Capítulo 1

1

«Mantente apartado, por si se ponen rudos»

Kragar dice que la vida es una cebolla, pero no se refiere a lo mismo que yo.

Habla de pelarla, de profundizar cada vez más, hasta que al final llegas al centro y no hay nada. Supongo que hay algo de verdad en eso, pero durante los años que mi padre poseyó un restaurante, nunca pelé una cebolla, sino que las cortaba a trocitos. La analogía de Kragar no tiene mucho sentido para mí.

Cuando digo que la vida es una cebolla, me refiero a esto: si no haces nada con ella, se pudre, En eso, no se diferencia de ninguna verdura, pero cuando una cebolla se hace mala, puede ser desde el interior o el exterior. A veces, ves una que tiene buen aspecto, pero el núcleo está podrido. En otras, ves un punto negro en la superficie, pero si lo cortas, el resto está bien. El sabor es fuerte, pero para eso pagas, ¿no?

A los Señores Dzur les gusta imaginar que son jefes de despensa, y que van por ahí cortando la parte podrida de las cebollas. El problema es que, por lo general, no saben diferenciar las buenas de las malas. Los Señores Dragón son especialistas en localizar los puntos malos, pero cuando encuentran uno, prefieren tirar toda la cesta. Un Señor Halcón encontrará un punto malo cada vez. Te observará mientras cocinas la cebolla y te la comes, pero cabeceará sagazmente cuando la escupas. Si le preguntas por qué no te avisó, aparentará sorpresa y dirá: «No me lo preguntaste».

Podría continuar, pero ¿para qué? En la Casa Jhereg, se nos dan una cagada de teckla los puntos malos. Nosotros nos dedicarnos a vender las cebollas.

No obstante, en ocasiones alguien me paga para eliminar un punto malo. Esto me ha reportado hasta el momento tres mil doscientos imperiales de oro, y para aliviar la tensión fui a visitar al grupo más o menos permanente reunido en la fortaleza de lord Morrolan. Estoy en su nómina como consejero de seguridad, lo cual me dispensaba una invitación a perpetuidad.

Lady Teldra me recibió cuando me recuperé de la teleportación, y me encaminé a la sala de banquetes. Examiné la masa de humanidad (utilizo la palabra de una forma aproximada) desde el portal, en busca de caras conocidas, y no tardé en localizar la forma alta de Morrolan.

Los invitados que no me conocían mc siguieron con la mirada cuando avancé hacia él; algunos hicieron comentarios destinados a mi oído. Siempre atraigo la atención en las fiestas de Morrolan, porque soy el único jhereg presente; porque soy el único «oriental» (léase humano) presente; o tal vez porque voy con mi familiar jhereg, Loiosh, a lomos de mi hombro.

—Hermosa fiesta —dije a Morrolan.

¿Dónde están las bandejas de tecklas muertos, ¿eh?, dijo Loiosh psiónicamente.

—Gracias, Vlad. Me complace que hayas venido.

Morrolan siempre habla así. Creo que no puede evitarlo.

Nos acercamos a una mesa donde un criado estaba sirviendo catas de diversos vinos, comentando sus virtudes. Cogí una copa de Darloscha tinto y lo sorbí. Bueno y seco, pero habría estado mejor frío. Los dragaeranos no entienden de vinos.

—Buenas, noches, Vlad, Morrolan.

Me volví y dediqué una reverencia a Aliera e’Kieron, prima de Morrolan y heredera del trono Dragón. Morrolan se inclinó y apretó su mano. Sonreí.

—Buenas noches, Aliera. ¿Algún duelo en perspectiva?

—Pues sí. ¿Te has enterado?

—De hecho, no. Sólo era una broma. ¿De veras hay un duelo programado?

—Sí, para mañana. Un teckla de un Señor Dzur reparó en mi forma de andar y comentó algo.

Meneé la cabeza y chasqueé la lengua.

—¿Cómo se llama?

Aliera se encogió de hombros.

