5
«Para ser un asesino, eres un amor»
He aquí un pensamiento deprimente: da la impresión de que todos mis amigos han estado a punto de matarme alguna vez. Morrolan, por ejemplo. Apenas llevaba tres semanas al mando de mi zona, cuando decidió contratarme para un trabajo. Ahora, no trabajo para personas ajenas a mi organización. ¿Para qué? ¿Van a apoyarme si me pifio los dedos? ¿Puedo contar con ellos para que paguen los honorarios de mis abogados, secuestren o amenacen a testigos y, sobre todo, les obliguen a mantener la boca cerrada? Ni por asomo.
Pero Morrolan me quería para algo, y encontró una manera tan original de contratarme que me llenó de admiración. Exprese dicha admiración en términos tan entusiastas que estuvo a punto de decapitarme con Varanegra, el batallón de infantería disfrazado de espada Morganti.
Pero estas cosas pasan. Al final, Morrolan y yo nos hicimos buenos amigos. Tan buenos, de hecho, que él, un Señor Dragón, me ha hecho un préstamo para llevar a cabo una guerra jhereg. Pero ¿éramos tan amigos como para hacerlo dos veces en tres días?
Probablemente no.
La experiencia me dice que, cuando la situación parece más desesperada, sigue pareciendo desesperada.
Creo que hoy tengo un día de pensamientos deprimentes, Loiosh.
Tranquilo, jefe.
Me teleporté de mi apartamento a un lugar situado frente al edificio de la oficina, y entré sin esperar a que mi estómago se calmara. Wyrn ya me estaba esperando en la calle, y Mirafn merodeaba cerca de la puerta.
—¿Cómo ha ido? —pregunté.
—Hecho —dijo Wyrn.
—Estupendo. Después de esto, a los dos os irá bien desaparecer durante un par de días.
Mirafn asintió. Wyrn se encogió de hombros. Los tres entramos en la tienda, hasta llegar al conjunto de oficinas.
—Buenos días, Melestav. ¿Ha llegado ya Kragar?
—No lo he visto, pero ya le conoces.
—Sí. ¡Kragar!
Entré en mi oficina y descubrí que no me esperaba ningún mensaje. Eso significaba, al menos, que no se habían producido nuevos desastres.
—Eh, jefe.
—¿Qu…? Buenos días, Kragar. Nada nuevo, por lo que veo.
—Exacto.
—¿Alguna noticia de Temek?
—Narvane ha vuelto a trabajar con él. Eso es todo.
—Bien. Yo…
¡Jefe!
¡Temek! Estábamos hablando de ti. ¿Tienes algo?
No exactamente, pero escucha, estaba husmeando por los alrededores del Mercado de Potter y Stipple Road, y me dejé caer por ese antro de klava para escuchar las habladurías, y ese teckla se acerca a mí; un tipo al que no había visto nunca, y dice: «Dile a tu jefe que Kiera tiene algo para él. Que se encuentre con ella en la sala de atrás de La Llama Azul dentro de una hora. Dile eso».
»Se levantó y salió. Le seguí; a menos de diez pasos, pero cuando salí ya había desaparecido. Eso es todo. Creo que puede ser una celada, jefe, pero…
¿Cuándo pasó?
Hace unos dos minutos. Busqué al tipo, y luego me puse en contacto contigo.
De acuerdo. Gracias. Vuelve al trabajo.
Enlacé las manos y medité.
—¿Qué pasa, Vlad?
Repetí la conversación a Kragar.
—¿Kiera? —dijo—. ¿Crees que se refería a Kiera la Ladrona.
Asentí.
—Debe ser una trampa, Vlad. ¿Por qué no…?
—Kiera y yo somos amigos desde hace mucho tiempo.
Kragar pareció sorprenderse.
—No lo sabía.
—Bien. En ese caso, existen posibilidades de que Laris tampoco. Y eso significa que no es una trampa.
—Yo iría con cuidado, Vlad.
—Esa es mi intención. ¿Puedes enviar a algunos muchachos hacia allí, ahora mismo, a echar un vistazo, y colocar un bloqueo de teleportación para mantener alejado a todo el mundo?
—Claro. ¿Dónde has dicho que es la cita?
—En La Llama Azul. Está en…
—Lo sé. Ummmm. «Trabajaste» allí hace un año y medio, ¿verdad?
