Capítulo 8

8

«Yo me quedaré a limpiar la sangre»

Es triste, pero cierto, que pocas veces te despiertas con el pensamiento «¡Eh, estoy vivo!», lo cual resulta sorprendente. Aún no había llegado al límite de tales ocasiones, así que tuve la reacción obligada, seguida de un «Querida Verra, cómo me duele».

Sentía el costado, donde la espada me había alcanzado, caliente y febril, y la zona alrededor de mi riñón, donde mi amante me había hundido su cuchillo, picaba, quemaba y dolía. Gemí. Entonces, tomé conciencia del sonido de voces al otro lado de la puerta, pasillo abajo.

Mi brazo rodeaba el hombre de Cawti, que tenía la cabeza apoyada sobre mi pecho. La sensación era placentera, pero las voces habían despertado mí curiosidad. Me moví con el mayor cuidado posible para no despertarla. Me vestí en silencio y procuré evitar el menor tintineo.

Mientras tanto, el tono de las voces se había elevado. En cuanto me sentí peligroso de nuevo, abrí la puerta e identifiqué la voz de Aliera, aunque no entendí las palabras. Las paredes de piedra oscura del pasillo me recibieron; el aire era frío y húmedo, el pasillo, alto y amplio. Pensé en mi primera visita a la Montaña Dzur y me estremecí. Me volví hacia las voces. Identifiqué la de Morrolan. Cuando me acerqué, habló él.

—…tú dices puede que sea cierto, pero no es nuestro problema.

—¿No es nuestro problema? ¿De quién, entonces? ¡Mira! ¿Lo ves? Has despertado a uno de mis pacientes.

—Da igual —dijo Morrolan, y me saludó con la cabeza—. Has acabado con mi paciencia.

La habitación era larga, poco iluminada y llena de libros. Había varias butacas cerca, todas forradas de cuero negro, pero ninguna ocupada. Morrolan y Aliera estaban de pie, encarados. Morrolan tenía los brazos cruzados sobre el pecho; Aliera, los brazos en jarras. Cuando se volvió hacia mí, vi que sus ojos, por lo general verdes, habían virado al azul. Es una señal de peligro, como cuando los tentáculos del cuello de un dragón se ponen tensos. Me senté en una butaca para calmar el dolor. Tenía toda la pinta de ir a montarse una buen trifulca.

Aliera resopló al oír el comentario de Morrolan y se volvió liada él.

—¡Ja! Si no ves lo evidente, es por tu culpa. ¿Qué pasa, no es lo bastante sutil para ti?

—Si hubiera algo que ver —contraatacó—, lo habría visto antes que tú.

Aliera insistió.

—Si tuvieras el sentido del honor de un teckla, lo verías con tanta claridad como yo.

—Si tuvieras la vista de un teckla, serías capaz de ver lo que nos concierne y lo que no.

Aliera lanzó una nueva estocada.

—¿Cómo no va a concernirnos? Un dragón es un dragón. Sólo que ésta resulta ser jhereg. Quiero averiguar por que, y tú también deberías interesarte.

Morrolan me señaló con la cabeza.

—¿Conoces al ayudante de Vlad, Kragar? Es tan dragón…

Aliera resopló de nuevo.

—¿Esa serpiente? Fue expulsado de la Casa, como sabes muy bien.

—Tal vez…

—En ese caso, lo averiguaremos, y después por qué.

—¿Por qué no se lo preguntas?

—Nunca me lo diría, ya lo sabes. Ni siquiera admitirá que es una dragón, y mucho menos…

Morrolan bufó y probó una maniobra de fantasía.

—Sabes muy bien que nuestro único interés en esto es encontrar a alguien más como heredero.

—¿Y qué? ¿Qué tienen que ver mis motivos con…?

—¡Aliera! —exclamó de pronto Morrolan—. Quizá se lo deberíamos preguntar a Sethra.

Aliera calló y ladeó la cabeza.

—Siiií. Una idea excelente. ¿Por qué no? Quizá pueda meter un poco de sentido común en tu mollera.

Morrolan pasó por alto la frase.

—Vamos a verla. —Se volvió hacia mí—. Volvemos enseguida.

—Estupendo —dije—. Yo me quedaré a limpiar la sangre.

—¿Qué?

—Da igual.