—No lo sé. Lo averiguaré mañana. ¿Has visto a Sethra, Morrolan?

—No. Supongo que está en la Montaña Dzur. Quizá venga más tarde. ¿Es importante?

—No. Creo que he aislado un nuevo factor regresivo e’Mondaar. Puede esperar.

—A mí sí me interesa —dijo Morrolan—. ¿Quieres hacer el favor de hablarme de ello?

—Aún no estoy segura de lo que es…

Los dos se alejaron. Morrolan, a pie. Aliera, la dragaerana más corta de estatura que he conocido jamás, levitaba; su vestido azul plateado llegaba al suelo para ocultar la circunstancia. Aliera tenía el pelo dorado y los ojos verdes…, por lo general. Si bien no la llevaba en aquel momento, tenía una espada más larga que ella. Había sacado la espada de la mano de Kieron el Conquistador, el fundador de su linaje, en los Senderos de los Muertos. Una historia muy interesante, pero da igual.

En cualquier caso, se alejaron. Renové mi vínculo con el Orbe Imperial, lancé un pequeño conjuro y enfrié el vino. Volví a beber. Mucho mejor.

El problema de esta noche. Loiosh, es ¿cómo voy a echar un polvo?

A veces me das asco, jefe.

Explícamelo.

Aparte de eso, si eres el dueño de cuatro burdeles…

He decidido que no me gusta ir a burdeles.

¿Eh? ¿Por qué no?

No lo entenderías.

Ponme a prueba.

De acuerdo. Digámoslo así el sexo con las dragaeranas se acerca bastante al bestialismo. Con putas, es como pagar por… lo que sea.

Sigue, jefe. Termina la frase. Me has picado la curiosidad.

Oh, cierra el pico.

¿Por qué te pone tan cachondo matar gente?

Has dado en el clavo.

Necesitas una esposa.

Vete a la Puerta de la Muerte.

Ya fuimos una vez, ¿te acuerdas?

Sí, y también recuerdo lo que sentiste al ver al jhereg gigante.

No empecemos otra vez, jefe.

Entonces, deja en paz a mi vida sexual.

Tú sacaste el tema a colación.

No podía decir nada al respecto, así que lo dejé correr. Bebí vino de nuevo, y experimenté esa sensación peculiar y acuciante de «tendría-que-haber-pensado-en-algo», heraldo de que alguien intenta entrar en contacto psiónico conmigo. Localicé al instante un rincón tranquilo y abrí mi mente para el contacto.

¿Cómo va la fiesta, jefe?

Bastante bien, Kragar. ¿Qué sucede que no puede esperar a mañana?

Tu limpiabotas ha venido. Mañana van a nombrarle heredero del trono de Issola, así que está terminando sus compromisos.

Muy divertido. ¿Qué pasa, en realidad?

Una pregunta. ¿Has abierto un nuevo garito de juego en Malak Circle?

Claro que no. Ya te habrías enterado.

Eso pensaba. Entonces, tenemos un problema.

Entiendo. ¿Algún patán convencido de que no íbamos a darnos cuenta, o alguien que intenta introducirse por la fuerza en el negocio?

Parece profesional, Vlad. Tiene protección. ¿Cuántos?

Tres. Y conozco a uno. Ha hecho «trabajos».

Oh.

¿Qué opinas?

Kragar, ¿sabes lo que pasa cuando no se vacía un orinal durante días?

¿Sí?

¿Y sabes que, cuando por fin se vacía, queda toda la mierda pegada en el fondo?

¿Sí?

Bien, pues yo me siento como esa mierda.

He comprendido el mensaje.

Voy enseguida.

Encontré a Morrolan en un rincón con Aliera y una dragaerana alta que tenía los rasgos faciales de la Casa del Athyra e iba vestida de color verde bosque, de pies a cabeza. Me miró por encima del hombro, figurada y literalmente. Es frustrante ser al mismo tiempo jhereg y oriental; la gente te desprecia por ambos motivos.

—Vlad —dijo Morrolan—, te presento a la Hechicera Verde. Hechicera, éste es el baronet Vlad Taltos.

