Capítulo 4

4

«¿Crees que no estarás disponible?»

La ciudad de Adrilankha se extiende a lo largo de la costa sur del imperio dragaerano. Durante casi toda su existencia fue una Ciudad portuaria de tamaño medio, y se convirtió en la capital Imperial cuando Ciudad de Dragaera se convirtió en un mar de Caos, aquel día de cuatrocientos años atrás cuando Adron estuvo a punto de usurpar el trono.

Adrilankha es tan vieja como el imperio. Sus auténticos comienzos estaban situados en un lugar que hacía poco (en términos dragaeranos) se había transformado en una piedra angular del nuevo palacio imperial. Fue allí donde, miles de generaciones antes, Kieroh el Conquistador se encontró con los chamanes y les dijo que podían huir a donde quisieran, pero él y su Ejército de Todas las Tribus esperarían a los «Demonios Orientales». Desde allí, caminó por un largo sendero que terminaba en un alto acantilado sobre el mar. Dicen aquello que viven de decir cosas que permaneció allí, inmóvil, durante cinco días (de ahí la semana dragaerana de cinco días), esperando la llegada de la Tribu de la Orca, que había prometido refuerzos, mientras el ejército oriental se acercaba

El lugar fue conocido como la Atalaya de Kieron hasta el Interegnum, cuando los conjuros que habían impedido el derrumbamiento de aquella parte del acantilado fallaron. Siempre lo he considerado divertido

Por cierto, para aquellos de vosotros interesados en la historia, los orcas llegaron por fin, y a tiempo. Demostraron ser un desastre como guerreros en tierra, pero Kieron ganó la batalla de todas las maneras, y puso así los cimientos del imperio dragaerano

Una pena.

El sendero que recorrió se conoce aún como Kieron Road. Nace en el nuevo palacio imperial, atraviesa el corazón de la ciudad, deja atrás los muelles y muere por fin sin mayores ceremonias a los pies de las colinas que se alzan al oeste de la ciudad. En algún punto inconcreto, Kieron Road se convierte en Lower Kieron Road, y atraviesa algunos barrios poco agradables. Junto a uno de estos trechos está el restaurante que pertenecía a mi padre, donde amasó la pequeña fortuna que luego dilapidó comprando un título de la Casa Jhereg. El resultado es que soy ciudadano del Imperio, y ahora puedo saber qué hora es.

Cuando llegué a la edad de decidir que quería una paga por lo que estaba haciendo (apalear dragaeranos), mí primer jefe, Nielar, vivía en un pequeño almacén en Lower Kieron Road. En teoría, el almacén vendía narcóticos, alucinógenos y suministros de hechicería. El auténtico negocio consistía en continuas partidas de shareba, que se olvidaba de notificar a los recaudadores de impuestos del Imperio. Nielar me enseñó el sistema de untar a los Guardias del Fénix (como casi todos son dragones, es imposible sobornarles por algo importante, pero les gusta jugar tanto como a cualquiera, y odian los impuestos como el que más), cómo llegar a acuerdos con la organización, cómo ocultar los ingresos a los recaudadores de impuestos y cientos de otros detallitos.

Cuando le quité esta zona a Tagichatn, Nielar se puso a trabajar de repente para mí. Fue el único que se presentó a pagarme la primera semana que dirigí la zona. Más tarde, se desprendió del negocio de narcóticos y se dedicó a las piedras syang. Después montó un burdel arriba. En conjunto, era el local que me proporcionaba más beneficios. Por lo que yo sé, la idea de estafarme alguna vez ni siquiera se le había pasado por la cabeza.

Me quedé junto a Kragar ante las ruinas calcinadas del edificio. El cadáver de Nielar yacía a mis pies. El fuego no le había matado; su cráneo estaba hundido. Loiosh acarició mi oreja izquierda.

—Entrega a la viuda diez mil imperiales —dije al cabo de un largo rato.

—¿Envío a alguien a decírselo? —preguntó Kragar.

—No —suspiré—, lo haré yo.

—Sus dos protectores también estaban allí —dijo Kragar más tarde, en mi oficina—. A uno se le puede resucitar.

