Capítulo 12

12

«1 capa gris: lavar y planchar…»

Me dormí tarde y desperté poco a poco. Me incorporé en la cama, intenté organizar mis ideas y decidir en qué iba a emplear el día. Mi último plan no había funcionado ni por asomo, así que volví al anterior. ¿Existía alguna forma de convencer a Cawti y Herth de que me habían matado? Herth me dejaría en paz. Cawti mataría a Herth. No se me ocurrió nada.

¿Sabes cuál es tu problema, jefe?

¿Eh? Sí. Todo el mundo quiere contarme cuál es mi problema.

Siento haberlo mencionado.

Oh, continúa.

Intentas solucionar el problema con un buen truco, y esto no se puede solucionar con trucos.

Me quedé de piedra.

¿Qué quieres decir?, pregunté.

Bien, escucha, jefe. Te molesta haber tropezado con esta gente, convencida de que no deberías ser lo que eres, y has de decidir si cambiar o no.

Loiosh, lo que me molesta es que hay un asesino suelto que tiene mi nombre y…

¿No dijiste ayer que habíamos estado en sitios peores?

Sí, y he encontrado un truco para salir de ellos.

¿Y por qué no lo has hecho esta vez?

Estoy demasiado ocupado contestando a preguntas de jheregs convencidos de que mi único problema consiste en estar amargado por lo que me ha tocado vivir.

Loiosh lanzó una risita psiónica y no dijo nada más. Es una característica de Loiosh que no he encontrado en ningún otro ser: sabe cuándo ha de parar de presionarme y dejar que piense por mi cuenta. Supongo que es una consecuencia de compartir mis pensamientos. No se me ocurre otra explicación.

Me teleporté a la oficina. Me pregunté si mi estómago se acostumbraría a tantos abusos. Cawti me contó una vez que, cuando trabajaba con Norathar, se teleportaban a casi todas partes, y su estómago nunca se adaptó. Casi estropearon un trabajo en una ocasión, porque vomitó sobre la víctima. No os daré más detalles; ella lo cuenta mejor que yo.

Llamé a Kragar.

—¿Bien?

—Hemos identificado al asesino. Se llama Quaysh.

—¿Quaysh? Qué raro.

—Es serioli. Significa: «El Que Diseña Broches Interesantes Para Joyas Femeninas».

—Entiendo. ¿Se encarga alguien de él?

—Sí, un tipo llamado Ishtvan. Le utilizamos una vez.

—Me acuerdo. Era rápido.

—Ése es.

—Estupendo. ¿Quién reconoció a Quaysh?

—Bastones. Eran amiguetes.

—Hummmm. ¿Algún problema?

—No que yo sepa. Negocios.

—Sí. De acuerdo, pero dile a Bastones que esté alerta. Si él sabe que él sabe quién es, y no sabe que él sabe…

—¿Qué?

—Dile a Bastones que vaya con cuidado. ¿Algo más?

—No. Estoy recogiendo información sobre los guardaespaldas de Herth, pero tardaremos bastante en saber lo suficiente para abordar a uno.

Asentí y se fue a trabajar. Rasqué a Loiosh debajo de la barbilla. Me teleporté, una vez más, a Adrilankha Sur. Me acerqué al piso de Kelly para ver cómo iban las cosas. Me mantuve alejado de la esquina donde me había apostado en ocasiones anteriores y me quedé más abajo de la calle. Ahora el objetivo era pasar desapercibido.

La gente que no entiende de este negocio suele sobreestimar la importancia del aspecto en general y la indumentaria en particular. Es lo que se nota. No sueles fijarte en la forma de andar de alguien, la dirección en que mira, o sus movimientos entre la multitud. Te fijas en su apariencia y su indumentaria. Sin embargo, no es eso lo que atrae tu atención. Cada día se ve a gente que parece peculiar, pero no atrae la atención. No se puede esperar que alguien diga: «No vi a ese tipo que parecía raro», «Había una persona vestida con ropas muy estrambóticas, pero no me fijé en ella». Una nariz de forma peculiar, un cabello extravagante o

una forma extraña de vestirse es lo que recuerdas de alguien en quien te has fijado, pero no es lo que suele llamar la atención sobre dicha persona.