Asintió, casi de forma imperceptible. Realicé una profunda reverencia, arrastrando el dorso de la mano por el suelo hasta posarla sobre mi cabeza.

—Benévola dama, estoy tan encantado de conoceros como vos de conocerme a mí —dije.

La mujer se puso rígida y desvió la vista.

Los ojos de Aliera destellaron.

Morrolan parecía preocupado, pero luego se encogió de hombros.

—Hechicera Verde —dije—, nunca he conocido a una athyra que no fuera hechicera, y verde por lo que veo, por lo tanto ignoro lo que el título…

—Ya es suficiente, Vlad —interrumpió Morrolan—, y ella no es…

—Lo siento. Quería decirte que ha pasado algo. Temo que he de irme. —Me volví hacia la Hechicera—. Lamento haceros esto, querida, pero no permitáis que os arruine la velada.

Ella me miró y sonrió con dulzura.

—¿Os gustaría ser un sapo?

Loiosh siseo.

—Te dije que lo dejaras, Vlad —dijo Morrolan con aspereza. Lo dejé correr.

—Me voy, pues —dije, e incliné la cabeza.

—Muy bien. Si puedo ayudarte en algo, avísame.

Asentí. Por desgracia para él, recordé el comentario.

¿Sabéis cuál es la única gran diferencia entre un dragaerano y un oriental? No es que sean mucho más altos y fuertes que nosotros; soy la prueba viviente de que el tamaño y la fuerza no son importantes. No es que vivan dos o tres mil años, comparados con nuestros cincuenta o sesenta; entre la gente con que me trato, nadie espera morir de viejo. Ni siquiera es que posean un vínculo natural con el Orbe Imperial, lo cual les permite utilizar la hechicería; los orientales (como mi difunto y nada llorado padre) pueden comprar títulos en la Casa del Jhereg, o jurar fidelidad a un noble, mudarse al campo y convertirse en un teckla, y así adquieren la ciudadanía y consiguen el vínculo.

No, la mayor diferencia que he encontrado es ésta: un dragaetano puede teleportarse sin sentir el estómago revuelto a continuación.

* * *

Llegué a la calle de mi oficina a punto de vomitar. Respiré hondo varias veces y esperé, mientras mis tripas se calmaban. Pedí a uno de los hechiceros de Morrolan que ejecutara el conjuro. Sé hacerlo, pero no soy muy bueno; un aterrizaje brusco empeora aún más las cosas.

En aquella época, mi oficina estaba en Copper Lane, en la parte trasera de un pequeño garito, que estaba en la parte trasera de una tienda de hierbas psicodélicas. Mis oficinas consistían en tres habitaciones. Una era una habitación de seguridad, que ocupaba Melestav, mi guardaespaldas-recepcionista. A su derecha estaba el despacho de Kragar y los archivos, y detrás de Melestav mi despacho. Kragar tenía un pequeño escritorio y una silla de madera muy incómoda (no había sitio para nada más). La habitación de seguridad tenía cuatro sillas, que eran casi cómodas. Mi escritorio era un poco más grande que el de Kragar, más pequeño que el de Melestav, y había una butaca giratoria bien acolchada de cara a la puerta. Al lado de la puerta había dos sillas cómodas, una de las cuales ocupaba Kragar cuando hacía acto de aparición.

Dije a Melestav que avisara a Kragar de mi llegada y me senté a esperar ante mi escritorio.

—Eh, jefe.

—Oh.

Suspiré cuando comprendí que, una vez más, Kragar había entrado sin que yo lo advirtiera. Afirma que no lo hace a propósito, que le sale así de natural.

—¿Qué has descubierto, Kragar?

—Nada que no te dijera antes.

—Bien. Vamos a pulimos un poco de dinero.

—¿Los dos?

—No. Tú mantente apartado, por si se ponen rudos.

—De acuerdo.