—Hazlo, y localiza a la familia del otro. Ocúpate de que reciba una buena compensación.

—De acuerdo. Y ahora ¿qué?

—Mierda. ¿Y ahora qué? Casi me he quedado sin dinero. Mi mayor fuente de ingresos se ha esfumado. Si alguien me entregara ahora mismo la cabeza de Laris, no podría pagarle. Si la revivificación fracasa, y hemos de pagar a la familia del tío, bancarrota.

—Tendremos más dentro de un par de días.

—Fantástico. ¿Hasta cuándo durará?

Me encogí de hombros. Giré en mi silla y lancé un cuchillo contra el blanco de la pared.

—Laris es demasiado bueno, Kragar, maldita sea Verra. Asesto un golpe antes de que yo pudiera moverme, y me ha dejado lisiado. ¿Y sabes cómo lo hizo? Apuesto a que sabe hasta el último cobre que gano, dónde lo gano y cómo lo gasto. Apuesto a que tiene la lista de toda la gente que trabaja para mí, mis puntos fuertes y débiles. Si salimos de ésta, voy a formar la mejor red de espionaje que esta organización ha visto nunca. Me da igual si tengo que arruinarme para ello.

Kragar se encogió de hombros.

—Si salimos de ésta.

—Sí.

—¿Crees que puedes devolvérsela, jefe?

—Tal vez. Con tiempo. Sin embargo, he de esperar a que lleguen algunos informes, y tardaré una semana, como mínimo, más bien tres, en disponer del contraataque.

Kragar asintió.

—Entretanto, hay que conseguir dinero.

—Bien. Puede que exista un método. Quería reservarlo, pero creo que no podré.

—¿Cuál es, jefe?

Sacudí la cabeza.

—Toma el mando. Si surge una urgencia, ponte en contacto conmigo.

—De acuerdo.

Abrí el cajón inferior izquierdo de mi escritorio y rebusqué hasta encontrar un cuchillo encantado. Grabé un tosco círculo en el suelo y realicé unas cuantas marcas. Después, me puse de en el centro.

—¿Para qué esos dibujos, jefe? No necesitas…

—Me sirve de ayuda, Kragar. Hasta luego.

Activé mi vínculo con el Orbe y me encontré en el patio del castillo de Morrolan, mareado. Evité mirar hacia abajo, porque la perspectiva del suelo desde un kilómetro de altitud no ayudaba en nada. Clavé la vista en las enormes puertas dobles, a unos cuarenta metros de mí, hasta que se me pasaron las ganas de vomitar.

Caminé hacia ellas. Cuando andas sobre el patio de Morrola experimentas la misma sensación que cuando caminas sobre losas, sólo que tus botas no hacen ruido, lo cual te desconcierta hasta que te acostumbras. Las puertas se abrieron cuando m encontraba a cinco pasos de distancia, y lady Teldra aparece con una sonrisa cálida en su cara.

—Lord Taltos —dijo—, es un placer veros, como siempre. Espero que, esta vez, podáis quedaros con nosotros unos días os vemos muy pocas veces.

Le dediqué una reverencia.

—Gracias, señora. Una misión muy breve, me temo. ¿Dónde está Morrolan?

—Lord Morrolan está en su biblioteca, mi señor. Estoy segura de que se sentirá tan encantado de veros como el resto de nosotros.

—Gracias. Conozco el camino.

—Cómo gustéis, mi señor.

Siempre me dispensaba el mismo recibimiento. Y conseguía que te creyeras todo aquel rollo.

Tal como había dicho, encontré a Morrolan en la biblioteca. Cuando entré, estaba sentado con un libro abierto ante él sobre la mesa, y sostenía un pequeño tubo de cristal suspendido mediante un hilo sobre una vela negra. Levantó la vista cuando entre, y aparto el tubo.

—Eso es brujería —dije—. Olvídalo. Los orientales se dedican a la brujería. Los dragaeranos, a la hechicería. —Olfateé el aire—. Además, estás utilizando albahaca. Deberías utilizar romero.

—Era un brujo muy bueno trescientos años antes de que tú nacieras, Vlad.