Yo iba vestido de forma rara para aquella zona, pero me comportaba con normalidad, en mitad de la calle donde estaba todo el mundo, y hacía lo que hacía todo el mundo. Nadie se fijó en mí, y vigilé el piso de Kelly para ver si ocurría algo extraño. O sea, quería saber si habían descubierto a Franz.

Al cabo de una hora seguía en la inopia, de modo que me acerqué un poco más al edificio, después un poco más, después me deslicé hasta un costado, luego hasta otro. Apliqué mi oído a la pared. Era más delgada aún de lo que suponía, y no me costó nada escuchar lo que pasaba dentro.

No estaban hablando de Franz.

Kelly estaba hablando, en tono mordaz, sarcástico.

—Es como si estuvieras diciendo: «Sé que no estás interesado, pero…».

Cawti dijo algo, pero en voz demasiado baja para que la oyera. Demasiado baja para Kelly, también, porque dijo:

—Sube la voz.

Lo dijo en un tono que me acojonó. Cawti volvió a hablar, y tampoco pude oírla, y luego habló Paresh.

—Eso es absurdo. Ahora es doblemente importante. Tal vez no te hayas dado cuenta, pero nos encontramos en mitad de un levantamiento. Cada error que cometamos será doblemente mortal. No podemos permitirnos ningún error.

Entonces Cawti murmuró algo más y oí varias exclamaciones.

—Si piensas eso —dijo Gregory—, ¿por qué te uniste a nosotros?

—Lo estás enfocando desde su punto de vista —dijo Natalia—. Has intentado ser una aristócrata toda tu vida, y ahora también, pero nuestra intención no es intercambiar nuestros puestos, y no vamos a destruirles si aceptamos sus mentiras como verdades.

Kelly dijo algo, y otros también, pero no voy a contaros nada más. No es asunto vuestro, ni siquiera mío, aunque les escuchara.

Y escuché, ya lo creo, cada vez más cabreado. Loiosh no paraba de estrujar mi hombro con sus garras, y en un momento dado dijo: Rocza está muy enfadada. No contesté porque no me fiaba de mí, ni siquiera con Loiosh. Había una puerta al otro lado de la esquina, y habría podido entrar y liquidado a Kelly en un abrir y cerrar de ojos.

Me costó reprimir mis instintos.

Lo único que me disuadía era oír cosas como «¿Cómo puede aguantar ella eso?» y «¿Por qué lo soporta?». También pensé que los demás eran muy valientes o muy confiados. Sabían tan bien como yo que Cawti habría podido matarles a todos en cuestión de segundos.

La mujer con la que me había casado lo habría hecho.

Por fin, me alejé del edificio y fui a tomar klava.

* * *

Había cambiado un poco durante el último año, y yo no me había dado cuenta. Tal vez era eso lo que más me molestaba. O sea, si de veras la quería, ¿por qué no me había dado cuenta de que la máquina de matar ambulante se estaba convirtiendo en… lo que fuera? Démosle la vuelta. Sí, la quería. Lo sabía, porque me dolía mucho, y no me había dado cuenta, y punto.

Era absurdo preguntarse por qué había cambiado. No tiene futuro, como diría Bastones. La cuestión era: ¿íbamos a cambiar juntos? No, seamos sinceros. La cuestión era: ¿iba a fingir yo ser lo que no era, o intentar convertirme en algo que no era, sólo para retenerla? Cuando me lo planteé así, supe que no podía. No iba a transformarme en otra persona para que ella volviera a quererme. Se había casado conmigo por lo que era, y viceversa. Si se separaba de mí, tendría que sobrevivir como pudiera.

O no. Aún quedaba Quaysh, que había aceptado asesinarme, y Herth, que lo intentaría otra vez si Quaysh fracasaba. Tal vez no me vería obligado a sobrevivir. Sería muy conveniente, pero escasamente ideal. Pedí más klava, que me trajeron en un vaso, lo cual me recordó a Sheryl, lo cual no contribuyó a levantar mis ánimos.

