en el camino del Demonio?
El Demonio era inteligente, era cauteloso, no se hacía muchos enemigos, formaba parte del Consejo, se… ¡Un momento! ¿El Consejo? Claro, tenía que ser eso. O alguien del Consejo intentaba deshacerse de él, o había llegado por fin a la conclusión de que ser el número dos no era suficiente. Si se trataba de esto último, sesenta y cinco mil no era suficiente. Sabía quién sería la víctima, y era prácticamente intocable. En cualquier caso, no parecía muy esperanzador.
¿Quién más podría ser? ¿Alguien encaramado en la cúpula de la organización del Demonio, que de repente había decidido irse de la lengua con el Imperio? ¡Muy improbable! El Demonio no cometía la clase de errores que conducen a esos desenlaces. No, tenía que ser alguien del Consejo. Y eso significaba, como ya había adivinado, que a quien hiciera el trabajo le costaría muchos esfuerzos seguir con vida después; poseería demasiada información sobre el tipo que le había dado el trabajo, y sabría demasiado sobre las luchas intestinas del Consejo.
Empecé a negar con la cabeza, pero el Demonio levantó la mano.
—No es lo que pensáis —dijo—. El único motivo por el que no hemos intentado conseguir a Mario es porque existen ciertas condiciones inseparables del trabajo…, condiciones que Mario no aceptaría. Así de sencillo.
Experimenté una breve punzada de ira, pero la reprimí antes de que se hiciera patente. ¿Qué coño le impulsaba a pensar que me iba a cargar con condiciones inaceptables para Mario? (Sesenta y cinco mil imperiales, eso era). Reflexioné un poco más. El problema residía en que el Demonio tenía fama de ser decente. No era la clase de tipo que contrataba a un asesino y luego se deshacía de él. Por otra parte, si estaban hablando de sesenta y cinco mil, la situación debía de ser desesperada en algún sentido. Sin duda estaba lo bastante desesperado para hacer cosas de las que, en otras circunstancias, se abstendría.
La cifra «sesenta y cinco mil imperiales» seguía dando vueltas en mi cabeza. Sin embargo, también aparecía otra cifra: ciento cincuenta imperiales. El precio normal de un funeral.
—Creo —dije por fin— que mi amigo no estaría interesado en eliminar a un miembro del Consejo.
Cabeceó como si aprobara la forma en que funcionaba mi cerebro.
—Casi. Un exmiembro del Consejo.
¿Cómo? Más y más adivinanzas.
—No había caído —dije poco a poco— en que existía más de una manera de abandonar el Consejo.
Y si el tipo había optado por aquella manera, no necesitaban mis servicios.
—Ni nosotros —contestó—, pero Mellar la descubrió.
¡Por fin! ¡Un nombre! Mellar, Mellar, a ver… Exacto. Un tipo muy duro. Tenía una organización sólida, cerebro y, bueno, suficientes músculos y recursos para ocupar un puesto en el Consejo. ¿Por qué me lo había dicho el Demonio? ¿Pensaba matarme, a fin de cuentas, si le fallaba, o se arriesgaba para tratar de convencerme?
—¿Cuál fue la manera? —pregunté, y bebí más vino.
—Robar nueve millones de los fondos operativos del Consejo y desaparecer.
Casi me atraganté.
¡Por los sagrados cojones del Fénix Imperial! ¿Fugarse con fondos jhereg? ¿Con fondos del Consejo? Empezaba a dolerme la cabeza.
—¿Cuándo…, cuándo ocurrió eso? —logré articular.
—Ayer. —Estaba examinando la expresión de mi cara. Asintió con semblante sombrío—. Un bastardo con agallas, ¿eh?
Asentí a mi vez.
—Os va a costar mucho trabajo ocultar esto —dije.
