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«Voy a necesitar protección»
Cuando entré en la organización, tres años antes, trabajaba para un tipo llamado Nielar, como lo que nosotros llamamos «músculo». Controlaba un pequeño antro de juego en la calle Garshos Norte. Pagaba los derechos a Welok el Cuchillo.
Welok era una especie de jefe de nivel mediano. Su zona iba desde la calle del Mercado de Potter en el norte hasta Milenaria en el sur, y desde Prance en el oeste hasta Una-Garra en el este.
Todas estas zonas eran muy tentadoras y, cuando fui a trabajar para Nielar, el límite norte, a lo largo de Potter, era muy tentador. La primera vez que «trabajé», y la tercera, fue para cumplir el deseo del Cuchillo de que su frontera fuera más concreta. Su vecino del norte era un tipo apacible llamado Rolaan, quien intentaba negociar con Welok porque quería Potter, pero no quería una guerra. Rolaan se hizo aún más apacible después de caer desde su despacho de un tercer piso. Su lugarteniente, Pies Chamo, era todavía más apacible, de modo que el problema se resolvió a pedir de boca. Siempre he sospechado que Pies tramó la muerte de Rolaan, pues de lo contrario no se explica que Welok dejara en paz a Charno, pero nunca lo he podido saber con certeza.
Eso fue hace tres años. Por aquel entonces, dejé de trabajar para Nielar y entré al servicio del Cuchillo. El jefe del Cuchillo era Toronnan, que dirigía el cotarro desde los muelles en el este a la zona de la «Pequeña Puerta de la Muerte» en el oeste, y desde el río en el sur hasta la calle Issola en el norte.
Un año y medio después de que Rolaan partiera de viaje hacia las Cataratas de la Puerta de ¡a Muerte, Welok tuvo una disputa con alguien de la Mano Izquierda del Jhereg. Creo que ese alguien trabajaba en el mismo territorio que Welok (nuestros intereses no suelen coincidir), pero ignoro cuál era el problema. Un día, Welok se esfumó, y su lugar fue ocupado por uno de sus lugartenientes, un tipo llamado Tagichatn, cuyo nombre ni siquiera sé pronunciar bien.
Yo trabajaba como árbitro de conflictos laborales para el Cuchillo, pero el tipo nuevo no tenía muy buena opinión de los orientales. El primer día, entré en su despacho, un pequeño local situado en Copper Lane, entre Garshos y Malak Circle. Expliqué lo que había hecho para Welok y le pregunté si quería que le llamara «mi señor», «jefe», o debía esforzarme por pronunciar bien su nombre. Dijo: «Llámame Dios-jefe», y así acabó la conversación.
Al cabo de una semana le odiaba. Al cabo de un mes, otro ex lugarteniente de Welok se independizó y empezó a dirigir su propio territorio, justo en mitad del de Tagichatn. Era Laris.
Dos meses de «Dios-jefe» fueron demasiado para mí. Muchos de los que trabajábamos para él nos dimos cuenta de que no hacía nada contra Laris. Lo tomamos como una señal de debilidad. A la larga, alguien ajeno o implicado en la organización de Tagichatn se aprovecharía. No sé qué habría pasado si no hubiera tomado la decisión de suicidarse…, apuñalándose en el ojo izquierdo.
Murió una noche. Aquella misma noche me puse en contacto con Kragar, quien trabajaba conmigo para Nielar, y de vez en cuando para Welok. Kragar trabajaba como apagabroncas en una taberna de la calle del Muelle.
—Acabo de heredar una propiedad —dije—. ¿Te gustaría ayudarme a administrarla?
—¡Es peligroso? —preguntó.
—Ya lo creo que es peligroso.
—No, gracias, Vlad.
—Empezarás con cincuenta imperiales a la semana. Si seguimos vivos al cabo de dos semanas, recibirás setenta y cinco más el diez por ciento de lo que yo gane.
—Cien al cabo de dos semanas, más el quince por ciento de los beneficios.
—Setenta y cinco. El quince por ciento de las ganancias.
—Noventa. El quince por ciento de los beneficios netos antes de que los repartas con la jerarquía.
—Setenta y cinco. El diez por ciento antes de que los reparta.