Desaparecieron. Me puse en pie penosamente y volví a la habitación del Cu…, a la habitación de Cawti. Cawti. Dejé que el nombre diera vueltas en mi cabeza. Caw-ti. Cawwww-tiii. Cawti. Un bonito nombre oriental. Me dispuse a abrir la puerta, pare y llamé con suavidad.

—¿Quién es? —contesto.

—Tu víctima —dije.

—¿Cuál?

—Muy divertido.

—Entra. Allá tú.

Entré.

—Buenos días.

—Mmmmmmmm.

—Acabo de darme cuenta de que anoche no me mataste.

—Claro que sí. Seis veces, pero perdí la cuenta y te revivifiqué siete.

Me senté en la cama a su lado. Aún no se había vestido. No hice caso de la sequedad de mi boca.

—Ah. Me habré olvidado.

—Tú también podrías haberme matado —dijo, en tono repentinamente serio.

—Sí, pero tú sabías que no lo haría. No te conocía tanto.

—Aceptaré tu palabra.

Lanzó una leve risita. Puse su risa, junto con su encogimiento de hombros, en la lista de cosas que deseaba verle hacer más menudo. La vela chisporroteó, de modo que rebusqué hasta encontrar más, y las encendí todas con el trozo que quedaba. Volví a la cama y palmeé su costado con delicadeza. Se pegó más a la pared y yo me tendí. Apoyó la cabeza en mi brazo.

Siguieron unos agradables momentos de silencio.

—Acabo de escuchar una interesante conversación —dije después.

—En relación a tu socia.

Se puso en tensión.

—¿Qué dijeron?

Repetí la conversación. Se alejó de mí y se apoyó en el brazo para mirarme mientras yo hablaba. Me escuchó con el ceño fruncido. También estaba muy bonita así.

—¿Es una Señor Dragón? —pregunté, cuando finalicé relato.

Cawti sacudió la cabeza.

—Es un secreto que no me concierne a mí.

—De acuerdo. Pareces preocupada.

Sonrió un poco y apoyó la cabeza sobre mi pecho.

—Para ser un asesino, sois muy sensible, lord Taltos.

—En primer lugar, no soy un asesino. Has prestado oídos a demasiados rumores sobre mí. En segundo, lo mismo digo de ti, y duplicado. Y en tercero, ¿no está un poco fuera de lugar lo de «lord Taltos», teniendo en cuenta las circunstancias?

Lanzó una risita.

—Como quieras, Vlad. Vladimir. —Lo repitió, poco a poco—. Vladimir. VLA-di-mir. Vlaaaaaadimir. Vladimir. Me gusta. Un bonito nombre oriental.

—Mierda. Ayúdame con este condenado justillo, ¿quieres? Y cuidado con no acuchillarte…

Un rato después. mientras estábamos enzarzados en un frenético manoseo, dije:

—Es muy probable que Morrolan y Aliera investiguen a tu socia.

—Mmmmm. No descubrirán nada.

—No estés tan segura, Cawti. Ya me han sorprendido otras veces.

Chasqueó la lengua.

—No deberías dejarte sorprender, Vladimir.

Resoplé, y reprimí algunos comentarios.

—Lo digo en serio. Encontrarán algo. No me digas qué, pero piensa en ello. ¿Te has puesto en contacto con ella?

—Por supuesto.

—Entonces, avísala…

—¿Y a ti qué más te da?

—¿Eh? No lo sé. Los jheregs son los jheregs, supongo. Tú ya no representas una amenaza para mí, y no entiendo por qué han de fisgonear. Aliera, más bien. Morrolan tampoco entiende por qué.

—Mmmmmm.

Me encogí de hombros, lo cual provocó que su cabeza rebotara sobre mi pecho. Rió, lo cual no paraba de complacerme y asombrarme. ¿Habéis conocido alguna vez a un asesino que riera lo absurdo de toda la situación era…

Decidí que debía largarme. Me incorporé y me liberé de su abrazo.

—Voy a ver qué hacen nuestros anfitriones.

—Y una mierda, amor mío. ¿Qué es lo que te molesta?

—¿Qué me has llamado?

Ella también se incorporó. Las sábanas cayeron hasta su cintura. Me miró con ojos llameantes.

—No empieces a ponerte sentimental conmigo, asesino oriental.

—¿Qué me has llamado?

—Asesino oriental.

—Sí, querida, y tú también lo eres. Antes, quiero decir.

—Vladimir…

—Oh, Puerta de la Muerte. Me voy.