Resoplé.

—Aun así, deberías utilizar romero.

—El texto no lo especificaba. Se ha quemado bastante mal.

Asentí.

—¿Qué intentas ver?

—La esquina. Un simple experimento. Pero siéntate, por favor. ¿Qué se te ofrece?

Me acomodé en una enorme butaca rellena en exceso, tapizada en piel negra. En una mesa contigua encontré una hoja de papel y una pluma. Me puse a escribir. Mientras tanto, Loiosh se posó sobre el hombro de Morrolan. Éste le rascó la cabeza. Loiosh aceptó las caricias, complacido, y volvió a mi lado. Tendí la hoja a Morrolan, y la examino.

—Tres nombres —dijo—. No me suena ninguno.

—Todos los jheregs. Kragar podría ponerte en contacto con todos.

—¿Por qué?

—Son especialistas en seguridad.

—¿Quieres que te ponga un ayudante?

—No exactamente. Tal vez te interese alguno de esos cuando ya no esté disponible.

—¿Crees que no estarás disponible?

—Por decirlo de alguna manera. Creo que estaré muerto.

Morrolan entornó los ojos.

—¿Qué?

—No se me ocurre otra manera de expresarlo. Creo que moriré pronto.

—¿Por qué?

—Estoy en desventaja. Alguien quiere apoderarse de mi territorio y no pienso permitirlo. Creo que lo va a conseguir, y eso significa que moriré.

Morrolan me estudió.

—¿Por qué piensas que lo conseguirá?

—Tiene más recursos que yo.

—¿Recursos?

—Dinero.

—Ah. Haz el favor de iluminarme, Vlad. ¿Cuánto dinero sería necesario?

—¿Eh? Uhmmm. Yo diría que unos cinco mil imperiales…, cada semana, mientras dure.

—Entiendo. ¿Y cuánto crees que se prolongará?

—Oh, tres o cuatro meses es lo habitual. Seis, a veces. Nueve es mucho tiempo, un año es muchísimo.

—Entiendo. Supongo que esta visita no es una manera disimulada de solicitar fondos.

Fingí sorpresa.

—¡Morrolan! ¡Por supuesto que no! ¿Pedir a un dragón que respalde una guerra jhereg? Ni siquiera me pasaría por la cabeza.

—Bien.

—Bien, sólo he venido para decirte eso. Ya es hora de que vuelva.

—Sí. Bien, buena suerte. Tal vez volvamos a vernos.

—Tal vez —concedí.

Incliné la cabeza y me marché. Bajé la escalera, recorrí el pasillo y me encaminé a las puertas delanteras. Lady Teldra sonrío cuando pasé a su lado.

—Perdonad, lord Taltos.

Me paré y di media vuelta.

—Creo que olvidáis algo.

Sostenía una bolsa grande. Sonreí.

—Caramba, sí. Gracias. No querría dejarme eso.

—Espero volver a veros pronto, mi señor.

—Casi estoy convencido de que así será, lady Teldra.

Le dediqué una reverencia y regresé al patio para teleportarme.

Llegué a la calle de mi oficina y entré a toda prisa. Ya en m oficina, grité a Kragar que viniera. Después, tiré el oro sobre el escritorio y empecé a contarlo.

—¡Santa mierda, Vlad! ¿Qué has hecho, limpiar la Tesorería de los dragones?

—Sólo una parte, amigo mío —dije cuando terminé de contar—. Unos veinte mil, más o menos.

Kragar sacudió la cabeza.

—No sé cómo lo has hecho, jefe, pero me gusta. Créeme, me gusta.

—Estupendo. Ayúdame a pensar en cómo gastarlo.

Aquella noche, Kragar se puso en contacto con siete protectores independientes y convenció a cinco de que trabajaran para mí durante el tiempo que duraran las hostilidades. Mientras él se ocupaba de eso, me puse un contacto psiónico con Temek.

¿Qué pasa, jefe? Apenas hemos empezado…

Me da igual. ¿Qué habéis conseguido, hasta el momento?

¿Eh? Poca cosa.

