Capítulo 14

14

«… cepillar para eliminar partículas blancas…»

Todos mis guardaespaldas me acompañaron a casa. Me dejaron delante de la puerta, y cuando traspasé el umbral sentí que me vaciaba de toda la tensión que había acumulado sin darme cuenta. Si bien mi oficina está muy bien protegida, la costumbre jhereg ordena que la casa de uno es inviolable. ¿Por qué? No lo sé. Quizá por el mismo motivo que los templos. Es una cuestión de que has de estar a salvo en algún sitio, sea cual sea, y todo el mundo está demasiado expuesto a ataques de este tipo. Quizá exista alguna otra razón, no estoy seguro, pero jamás he oído que esta costumbre haya sido violada.

Nunca había oído que alguien robara a los jheregs hasta que ocurrió, por supuesto, pero has de confiar en algo.

¿Verdad?

En cualquier caso, estaba en casa, a salvo, y Cawti se encontraba en la sala de estar, leyendo el periódico. El corazón me dio un vuelco, pero me recobré y sonreí.

—Has vuelto pronto —comenté.

No sonrió cuando levantó la vista hacia mí.

—Bastardo —dijo, de todo corazón. Noté que mi cara enrojecía, y náuseas que nacían en la boca del estómago y se extendían hacia todos los puntos salientes. Ya imaginaba que se iba a enterar de lo que yo estaba haciendo, y sabía cuál iba a ser su reacción, pero entonces ¿por qué me sorprendí tanto cuando hizo exactamente lo que yo esperaba?

Tragué saliva.

—Cawti…

—¿Pensabas que no iba a descubrir lo que estabas tramando, apalizar a gente de Herth y echarnos la culpa a nosotros?

—Ya sabía que lo descubrirías.

—¿Y bien?

—Estoy llevando a la práctica un plan.

—Un plan —dijo, con voz teñida de desprecio.

—Hago lo que es preciso.

Compuso una expresión a medio camino entre la burla y la ira.

—Lo que es preciso —repitió, como si estuviera hablando de las costumbres sexuales de los tecklas.

—Sí —dije.

—¿Has de hacer todo cuanto esté en tu mano para destruir a la única gente que…?

—¿La única gente por la que vas a sacrificar tu vida? Sí. ¿Y por qué?

—Una vida mejor para…

—Oh, basta ya. Esa gente está tan ebria de ideales que es incapaz de comprender que existe gente en el mundo, gente que no debería ser avasallada sin motivo. Individuos. Empezando por ti y por mí. Aquí estamos, a punto de no sé qué, por culpa de estos grandes salvadores de la humanidad, y sólo se te ocurre pensar en qué va a pasarles a ellos. Estás ciega a lo que nos está pasando a nosotros. O tal vez ya no te importa. ¿No te dice esto que hay algo malo en ellos?

Rió, y fue una risa odiosa.

—¿Que hay algo malo en ellos? ¿Ésa es tu conclusión? ¿Que hay algo malo en el movimiento?

—Sí. Ésa es mi conclusión.

Torció la boca.

—¿Esperas que me lo trague?

—¿Qué quieres decir?

—No puedes vender ese producto.

—¿Qué he de vender?

—Por mí, lo que te dé la gana.

—Cawti, no digas tonterías. Lo que…

—Cierra el pico, bastardo.

Por primera vez en mucho tiempo sentí ira hacia ella. Me la quedé mirando, con los pies como fundidos con el suelo y la cara tensa y, al principio, agradecí la sensación. Ella me traspasó con la mirada (ni siquiera me había dado cuenta de que estaba en pie), y aquello fue el colmo. Percibí un zumbido en mis oídos, como venido de muy lejos, y comprendí que había vuelto a perder el control.

Avancé un paso hacia ella. Sus ojos se dilataron y retrocedió medio paso. No sé qué hubiera pasado de no ser por ese mínimo movimiento, pero fue suficiente para que diera media vuelta y saliera de casa.

¡No, jefe! ¡No salgas de casa!

No le contesté. De hecho, sus palabras no penetraron en mi conciencia hasta que la brisa fresca de la noche acarició mi cara. Entonces comprendí que estaba en peligro. Pensé en teleportarme al Castillo Negro, pero también sabía que mi mente no estaba para teleportaciones. Por otra parte, un ataque se adaptaría a mi estado de ánimo a la perfección.

Empecé a caminar, mientras intentaba mantener el mayor control sobre mí, que no era mucho. Luego recordé la última vez que me lancé a la ciudad sin la menor consideración hacia mi persona, y me estremecí, lo cual me calmó lo suficiente para adoptar más precauciones.

Unas pocas más.