—Trato hecho.
* * *
A la mañana siguiente, el secretario de Tagichatn entró y nos encontró a Kragar y a mí en las oficinas.
—Podéis trabajar para mí si queréis —dijo—. Si aceptáis, recibiréis un aumento del diez por ciento. Si os negáis, saldréis vivos de aquí. Si aceptáis y tratáis de engañarme, seréis pasto de las orcas.
Kragar dijo que no. Yo dije:
—Hasta la vista.
Después, fui a ver a un matón llamado Malestav, quien también odiaba a su ex jefe, y con el que yo había trabajado un par de veces. Me habían dicho que hacía «trabajos», y sabía que era meticuloso.
—El jefe quiere que seas su secretario personal y guardaespaldas —dije.
—El jefe está chiflado.
—Yo soy el jefe.
—Acepto.
Conseguí un plano de la ciudad y dibujé un rectángulo alrededor del territorio del muerto. Después, dibujé otro rectángulo dentro del primero. Por algún motivo, los jefes tendían a delimitar las zonas por medias calles en aquella zona de Adrilankha. O sea, en lugar de decir «Yo tengo Dayland y tú tienes Nebbit», decían «Yo tengo hasta el lado oeste de Dayland, tú tienes a partir del lado este de Dayland». Por tanto, el rectángulo que yo dibujé iba desde la mitad de la calle del Muelle, donde terminaba el territorio de Laris, hasta Dayland, de Dayland a Glendon, de Glendon a Undauntra, de Undauntra a Solom, de Solom a Lower Kieron Road, y de Lower Kieron Road a la calle del Muelle.
Ordené a Melestav que se pusiera en contacto con el otro lugarteniente y los dos lacayos que habían trabajado a las órdenes directas de Tagichatn, y nos encontramos todos a una manzana de las oficinas de Toronnan. Les dije que me siguieran, sin más explicaciones. Les conduje a la oficina. Cuando llegamos, les dije que esperaran fuera y pedí ver al jefe.
Me dejaron entrar, mientras los demás esperaban fuera. Toronnan tenía el cabello claro, corto y bien peinado. Vestía jubón y calzas, lo cual no es habitual en un jhereg que trabaja, y su indumentaria negra y gris estaba en perfecto estado hasta el último hilo. Por otra parte, era bajo para un dragaerano, tal vez algo menos de dos metros diez, y poco corpulento. En conjunto, parecía un archivista iyorn. Se había ganado su fama con un hacha de armas.
—Mi señor —dije—, soy Vladimir Taltos. —Saqué el plano y señalé el primer rectángulo—. Con vuestro permiso, yo mando ahora en esta zona. —Indiqué el rectángulo más pequeño—. Creo que soy capaz de hacerlo. Fuera, aguardan unos caballeros que, estoy seguro, estarían encantados de dividirse el resto a vuestro capricho. No he hablado del tema con ellos. —Hice una reverencia.
Me miró, miró el plano, miró a Loiosh (que había estado posado en mi hombro todo el rato), y dijo:
—Si eres capaz de hacerlo, Bigotes, todo tuyo.
Le di las gracias y me marché. Dejé que diera explicaciones al resto de la partida.
Volví a la oficina, repasé los libros y descubrí que estábamos casi arruinados. Yo tenía unos quinientos imperiales, lo cual es suficiente para que una familia coma y viva con comodidad durante un año, tal vez. Controlaba ahora cuatro burdeles, dos salas (le juego, dos casas de préstamos y un quitamanchas, perista o tratante en mercancía robada. No había lacayos (una palabra peculiar, que a veces significa «matón de dedicación exclusiva en nómina», y en otras «lugarteniente». Por lo general, me refiero a la última). Sin embargo, contaba con seis matones de dedicación exclusiva. También conocía a varios matones que trabajaban por libre.
Visité cada uno de mis negocios y presenté la misma oferta a mis propietarios. Ponía una bolsa con cincuenta imperiales sobre la mesa y decía: «Soy tu nuevo jefe. Esto es un premio, o bien un regalo de despedida. Tú eliges. Si lo aceptas como un premio e intentas engañarme, haz una lista de tus plañideras, porque vas a necesitarlas».