—¿Cómo coño lo sabes?
Me dedicó una de sus sonrisas inescrutables.
—Hay algo más —dijo.
—El propietario se va a unir a nosotros por ciento cincuenta. Apuesto a que cooperará muchísimo, si le abordamos con inteligencia.
—Me pregunto si Kiera lo sabía.
—Tal vez, jefe. Como suele decirse, está en todo.
—Sí. Muy bien. Tenemos unos cincuenta minutos. Manos a la obra.
Se fue. Me mordisqueé el pulgar un momento.
Bien, Loiosh, ¿qué opinas?
Creo que va en serio, jefe.
¿Por qué?
Una intuición.
Uhmmm. Bien, como tu trabajo consiste en tener intuiciones, creo que te haré caso, pero si te equivocas y me matan, me enfadaré mucho contigo.
No lo olvidaré.
Mirafn salió primero, seguido de Loiosh; y después de Wyrn. Yo salí a continuación, seguido de Varg y Bichobrillante. Loiosh describía círculos en el aire, avanzando poco a poco.
Todo despejado, jefe.
Bien.
Todo esto para recorrer una manzana corta.
* * *
Cuando llegamos a La Llama Azul, que estaba encajada entre un par de almacenes como si intentara esconderse, Bichobrillante entró primero. Volvió a salir, asintió, y Loiosh y Varg entraron. Yo lo hice a continuación. La luz del local era demasiado tenue para mi gusto, pero veía bastante bien. Había cuatro reservados cm las paredes de cada lado, dos mesas de cuatro personas en el Centro y dos mesas de juego en medio. En un reservado alejado, de cara a mí, había un jhereg llamado Shoen, al que Kragar había alquilado.
Shoen era uno de esos tipos que trabajan por libre capaz de casi todo, y lo hacía bien. Era bajo, tal vez metro noventa y cinco, y robusto. Llevaba el pelo echado hacia atrás, como Varg. Tenía un grupo de músculos, regentaba un pequeño negocio de préstamos, hacía alguna «limpieza», a veces dirigía partidas de shareba… En un momento u otro, había hecho de todo. Durante una temporada trabajó como contacto de la organización en el palacio imperial. Hacía «trabajos», desde luego. De hecho, era uno de los asesinos más competentes que yo conocía. Si no fuera tan adicto al juego, o si fuera mejor jugador, habría ganado lo bastante para retirarse años antes. Estaba muy contento de que estuviera con nosotros.
Sentado solo en una mesa de juego del otro lado había un muchacho (tal vez trescientos años) que se llamaba Chimov. Llevaba en la organización diez años, como mínimo, pero ya había «trabajado» dos veces, al menos. Esto se consideraba bueno (yo le superaba, pero soy oriental). Tenía el cabello negro, fuerte y cortado a la altura de la oreja. Sus rasgos faciales recordaban a la Casa del Halcón. No hablaba mucho, cosa que los jheregs consideraban estupenda en alguien de su edad.
En conjunto, me sentí muy bien protegido cuando entré en la sala de atrás. Wym, Mirafn y Loiosh me precedieron. La sala tenía una mesa larga y grande, diez mesas, y estaba vacía.
—Muy bien —dije—. Vosotros dos, largaos.
Wyrn asintió.
Mirafn vaciló.
—¿Estás seguro, jefe?
—Sí.
Se marcharon. Me senté en una silla y esperé. La única puerta de la sala estaba cerrada, no había ventanas y el edificio estaba rodeado por bloqueos antiteleportación. Me pregunté cómo entraría Kiera.
Dos minutos después me lo seguía preguntando, pero era puramente retórico.
—Buenos días, Vlad.
—Maldita sea. Te habría visto entrar, pero parpadeé.
Rió, me dedicó una reverencia y me besó con afecto. Se sentó a mi derecha. Loiosh se posó sobre su hombro y le lamió la oreja. Kiera le rascó bajo la barbilla.
—Bien, ¿para qué querías verme?
Introdujo la mano en su capa y sacó una bolsita. La abrió con destreza y me hizo un gesto. Extendí la mano y un único cristal blancoazulado cayó en mi palma. Medía algo así como un centímetro de diámetro. Me volví y lo alcé hacia la lámpara.
—Muy bonito —dije—. ¿Un topacio?
—Un diamante.