Me vestí a toda prisa y salí al pasillo. Tuve que emplear toda mi fuerza de voluntad para no volverme a mirarla. Volví a mi habitación y me derrumbé en la cama. Loiosh me atizó un buen mordisco (literalmente) por haberle abandonado, y después me puse en contacto con Kragar.

¿Noticias?, le pregunté.

Tengo cierta información sobre los Guardias del Fénix. No sólo se retiraron de la zona donde se hizo el trabajo. Se han marchado.

Estupendo. Bien, me alegro de que ya no estén, pero me pregunto qué significa. ¿Alguna idea?

No.

De acuerdo. Quiero que intentes averiguar algo. Claro. ¿Qué es?

Todo lo que puedas sobre La Espada del Jhereg. ¿Es una broma?

¿A ti qué te parece?

Estupendo. Te contestaré dentro de cien años, o así Vlad, ¿cómo voy a…?

En otro tiempo fue una Señor Dragón; eso podría ayudarte. Lo más probable es que la expulsaran.

Maravilloso. ¿Intento sobornar a un lyorn o a un dragón?

Un lyorn sería más seguro, pero puede que un dragón colabore más.

Era puro sarcasmo.

Lo sé. Yo no lo comparto.

Suspiró telepáticamente.

Veré qué puedo hacer. ¿Te importa decirme por qué hacemos esto?

Una cuestión delicada. No me apetecía decirle que su jefe se había encaprichado de su ejecutora.

Oh, imagino que lo comprenderás si te esfuerzas, conteste.

Silencio.

Quieres averiguar si hubo algo oscuro en su expulsión, para poder exonerarla que te deba un favor, para luego enviarla contra Laris. ¿No es cierto?

Ummmmm. No estaba nada mal.

Muy listo, dije. Una brillante deducción. Tendría que darle una recompensa, si salía bien.

Bien, manos a la obra.

Rompí el contacto. Me estiré en la cama. Después de todo esto, necesitaba dormir. También necesitaba controlar mis sentimientos.

* * *

Lo primero que noté cuando me desperté fue que el costado y la espalda ya no me dolían tanto. Además, me sentía como nuevo. Permanecí tendido unos minutos más, dedicado tan sólo a respirar y disfrutar de la sensación. Después, me obligué a saltar de la cama. Además de sentirme recuperado, también me sentía sucio a causa de dormir con mis ropas. Me desnudé, encontré una bañera en un rincón, calenté el agua con un rápido conjuro y me lavé. Mientras lo hacía, conseguí alejar a Cawti de ¡ni mente, al menos por un ratito, y concentrarme en mi problema principal: Laris.

La idea de Kragar no estaba nada mal, pero dependía de demasiadas cosas que escapaban a nuestro control. De todos modos, valía la pena probarlo. También valía la pena investigar por qué los Guardias del Fénix habían elegido aquel momento preciso para marcharse. ¿De dónde habían partido las órdenes? ¿Cómo se las habían arreglado?

Chasqueé los dedos y me llené los ojos de jabón. Esa pregunta, al menos, tenía una respuesta. Me concentré en un tal Tsalmoth, que trabajaba para Morrolan y me informaba directamente a mí.

¿Quién es?, preguntó Tsalmoth.

Vlad.

¡Oh! ¿Si mi señor?

Necesitamos cierta información…

Expliqué qué me interesaba, y accedió a investigarlo. Interrumpí el contacto y charlé con Loiosh mientras terminaba de bañarme. Contemplé con desagrado mis prendas sucias, me encogí de hombros y empecé a ponérmelas otra vez.

Mira en la cómoda, jefe.

¿Eh?

Pero lo hice, y sonreí. Aliera estaba en todo. Me cambié de ropa muy contento, y después salí al pasillo con Loiosh sobre mi hombro. Daba la impresión de que volvía a hacer las cosas bien. Estupendo. Bajé a la biblioteca, la encontré desierta y subí a la planta que albergaba el comedor y varias salas de estar.

Lo siguiente, decidí, era ver si podía obtener más información del tipo que había soplado lo del asesinato a Kragar. El hecho de que hubiéramos averiguado algo por su mediación era una buena señal. Mi mayor problema seguía siendo la falta de información, y aquello podía significar que empezábamos a resolverlo. Pensé en ponerme en contacto de nuevo con Kragar para pedirle que trabajara más en eso, pero deseché la idea. Como dice la frase popular: si alguien te defiende, no empujes el brazo con el que maneja la espada.