Pero debo pensar que Verra, mi Diosa Demonio, velaba por mí aquella noche. Herth debía haber ordenado a Quaysh y a todos los demás que me vigilaran, pero no fui atacado. Atravesé mi zona a paso de carga, miré todas las tiendas cerradas, mi oficina, en la que brillaban algunas luces, la fuente apagada de Malak Circle, y ni siquiera me amenazaron. Me senté un rato en el borde de la fuente semiderruida. Loiosh miró a su alrededor, angustiado, como anticipando un ataque, pero era como si lo que hacía no tuviera nada que ver conmigo.

Mientras estaba sentado, empezaron a aparecer rostros ante mí. Cawti me miró con compasión, como si hubiera pillado una enfermedad incurable. Mi abuelo me miró con seriedad, pero también con cariño. Un viejo amigo llamado Nielar me miró con serenidad. Y también apareció Franz, por extraño que parezca. Me dirigió una mirada acusadora. Fue curioso. ¿Por qué debía preocuparme por él, de entre todo el mundo? O sea, no le había conocido en vida, y lo poco que le había conocido después de muerto indicaba que no teníamos nada en común. A excepción de nuestro único encuentro, no tenía nada que ver conmigo.

¿Por qué le había convocado mi inconsciente?

Conocía a muchos dragaeranos convencidos de que los tecklas eran tecklas porque las cosas eran así, y todo cuanto les pasara estaba bien, y si querían prosperar, pues adelante. Eran los señores de la tierra, y les gustaba ser lo que eran, y lo merecían más que nadie, y punto. Vale. Podía comprender esa actitud. No tenía nada que ver con cómo eran las cosas para los tecklas, pero era de lo más lógico para los dragones.

Conocía a unos pocos dragaeranos que compadecían a los tecklas, y también a los orientales, y daban dinero para los pobres y sin techo. La mayoría eran acaudalados, y a veces me intrigaba mi desprecio hacia ellos. Siempre había tenido la sensación de que, en secreto, despreciaban a los que ayudaban, y estaban

tan abrumados por la culpa que se cegaban a la realidad para convencerse de que estaban haciendo el bien, de que constituían la diferencia.

Y después, estaban Kelly y los suyos. Tan obsesionados por salvar el mundo que nada ni nadie les importaba, excepto las pequeñas ideas que flotaban alrededor de sus pequeñas cabezas. Despiadados por completo, y todo en nombre de la humanidad.

Ésos eran los tres grupos que veía en derredor mío, y se me ocurrió, mientras imaginaba a Franz mirándome con una expresión que rezumaba sinceridad, al igual que una herida infectada rezuma pus, que debía decidir en cuál integrarme.

Bien, con el tercer grupo no, desde luego. Sólo podía matar individuos, no a sociedades enteras. Albergo una elevada opinión sobre mis capacidades, pero no tanto como para destruir a toda una sociedad por una opinión, ni para masacrar a miles de personas si estuviera equivocado. Cuando alguien se entrometía en mi vida (como ya había pasado y volvería a suceder) lo tomaba como algo personal. No estaba dispuesto a echar la culpa a algo tan nebuloso como una sociedad y tratar de soliviantar a la población para destruirla en mi lugar. Lo tomaba por lo que era: algo que se entrometía en mi vida, que podía solucionarse empleando un limpio y sencillo cuchillo. No, no iba solidarizarme con la gente de Kelly.

¿El segundo grupo? No. Me había ganado a pulso lo que tema, y nadie iba a conseguir que me sintiera culpable por tenerlo, ni siquiera el Franz que mi inconsciente había convocado en un esfuerzo inútil por atormentarme. Los que se complacían en una culpa imaginaria no se merecían más de lo que tenían.

En otro tiempo había pertenecido al primer grupo, y quizá todavía era así, pero ahora no me gustaba la idea. Eran las personas que odiaba desde hacía tanto tiempo. No los dragaeranos, sino aquellos que dominaban al resto de nosotros, y exhibían su riqueza, cultura y educación como un garrote con el que podían golpearnos. Eran mis enemigos, aunque pasara la mayor parte de mi vida sin darme cuenta. Eran aquellos a quienes quería demostrar que era capaz de ascender de la nada y convertirme en algo. ¡Qué sorpresa se llevarían cuando lo hiciera!

Pero no podía, ni siquiera ahora, considerarme uno de los suyos. Tal vez lo era, pero no me lo creía. Sólo una vez en mi vida me había odiado con todas mis fuerzas, y fue cuando Herth me doblegó y obligó a enfrentarme al hecho de que había algo más importante en la vida que el deseo de triunfar, que a veces, por más que uno lo intente, hay cosas que un hombre no puede conseguir, porque está rodeado de fuerzas más poderosas que

él. Fue la única vez que me odié. Colocarme en el primer grupo significaría volver a odiarme, y no podía soportarlo.