Giré en redondo para ver si bromeaba. No bromeaba. Lo examiné de nuevo.
—¿Natural?
—Sí.
—¿Incluido el color?
—Sí.
—¿Y el tamaño?
—Si.
—¿Me lo garantizas?
—Sí.
—Entiendo.
Dediqué otro minuto a estudiar el objeto. No soy un experto, pero sé algo sobre piedras preciosas. No detecté la menor imperfección.
—Supongo que lo habrás tasado. ¿Cuánto vale?
—¿En el mercado abierto? Tal vez treinta y cinco mil, si buscas un comprador. Veintiocho o treinta en una venta rápida. Un perista te daría hasta quince mil…, si aceptara el trato.
Asentí.
—Te daré veintiséis.
Ella meneó la cabeza. Me quedé sorprendido. Kiera y yo nunca habíamos regateado. Si me ofrecía algo, yo le daba el mejor precio que podía, y se cerraba el trato.
—No te lo estoy vendiendo. Es tuyo. Cierra la boca, Vlad. Se te va a desencajar la mandíbula.
—Kiera, yo…
—De nada.
—Pero ¿por qué?
—¡Vaya pregunta! Te doy una fortuna, y aún quieres saber por qué.
Sí. Cierra el pico, jefe.
Loiosh le lamió la oreja.
—De nada, a ti también —dijo ella.
De pronto, al mirar la piedra, se me ocurrió que la había visto antes, o a sus primas. Miré a Kiera.
—¿De dónde la has sacado? —pregunté.
—¿Por qué demonios quieres saberlo?
—Dímelo, por favor.
Se encogió de hombros.
—Tuve la oportunidad de visitar hace poco la Montaña Dzur.
Suspiré. Ya me lo imaginaba. Sacudí la cabeza y le devolví la piedra.
—No puedo. Sethra es amiga mía.
Entonces, fue Kiera quien suspiró.
—Vlad, te juro por la Diosa Demonio que es más difícil ayudarte que engañar a Mario. —Quise hablar, pero ella alzó una mano—. Tu lealtad hacia tu amiga te honra, pero haz el favor de confiar en mí. No puede prestar su apoyo a una guerra jhereg, al igual que Morrolan, pero eso no detuvo a Morrolan, ¿verdad?
—¿Cómo sabes…?
Me interrumpió.
—Sethra sabe qué ha sido de esta piedra, aunque nunca lo admitirá. ¿De acuerdo?
Me quedé sin habla una vez más. Antes de que pudiera hablar, Kiera me tendió la bolsa. Guardé la piedra en la bolsa como un autómata, y la bolsa en mi capa. Kiera se inclinó y me besó.
—Para ser un asesino —dijo—, eres un amor.
Se marchó.
Más tarde, Temek me entregó la lista de cinco locales propiedad de Laris. Encargué que algunos magos aparecieran en dos de ellos como clientes, para empezar la maniobra de infiltración. Mago, por cierto, significa un tipo particular de hechicero muy poderoso, o bien, en la Casa Jhereg, alguien que realiza un trabajo específico muy bien. Si os preguntáis cómo diferenciarlos… bien, pues yo también.
Sea como fuere, cuatro magos se infiltraron en dos locales de Laris, mientras Kragar preparaba la estrategia para los demás Dimos el primer golpe aquella noche. Cuatro matones, casi todos de la Casa de la Orca y contratados por dos imperiales cada uno, fueron al local. Había dos protectores de Laris, que derribaron a uno de los nuestros por cabeza antes de ser reducidos. Los invasores emplearon cuchillos y porras en los clientes. No hubo bajas, pero nadie volvería a frecuentar el local por un tiempo.
En el ínterin, contraté a más individuos de esos para proteger mis negocios de un trato similar.
Dos días más tarde, atacamos otro, con excelentes resultados. Aquella noche, Temek informó que Laris había desaparecido y dirigía su cotarro desde algún lugar secreto.
A la mañana siguiente, Narvane, haciéndose eco de unos rumores, encontró el cadáver de Temek en una callejuela situada detrás del primer local que atacamos. No se le pudo revivir.
Tres días después, Varg informó que uno de los muchachos de Laris le había abordado para colaborar en un atentado contra mí. Dos días más tarde, Shoen encontró al individuo que había abordado a Varg, solo. El tipo salía del apartamento de su amante. Shoen le liquidó. Una semana después, dos de los magos que me habían infiltrado en uno de los locales de Laris volaron en pedazos mientras cenaban en un antro de klava, debido a un conjuro arrojado desde la mesa contigua.