Mientras salíamos me pasé la mano por el pelo. El movimiento permitió que mi brazo rozara el lado derecho de mi capa, y así me aseguré de que diversas armas estaban en su sitio. Con la mano izquierda me ajusté el cuello, y comprobé unas cuantas más de aquel lado.

Ya en la calle, eché un rápido vistazo a mi alrededor, y luego recorrí a pie la manzana y media que distaba Malak Circle. Copper Lane es lo que se llama una calle de carreta y media, lo cual supone que es más amplia que muchas. Los edificios están apretujados, y la mayoría sólo tienen ventanas en los pisos altos. Malak Circle es tina glorieta, con una fuente que, por lo que yo recuerdo, nunca ha funcionado. Copper Lane termina allí. Lower Kieron Road entra por la izquierda si te acercas por Copper Lane, y sale de nuevo, un poco más ancha, hacia adelante y a la derecha.

—Bien, Kragar —dije—, ¿dónde…? —Me detuve—. ¿Kragar?

—Delante de ti, jefe.

—Ah. ¿Dónde está?

—Primera puerta a la izquierda de la Taberna de la Fuente. Entra, sube la escalera, y a la derecha.

—Muy bien. Estate alerta.

—De acuerdo.

Loiosh, intenta encontrar una ventana por la que puedas mirar. De lo contrario, sigue en contacto.

De acuerdo, jefe.

Salió volando.

Entré, subí una escalera angosta, sin barandilla, y llegué arriba. Respiré hondo, comprobé mis armas una vez más y llamé.

La puerta se abrió al instante. El tipo que se asomó iba vestido con el negro y gris de la Casa Jhereg, y llevaba una espada ceñida al costado. Medía casi dos metros treinta de alto y era más ancho de lo que es normal en los dragaeranos. Me miró desde la cumbre y dijo:

—Lo siento, Bigotes. Sólo humanos.

Y cerró la puerta. Los dragaeranos no parecen tener muy claro quiénes son los humanos.

Que me llamaran «Bigotes» no me molestó. Me lo había dejado crecer a propósito, porque los dragaeranos no pueden. Sin embargo, ser despedido de una casa de juegos que no podía estar allí sin mi permiso me desagradó inmensamente.

Examiné la puerta a toda prisa y descubrí que estaba cerrada con hechicería. Imprimí un giro a mi muñeca derecha y Rompchechizos, sesenta centímetros de cadena de oro delgada, cayó en mi mano. Golpeé la puerta y noté que el conjuro desaparecía. Escondí la cadena cuando la puerta volvió a abrirse.

El tipo entornó los ojos y avanzó hacia mí. Sonreí.

—Me gustaría hablar con el propietario, por favor.

—Veo que vas a necesitar ayuda para bajar la escalera —dijo, y siguió avanzando.

Sacudí la cabeza.

—Es una pena que no seas capaz de colaborar con una sencilla petición, cadáver.

Se lanzó, y la daga de mi manga derecha apareció en mi mano. Me agaché bajo sus brazos. Quince centímetros de acero se hundieron entre su cuarta y quinta costillas, y se retorcieron para alcanzar el esternón. Entré en la habitación mientras oía a mi espalda vagos gemidos y toses, seguidos por el ruido de un cuerpo al desplomarse. Contrariamente a lo que afirma el mito popular, el tipo seguiría vivo más de una hora, pero en contra de lo predicado por otro mito popular, estaría en estado de shock y no podría hacer nada para salvar su vida.

La habitación era pequeña, con una única ventana. Había tres mesas de piedras s’yang en acción, una de cinco jugadores, la otra de cuatro. La mayoría de los jugadores parecían tecklas, además de un par de jheregs y un tsalmoth. Luego, había otros dos jheregs que, como había dicho Kragar, daban la impresión de trabajar para el local. Se acercaron a toda velocidad, uno con la espada ya desenvainada. Vaya, vaya.

Interpuse una mesa entre uno de los atacantes y yo, y después la arrojé sobre él de una patada. En aquel momento, la ventana se rompió y Loíosh se lanzó contra el otro. Ya podía olvidarme del tipo durante unos minutos, como mínimo.