Esto me dejó casi sin blanca. Todos se quedaron, y yo contuve el aliento. Cuando empezó el Findesemana, nadie excepto Nielar, que estaba en mi territorio, había dado señales de vida. Creo que estaban esperando a ver qué hacía. En aquel momento, carecía de suficiente dinero para contratar a músculos independientes, y tenía miedo de utilizar a un matón (¿y si se negaba?), de manera que me encaminé al local más cercano a mi oficina, un burdel, y busqué al gerente. Antes de que pudiera decir nada, Clavé el lado derecho de su capa a la pared con un cuchillo arrojadizo, a la altura de la rodilla. Hice lo mismo con el lado izquierdo. clavé un shuriken en la pared junto a cada oreja, lo bastante cerca para que se cortara. Entonces, Loiosh se acercó y acarició con sus garras la cara del tío. Le di un puñetazo justo debajo del esternón, y cuando se dobló le aticé un rodillazo en la cara. Empezó a comprender que yo no estaba contento.
—Tienes un minuto —dije—, según el Reloj Imperial, para poner mi dinero en mi mano. Cuando lo hayas hecho, Kragar repasará tus libros; luego, hablará con todas las putas para averiguar cuánto se trabaja. Si echo en falta un solo cobre, eres hombre muerto.
Dejó su capa en la pared y fue a por el dinero. Mientras tanto, me puse en contacto psiónico con Kragar y le dije que bajara. Cuando recibí la bolsa, esperé a Kragar.
—Escuche, jefe, iba a llevarle…
—Cierra el pico, o te arrancaré las tripas y te obligaré a comerlas.
Cerró el pico. Cuando Kragar llegó, volví a mi oficina. Kragar regresó dos horas después, y comprobamos que los libros cuadraban. Tenía diez pupilos trabajando, cuatro hombres y seis mujeres, que recibían a cinco clientes al día, por lo general, a tres imperiales por cabeza. Los pupilos ganaban cuatro imperiales al día. Las comidas costaban nueve orbes de plata, o medio imperial al día. Tenía un protector en dedicación exclusiva que cobraba ocho imperiales por día. Otro imperial se destinaba a gastos diversos.
Cada pupilo se tomaba un día libre a la semana, de manera que el local debía sacar una media de ciento treinta y cinco imperiales al día. Los gastos se elevaban a cincuenta y uno por día, de modo que los beneficios diarios se podían calcular en unos ochenta y pico imperiales. Cinco días de la semana (la semana de Oriente tiene siete días; no sé muy bien por qué) deberían producir cuatrocientos veinticinco imperiales a la semana, de los cuales el gerente se queda el veinticinco por ciento, algo más de cien. Eso significa que yo debía ver trescientos veinte y pico imperiales cada semana. Tenía trescientos veintiocho, algunas monedas de plata y algunas de cobre. Estaba satisfecho.
Aún me quedé más satisfecho cuando, durante la siguiente hora, los demás aparecieron con las diversas ganancias de la semana. Todos dijeron algo así como «Lo siento jefe, me retrasé».
Yo respondí algo así como «No te vuelvas a retrasar nunca mas».
Al final del día, había recogido más de dos mil quinientos imperiales. Tenía que pagar a Kragar, a mi secretario y a los protectores, pero todavía me quedaban más de dos mil, la mitad de los cuales envié a Toronnan. La otra mitad quedó en mi poder.
No estaba nada disgustado. Para un chico oriental que se rompía el culo dirigiendo un restaurante que le proporcionaba ocho imperiales las mejores semanas, mil y pico no estaban nada mal. Me pregunté por qué no me había dedicado a esto antes.
Lo único importante que hice durante los siguientes meses fue comprar un pequeño negocio de narcóticos y drogas psicodélicas para justificar mi tren de vida. Contraté a un tenedor de libros para que todo tuviera buen aspecto. También contraté a unos cuantos protectores más, porque quería estar preparado si mis gerentes o algún capullo que intentara abrirse paso en mi territorio me causaban problemas.
