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«El éxito conduce al estancamiento; el estancamiento conduce al fracaso».
Deslicé el dardo envenenado en su hueco, bajo el cuello de mi capa y al lado del lanzador. No podía meterlo demasiado recto, o sería difícil cogerlo con rapidez; no podía meterlo demasiado angulado, o no quedaría sitio para el garrote. Así que… allí.
Cada dos o tres días cambio de armas. Sólo por si he de dejar algo clavado en, sobre o alrededor de un cuerpo. No quiero que el objeto haya estado en contacto con mi persona el tiempo suficiente para que una bruja me siga el rastro por su mediación.
Supongo que podría llamar a esta actitud paranoia. Hay muy pocas brujas accesibles al Imperio Dragaerano, y no se tiene muy buena opinión de la brujería. No es probable que llamen a una bruja para investigar el arma utilizada en un asesinato y tratar de encontrar al culpable. De hecho, que yo sepa, nunca se ha hecho en los doscientos cuarenta y tres años transcurridos desde el fin del Interregnum. No obstante, creo en la cautela y la atención a los detalles. Es uno de los motivos por los cuales todavía sigo practicando mi paranoia.
Cogí un garrote nuevo, tiré el antiguo en una caja que descansaba sobre el suelo y empecé a enrollar el cable.
—¿Te das cuenta, Vlad, de que desde hace más de un año nadie ha intentado matarte? —dijo una voz.
—¿Te das cuenta, Kragar, de que si sigues entrando aquí sin que yo te vea, moriré de un ataque al corazón y les ahorraré la molestia? —contesté.
Kragar lanzó una risita.
—No, lo digo en serio —continuó—. Más de un año. No hemos tenido problemas desde que aquel miserable… ¿Cómo se llamaba?
—Granthar.
—Eso, Granthar. Desde que intentó montar un negocio en Copper Lane y tú se lo impediste.
—De acuerdo, todo se ha tranquilizado. ¿Y qué?
—Bueno, nada, pero no sé si es una buena o una mala señal.
Contemplé su corpachón de dos metros y pico, confortablemente apoyado contra la pared posterior de mi oficina. Kragar era como un enigma. Estaba conmigo desde que yo había ingresado en la sección comercial de la Casa jhereg, y nunca había ciado muestras de indignación por recibir órdenes de un «oriental». Ya hacía varios años que trabajábamos juntos, y nos habíamos salvado mutuamente la vida lo bastante a menudo para desarrollar una cierta confianza.
—No sé por qué ha de ser una mala señal —razoné, y deslicé el garrote en su hueco—. He demostrado mi eficiencia. He dirigido mi territorio sin problemas, liquidado a la gente adecuada, y sólo una vez he tenido un pequeño problema con el Imperio. Ahora se me acepta. Humano o no —añadí, complacido con la ambigüedad de la frase—. Recuerda que tengo más fama de asesino que de otra cosa, así que ¿quién estaría dispuesto a plantearme problemas?
Me miró un momento, como intrigado.
—Por eso sigues «trabajando», ¿verdad? —dijo en tono pensativo—. Para que nadie olvide que eres capaz de hacerlo.
Me encogí de hombros. Kragar era más directo de lo que a mí me gustaba, y me ponía violento. Supongo que lo presintió, pues volvió enseguida al primer tema.
—Pienso que tanta calma y tranquilidad significan que no te has movido tan deprisa como podrías, eso es todo. Has construido, de la nada, uno de los mejores círculos de espías de…
—No es verdad —le interrumpí—. No tengo un círculo de espías. Lo que sucede es que hay mucha gente ansiosa por pasarme información de vez en cuando. No es lo mismo.
Kragar desechó mis protestas con un ademán.
—Equivale a lo mismo cuando hablamos de fuentes de información. Además, tienes acceso a la red de Morrolan, que es un círculo de espías en el verdadero sentido de la palabra.
—Morrolan no pertenece a la Casa Jhereg —señalé.
—Encima —replicó—. Significa que puedes averiguar cosas de gente que no trataría contigo directamente.
—Bien, de acuerdo. Continúa.
—Muy bien. Contamos con elementos independientes estupendos. Nuestros agentes son lo bastante competentes para preocupar a cualquiera. Creo que deberíamos utilizar lo que tenemos, eso es todo.