Deja eso. ¿Tenéis al menos un lugar, o un nombre?

Bueno, hay un burdel muy popular en Platería y Muelle.

¿Dónde, exactamente?

Esquina noroeste, encima del hostal Halcón de la Selva.

¿También es Propietario del hostal?

No lo sé.

De acuerdo. Gracias. Seguid en ello.

Cuando Kragar contactó conmigo para informar, dije: Deja eso por un rato. Localiza a Narvane. Que abandone lo que esté haciendo; está ayudando a Temek, el tiempo suficiente para arrasar la segunda planta del hostal Halcón de la Selva, en Platería esquina Muelle. Sólo el segundo piso. ¿Comprendido?

¡Comprendido, jefe! ¡Parece que vamos a entrar en acción!

Ya puedes apostar tus gratificaciones a que sí. Manos a la obra.

Cogí un trozo de papel y empecé a garabatear algunas notas.

A ver, proteger cada uno de mis negocios contra ataques directos de hechicería durante dos meses costaría… Ummmm. Que sea un mes, pues. Eso me dejaría lo suficiente. Bien, ahora me gustaría…

Corta, jefe.

¿Eh? ¿Cortar qué, Loiosh?

Estás silbando.

Lo siento.

Quemar el negocio de un enemigo no es algo normal en una guerra jhereg. Es caro y llama la atención, y ninguna de ambas cosas es buena. Pero Laris había contado en echarme a las primeras de cambio. Mi respuesta fue demostrarle que no estaba ni derrotado ni herido, lo cual era mentira, pero debía desalentar otras acciones similares.

Narvane se presentó a la mañana siguiente para informar que el trabajo había salido a pedir de boca. Recibió un suculento premio por las molestias, y la orden de desaparecer una temporada. Me reuní con los nuevos protectores y les asigné sus tareas, todas de índole defensiva, como proteger tal o cual local. Aún me faltaba información sobre los negocios de Laris que me permitiera descubrir cómo hacerle daño, de modo que debía protegerme.

La mañana transcurrió con bastante tranquilidad. Imagino que Laris estaba estudiando su situación, basándose en los acontecimientos de la noche. Puede que hasta empezara a arrepentirse de todo, pero en aquel momento ya no podía dar marcha atrás.

Me pregunté cómo me atacaría la siguiente vez.

Una hechicera llegó una hora después de mediodía. Deposité quinientos imperiales en su mano. Salió a la calle, levantó las manos, se concentró un momento, asintió y se fue. Quinientos Imperiales por cinco segundos de trabajo. Lo suficiente para lamentar mi profesión. Casi.

Una hora más tarde salí, con Wyrn y Mirafn como guardaespaldas, y visité todos mis negocios. Nadie pareció fijarse en mi. Bien. Confié en que la tranquilidad durara lo suficiente para que Temek reuniera una cantidad razonable de información. Operar a ciegas era frustrante.

El resto del día transcurrió con nerviosismo, pero no pasó nada. Igual que el día siguiente, excepto que varios hechiceros (le la Patrulla Ruin pasaron por cada uno de mis locales y los protegieron de la hechicería. Hechicería directa, quiero decir. No hay forma de protegerse de que alguien, pongamos por caso, levite una caja de ciento cincuenta litros de queroseno sobre un edificio, le prenda fuego y luego la deje caer. No obstante, los protectores contratados deberían ser capaces de ver algo así, tal vez a tiempo de hacer algo.

A tal fin, gasté más dinero en contratar a una hechicera que estuviera disponible a todas horas. De hecho, utilizarla me costó más de la cuenta, pero al menos estaba preparado.

Los informes de Temek indicaban que Laris había tomado medidas similares. Por lo demás, no parecía que Temek tuviera mucha suerte. Todo el mundo tenía la boca cerrada. Ordené a Mirafn que se llevara una bolsa con mil imperiales para ayudarle a abrir algunas de aquellas bocas.

El día siguiente, Findesemana, fue muy parecido al anterior, hasta poco después de mediodía. Acababa de enterarme de que el protector asesinado cuando intentaba proteger a Nielar había sido revivificado con éxito, cuando…

¿Jefe!