El principal trabajo que les encargué fue el de «pasear por ahí›. La frase lo dice todo: tenían que pasearse por el barrio. El motivo era la popularidad del barrio entre los jóvenes camorristas, sobre todo en la Casa de la Orca, que se dedicaban a molestar al personal. La mayoría de estos chicos estaban sin un céntimo casi siempre, cuando no apalizaban a los tecklas, que constituían la mayor parte de los ciudadanos. Iban a la zona porque estaba cerca de los muelles, y porque los tecklas vivían allí. El trabajo de «pasear por ahí» consistía en encontrar a aquellos idiotas y sacarlos a patadas.
Cuando era adolescente y cosechaba mojicones de tipos que salían a «cortar bigotes», la mayoría eran orcas. Por esta causa, di instrucciones explícitas a mis protectores sobre lo que debían hacer si pillaban a alguien por segunda vez. Y, como estas instrucciones se cumplieron a rajatabla, en menos de tres semanas mi zona era una de las más seguras de Adrilankha después de anochecer. Empezamos a esparcir rumores (ya sabéis, la virgen con la bolsa de oro a medianoche), hasta tal punto que casi me los llegué a creer.
Gracias a mi ingenio, el aumento de los negocios amortizó mis nuevos protectores en cuatro meses.
Durante ese período, «trabajé» algunas veces para aumentar mis fondos, y para demostrar al mundo que aún era capaz de hacerlo. Pero, como ya he dicho, no ocurrió nada que deba importamos ahora.
Y después, mi buen vecino Laris me demostró por qué no me había dedicado a esto antes.
El día después de intentar interrumpir la partida y terminar vomitando en la calle, envié a Kragar en busca de gente que trabajara o conociera a Laris. Pasé el tiempo en mi despacho, dedicado a lanzar cuchillos e intercambiar chistes con mi secretario (¿Cuántos orientales se necesitan para afilar una espada? «cuatro: uno para sujetarla y tres para mover la piedra de amolar»).
Kragar volvió poco antes del mediodía.
—¿Qué has averiguado?
Abrió su libreta y la examinó.
—Laris empezó como recaudador de un prestamista de la ciudad de Dragacra. Dedicó treinta o cuarenta años al asunto, después entabló algunas relaciones y fundó su propio negocio. Mientras recaudaba, también «trabajó» un par de veces, como parte de su ocupación.
»Se estableció como prestamista y vivió bastante bien durante unos sesenta años, hasta el Desastre de Adron y el Interregnum. Entonces, se perdió de vista, como todo el mundo, y apareció en Adrilankha hace unos ciento cincuenta años, vendiendo títulos jheregs a los orientales.
Le interrumpí.
—¿Pudo ser el que…?
—No lo sé, Vlad. A mí también se me ocurrió, lo de tu padre, pero no he podido verificarlo.
—Da igual. Sigue.
—De acuerdo. Hace unos cincuenta años fue a trabajar para Welok como protector. Por lo visto, «trabajó» algunas veces más, y luego empezó a dirigir una pequeña zona bajo las órdenes directas de Welok, hace veinte años, cuando Welok sustituyó a K’tang el Garfio. Cuando el Cuchillo emprendió el viaje…
—Sé la historia a partir de ahí.
—Muy bien. Y ahora, ¿qué?
Reflexioné.
—No ha sufrido reveses serios, ¿verdad?
—No.
—Nunca se ha enzarzado en una guerra, tampoco.
—Eso no es del todo cierto, Vlad. Me dijeron que él en persona dirigió la pugna contra el Garfio, por eso Welok le cedió la zona.
—Pero si sólo era un protector en aquella época…
—No lo sé. Intuyo que hay algo más, pero no estoy seguro de qué es.
—Ummmm. ¿Pudo regir otra zona en aquel tiempo? De incógnito, o algo así.
—Tal vez, o puede que tuviera atado de pies y manos a Welok.
—Eso es difícil de creer. El Cuchillo era un redomado hijo de puta.
Kragar se encogió de hombros.
—He oído que Laris le ofreció la zona del Garfio, si era capaz de controlarla. Intenté verificarlo, pero nadie ha oído hablar de ello.
—¿Dónde lo oíste?
—Me lo dijo un protector independiente que trabajó para Laris durante la guerra. Un tipo llamado Ishtvan.