—Kragar —dije, mientras extraía un cuchillo de lanzar muy delgado y lo volvía a colocar en el forro de mi capa—, ¿quieres tener la bondad de decirme por qué querría yo que alguien fuera tras mis pasos?
—No digo que lo quieras. Sólo me pregunto si el hecho de que nadie lo haga significa que nos estamos durmiendo.
Deslicé una daga en su vaina, sujeta a mi muslo derecho. Era delgada como una hoja de papel, una especie de cuchillo arrojable, tan pequeña que ni siquiera se notaba cuando me sentaba. La hendidura de mis pantalones también era invisible. Un buen compromiso, pensaba, entre la sutileza y la rapidez de acceso.
—Lo que quieres decir es que estás aburrido.
—Bien, puede que un poco, pero eso no quita veracidad a mis palabras.
Meneé la cabeza.
—Loiosh, ¿puedes creer lo que dice este tipo? Se está aburriendo, así que quiere que me maten.
Mi familiar voló desde el antepecho de la ventana y aterrizó en mi hombro. Empezó a lamerme la oreja.
—Eres una gran ayuda —le dije.
Me volví hacia Kragar.
—No. Si ocurre algo, nos ocuparemos de ello. Entretanto, no abrigo la menor intención de perseguir dragones. Bien, si eso es todo…
Callé. Por fin, mi cerebro empezaba a funcionar. ¿Kragar entra en mi oficina, sin otra cosa en su mente que el repentino descubrimiento de que deberíamos salir a meter bulla? No, no. Error. Le conozco bastante bien.
—De acuerdo —dije—. Escupe. ¿Qué ha pasado?
—¿Por qué tendría que haber pasado algo? —preguntó con aire inocente.
—Soy un oriental, ¿recuerdas? —contesté con sarcasmo—. Intuimos esas cosas.
Una sonrisa asomó a los labios de Kragar.
—Poca cosa —dijo—. Sólo un mensaje del secretario personal del Demonio.
Gulp. «El Demonio», como se le llamaba, era uno de los cinco miembros de un «consejo» que, hasta cierto punto, controlaba las actividades comerciales de la Casa Jhereg. El Consejo, compuesto por las personas más poderosas de la Casa, nunca había poseído existencia oficial hasta el Interregnum, pero ya actuaba mucho antes. Dirigían el cotarro hasta el extremo de resolver las disputas en el seno de la organización y procurar que nacía se liara lo suficiente para provocar la intervención del Imperio. Desde el Interregnum, su influencia había aumentado. Era el grupo que había reorganizado la Casa después de que el Imperio volviera a funcionar. Ahora existía con deberes y responsabilidades claramente definidos, y todo el mundo que hacía algo en la organización le cedía parte de sus beneficios.
Por lo general, se consideraba al Demonio el número dos de la organización. La última vez que me había topado con alguien de tanta categoría fue en plena guerra contra otro jhereg, y el miembro del Consejo con el cual hablé me comunicó que o encontraba un método mejor de pacificar la situación, o se encargaría él. No guardo recuerdos agradables de aquella entrevista.
—¿Qué quiere? —pregunté.
—Reunirse contigo.
—Oh, mierda. Doble mierda. Mierda de dragón. ¿Alguna idea del motivo?
—No. Eligió un lugar de encuentro en nuestro territorio, por si te sirve de algo.
—No me sirve de nada. ¿Qué lugar?
—El restaurante La Llama Azul.
—La Llama Azul, ¿eh? ¿Qué te sugiere eso?
—Creo recordar que «trabajaste» en él un par de veces.
—Exacto. Es un lugar estupendo para matar a alguien. Reservados altos, pasillos amplios, luces tenues, y situado en una zona donde a la gente le gusta ocuparse de sus propios asuntos.
—Ese es el lugar. Fijó la cita para mañana, dos horas después de mediodía.
—¿Después de mediodía?
Kragar compuso una expresión de perplejidad.
—Exacto. Después de mediodía. Eso significa cuando la mayoría de la gente ha comido, pero aún no ha cenado. Ya te habrás tropezado con el concepto antes.
Hice caso omiso de su sarcasmo.
—Se te escapa lo fundamental —dije, y clavé un shuriken en la pared, junto a su oído.
—Curioso, Vlad…
Silencio.
—Bien, ¿cómo te las arreglas para matar a un asesino, en especial uno tan cuidadoso que no permite a sus movimientos adoptar una pauta concreta?
