12
«Es amable, ¿verdad?»
Dos teleportaciones después de salir de casa, me encontré en el Castillo Negro con Cawti y un estómago revuelto. Cawti iba vestida elegantemente con pantalones largos gris claro, blusa del mismo color y capa gris con reborde negro. Yo llevaba mis pantalones buenos, mi justillo bueno y la capa. Hacíamos una buena pareja.
Lady Teldra nos recibió, saludó a Cawti por su nombre y nos alentó a visitar la sala de banquetes. Debíamos ser todo un espectáculo: un par de orientales, los dos con los colores jheregs, con Loiosh sobre mi hombro izquierdo, entre nosotros.
Nadie se fijó en nosotros.
Me puse en contacto con Fentor y le dije dónde estaba. Apareció, me localizó y me entregó subrepticiamente un trozo de papel. Cuando se marchó, Cawti y yo deambulamos un rato, vimos a gente, examinamos el «comedor» de Morrolan y fuimos insultados como si tal cosa por alguien que pasó a nuestro lado. Al cabo de unos minutos, la presenté a la Nigromántica.
Cawti dobló el cuello, que entraña una sutil diferencia de inclinar la cabeza. La Nigromántica aparentó desinterés, pero le devolvió el saludo. A la Nigromántica le daba igual que fueras dragaerano u oriental, jhereg o dragón. Para ella, eras un vivo o un muerto, y se llevaba mejor con los muertos.
—¿Conocías a Baritt? —le pregunté. Asintió con aire ausente.
—¿Sabes si trabajaba con alguien poco antes de morir?
Sacudió la cabeza, con el mismo aire ausente.
—Bien, eh, gracias —dije, y seguí adelante.
—Vladimir —dijo Cawti—, ¿qué pasa con Baritt?
—Creo que alguien está apoyando a Laris, algún pez gordo, y es probable que sea de la Casa del Dragón. Sea quien fuere, creo que trabajó con Baritt en algún momento. Intento descubrir quién es.
La llevé a un rincón y extraje la lista que Fentor había confeccionado. Tenía siete nombres. Ninguno me dijo nada.
—¿Reconoces alguno de estos nombres?
—No. ¿Debería?
—Descendientes de Baritt. Tendré que investigarles.
—¿Por qué?
Le conté la historia de los disturbios. Su bello rostro se deformó en una fea expresión desdeñosa.
—Si hubiera sabido lo que tenía en mente…
—¿Laris?
No contestó.
—¿Por qué te lo tomas tan a pecho? —pregunté.
Me miró.
—¿Por qué me lo tomo tan a pecho? Está utilizando a nuestra gente. Somos nosotros, los orientales, a quienes se engaña para ser golpeados y asesinados sólo para manipular a unos pocos guardias. ¿Y me preguntas por qué me lo tomo tan a pecho?
—¿Desde cuándo vives en el Imperio, Cawti?
—Toda mi vida.
Me encogí de hombros.
—No lo sé. Supongo que estoy acostumbrado, eso es todo. Me espero cosas por el estilo.
Me miró con frialdad.
—Ya no te molestan, ¿verdad?
Abrí y cerré la boca un par de veces.
—Aún me molestan, supongo, pero… ¡Por las Puertas de la Muerte, Cawti! Ya sabes qué clase de gente vive en esas zonas. Yo salí de ellas, y tú saliste de ellas. Cualquiera de esas perso…
—Sandeces. No me vengas con ésas. Pareces un chulo: «No les utilizo más de lo que desean ser usados. Si quieren, pueden hacer otras cosas. Les gusta trabajar para mí». Chorradas. Supongo que piensas lo mismo de los esclavos, ¿verdad? Debe de gustarles, de lo contrario ya habrían escapado.
Para ser sincero, nunca se me había ocurrido pensar en eso, pero Cawti me estaba mirando con rabia en sus hermosos ojos castaños. Experimenté una repentina oleada de ira.
—Escucha, maldita sea, yo nunca he «trabajado» en un oriental, ¿recuerdas?, así que no me vengas con…
—No me restriegues eso por la cara. Ya lo hemos hablado antes. Lo siento, pero era un trabajo, ¿no? No tiene nada que ver con que te importe un teckla lo que le ocurre a nuestro pueblo.
Me miraba con ojos furiosos. Me han mirado así auténticos expertos, pero esta vez era diferente. Abrí la boca para decir algo, pero no pude. De repente, comprendí que podía perderla, en aquel mismo instante. Era como entrar en una taberna para liquidar a alguien, y descubres que los guardaespaldas del tipo pueden ser mejores que tú. Sólo que, en esas ocasiones, lo máximo que puedes perder es la vida. En ese instante, comprendí lo que estaba a punto de perder.