—Cierto. No lo lograremos durante mucho tiempo. —Por un momento, un brillo helado apareció en sus ojos, y empecé a comprender cómo se había ganado el apelativo—. Cogió todo cuanto teníamos —dijo con voz tensa—. Todos tenemos nuestros propios fondos, por supuesto, y los hemos utilizado en la investigación, pero a la escala en que estamos trabajando, tardará poco en salir a la luz.
Meneé la cabeza.
—En cuanto se sepa…
—Estaría mejor muerto —terminó el Demonio por mí—, de lo contrario, cualquier ladronzuelo de tres al cuarto va a pensar que puede robarnos. Y alguno lo hará, claro.
En aquel momento, me di cuenta de que podía aceptar el trabajo sin correr riesgos. En cuanto Mellar estuviera muerto, daría igual si se sabía lo que había intentado. Sin embargo, si lo rechazaba, yo me convertía en un gran peligro y, a continuación, en un pequeño cadáver, sospechaba.
De nuevo, dio la impresión de que el Demonio adivinaba mis pensamientos.
—No —dijo, y se inclinó hacia delante—. Os aseguro que, si me rechazáis, no os ocurrirá nada. Sabemos que podemos confiar en vos; por eso hemos venido en vuestra busca.
Me pregunté por un momento si leía mi mente. Decidí que no. No es fácil sondear a un oriental, y dudé que pudiera hacerlo sin que yo me diera cuenta. Y estaba seguro de que no podía hacerlo sin que Loiosh se diera cuenta.
—Claro que si nos rechazáis y os vais de la lengua…
Calló. Reprimí un estremecimiento, y me dediqué a pensar un poco más.
—Me da la impresión de que hay que hacerlo pronto.
El Demonio asintió.
—Por eso no podemos contratar a Mario. No hay manera de darle prisas.
—¿Creéis que podéis dar prisas a mi amigo?
Se encogió de hombros.
—Creo que pagamos bien.
Tuve que darle la razón. Al menos no había límite de tiempo; pero, de hecho, nunca había aceptado «trabajar» sin llegar al compromiso de que dispondría de tanto tiempo como fuera necesario. ¿Hasta qué punto tendría que darme prisa?
—¿Tenéis alguna idea de adonde ha ido?
—Abrigamos fuertes sospechas de que se ha dirigido a Oriente. Al menos, si yo hubiera hecho algo por el estilo, allí me dirigiría.
Meneé la cabeza.
—Eso es absurdo. A los dragaeranos se les trata en Oriente como se trata a los orientales aquí… Peor aún. Se le consideraría, y perdonad la expresión, un demonio. Llamaría tanto la atención como un arma Morganti en el palacio imperial.
El Demonio sonrió.
—Es verdad, pero en esa zona casi carecemos de recursos, así que tardaríamos bastante en enterarnos. Además, hemos enviado en su busca a las mejores brujas de la Mano Izquierda desde que descubrimos lo sucedido, y no hay manera de encontrarle.
Me encogí de hombros.
—Tal vez haya alzado un obstáculo contra los rastreos.
—Lo ha hecho sin la menor duda.
—Bueno, entonces…
No tenéis ni idea de la magnitud del poder que hemos movilizado. Podríamos destruir cualquier obstáculo que hubiera erigido, aunque hiciera mucho tiempo que lo hubiera planeado, fuera quien fuese el hechicero que hubiera erigido el obstáculo. Si estuviera a menos de ciento cincuenta kilómetros de Adrilankha, a estas alturas ya lo habríamos destruido, o al menos descubierto una zona general donde no pudiéramos penetrar.
—Por lo tanto, ¿garantizáis que no se encuentra en un radio de ciento cincuenta kilómetros de la ciudad?
—Exacto. Bien, es posible que esté en la selva occidental, en cuyo caso le localizaremos dentro de uno o dos días, pero yo intuyo que se ha dirigido a Oriente.
Mentí lentamente.
—Por eso habéis acudido a mí, en la suposición de que puedo trabajar mejor allí que un dragaerano.
—Exacto. Además, sabemos que poseéis una red de información formidable, por supuesto.
—Mi red de información no abarca Oriente.