¿Dónde me dejaba eso? En todas partes y en ninguna. En el exterior, como un mirón. Incapaz de ayudar, incapaz de estorbar. Un comentarista del teatro de la vida.

¿Lo creía?, me pregunté, pero no obtuve respuesta. Por otra parte, era cierto que estaba influyendo en Kelly. Y también en Herth, por cierto. Debería ser suficiente para mí. Noté que el aire era gélido, y me di cuenta de que estaba más sereno y de que debía ir a un lugar seguro.

Como ya estaba en Malak Circle, pasé por la oficina y saludé a los pocos que aún seguían trabajando, entre ellos Melestav.

—¿Nunca vas a casa? —pregunté.

—Sí, bueno, todo está saliendo bien ahora, y si descuido la organización, estos capullos lo estropearán todos.

—¿Herth sigue intentando hacernos pupa?

—Aquí y allí. La gran noticia es que el Imperio ha invadido Adrilankha Sur.

—¿Qué?

—Hace una hora, una compañía de Guardias del Fénix llegó y la ocupó, como si fuera una ciudad oriental.

Le miré fijamente.

—¿Algún herido?

—Creo que han matado o herido a algunos orientales.

—¿Kelly?

—No, ninguno de los suyos resultó herido. Se fueron, recuerda.

—Tienes razón. ¿Qué motivo adujo el Imperio?

—Disturbios, lo habitual. ¿No era eso lo que esperabas?

—Ni con tanta rapidez, ni con una fuerza tan grande, ni que hubiera muertos.

—Sí, bueno, ya conoces a los Guardias del Fénix. Detestan tratar con orientales.

—Sí. ¿Tienes la nueva dirección de Kelly?

Asintió y la garrapateó en un pedazo de papel. Le eché un vistazo y reconocí el sitio. Estaba a unas pocas manzanas del anterior.

—Por cierto —dijo Melestav—, Bastones quiere verte. Pensaba hacerlo mañana, pero se ha quedado por si pasabas esta noche. ¿Voy a buscarle?

—De acuerdo. Dile que venga.

Entré en mi oficina y me senté. Pocos minutos después Bastones apareció.

—¿Puedo hablar contigo un momento? —preguntó.

—Claro.

—¿Conoces a Bajinok?

—Sí.

—Quiso que le ayudara a tenderte una trampa. Dijiste que querías saber este tipo de cosas.

Asentí.

—En efecto. Bien, te has ganado una recompensa.

—Gracias.

—¿Cuándo habló contigo?

—Hace una hora.

—¿Dónde?

—En la Llama.

—¿Quién estaba contigo?

—Nadie.

—De acuerdo. Ve con cuidado.

Bastones masculló algo y salió. Parpadeé. ¿Ya no había nada capaz de sorprenderme o asustarme, o ya me daba igual todo? No, no me daba igual. Confié en que no le pasara nada. Él también había identificado a Quaysh, y ambos hechos le convertían en un blanco muy jugoso.

Un blanco irresistible, de hecho.

¿Por qué iban a esperar? ¿Una hora, había dicho? No era un trabajo muy difícil, y Herth tenía gente en nómina que se ocupaba de rebanar pescuezos porque era su trabajo.

Me levanté.

—¡Melestav!

—¿Sí, jefe?

—¿Se ha ido Bastones?

—Creo que sí.

Maldije y corrí tras él. Una vocecilla dijo «Celada» en el interior de mi cabeza, y me lo planteé. Abrí la puerta y Loiosh voló delante de mí. Salí a la calle y miré a mi alrededor.

Bien, sí y no.

O sea, era una celada, pero no iba destinada a mí. Vi a Bastones, y vi la forma veloz que se deslizaba detrás de él. «¡Bastones!», grité, se volvió y lanzó a un lado cuando la figura oscura se precipitó hacia él y tropezó. Se oyó un golpe sordo cuando Bastones aporreó al asesino con un garrote, y el desgraciado cayó al suelo. Sólo entonces me di cuenta de que yo había lanzado un cuchillo. Me acerqué a ellos.

Bastones recuperó el cuchillo clavado en la espalda del individuo, lo secó en la capa del sujeto y me lo devolvió. Lo hice desaparecer.

—¿Le has liquidado? —pregunté.

Bastones negó con la cabeza.

—Se pondrá bien, creo, si despierta antes de desangrarse hasta morir. ¿Le sacamos de la calle?