¿Qué pasa, Temek?

Jefe, ¿te acuerdas del prestamista que trabaja al norte de Garshos?

Le mataron cuando iba a verte. Con un hacha, por lo visto; la mitad de su cabeza ha desaparecido. Voy a traer el dinero.

Mierda.

Si jefe.

Se lo conté a Kragar, mientras me maldecía por seis tipos diferentes de estupidez. No se me había ocurrido que Laris iría a por la gente que hacía las entregas. Sabía cuándo se hacían y de donde salían, pero una de las principales leyes no escritas de los jheregs es que no nos robamos mutuamente. O sea, no ha pasado nunca, y os apuesto lo que queráis a que nunca volverá a ocurrir.

Pero eso no significaba que los gerentes estuvieran a salvo. Ninguna razón en el mundo impedía que les cazaran, sin apoderarse del dinero.

Iba a iniciar otra ronda de feroces blasfemias, cuando me di cuenta de que podía hacer cosas más productivas. No conocía lo bastante bien a ninguno de aquellos gerentes como para ponerme en contacto psiónico con ellos, pero…

—¡Kragar! ¡Melestav! ¡Wyrn! ¡Mirafn! ¡Venid aquí, deprisa! Voy a cerrar las puertas y no me moveré de aquí. Dividios los locales, teleportaos a ellos ahora mismo, y no dejéis que nadie se vaya. Más tarde, me ocuparé de darles protección a todos. ¡Idos ya!

—Eh, jefe…

—¿Qué pasa, Melestav?

—No sé teleportarme.

—Maldita sea. De acuerdo. Kragar, ocúpate también de su parte.

—De acuerdo, jefe.

Se produjo una corriente de aire que casi me reventó los tímpanos, y Melestav y yo nos quedamos solos. Intercambiamos una mirada.

—Creo que aún tengo que aprender muchas cosas sobre este negocio, ¿verdad?

Le dediqué una leve sonrisa.

—Creo que sí, jefe.

Los alcanzaron a tiempo a todos, excepto a uno. Lo habían dejado por muerto, pero podía ser revivificado. El oro que llevaba encima casi bastaba para pagar su revivificación.

No perdí más tiempo. Me puse en contacto con Wyrn y Miratf para decirles que volvieran cuanto antes. Obedecieron.

—Sentaos. Bien, esta bolsa contiene tres mil imperiales. Quiero que penséis dónde piensan cargarse a H’noc; dirige el burdel que está al final de la calle. Averiguad dónde está el asesino, y cazadle. No sé si habíais «trabajado» antes, y me da igual. creo que dais la talla; de lo contrario, decídmelo. Lo más probable es que sólo haya uno. Si hay más, matad sólo a uno. Si queréis, podéis utilizar a H’noc como cebo, pero sólo queda una hora para que termine el período de entregas habitual. Después, empezarán a sospechar. ¿Queréis el trabajo?

Los dos se miraron y, supongo, discutieron psiónicamente. Wyrn se volvió hacia mí y asintió. Le pasé la bolsa.

—Adelante, pues.

Se levantaron y teleportaron. Entonces, me di cuenta de que Kragar había llegado.

—¿Y bien? —pregunté.

—Acordé que traerán el dinero durante los próximos dos días, excepto Tam, que sabe teleportarse. Llegará de un momento a otro.

—De acuerdo. Volvemos a estar arruinados.

—¿Qué?

Expliqué lo que había hecho. Kragar parecía dudoso, pero asintió.

—Creo que tienes razón, es lo mejor que se puede hacer, pero esto es una sangría, Vlad. ¿Podrás sacar más de donde salió el otro?

—No lo sé.

Meneó la cabeza.

—Aprendemos con demasiada lentitud. Nos lleva la delantera. No podemos alcanzarle.

—¡Lo sé, por las escamas de Barlen! ¿Qué podríamos hacer?

Desvió la vista. Estaba tan despistado como yo.

No te hagas mala sangre, jefe, dijo Loiosh. Ya se te ocurrirá algo.

Me alegré de que alguien se sintiera optimista.