—Cawti —empecé a decir, pero mi voz se quebró.
Desvió la vista. Nos quedamos así, en un rincón del comedor de Morrolan, con multitudes de dragaeranos a nuestro alrededor, pero era como si estuviéramos en nuestro propio universo.
Ignoro cuánto tiempo permanecimos allí. Por fin, ella se volvió hacia mí.
—Olvídalo, Vlad. Disfrutemos de la fiesta.
Sacudí la cabeza.
—Espera.
Cogí sus manos, la obligué a dar la vuelta y la guié hasta un pequeño gabinete situado a un lado de la sala principal. Entonces, volví a apoderarme de sus manos.
—Cawti —dije—, mi padre tenía un restaurante. Las únicas personas que entraban eran tecklas y jheregs, porque nadie más se relacionaba con nosotros. Mi padre, que los Señores del Juicio condenen su alma durante mil años, no me dejaba relacionarme con orientales porque quería ser aceptado como dragaerano. Tú, tal vez, conseguiste un título después de ganar algo de dinero, para obtener un vínculo con el Orbe. Yo recibí un título por mediación de mi padre, que gastó en eso los ahorros de nuestra vida, porque quería ser aceptado como dragaerano.
»Mi padre intentó que aprendiera esgrima dragaerana, porque quería ser aceptado como dragaerano. Intentó impedir que estudiara brujería, porque quería ser aceptado como dragaerano. Podría seguir así durante una hora. ¿Crees que alguna vez fuimos aceptados como dragaeranos? Un huevo. Nos trataron como a cagadas de teckla. Los que no nos despreciaban por ser orientales nos odiaban por ser jheregs. Se dedicaban a perseguirme, cuando salía a los recados, y me aporreaban hasta que… Da igual.
Ella quiso decir algo, pero la interrumpí.
—No dudo de que puedas contarme historias igual de terribles, pero ésa no es la cuestión. —Mi voz se convirtió en un susurro—. Les odio. —Apreté su mano hasta que se encogió de dolor—. Me uní a la organización como «músculo» para que me pagaran por golpearles, y empecé a «trabajar», para que me pagaran por matarles. Ahora, estoy escalando puestos en la organización para poder hacer lo que me dé la gana, según mis propias normas, y tal vez enseñar a algunos qué ocurre cuando subestiman a los orientales.
»Hay excepciones: Morrolan, Miera, Sethra, unos cuantos más. Para ti, tal vez Norathar. Pero ellos no importan. Incluso cuando trabajo con mis propios empleados, he de olvidar cuánto les desprecio. He de fingir que no quiero ver a ninguno destrozado. Esos amigos que he mencionado… El otro día estaban hablando de conquistar Oriente, delante de mí, como si yo no importara.
Hice una pausa y respiré hondo.
—Por lo tanto, no me ha de importar. He de convencerme de que no me importa. Es la única manera de conservar la cordura; hago lo que debo hacer. Y hay pocos placeres en esta vida, excepto la satisfacción de fijarse un objetivo, valga la pena o no, y lograrlo.
»¿En cuánta gente confías, Cawti? No me refiero a confiar en que no te apuñalen por la espalda. Hablo de confianza, de confiar con toda tu alma. ¿Cuánta? Hasta hora, Loiosh ha sido el único al que he podido confiarme. Sin él, me habría vuelto loco, pero no podemos hablar de iguales. Encontrarte ha sido… No sé, Cawti, no quiero perderte, eso es todo. Sobre todo, por algo tan estúpido como esto.
Volví a respirar hondo.
—Hablo demasiado —dije—. Eso es todo cuanto quería decir.
Mientras hablaba, su cara se había relajado, hasta vaciarse de rabia. Cuando terminé, se precipitó en mis brazos, me abrazó y meció con suavidad.
—Te quiero, Vladimir —dijo en voz baja.
Sepulté la cara en su cuello y dejé que las lágrimas brotaran.
Loiosh apretó el morro contra mi cuello. Noté que Cawti le rascaba la cabeza.
Algo más tarde, cuando me hube recuperado, Cawti me acarició la cara con las manos y Loiosh me lamió la oreja. Volvimos hacia la multitud. Cawti apoyó su mano sobre mi brazo izquierdo mientras caminábamos. La cubrí con mi mano derecha y le di un apretón.