—¿Ishtvan? ¿Un oriental?
—No, sólo un tipo con nombre oriental. Como Mario.
—¡Si es como Mario, lo quiero!
—Ya sabes a qué me refiero.
—Sí. Muy bien, envía un mensajero a Laris. Dile que me gustaría reunirme con él.
—Querrá saber dónde
—Cierto. Averigua si es dueño de algún restaurante bueno, y concierta la cita allí. A mediodía de mañana, digamos.
—Entendido.
—Y envía a un par de protectores. Voy a necesitarlos.
—De acuerdo.
—Manos a la obra.
Puso manos a la obra.
Eh, jefe. ¿Para qué quieres protección?
¿Qué tiene de malo?
Para eso estoy yo, ¿no? ¿Para qué necesitas a esos payasos?
Tranquilidad de espíritu. Vete a dormir.
* * *
Uno de los protectores que estaba conmigo desde la época en que me había apoderado de la zona se llamaba N’aal el Curador. Cuenta la historia que recibió el apodo cuando fue enviado a cobrar un pago atrasado a un noble chreota. Él y su socio fueron al piso del tío y llamaron a la puerta. Pidieron el dinero. El tío resopló y dijo: «¿Por qué?».
N’aal sacó un martillo. «Soy curador —dijo—. Veo que tienes la cabeza entera. Yo te la curaré». El chreota comprendió el mensaje y N’aal consiguió la pasta. Su socio contó la historia por todas partes y el apodo ya no le abandonó.
Sea como sea, N’aal el Curador llegó dos horas después de encargar a Kragar que enviara un mensajero. Le interrogué al respecto.
—Kragar me ordenó que entregara el mensaje —dijo.
—¿Alguna respuesta?
—Sí. Vi a un tipo de Laris y lo entregó. Contestó que le iba bien.
—Bien. Cuando Kragar vuelva, podré saber dónde…
—Estoy aquí, jefe.
—¿Eh? Joder. Piérdete, N’aal.
—¿Dónde estoy? —dijo, mientras se encaminaba hacia la puerta.
Kragar la cerró de un puntapié y se estiró.
—¿Dónde se ha concertado? —le pregunté.
—Un lugar llamado La Terraza. Un buen sitio. No sale por menos de un imperial por cabeza.
—Podré aguantarlo.
Hacen una salchicha a la pimienta bestial, jefe.
¿Y tú cómo lo sabes?
Picoteo sus cubos de basura de vez en cuando.
Haz una pregunta estúpida…
—Bien. ¿Has solucionado lo de mi protección? —pregunté a Kragar.
Asintió.
—Dos. Varg y Temek.
—Será suficiente.
—Yo también estaré discretito. Nadie se fijará en mi. -Sonrió.
—Dc acuerdo. ¿Algún consejo?
Meneó la cabeza.
—Soy tan novato en esto como tú.
—De acuerdo. Haré lo que pueda. ¿Alguna otra cosa?
—No. Todo va suave como la seda.
—Que siga así —dije, y golpeé el escritorio con los nudillos. Kragar me miro, perplejo.
—Una costumbre oriental —expliqué—. Se supone que trae buena suerte.
Siguió con aspecto perplejo, pero no dijo nada.
Saqué un cuchillo y empecé a lanzarlo.
* * *
Varg procedía de una escuela peor que la mía. Era una de esas personas que hieden a peligro, de las que matarían con sólo mirarte. Tenía la envergadura de Kragar, más bien bajito, y los ojos algo rasgados, lo cual indicaba que tenía algún antepasado de sangre dzur. Llevaba el cabello más corto que la mayoría, oscuro y echado hacia atrás. Cuando hablabas con él, mantenía una inmovilidad absoluta, sin hacer gestos extraños de ningún tipo, y te miraba con aquellos ojos entornados de un azul muy claro. Su rostro no expresaba la menor emoción, excepto cuando apalizaba a alguien. Entonces, su cara se deformaba en una sonrisa despectiva jhereg sin parangón alguno, y proyectaba suficiente odio para que un ejército teckla corriera en dirección contraria.
Carecía por completo de sentido del humor.