—¿Eh? Organizas un encuentro con él, como ha hecho el Demonio.
—Correcto. Y, por supuesto, haces lo imposible para despertar sus sospechas, ¿no?
—Bueno, tú quizá, pero yo no.
—¡Claro que no! Procuras que parezca una simple reunión de negocios. Eso significa que invitas al tío a comer. Y eso significa que no le citas dos horas después de mediodía.
Kragar guardó silencio unos instantes, mientras intentaba seguir mi lógica algo retorcida.
—Muy bien —dijo por fin—. Estoy de acuerdo en que hay algo anormal en todo esto. ¿Por qué?
—No estoy seguro. Te diré una cosa: averigua todo cuanto puedas sobre él, tráelo aquí y trataremos de descubrirlo. Puede que no signifique nada, pero…
Kragar sonrió y sacó una libreta pequeña del interior de su capa. Empezó a leer.
—«El Demonio» —dijo—. Nombre verdadero, desconocido. Joven, probablemente menos de ochocientos años. Nadie había oído hablar de él antes del Interregnum. Salió a la luz sólo después de matar con sus propias manos a dos de los tres miembros del antiguo Consejo que habían sobrevivido a la destrucción de la ciudad de Dragaera, las plagas y las invasiones. Construyó una organización a partir de los restos, y contribuyó a que la Casa volviera a obtener beneficios. De hecho, Vlad —dijo, y levantó la vista—, al parecer fue idea suya permitir que los orientales compraran títulos de la Casa Jhereg.
—Muy interesante. Por lo tanto, he de agradecerle que mi padre se gastara los beneficios de cuarenta años de trabajo para que le escupieran por ser un jhereg, además de que le escupieran por ser un oriental. Tendré que idear alguna forma de darle las gracias.
—Debería señalar —dijo Kragar— que si tu padre no hubiera comprado el título, tú no habrías tenido la oportunidad de ingresar en la rama comercial de la Casa.
—Tal vez. Continúa.
—No hay mucho más. No llegó a la cumbre, exactamente; sería mucho más preciso decir que llegó a algún sitio, y luego anunció que era la cumbre. Recordarás que en aquellos tiempos, la situación era muy caótica.
»Y claro, era muy duro y logró su propósito. Por lo que yo sé, no ha sufrido amenazas serias contra su poder desde que se instaló en él. Tiene la habilidad de detectar a enemigos en potencia cuando todavía son débiles, y se deshace de ellos. De hecho… ¿Recuerdas a aquel tal Leonyar, al que liquidamos el año pasado?
Asentí.
—Bien, creo que la orden procedía indirectamente del Demonio. Nunca lo sabremos, desde luego, pero como ya he dicho, prefiere deshacerse con antelación de los problemas en potencia.
—Sí. ¿Crees que me considera «un problema en potencia»?
Kragar reflexionó.
—Supongo que podría ser, pero no entiendo la razón. Has rehuido los problemas y, como ya te he dicho antes, no te has movido muy deprisa después de los dos primeros años. La última vez que se produjo un problema fue cuando el negocio con Laris, el año pasado, y creo que todo el mundo sabe que él te obligó.
—Eso espero. ¿Aún «trabaja» el Demonio?
Kragar se encogió de hombros.
—No lo sabemos con seguridad, pero da la impresión de que sí. Sabemos que lo hacía. Como ya he dicho, eliminó a aquellos dos miembros del Consejo personalmente, cuando empezaba.
Fantástico. O sea, que además de lo que haya planeado, tal vez piense encargarse él mismo del trabajo.
Supongo que podría.
—De todos modos, aún no entiendo… Escucha, Kragar, estando implicado el Demonio, algo como esto no ocurriría por accidente, ¿verdad?
—¿Algo como…?
—Como concertar una cita de tal forma que despierte mis sospechas.
—No. Creo que él no… ¿Qué pasa?
Supongo que debió de ver la expresión de mi cara, que sin duda era impagable. Meneé la cabeza.
—Es eso, claro.
—¿A qué te refieres? —preguntó.
—Kragar, búscame tres guardaespaldas, ¿de acuerdo?
—¿Guardaespaldas? Pero…
—Disfrázalos de camareros o algo por el estilo. No encontrarás la menor dificultad; poseo la mitad del local. Cosa que, debería añadir, el Demonio sabe muy bien.