Vi a la Hechicera Verde, pero la evité, pues no me apetecía un enfrentamiento en aquel momento. Busqué a Morrolan, pero no le localicé. Observé que la Nigromántica hablaba con una dragaerana alta y morena. Ésta se volvió un instante, y su parecido con Sethra Lavode me impresionó. Me pregunté…
—Perdonad —dije, y me acerqué. Interrumpieron su conversación y me miraron. Dediqué una reverencia a la desconocida—. Soy Vladimir Taltos, de la Casa Jhereg. Ésta es el Cuchillo del Jhereg. ¿Puedo preguntar a quién tengo el honor de dirigirme?
—Podéis —contestó.
Esperé. Después, sonreí.
—¿A quién tengo el honor de dirigirme?
—Soy Sethra —dijo.
¡Bingo!
—Vuestra tocaya me ha hablado mucho de vos.
—No me extraña. Si eso es todo cuanto deseabais decir, en este momento estoy ocupada.
—Entiendo —dije con educación—. De hecho, si pudierais dedicarme unos momentos…
—Mi querido oriental, sé que Sethra Lavode, por motivos sólo por ella conocidos, tolera vuestra presencia, pero yo ya no soy su aprendiza y no veo motivos para imitarla. No tengo tiempo para orientales, ni tampoco para jheregs. ¿Está claro?
—Muy claro.
Me incliné una vez más. Cawti hizo lo mismo. Loiosh siseó. Cuando nos dimos la vuelta.
—Amable, ¿verdad?
—Mucho —dijo Cawti.
En aquel momento, Morrolan entró, acompañando a Norathar. Iba vestida de negro y plata, los colores de la Casa del Dragón. Miré a Cawti; no había la menor expresión en su cara. Nos abrimos paso entre la muchedumbre para acercarnos a ellos.
Norathar y Cawti se miraron, y no discerní lo que pasaba entre ellas, pero luego sonrieron.
—Los colores son de lo más atractivo —dijo Cawti—. Te sientan muy bien.
—Gracias —contestó en voz baja Norathar.
Noté que llevaba un anillo en el meñique de la mano derecha. En el sello llevaba un dragón, con dos ojos rojos.
Me volví hacia Morrolan.
—¿Es oficial?
—Aún no. Miera está hablando con el Consejo del Dragón para solicitar una investigación. Puede que tarde unos días.
Miré de nuevo a Norathar y Cawti, que estaban hablando a pocos pasos de nosotros. Morrolan guardó silencio. Saber cuándo hay que callar es una virtud poco frecuente en los hombres, y aún más si son aristócratas, pero Morrolan la tenía. Sacudí la cabeza mientras observaba a Cawti. Primero, me había enfadado con ella; después, había desplegado mis problemas a sus pies; y todo ello mientras su socia de, ¿cuánto tiempo?, como mínimo cinco años, estaba a punto de convertirse en un Señor Dragón.
¡Por la Diosa Demonio! Cawti habría sufrido tanto como yo de niña, o más. Su amistad con Norathar habría sido como mi relación con Loiosh, y estaba presenciando su fin. ¡Dioses, qué insensible soy cuando me esfuerzo!
Miré a Cawti, desde atrás y de costado. Nunca la había mirado de aquella manera. Como cualquier hombre con una pizca de experiencia puede confirmaros, el aspecto físico no significa absolutamente nada en lo tocante a la elección de compañera de cama, pero Cawti habría resultado atractiva para cualquier humano. Tenía las orejas redondas, en absoluto puntiagudas, y ni rastro de vello facial (pese a lo que crean algunos dragaeranos, sólo los varones orientales tienen bigote; no sé por qué). Era más baja que yo, pero parecía más alta de lo que era gracias a sus largas piernas. Cara delgada, casi de halcón, y penetrantes ojos castaños. El cabello era negro, peinado a la perfección, y caía sobre sus hombros. Era evidente que le dedicaba muchos cuidados, porque brillaba a la luz y el corte era impecable.
Tenía los pechos pequeños, pero firmes, breve la cintura. Sus nalgas también eran pequeñas, y las piernas esbeltas, pero musculosas. Todo esto lo recordaba más que veía, como podéis comprender, pero mientras miraba decidí que, incluso en aquel aspecto, me lo había montado bastante bien. Una forma bastante grosera de expresarlo, supongo, pero…
Se volvió y me sorprendió mirándola. Por alguna razón, me satisfizo. Extendí el brazo izquierdo cuando se acercó; lo apretó. Me puse en contacto con ella y resultó más fácil que la última vez.
Cawti…
No pasa nada, Vladimir.
Norathar se acercó a nosotros.