—No. Déjale aquí. Le diré a Melestav que informe a Bajinok, para que se encarguen ellos de la limpieza.

—Muy bien. Gracias.

—De nada. Ve con cuidado, ¿de acuerdo?

—De acuerdo. —Sacudió la cabeza—. A veces me pregunto por qué me dedico a este negocio.

—Sí, yo también.

Volví a entrar y di a Melestav las órdenes pertinentes. No pareció sorprenderse, pero no he conseguido sorprenderle desde que Kiera la Ladrona le trajo a la oficina.

Me senté de nuevo ante mi escritorio y aparté de mi mente todo pensamiento sobre lo que estaban haciendo los Guardias del Fénix en Adrilankha Sur y mi responsabilidad en el asunto. No era que me diera igual, pero estaba metido en una guerra, y si seguía distrayéndome iba a cometer un error, y después ya no podría salvar a Cawti, Bastones, a mí o a quien fuera. Tenía que ganar la guerra.

En ocasiones anteriores, me había visto implicado en una guerra, en la que uno de los contendientes era yo, como opuesto a mero participante. Había aprendido la importancia de la información, de golpear primero, de desequilibrar al enemigo y de proteger con eficacia tu zona y tu gente.

La organización de Herth era mayor que la mía, pero como era yo quien había llevado la guerra a una escala total, le había asestado unos buenos golpes. Además, me había asegurado de que no podía perjudicar a mi organización, lo cual provocaba una drástica mengua de ingresos, por supuesto, pero estaba en un buen momento, y no creía que fuera a durar mucho. No intentaba ni esperaba ganar la guerra de la forma habitual, sólo quería obligar a Herth a salir de su escondite, para poder matarle. Mi método consistía en armar tal follón en la zona que debería arriesgarse para ponerle solución.

Ésa era la mitad del plan, en cualquier caso. La mitad concerniente a Kelly era más complicada, pero abrigaba ciertas esperanzas. Malditos Guardias del Fénix, pensé. Maldita emperatriz. Maldito lord Khaavren. Pero Kelly estaba metido en el mismo lío. ¿Qué otra alternativa le quedaba, si todos los demás se comportaban como era de esperar? Y se habría dado cuenta, a juzgar por la reacción de Cawti…

Pensé en Cawti, y mis planes y estratagemas se me cayeron de las manos, donde habían bailado para mí. Por un momento, sólo pensé en ella, y maldije por lo bajo.

Pues habla con ella, jefe.

Ya lo intenté, ¿recuerdas?

No, discutiste con ella. ¿Y si le cuentas todo tu plan?

No le gustará.

Puede que no se disguste tanto como lo está ahora.

Dudo que eso importe.

Jefe, ¿recuerdas que, antes que nada, te enfadaste porque no te había contado que se había unido a Kelly y esa gente?

Sí… De acuerdo.

Continué sentado un rato más, y después me encaminé a la puerta principal, rechazando con un ademán a mis guardaespaldas. Respiré hondo, me aseguré de que mi mente estaba lúcida, recurrí al Orbe, di forma a las hebras de poder, las retorcí a mi alrededor y las sujeté con fuerza. Llegó el espantoso salto y me encontré ante la puerta de mi piso. Me apoyé en la pared hasta que controlé las náuseas.

Nada más entrar en el piso supe que algo iba mal. Loiosh también. Me detuve al otro lado del umbral, sin cerrar la puerta, y dejé que un cuchillo cayera en mi mano derecha. Examiné con detenimiento la sala de estar, con la esperanza de concretar lo que pasaba. ¿Y sabéis que no lo conseguimos? Al cabo de diez minutos, tiramos la toalla y entramos, con toda clase de precauciones. Loiosh me precedió.

Nadie me estaba esperando. Entré en el dormitorio y vi que Cawti había vaciado su ropero. Volví a la sala de estar y observé que faltaba el lant, lo que Loiosh y yo habíamos notado nada más entrar. Es curioso el funcionamiento de esas cosas.

Intenté ponerme en contacto psiónico con Cawti, pero no pude. No tenía ningún interés en recibir mi comunicación, o yo no estaba lo bastante concentrado para localizarla. Sí, decidí, ha de ser eso, pues no pensaba con la lucidez suficiente para comunicarme psiónicamente.

¿Kragar?

¿Sí, Vlad?

¿Alguna noticia de Ishtvan?

Aún no.

De acuerdo. Eso es todo.

Sí, ése debe de ser el problema.

Entré en el dormitorio y cerré la puerta antes de que Loiosh pudiera entrar. Me tendí en la cama, en el lado de Cawti, y traté de derramar alguna lágrima. No pude. Al final, vestido de pies a cabeza, me dormí.