El tipo sobre el que había tirado la mesa, desparramando monedas, piedras y clientes, se tambaleó un poco. Desenvainé el espadín y le corté la muñeca cuando agitó el brazo ante mí. Soltó la espada y le propiné una patada en la entrepierna. Gimió y se dobló en dos. Descargué el pomo de mi espada sobre su cabeza y cayó como un saco.

Me dirigí hacia el otro.

Basta, Loiosh. Déjale en paz y vigila mí espalda.

De acuerdo, jefe.

El tipo intentó desenvainar la espada cuando me acerqué y Loiosh le dejó, pero yo ya había sacado la mía.

—Me gustaría hablar con el gerente —dije.

Dejó de moverse. Me miró con frialdad, sin el menor rastro de miedo en los ojos.

—No está.

—Dime dónde está y vivirás. De lo contrario, morirás.

Permaneció en silencio. Acerqué la punta de mi espada a su ojo izquierdo. La amenaza era clara: si destruía su cerebro, no podrían revivirle. Aún no distinguí señales de miedo.

—Laris —dijo.

—Gracias. Tírate al suelo.

Obedeció. Me volví hacia los clientes.

—El local queda clausurado —dije.

Se encaminaron hacia la puerta.

En aquel momento, percibí una corriente de aire, y cinco jheregs más entraron en la habitación, con las espadas desenvainadas. Ups. Sin pronunciar palabra, Loiosh se posó sobre mi hombro.

Lárgate Kragar.

Entendido.

Intenté teleportarme, pero fallé. A veces, deseo que los bloqueos de teleportación sean declarados ilegales. Me arrojé sobre uno de ellos, diseminé un puñado de cosas puntiagudas con mi mano izquierda y salté por la ventana rota. Oí maldiciones a mi espalda.

Probé un veloz conjuro de levitación, que debió funcionar un poco porque no me hice daño al aterrizar. Seguí avanzando, por si ellos también tenían cosas puntiagudas. Intenté teleportarme por segunda vez, y lo logré.

Me encontré tirado de espaldas, justo ante la puerta de la tienda que albergaba mis oficinas. Vomité.

Me puse en pie, sacudí el polvo de la capa y entré. El propietario me miró con curiosidad.

—La acera está sucia —dije—. Límpiala.

* * *

—Conque Laris, ¿eh, jefe? —dijo Kragar un poco más tarde—. Uno de nuestros vecinos. Controla unas diez manzanas cuadradas. Hasta el momento, sólo posee un par de locales que dan a nuestro territorio.

Apoyé los pies sobre mi escritorio.

—Más del doble de mi zona —musité.

—Dio la impresión de que esperaba problemas, ¿verdad?

Asentí.

—O nos está poniendo a prueba, o pretende invadirme?

Kragar se encogió de hombros.

—Es difícil saberlo con certeza, pero creo que quiere invadir.

—Bien —dije, con más calma de la que sentía—. ¿Podemos convencerle de que desista, o es la guerra?

—¿Estamos preparados para una guerra?

—Por supuesto que no —repliqué—. Sólo hace medio año que tengo mi propia zona. Tendríamos que haber esperado algo por el estilo. Maldita sea.

Kragar asintió.

Respiré hondo.

—Muy bien, ¿cuántos protectores tenemos en nómina?

—Seis, sin contar los que están asignados de forma permanente a determinados lugares.

—¿Cómo van nuestras finanzas?

—Excelentemente.

—Algo es algo. ¿Sugerencias?

Kragar pareció incómodo.

—No sé, Vlad. ¿Serviría de algo hablar con él?

—¿Cómo puedo saberlo? No sabemos bastante sobre él.

—Pues ése debería ser nuestro primer paso. Averiguar todo lo que podamos.

—Si nos da tiempo.

Kragar asintió.

Tenemos otro problema, jefe. ¿Cuál, Loiosb?

Apuesto a que ahora vas muy salido.

Oh, cierra el pico.