Una hora más tarde, seguía asediado por pensamientos sombríos, cuando Natalia entró acompañada por un oriental que yo no conocía y un teckla que no era Paresh. Me vio y cabeceó, se lo pensó mejor y vino hacia mí, después de decir algo a sus acompañantes. La invité a sentarse y aceptó. La invité a una taza de té, porque me sentía generoso y porque a ella no le gustaba el klava. Nos miramos cuando llegó el té. Olía mejor que el klava, y lo sirvieron en una taza. Decidí que no olvidaría el detalle.

La vida de Natalia estaba esbozada a grandes rasgos en su cara. No distinguí los detalles, pero el resumen era evidente. Tenía el cabello oscuro, pero canoso, esas delgadas mechas grises que no aportan dignidad, sino que envejecen. La frente era ancha, y las arrugas parecían permanentes. Nacían unas arrugas más profundas junto a su nariz, que habría sido muy bonita en su juventud. Tenía la cara delgada y marcada por la tensión, como si fuera por el mundo con la mandíbula apretada. Y sin embargo, capté una chispa en sus ojos. Debía tener poco más de cuarenta años.

—¿Cómo te metiste en todo esto? —pregunté, mientras ella bebía té y se formaba opiniones sobre mí tan válidas como las mías sobre ella.

Abrió la boca para contestar, pero intuí que me iba a recitar un panfleto.

—No —dije—, da igual. No estoy seguro de querer oírlo.

Me dedicó una especie de media sonrisa, lo más alegre que me había deparado desde que la había conocido.

—¿No quieres oír la historia de cuando estuve en el harén de un rey oriental?

—Pues sí, pero supongo que no es cierta, ¿verdad?

—Temo que no.

—Mejor así.

—Sin embargo, durante un tiempo me dediqué a robar.

—¿Sí? No es una mala ocupación. El horario es cómodo.

—Es como todo lo demás. Depende de lo bueno que seas en tu profesión.

Pensé en los oreas, que acuchillan a cualquiera por veinte imperiales.

—Supongo —dije—. Imagino que no eras de las buenas.

Asintió.

—Vivíamos al otro lado de la ciudad. —Se refería al otro lado de Adrilankha Sur. Para la mayoría de orientales, Adrilankha Sur era toda la ciudad—. Eso fue después de que mi madre muriera. Mi padre me llevaba a una posada y yo robaba las monedas que los borrachos dejaban en la barra, o a veces les cortaba la bolsa.

—No, eso no es estar en la cima de la profesión, ¿verdad? Supongo que es una forma de vivir como otra cualquiera.

—En cierto modo.

—¿Te cogieron?

—Sí, una vez. Habíamos acordado que, si me pescaban, haría ver que me pegaba, como si hubiera sido idea mía. Cuando por fin me pillaron, hizo algo más que fingir.

—Entiendo. ¿Sabes qué pasó en realidad?

—No. Sólo tenía diez años, y estaba demasiado ocupada llorando y chillando que no lo volvería a hacer, que lo sentía, y todo lo que se me ocurrió.

El camarero regresó con más klava. No lo toqué, escarmentado por la experiencia.

—¿Qué pasó después? —pregunté.

Se encogió de hombros.

—No volví a robar nunca más. Entramos en otra posada y no

robé nada, de manera que mi padre me sacó a la calle y me dio otra paliza. Huí y no he vuelto a verle desde entonces.

—¿Cuántos años has dicho que tenías?

—Diez.

—Hummmm. ¿De qué viviste, si me permites la pregunta?

—Como sólo entendía de posadas, entré en una y me ofrecí a barrer los suelos a cambio de una comida. El dueño accedió, y eso fue lo que hice durante una temporada. Al principio, era demasiado flaca para tener problemas con los clientes, pero después tuve que esconderme por las noches. Me responsabilizaron del aceite, así que me sentaba a oscuras en mi habitación, cubierta con mantas. En realidad, no me importaba. Tener una habitación para mí sola era tan bonito que no echaba de menos la luz o el calor.