—¿No crees que se dará cuenta?
—Pues claro que se dará cuenta. Allí está lo bueno. Sabe que la cita me va a poner nervioso, así que, de forma deliberada, organiza el encuentro en circunstancias que despertarán mis sospechas, y así tendré una excusa para procurarme protección en el local. Se las apaña para decir: «Adelante, haz lo que debas para sentirte a salvo, no me ofenderé». —Volví a menear la cabeza. Empezaba a marearme—. Espero no tener que enfrentar me nunca a ese hijo de puta. Es tortuoso.
—Tú sí que eres tortuoso, jefe. A veces, pienso que conoces a los dragaeranos mejor que otros dragaeranos.
—Y es cierto —repliqué—. Porque no lo soy.
Kragar asintió.
—De acuerdo, tres guardaespaldas. ¿Gente nuestra, o independientes?
—Uno de los nuestros y contrata a otros dos. Si reconoce a nuestros muchachos, no hace falta pasárselo por la cara.
—De acuerdo.
—¿Sabes una cosa, Kragar? —dije en tono pensativo—. Esto no me hace ninguna gracia. Debe de conocerme lo bastante bien para saber que me olería sus intenciones, lo cual significa que, a fin de cuentas, podría ser una trampa. —Alcé una mano cuando Kragar intentó hablar—. No, no estoy diciendo que lo sea, sólo que podría serlo.
—Bien, siempre puedes decirle que te va mal.
—Claro. Y si ahora no piensa matarme, después de la negativa ya lo tendría claro.
—Es probable —admitió Kragar—. ¿Qué otra cosa puedes hacer?
—Puedo chulear y acudir a la cita. Bien, eso será mañana. ¿Ha pasado algo más?
—Sí. Asaltaron a un teckla hace dos noches, a un par de manzanas de aquí.
Maldije.
—¿Salió malparado?
Kragar negó con la cabeza.
—La mandíbula fracturada y un par de contusiones. Nada grave, pero pensé que te gustaría saberlo.
—Exacto. Gracias. ¿Debo suponer que no habéis encontrado al tipo que lo hizo?
—Aún no.
—Bien, encontradle.
—Costará.
—A la mierda el coste. Nos costará más si nuestros clientes se asustan. Encuentra al tipo y dale un castigo ejemplar.
Kragar enarcó una ceja.
—No —dije—, no hasta ese punto… Y encuentra un médico para ese teckla, a nuestro cargo. Supongo que era un cliente, ¿no?
—Todos los de por aquí son clientes, de una forma u otra.
—Sí. Págale un sanador y devuélvele lo que le robaron. ¿Cuánto le sacaron, por cierto?
—Casi dos imperiales. Si le hubieras oído, parecía que se tratase de la Tesorería del Dragón.
—Ya lo imagino. Escucha, ¿por qué no le dices a la víctima que venga a verme? Le devolveré el dinero yo mismo y le largaré un discurso sobre el crimen en las calles y lo mal que me sabe, como a un ciudadano más, por supuesto, lo que le pasó. Después, volverá a casa y contará a sus amigos lo amable que es tío Vlad, el oriental, y quizá aún sacaremos más beneficios del incidente.
—Eres un genio, jefe.
Resoplé.
—¿Algo más?
—Nada importante. Me encargaré de buscarte protección para mañana.
—Estupendo. Que sea buena gente. Como ya he dicho, estoy preocupado.
—Paranoia, jefe.
—Sí. Paranoico y orgulloso.
Kragar asintió y salió. Ceñí Rompehechizos a mi muñeca derecha. Los sesenta centímetros de cadena de oro era la única arma que no cambiaba, puesto que no tenía la menor intención de dejarla nunca. Como su nombre revelaba, rompía hechizos. Si iban a atacarme con magia (posibilidad muy remota, aunque fuera una celada), estaría preparado. Flexioné mi brazo y probé el peso. Estupendo.
Me volví hacia Loiosh, que seguía posado cómodamente sobre mi hombro derecho. Había guardado un extraño silencio durante la conversación.
¿Qué pasa?, le pregunté mentalmente. ¿Algún mal presentimiento sobre la cita de mañana?
No, malos presentimientos sobre tener a un teckla en la oficina. ¿Puedo comérmelo, jefe? ¿Puedo, eh? ¿Eh?
Reí y reanudé el cambio de armas con renovado entusiasmo.