Una semana más tarde, atacamos otro local de Laris. Esta vez, contratamos a veinticinco matones para que nos ayudaran. Laris había erigido defensas, de modo que seis de los míos emprendieron su último viaje, pero cumplieron el encargo.
En algún momento, Laris perdió la paciencia. Debió arruinarse, pero localizó a un hechicero capaz de doblegar mis conjuros protectores. Una semana después de mi ataque, la tienda de mi perista se incendió, junto con el perista y casi toda su mercancía. Doblé la protección de los demás locales. Dos días después, Narvane y Chimov cayeron en una trampa cuando iban a escoltar a H’noc hasta mi oficina. Chimov fue rápido y afortunado, de modo que se le pudo revivir; Narvane no fue tan rápido pero sí mucho más afortunado, y consiguió teleportarse a un curador.
Los asesinos escaparon.
Ocho días más tarde, ocurrieron dos cosas la misma noche, casi al mismo tiempo.
Primero, un mago se infiltró en un edificio que alojaba un burdel regentado por Laris, esparció con todo cuidado más de cuarenta galones de queroseno y lo encendió. El local ardió hasta los cimientos. Los incendios se produjeron en la parte delantera del segundo piso y en la trasera del primero; nadie llegó siquiera a chamuscarse.
Segundo, Varg vino a verme para hablar de algo importante. Melestav me informó. Le dije que dejara entrar a Varg. Cuando Varg abrió la puerta, Melestav observó algo (aún no sabe qué) y gritó que se detuviera. No lo hizo, así que Melestav hundió un cuchillo en su espalda y Varg cayó a mis pies. Lo examinamos, y descubrimos que no era Varg. Di a Melestav una recompensa, entré en mi oficina, cerré la puerta y me puse a temblar.
Dos días después, la gente de Laris lanzó un ataque a gran escala contra mi oficina, además de quemar la tienda. Les rechazamos sin perder a nadie de forma permanente, pero el coste fue muy alto.
Narvane, que había sustituido a Temek, descubrió otra fuente de ingresos de Laris. Cuatro días después del ataque a mi oficina respondimos: apalizamos a algunos clientes, herimos a algunos de sus protectores y prendimos fuego al local.
En aquel momento, ciertos grupos ya estaban hasta el gorro del asunto.
Aquel día, me encontraba de pie entre los escombros agolpados ante mi oficina, mientras intentaba decidir si necesitaba un nuevo local. Wym, Mirafn, Bichobrillante y Chimov me rodeaban. Kragar y Melestav también estaban por allí.
—Problemas, jefe —dijo Bichobrillante.
Mirafn se colocó de inmediato delante de mí, pero yo ya había visto a cuatro jheregs que caminaban hacía el edificio en ruinas. Daba la impresión de que había alguien en medio, pero no estaba seguro.
Llegaron y cuatro de ellos se plantaron delante de mis guardaespaldas. Entonces, surgió una voz de entre ellos que reconocí al instante.
—¡Taltos!
Tragué saliva y avancé. Hice una reverencia.
—Saludos, lord Toronnan.
—Ellos se quedan. Tú vienes.
—¡Venir, lord Toronnan? ¿Dónde…?
—Cierra el pico.
—Sí, mi señor. -Uno de estos días, bastardo, acabaré contigo.
Dio media vuelta y yo le seguí. Miró hacia atrás.
—No —dijo—. Esa cosa también se queda.
Tardé un momento en adivinar a quién se refería, y dije: Preparado, Kragar.
Preparado, jefe.
—No —dije en voz alta—. El jhereg se queda conmigo.
Entornó los ojos y sostuvimos la mirada.
—De acuerdo —dijo por fin.
Me relajé. Fuimos al norte, hacia Malak Circle, y después nos desviamos al este por la calle del Muelle. Por fin, llegamos a lo que antes había sido un hostal, pero que ahora estaba vacío, y entramos. Dos de sus muchachos se quedaron junto a la puerta. Otro le esperaba dentro. Llevaba útiles de hechicería. Nos paramos ante él.
—Hazlo —dijo Toronnan.