»Cuando el propietario murió, yo tenía doce años, y su viuda se apegó a mí. Dejé de encargarme del aceite, que era agradable, pero lo mejor que hizo por mí fue enseñarme a leer. A partir de aquel momento dediqué todo mi tiempo a leer, los mismos ocho o nueve libros una y otra vez. Recuerdo uno que no llegué a entender por más veces que lo leí, otro de cuentos de hadas, y una obra de teatro, algo acerca de un naufragio. Uno trataba de los mejores sitios para plantar cosechas, o algo por el estilo. Llegué a leerlo, lo cual demuestra lo desesperada que estaba. No bajaba al bar por las noches, y no había nada más que hacer.

—Entonces Kelly apareció y cambió tu vida, y te hizo ver esto y lo otro, ¿verdad?

Sonrió.

—Algo así. Le veía cada día vendiendo periódicos en una esquina cuando iba a mis recados. Un día, comprendí que podía comprar uno y así tendría algo nuevo para leer. No conocía la existencia de librerías. Creo que Kelly tenía unos veinte años por aquel entonces.

»Durante el año siguiente compré un periódico cada semana, pero me iba antes de que pudiera hablar conmigo. No tenía ni idea de qué iba el periódico, pero me gustaba. Al cabo de un año, empecé a pensar en lo que decía, y en lo que tenía que ver conmigo. Recuerdo que me quedé muy, muy impresionada cuando me di cuenta de que debía pasar algo muy raro para que una niña de diez años tuviera que dedicarse a robar en posadas.

—Eso es verdad. Una niña de diez años debería robar en las calles.

—Basta —replicó, y decidí que debía estar en lo cierto, porque murmuré una disculpa.

—Y entonces decidiste salvar al mundo.

Supuse que su vida le había enseñado cierta dosis de paciencia, porque no me miró con el cinismo que habría empleado Paresh, o Cawti. Meneó la cabeza.

—No es tan sencillo. Empecé a hablar con Kelly, por supuesto, y empezamos a discutir. No comprendí hasta más tarde que el único motivo de ir a verle residía en que era la única persona que me escuchaba y parecía tomarme en serio. Creo que nunca me habría decidido, pero fue el año que impusieron el impuesto sobre las tabernas.

Asentí. Había sido antes de mi época, pero aún recuerdo hablar a mi padre del asunto, en aquel peculiar tono susurrado que siempre utilizaba cuando hablaba sobre algo del Imperio que le desagradaba.

—¿Qué pasó después?

Rió.

—Un montón de cosas. Lo primero fue que la posada cerró, casi enseguida. La propietaria la vendió, seguro que por lo justo para seguir viviendo. El nuevo propietario la cerró hasta que se calmaron los ánimos, así que me encontré en la calle y sin trabajo. Aquel mismo día vi a Kelly, y su periódico llevaba un extenso artículo sobre el problema. Le dije algo sobre aquel ridículo periódico, y que lo ocurrido sí era real, y se me lanzó encima como un dzur sobre un lyorn. Dijo que de aquello precisamente hablaba el periódico, y que la única forma de salvar los empleos era tal, tal y tal. No recuerdo casi nada, pero estaba muy enfadada y no tenía las ideas claras. El problema era que la emperatriz era demasiado codiciosa, dije, y él contestó que no, que la emperatriz estaba desesperada, por esto y lo otro, y pensé que hablaba como si estuviera de su parte. Me marché y no volví a verle hasta años después.

—¿Qué hiciste?