Encontré a Morrolan y Aliera en la primera sala en que entre, junto con Sethra. Sethra Lavode: alta, pálida, no muerta, algo vampírica. Se calculaba su edad entre diez y veinte mil años, una parte significativa de la edad del propio Imperio. Se vestía y rodeaba de negro, el color de la hechicería. Vivía en la Montaña Dzur; tal vez era la Montaña Dzur, pues no existen documentos de una época en que ella, o alguien de su familia, no viviera allí. La Montaña Dzur posee su propio misterio, y es un tema que no puede ser comprendido por alguien como yo. Lo mismo puede decirse de Sethra.

Físicamente, poseía los rasgos altos y delgados de la Casa del Dragón. Los ojos rasgados hacia arriba y las orejas puntiagudas recordaban a los Señores Dzur. Se decía que era medio dzur, pero yo lo dudaba.

Para Sethra, más aún que para la mayoría de dragaeranos, la vida de un oriental era un parpadeo. Tal vez por eso era tolerante conmigo (la tolerancia de Morrolan se debía a haber vivido muchos años, en su juventud, entre orientales, durante el Interregnum. Nunca había comprendido la tolerancia de Aliera. Sospecho que sólo se mostraba educada con Morrolan). La mayoría de dragaeranos habían oído hablar de Sethra Lavode, pero muy pocos la habían conocido. Se la consideraba periódicamente una heroína, y había sido Señor de la Guerra del Imperio (cuando aún vivía) y Capitán de los Lavode (cuando aún existían Lavodes). En otras épocas, como ahora, se la consideraba una bruja malvada y el azote de los Señores Dzur. Periódicamente, algún héroe incauto subía a la Montaña Dzur para destruirla. Ella los convertía en jhegaalas o yendis y les enviaba de vuelta. Yo le había dicho que no iba a servir de nada, pero ella se limitó a sonreír.

A su lado estaba la daga llamada Llamahelada, que era como una Montaña Dzur de mano, o algo así. No sé más de esa cosa, y pensar en ella me pone nervioso.

Saludé con una reverencia a los tres.

—Gracias por acogerme, Sethra —dije.

—Ha sido un placer, Vlad —contestó—. Me gusta tu compañía. Me alegra ver que te has recuperado.

—Yo también. —Me senté—. ¿Qué podéis decirme, magníficos especimenes de la Casa Dragón, sobre la Guardia del Fénix?

Morrolan arqueó una ceja.

—¿Qué deseas saber? ¿Quieres alistarte?

—¿Podría?

—Temo que tu especie está en contra.

—Pero mi Casa no, ¿verdad?

Pareció perplejo y miró a Aliera.

—Si quisiera, un jhereg podría alistarse —dijo Aliera—. Creo algunos lo han hecho, nadie dedicado al negocio, supongo, sino de aquellos que compraron títulos Jhereg en lugar de quedarse sin Casa.

Asentí.

—Así que todos no son dragones, ¿eh? Eso era lo que me intrigaba.

—Oh, no —dijo Aliera—. Son sobre todo dragones, porque todos los dragones han de servir periódicamente, pero hay otros de todas las Casas, excepto athyras, a quienes nunca ha interesado, y fénix, porque no hay bastantes.

—Supón que algún coronel de algún ejército de Señores Dragones va a servir. ¿Sería coronel en la guardia?

—No —dijo Sethra—. La jerarquía de la guardia no tiene nada que ver con ninguna otra jerarquía. Los oficiales de los ejércitos privados suelen servir a las órdenes de sus propios subordinados.

—Entiendo. ¿Surgen problemas por esa causa?

—No —dijo Aliera.

—¿Por qué te interesa? —preguntó Sethra.

—Me intriga que los guardias encargados de hacer cumplir el edicto imperial se marcharan justo cuando nuestras amigas me atacaron. Me niego a creer que fuera una coincidencia.

Se miraron entre si.

—No se me ocurre otra cosa —dijo Sethra.

—¿Quién pudo tomar la decisión? ¿La emperatriz, o quien esté al mando de la guardia?

—La emperatriz les envió; tuvo que ser ella quien ordenó la retirada —dijo Aliera. Morrolan asintió.