Noté un retortijón en las tripas, y me encontré con Toronnan y dos de sus guardaespaldas en una zona que reconocí como el noroeste de Adrilankha. Estábamos en las colinas, donde las casas eran casi como castillos. A unos veinte metros de nosotros se veía la entrada de una mansión blanca, con las grandes puertas dobles taraceadas en oro. Un lugar muy bonito.
—Adentro —dijo Toronnan.
Subimos la escalinata. Un criado abrió la puerta. Había dos jheregs en el interior; sus capas grises tenían aspecto de ser nuevas y bien cortadas. Uno de ellos cabeceó en dirección a los protectores de Toronnan.
—Que esperen aquí —dijo.
Mi jefe asintió. Seguimos hacia dentro. El vestíbulo era más grande que el apartamento donde viví después de vender el restaurante. La sala en que desembocaba, como una alcantarilla en un sumidero, era más grande que el apartamento en que vivía. Vi más oro invertido en chorradas del que había ganado en un uno. Nada de esto contribuyó a mejorar mi estado de ánimo. De hecho, cuando nos condujeron a una pequeña sala de estar, empezaba a sentirme más beligerante que asustado. Estar sentado allí diez minutos con Toronnan, esperando, tampoco me benefició.
Entonces, entró aquel tipo, vestido con los habituales tonos grises y negros, con pespuntes dorados alrededor de los bordes. Tenía el cabello cano. Parecía viejo, tal vez dos mil años, pero sano. No estaba gordo (los dragaeranos no engordan), pero daba la impresión de comer bien. Tenía la nariz pequeña y achatada; los ojos, profundos y de color azul claro. Habló a Toronnan con voz áspera y resonante.
—¿Es él? —preguntó.
¿Quién pensaba que era yo? ¿Mario Nieblagris? Toronnan se limito a asentir.
—De acuerdo —dijo—. Sal.
Toronnan obedeció. El pez gordo me miró. Se suponía que debía ponerme nervioso, imagino. Al cabo de un rato, bostecé. Me traspasó con la mirada.
—¿Te aburres? —preguntó.
Me encogí de hombros. Aquel tipo, fuera quien fuera, podía chasquear los dedos y ordenar que me mataran, pero no estaba dispuesto a besarle el culo. Mi pellejo no vale tanto.
Acercó una silla con el pie y se sentó.
—Ya veo que eres un caso perdido —dijo—. Me has convencido. Me has impresionado. Bien, ¿quieres vivir o no?
—No me importaría —admití.
—Bien. Soy Terion.
Me levanté y le dediqué una reverencia. Después, me senté. había oído hablar de él. Era uno de los cinco jefazos, uno de los cinco que dirigían la organización en la ciudad de Adrilankha (y en Adrilankha se llevaba a cabo el noventa por ciento de los negocios). Yo sí que estaba impresionado.
—¿En qué puedo serviros, mi señor?
Oh, vamos, jefe. Dile que salte al caos, sácale la lengua y escupe en su sopa. Adelante.
—Puedes ceder en tus intentos de quemar Adrilankha.
—¿Señor?
—¿Eres sordo?
—Os aseguro, mi señor, que no abrigo el menor deseo de quemar Adrilankha. Sólo una pequeña parte.
Sonrió y asintió. Después, sin previo aviso, su sonrisa se desvaneció y sus ojos se entornaron hasta formar unas tenues rendijas. Se inclinó hacia mí y sentí que la sangre se helaba en mis venas.
—No juegues conmigo, oriental. Si quieres pelear con ese otro teckla, Laris, hazlo de forma que el Imperio no caiga sobre nosotros. Se lo he dicho a él, y ahora te lo digo a ti. De lo contrario, yo arreglaré la disputa. ¿Has comprendido?
Asentí.
—Sí, mi señor.
—Bien. Ahora, vete cagando leches.
—Sí, señor.
Se levantó, me dio la espalda y salió. Tragué saliva un par de veces, me puse en pie y salí de la sala. Toronnan se había ido, con todos los suyos. El criado de Terion me acompañó a la puerta. Tuve que teleportarme de vuelta a mi oficina. Dije a Kragar que tendríamos que cambiar de métodos.
Sin embargo, no tuvimos tiempo de hacerlo. Terion estaba en lo cierto, pero había reaccionado demasiado tarde. El Imperio ya estaba hasta el gorro.