—Encontré otra posada, en el lado dragaerano de la ciudad. Como los dragaeranos son incapaces de adivinar la edad que tienes, y como el propietario pensaba que era «mona», me dejaba servir a los clientes. Resultó que el camarero anterior había muerto apuñalado la semana anterior. Supongo que eso habría debido bastar para saber qué clase de local era, y lo era, pero me lo monté bien. Encontré un piso a este lado de Dosviñas, y cada día recorría los tres kilómetros que distaba el local. Lo mejor fue que en el camino había una pequeña librería. Gasté mucho dinero en ella, pero valió la pena. Me gustaba en especial la historia, dragaerana, humana no. Y los cuentos también. Supongo que no sabía diferenciar muy bien lo uno de lo otro. Imaginaba que era un Señor Dzur y luchaba en la batalla de los Siete Pinos, y después me encaminaba a la Montaña Dzur para combatir contra la Hechicera, todo en un suspiro. ¿Qué pasa?

Supongo que debí pegar un bote cuando mencionó la Montaña Dzur.

—Nada. ¿Cuándo volviste a encontrarte con Kelly?

Mi klava estaba lo bastante frío para coger el vaso, y lo bastante tibio para que aún valiera la pena beberlo. Lo hice.

—Después de que nombraran al recaudador de impuestos en el distrito oriental —dijo Natalia—. Una pareja que vivía en el piso de abajo también sabía leer, y se unieron a un grupo de gente que intentaba enviar una súplica a la emperatriz en contra de los impuestos.

Asentí. Alguien había acudido al restaurante de mi padre con una petición similar años antes, aunque vivíamos en la parte dragaerana de la ciudad. Mi padre le había echado a patadas.

—Ni siquiera sé por qué nombraron a un recaudador de impuestos —dije—. ¿El Imperio intentaba expulsar a los orientales de la ciudad?

—Estaba íntimamente relacionado con los levantamientos de los ducados orientales y norteños, que terminaron con los trabajos forzados. He escrito un libro sobre el terna. ¿Te gustaría comprar un ejemplar?

—Da igual.

—Sea como sea, mis vecinos y yo nos implicamos con aquella gente. Trabajamos con ellos un tiempo, pero no me gustaba la idea de acudir al Imperio arrodillados y con la cabeza gacha. Me parecía un error. Supongo que tenía la cabeza llena de las historias y relatos que había leído, y sólo tenía catorce años, pero pensaba que, si querías obtener algo de la emperatriz, tenías que ser audaz y demostrar tu valía. —Pronunció las palabras «audacia» y «valía» con cierto énfasis—. Pensaba que debíamos hacer algo maravilloso por el Imperio, y después pedir que eliminaran los impuestos como recompensa.

Sonreí.

—¿Qué dijeron los demás?

—Oh, nunca llegué a proponerlo. Quería, pero tenía miedo de que se rieran de mí. —Frunció los labios un momento—. Ya lo creo que lo habrían hecho. Celebramos algunas asambleas públicas para hablar de ello, y Kelly apareció entonces con cuatro o cinco seguidores más. No recuerdo qué dijeron, pero me causaron una gran impresión. Eran más jóvenes que muchos de los presentes, pero daba la impresión de que sabían exactamente de qué estaban hablando, y llegaron y se marcharon juntos, como para demostrar su unidad. Creo que me recordaron a los ejércitos dragones. Después de una asamblea, me acerqué a Kelly y dije: «¿Te acuerdas de mí?», y así era, y empezamos a hablar. Nos pusimos a discutir al cabo de un minuto, sólo que esta vez no me

marché. Le di mi dirección y quedamos en seguir en contacto.

»Tardé un año o así en unirme a él, después de los disturbios y las matanzas. Fue la época en que, por fin, la emperatriz retiró al recaudador de impuestos.

Asentí, como si supiera de qué estaba hablando.

—¿Kelly tuvo algo que ver en eso? —pregunté.

—Todos tuvimos algo que ver. No provocó los disturbios, pero intervino en todo momento. Le encarcelaron una temporada, en uno de los campos de concentración que montaron cuando nos derrotaron. Conseguí esquivar a los Guardias, pese a que yo también había participado en la quema de la Lonja de la Made-ra. Eso fue lo que desencadenó la intervención de las tropas. La Lonja de la Madera era propiedad de un dragaerano. Un iorich, me parece.

—No lo sabía —dije con toda sinceridad—. ¿Has estado con Kelly desde entonces?