—Me gustaría hablar con vos, lord Taltos.
—Llámame Vlad.
—Como quieras. Perdonadnos —dijo a los demás, y nos alejamos unos pasos.
Antes de que pudiera decir nada, empecé a hablar.
—Si me vas a recitar el viejo rollo de no-te-atrevas-a-hacerle-daño, ya puedes olvidarlo.
Me dedicó una breve sonrisa.
—Pareces conocerme —dijo—, pero ¿por qué he de olvidarlo? Lo digo en serio. Si le haces daño sin necesidad, te mataré. Creí que debía avisarte.
—El halcón prudente esconde las garras, y sólo el asesino mediocre pone en guardia a su víctima.
—¿Intentas que me enfade contigo, Vlad? Aprecio a Cawti. La aprecio lo bastante para destruir a cualquiera que le cause dolor. Creo que debes saberlo, para que lo evites.
—Eres muy amable. ¿Y tú? ¿No la has herido más de lo que yo podría herirla nunca?
Ante mi sorpresa, ni siquiera empezó a enfadarse.
—Puede parecer así, y sé que la he herido, pero no tanto como tú podrías. He observado cómo te mira.
Me encogí de hombros.
—No creo que eso importe mucho —dije—. Tal como están las cosas, es probable que haya muerto dentro de una o dos semanas.
Asintió, pero no dijo nada. Digamos que no rebosaba simpatía por todos sus poros.
—Si de veras no quieres hacerle daño, podrías ayudarme a seguir vivo.
Lanzó una risita.
—Bonito intento, Vlad, pero sabes que tengo principios.
Me encogí de hombros y mencioné algo que me intrigaba desde hacía rato.
—Si me hubiera enterado de que él os buscaba, habría puesto toda la carne en el asador para contrataros yo, y no me contraría en este lío.
—La persona que nos contrató no tuvo necesidad de buscarnos: sabía dónde encontrarnos, y era imposible que te enteraras.
—Ah. Ojalá tuviera ese privilegio.
—No tengo ni idea de cómo lo averiguó; es una información muy reservada. Bien, da igual. Ya he dicho lo que quería, y creo que estas…
Se interrumpió y miró por encima de mi hombro. No me volví, por pura costumbre.
¿Qué pasa, Loiosh?
La puta que conociste la última vez La Hechicera Chartreuse, o algo por el estilo.
Fantástico.
—¿Puedo interrumpir? —preguntó una voz desde atrás.
Miré a Norathar y enarqué las cejas. Ella asintió. Me volví.
—Lady Norathar e’Lanya —dije—, de la Casa del Dragón, os pr…
—Soy la Hechicera Verde —dijo la Hechicera Verde—. Y soy muy capaz de presentarme yo sola, oriental.
Suspiré.
—¿Por qué tengo la sensación de que no soy bienvenido? Da igual.
Dediqué una reverencia a Norathar y Loiosh siseó a la Hechicera.
Mientras nos alejábamos, oímos la voz de la Hechicera.
—¡Orientales! Me alegraré cuando Sethra la Menor vaya a por ellos. ¿Vos no?
Oí que Norathar decía «No mucho» en tono frío, y después, por suerte, ya no pude oírlas. Entonces, recordé: estaba buscando a un athyra mezclado en el complot contra Norathar. La Hechicera Verde era una athyra. Tal vez, decidí. Tendría que pensar en una forma de confirmar o desechar aquella posibilidad.
Volví al lado de Cawti.
—¿Te retiene algo aquí? —pregunté.
Pareció sorprendida, pero negó con la cabeza.
—¿Nos vamos? —pregunté.
—¿No íbamos a investigar esa lista?
—La fiesta se prolonga las veinticuatro horas del día, cinco días a la semana. Puede esperar.
Asintió. Dediqué una inclinación a Morrolan, salimos por la puerta y bajamos al vestíbulo sin despedirnos de nadie más. Un hechicero de Morrolan estaba junto a la puerta. Le pedí que nos teleportara a mi apartamento. Creo que la sensación de tener el estómago revuelto, cuando llegamos, no se debió tan sólo a la teleportación.
En aquella época, mi apartamento estaba encima de la tienda de un carretero, en la calle Garshos, cerca de la esquina con Copper Lane. Era espacioso por lo que me costaba, pues era un ático, y el techo indinado habría molestado a un dragaerano. Mis ingresos, antes de que empezara el problema con Laris, me llevaban a pensar en comprar algo más grande, pero en aquel momento era como si estuviera sin blanca.
Nos sentamos en el sofá. Rodeé su espalda con mi brazo.