Casi era verdad. Las fuentes de información implantadas en mi tierra natal era escasas y muy alejadas entre sí. En cualquier caso, no existían motivos para informar al Demonio de todos mis recursos.
—Bien —dijo—, eso significa un premio especial para vos. Cuando todo esto termine, es probable que tengáis algo donde no había nada.
Contesté con una sonrisa y asentí levemente.
—Por lo tanto, ¿deseáis que mi amigo vaya al escondite de Mellar y os devuelva el dinero?
—Sería estupendo —admitió—, pero eso es secundario. Lo principal es conseguir que nadie se haga la idea de que puede robarnos con total impunidad. Ni siquiera Kiera, benditos sean sus deditos, lo ha intentado. Añadiré que me tomo el asunto como algo muy personal, y me sentiré muy agradecido con cualquiera que lleve a cabo este trabajito.
Me recliné en la silla y medité durante largo rato. El Demonio guardó un educado silencio. ¡Sesenta y cinco mil imperiales! Además, que el Demonio me debiera un favor era mucho mejor que una puñalada de una daga Morganti en el ojo, sin lugar a dudas.
—¿Morganti? —pregunté. Se encogió de hombros.
—Ha de ser permanente, se haga como se haga. Si por casualidad destruís su alma en el proceso, no lo lamentaré, pero es innecesario. Basta con que termine muerto, sin posibilidad de que nadie le resucite.
—Sí. ¿Decís que la Mano Izquierda está intentando localizarle?
—Exacto. Sus mejores elementos.
—Eso no ayuda en nada a vuestra seguridad.
Volvió a encogerse de hombros.
—Saben quién; ignoran por qué. En lo que a ellos concierne, es un asunto personal entre Mellar y yo. Quizá no lo sepáis, pero la Mano Izquierda concede menos interés a lo que hace el Consejo que el chulo más execrable de la calle. En ese sentido, no me preocupa la seguridad, pero si esto se prolonga demasiado, correrá la voz de que busco a Mellar, y alguien enterado de que el Consejo tiene problemas financieros sumará dos y dos.
—Ya me lo imagino. Bien, sospecho que mi amigo aceptará. Necesitará toda la información que obre en vuestro poder sobre Mellar, para empezar.
El Demonio extendió la mano a un lado. El guardaespaldas, que se había quedado de pie educadamente (y a salvo) a una prudente distancia, le tendió un imponente fajo de papeles. El Demonio me lo pasó.
—Todo está ahí —dijo.
—¿Todo?
—Todo lo que sabemos. Temo que no haya tanto como vos quisierais.
—De acuerdo. —Eché un breve vistazo a las hojas—. Habréis estado muy ocupado —comenté.
Sonrió.
—Si se necesita algo más, me pondré en contacto con vos —dije.
—Muy bien. Es evidente, pero vuestro amigo contará con toda la ayuda que necesite.
—En ese caso, ¿debo suponer que vais a continuar la investigación por vuestra cuenta? Tenéis acceso a mejores hechiceros que mi amigo; podríais perseverar en ese aspecto.
—Es mi intención —replicó con sequedad—. Creo que debería mencionar algo más. Si le localizamos antes que vos y existe la oportunidad, le cazaremos nosotros. No quiero parecer irrespetuoso, pero creo que comprenderéis el carácter especial de la situación.
—No puedo decir que me guste, pero lo comprendo.
En realidad, no me hacía la menor gracia. Mis honorarios no sufrirían, por supuesto, pero cosas como esas pueden causar complicaciones…, y las complicaciones me asustan.
Me encogí de hombros.
—Creo que vos también comprenderéis, y no quiero parecer irrespetuoso, que si algún teckla se interpone en su camino, y mi amigo considera que es un chapucero, le liquidará.
El Demonio asintió.
Suspiré. La comunicación es algo fantástico. Levanté mi copa.
—Por los amigos —dije.
El Demonio sonrió y alzó la suya.
—Por los amigos.