Temek era alto, y tan delgado que apenas le veías si le mirabas de costado. Tenía ojos pardos hundidos, unos ojos cordiales. Era un maestro en el uso de las armas. Utilizaba hachas, palos, dagas, cuchillos arrojadizos, cualquier tipo de espada, shurikens, dardos, venenos de todas clases, cuerdas, incluso pedazos de papel, maldita sea Verra. Además, era un brujo muy bueno para ser jhereg, aparte de la Patrulla Ruin (la Mano Izquierda). Era mí único protector del que sabía con un cien por cien de seguridad que había hecho un «trabajo»…, porque Kragar se lo había encargado de mi parte.
Un mes antes de que empezara el problema con Laris, cierto Señor Dzur había pedido prestada una cantidad importante a alguien que trabajaba para mi, y se negó a devolverla. Este Señor Dzur estaba «establecido», como suele decirse, o sea, la Casa del Dzur le consideraba un héroe, y lo había demostrado varias veces. Era un mago (algo así como un hechicero, sólo que más), y bastante bueno con la espada. Por lo tanto, pensó que no podríamos hacer nada si decidía dejar de pagar. Enviamos a unos muchachos para suplicarle que fuera razonable, pero tuvo la grosería de matarles. Esto me costó mil quinientos imperiales por la mitad de revivificar a uno (el prestamista pagó la otra mitad, por supuesto) y cinco mil que entregué a la familia del segundo, que no pudo ser resucitado.
No consideré esas cantidades una fruslería. Además, el tipo que habíamos perdido y yo habíamos sido amigos en otros tiempos. En suma, estaba irritado. Dije a Kragar: «Quiero que este individuo deje de contaminar el mundo. Encárgate de solucionarlo».
Kragar dijo que había contratado a Temek por tres mil seiscientos imperiales, una cifra razonable por un dzur tan formidable. Bien, cuatro días después (cuatro días, daos cuenta, no cuatro meses), alguien atravesó con una jabalina la nuca del gran héroe y clavó su cara a una pared. Su mano izquierda desapareció.
Cuando el Imperio investigó, sólo averiguaron que su mano había volado en pedazos al estallar su material mágico, lo cual explicaba también el fracaso de sus conjuros defensivos. Los investigadores se encogieron de hombros y dijeron: «Mario lo hizo». Nunca interrogaron a Temek…
A la mañana siguiente, cuando llegaron Temek y Varg, cerré la puerta y les indiqué que se sentaran.
—Caballeros —expliqué—, dentro de unas horas iré a un restaurante llamado La Terraza. Voy a comer con un hombre y hablaré con él. Existen ciertas posibilidades de que intente dañarme físicamente. Vosotros os encargaréis de impedirlo. ¿Entendido?
—Sí —dijo Varg.
—Ningún problema, jefe —dijo Temek—. Si intenta algo, le haremos pedazos.
—Bien. —Así me gusta que se hable—. También quiero que me acompañéis al ir y al volver.
—Sí —dijo Varg.
—Gratis —añadió Temek.
—Nos marcharemos quince minutos antes del mediodía.
—Estaremos aquí —dijo Temek. Se volvió hacia Varg—. ¿Quieres echar un vistazo al sitio antes?
—Sí —dijo Varg.
Temek se volvió hacia mí.
—Si no llegamos a tiempo, jefe, mi mujer vive sobre Cabron e Hijos, y tiene debilidad por los orientales.
—Muy amable —le dije—. Marchaos.
Temek salió. Varg clavó la vista en el suelo unos instantes, su forma de hacer una reverencia, y le siguió. Cuando la puerta se cerró, conté hasta treinta, lentamente, pasé junto a mi secretario y salí a la calle. Vi sus espaldas a lo lejos.
Sígueles, Loiosh. Asegúrate de que hacen lo que dijeron.
Un poco suspicaz, ¿no?
Suspicaz no; paranoico. Lárgate.
Se fue. Seguí su vuelo un momento, y después volví a entrar. Me senté en mi butaca y saqué unos cuchillos arrojadizos que guardaba en mi escritorio. Giré a la izquierda para ver el blanco y empecé a lanzarlos.
Tunk. Tunk. Tunk.