—Muy bien —dije—. No creo que se mezclara en esto a propósito, ¿verdad? —Tres cabezas negaron—. Entonces, ¿pudo alguien sugerirle que aquél era un buen momento, confiado en que ella actuaría de inmediato?

Sethra y Aliera miraron a Morrolan, que iba a la corte con más frecuencia que ellas. Tamborileó con los dedos sobre el brazo de la butaca.

—Se dice que su amante es un oriental —explicó—. No le conozco, pero podría tener esa influencia. Después están sus consejeros, pero, para ser franco, apenas les hace caso. Creo que me escucha con atención a mí, pero podría equivocarme. En cualquier caso, yo no le formulé esa petición. Presta atención a Sethra la Menor, pero el único interés de Sethra es invadir Oriente.

Sethra Lavode asintió.

—Es bueno tener una ambición —dijo—. Sethra la Menor es la única aprendiz que nunca intentó matarme.

Me volví hacia Morrolan.

—¿Se te ocurre alguien más?

—En este momento, no.

—Muy bien. ¿Qué otra cosa pudo ser? ¿Un mensaje falso, tal vez? ¿Haced esto a la voz de ya, sellado y todo eso?

—¿Quién se molestaría en escribir un mensaje, en lugar de ponerse en contacto psiónico con ella? —preguntó Morrolan.

—Bien, alguien con quien no hable a menudo. Ha de ser difícil ponerse en contacto directo con ella, y…

—No lo es —dijo Atiera, y me miró como perpleja.

—Claro que no. Cualquier ciudadano puede ponerse en con tacto con Aliera mediante su vínculo. ¿No lo sabías?

—No, pero recibirá miles de mensajes…

—No. Si considera que no vale la pena dedicarle tiempo, destruye a la persona. Eso reduce bastante la cantidad de intentos.

—Oh… Mi padre nunca consideró necesario decírmelo. Su pongo que tenía miedo de que lo hiciera. En cualquier caso, aún no se me ocurre quién pudo convencerla de que retirara las tropas. Morrolan, en la corte se te respeta mucho. ¿Lo intentarás averiguar por mí?

—No —contestó Morrolan—. Como ya te he explicado, no quiero tener nada que ver con una guerra jhereg, directa o indirectamente.

—Sí, de acuerdo.

Me alegró ver que Aliera le dirigía una mirada de desagrado. Se me ocurrió que el método más sencillo habría sido crear algo real que hubiera impulsado a la emperatriz a retirar las tropas. ¿Qué pudo ser? ¿Disturbios civiles? ¿Alguna amenaza de invasión?

Kragar.

SÍ, Vlad.

Averigua si ocurrió algo en la ciudad que hubiera necesitado la intervención de los Guardias del Fénix

Buena idea, jefe.

Para eso me pago.

Después, me puse en contacto con Fentor y le ordené investigar cualquier posible amenaza exterior. Con suerte, lo sabría dentro de uno o dos días. Devolví mi atención a los otros. Aliera y Sethra estaban enfrascadas en otra discusión.

—Desde luego —dijo Sethra—. Y en lo que a mí concierne, déjala.

Aliera frunció el ceño.

—Sólo estamos empezando a recuperarnos, Sethra. No podemos permitirnos el lujo de invadir Oriente con decenas de miles de soldados hasta estar convencidos de la estabilidad del Imperio.

—¿De qué habláis? —pregunté.

—Has provocado otra discusión, Vlad —explicó Morrolan— Aliera se opone a que Sethra la Menor conquiste Oriente hasta que el Imperio se haya estabilizado, y nuestra Sethra particular —la señaló con la cabeza— piensa, al igual que yo, que como Sethra, la otra, quiere hacerlo, ¿por qué no? ¿Qué tiene de malo? Nos expulsarán de nuevo dentro de unos cientos o miles de años. Por eso Kieron el Conquistador les dejó allí, para empezar, para que tuviéramos a alguien contra quien luchar y no nos destrozáramos mutuamente.

Podría haber dicho muchas cosas al respecto, pero me contuve.

—Ésa no es la cuestión —dijo Aliera—. Si dilapidamos la mayor parte de nuestros recursos, ¿qué ocurrirá si aparece un enemigo real? Los orientales no representan ninguna amenaza para nosotros en este momento…

—¿De qué enemigo real hablas? —la interrumpió Sethra—. No hay nin…

Me levanté y les dejé absortos en su discusión. En cualquier caso, no tenía nada que ver conmigo.