—Háblame de ti.
Lo hizo, pero no es asunto vuestro. Sólo diré que mis conjeturas acerca de su pasado habían sido acertadas.
Nos pusimos a hablar de otras cosas, y en un momento dado le enseñé mi diana, dispuesta en la antesala, para poder tirar los cuchillos por el pasillo y concederme una distancia de nueve metros. La diana, por cierto, tenía forma de cabeza de dragón. Pensó que era un toque simpático.
Saqué un juego de seis cuchillos y clavé cuatro en el ojo izquierdo de la diana.
—Buen tiro, Vladimir —dijo Cawti—. ¿Me dejas probar?
—Claro.
Clavó cinco en el ojo derecho, y el sexto falló por menos de un centímetro.
—Veo que tendré que practicar —dije.
Ella sonrió. Me abrazó.
Vlad, dijo alguien.
¿Qué demonios de las Cataratas de la Puerta de la Muerte haces…? Ah, Morrolan.
¿Te pillo en un mal momento, Vlad?
Podría haber sido peor. ¿Qué pasa?
Acabo de hablar con Aliera. Ha descubierto los nombres del lyorn y el athyra implicados en el análisis de lady Norathar. Además, tal vez desees informar a tu amiga Cawti de que el Consejo del Dragón ha autorizado un análisis oficial mañana, a las seis después de mediodía.
De acuerdo, se lo diré. ¿Cuáles son los nombres?
El lyorn era la condesa Neorenti, y el athyra la baronesa Tierella.
La baronesa Tierella, ¿eh? Morrolan, ¿podría ser baronesa Tierella el nombre auténtico de la Hechicera Verde?
¿Qué? No seas absurdo, Vlad. Ella…
¿Estás seguro?
Por completo. ¿Por qué?
Da igual. Acabo de perder una teoría que me gustaba. Bien, gracias.
De nada. Buenas noches, y lamento que no hayas podido quedarte más rato en mi fiesta.
Otro día será, Morrolan.
Comuniqué a Cawti las noticias sobre Norathar, lo cual enfrió el ambiente, pero ¿qué iba a hacer? Fui a la cocina para buscar más vino, y me puse en contacto con Fentor.
¿Si mi señor?
Casa del Lyorn, condesa Neorenti. Casa del Athyra, baronesa Tierella. ¿Están vivas? En ese caso, averigua dónde viven. Si no, averigua cómo murieron. Ponte a trabajar ahora mismo.
Si, mi señor.
Cawti suspiró.
—Ya he terminado —me apresuré a decir—. Es que…
—No, no es eso. Ojalá pudiera ayudarte de alguna manera con el problema de Laris, pero toda la información que poseo procedía de él, y no podía decírtelo, aunque fuera útil.
—Lo comprendo. Has de ser fiel a ti misma.
Asintió.
—Las cosas eran muy sencillas, hace sólo una semana. Era feliz…, supongo. Todo estaba controlado. Mis motivos para querer matar dragaeranos son los mismos que los tuyos, Y Norathar, bueno, ella odiaba todo. Excepto a mí, supongo. —Rodeé su espalda con el brazo—. Ahora, bien, me alegro de que tenga lo que desea, aunque hubiera conseguido convencerse de que ya no lo deseaba, pero yo…
Se encogió de hombros.
—Lo sé.
¿Queréis saber algo demencial? Deseaba con todas mis fuerzas decir algo como «Espero poder ocupar su lugar», o tal vez, «Estaré a tu lado», o incluso «Te quiero». Pero no pude. ¿Por qué? Porque, según todos los datos, iba a morir dentro de poco. Laris todavía me perseguía, todavía contaba con más recursos que yo y, lo más importante, sabía dónde encontrarme, y yo no sabía dónde encontrarle. Por lo tanto, dadas las circunstancias, ¿cómo podía hacer algo que la atara a mí? Era una locura. Meneé la cabeza y mantuve la boca cerrada.
Alcé la vista y observé que estaba mirando por encima de mi hombro. Asintió apenas.
¡Loiosh!
¿Si, jefe?
¿Qué le estás diciendo, maldita sea?
Lo que tú deberías decirle, si no fueras un idiota con cerebro de dzur.
Le eché mano, pero voló hasta el antepecho de la ventana. Me levanté, gruñí y noté una mano sobre mi brazo.
—Vámonos a la cama, Vladimir —dijo con calma Cawti.
Bien, entre retorcer el pescuezo a un jhereg sabelotodo y hacer el amor a la mujer más maravillosa del mundo… Bien, no era difícil elegir.