Asintió.

Pensé en Cawti.

—Ha de ser difícil —dije—. Me refiero a que debe de ser difícil trabajar con él.

—Es emocionante. Estamos construyendo el futuro.

—Todo el mundo construye el futuro. Todo lo que hacemos cada día construye el futuro.

—De acuerdo. Me refería a que lo estamos construyendo conscientemente. Sabemos lo que hacemos.

—Sí, vale, estáis construyendo el futuro. Para conseguirlo, estáis sacrificando el presente.

—¿Qué quieres decir?

Su tono era más inquisitivo que brusco, lo cual me hizo albergar esperanzas sobre ella.

—Estáis tan entregados a lo que hacéis que no veis a la gente que os rodea. Estáis tan empeñados en crear esta visión que os resulta indiferente la gente inocente que pueda salir perjudicada. —Quiso hablar, pero yo continué—. Escucha, los dos sabemos quién soy y lo que hago, así que es inútil ir con fingimientos, y si crees que es intrínsecamente perverso, ya no hay nada más que decir. Pero puedo asegurarte que nunca, nunca, he hecho daño a propósito a un inocente. Incluyo a los dragaeranos en la categoría de gente, para dejar las cosas bien claras.

Sostuvo mi mirada sin pestañear.

—Creo que hablas con sinceridad, y no pienso discutir tu noción de inocencia. Sólo puedo decir que, si de veras crees lo que acabas de decir, nada que yo diga cambiará tu opinión, así que es inútil seguir discutiendo.

Me relajé, sin darme cuenta de que me había puesto en tensión. Esperaba que ella me aporreara o algo por el estilo, supongo. De repente, me pregunté por qué me importaba, y decidí que Natalia parecía la más razonable de todas aquellas personas que había conocido hasta el momento, y de alguna manera quería que al menos una me cayera bien, y viceversa. Qué estupidez. Dejé de procurar «caer bien» a la gente a la edad de doce años, y los resultados de tal actitud me han repercutido de formas que nunca olvidaré.

Y con ese pensamiento llegó una cierta ira, y con la ira cierta resolución. La borré de mi cara, pero regresó como una ola helada y refrescante. Había iniciado el sendero que conducía a este punto muchísimos años antes, y había dado aquellos primeros pasos porque odiaba a los dragaeranos. Fueron mis motivos entonces, eran mis motivos ahora, y ya era suficiente.

La gente de Kelly hacía todo por ideales que yo nunca podría entender. Para ellos, la gente eran «las masas», y los individuos sólo importaban por lo que hacían en pro del movimiento. Esa gente era incapaz de amar, sin egoísmo, sin pensar en la causa, la forma y el resultado. De forma similar, era incapaz de odiar. Estaban demasiado obsesionados por los motivos de las personas al actuar para ser capaces de odiarlas por ello.

Pero yo odiaba. Sentía el odio en mi interior, daba vueltas como una bola de hielo. En este preciso momento, odiaba a Herth, más que a nadie. No, la verdad era que no quería contratar a alguien para que le llevara de paseo, quería hacerlo yo. Quería sentir ese tirón del cuerpo cuando se agita y patalea, mientras yo tengo la sartén por el mango y la vida brota de él como el agua de las fuentes heladas de las Montañas Orientales. Eso era lo que deseaba, y lo que deseas te convierte en lo que eres.

Dejé algunas monedas para pagar el klava y el té. Ignoro qué sabía Natalia de lo que pasaba por mi cabeza, pero sí sabía que había terminado de hablar. Me dio las gracias y nos levantamos al mismo tiempo. Hice una reverencia y agradecí su compañía.

Mientras salía, llamó a sus dos acompañantes con una mirada y salieron delante de mí, se volvieron y la esperaron junto a la puerta. Mientras me alejaba, el oriental miró mi capa gris, con el estilizado jhereg posado sobre ella, y dibujó una sonrisa burlona. Si hubiera sido el teckla, le habría matado, pero era el oriental, de modo que seguí caminando.