10
«1 corbata seda gris: coser corte…»
El que estuviera preparado para la eventualidad no impidió que me pusiera a sudar cuando le vi. Para empezar, él también estaba preparado, y tuvo que saltar. Dejé de pensar al instante en Herth, demasiado ocupado en sobrevivir.
A veces, en este tipo de situaciones, el tiempo se enlentece. En otras, se acelera, y sólo soy consciente de lo que hago cuando he terminado. Ésta era de las primeras. Tuve tiempo de ver el cuchillo que se acercaba a mi garganta, de decidir un movimiento de contraataque, efectuarlo y preguntarme si funcionaría. Si bien desarmarme no es lo que prefiero en un combate, era mi única posibilidad. Le arrojé mi cuchillo, salté a un lado y rodé por el suelo. Seguí moviéndome cuando me incorporé, por si había decidido tirarme más cosas puntiagudas. Lo hizo, de hecho, y una de ellas (un cuchillo, me parece) pasó tan cerca que los pelos de la nuca se me erizaron, pero esquivé todo lo demás y desenvainé mi espadín. Mientras lo hacía, me comuniqué con Loiosh.
Soy capaz de manejar la situación. Ocúpate de Cawti.
De acuerdo, jefe.
Oí que alzaba el vuelo.
Era una de las mentiras más grandes que había dicho en mi vida, pero era muy consciente de la confusión que se iba a desencadenar a mi alrededor cuando los orientales se enzarzaran en combate con los Guardias del Fénix, y no quería que mi preocupación por Cawti me distrajera.
Cuando adopté la posición de guardia, me di cuenta de que los guardaespaldas de Herth lanzaban miradas a mi espalda, y que había más de setenta Guardias del Fénix; cualquiera podría mirar en mi dirección mientras repelían a los orientales. Me humedecí los labios, asustado, y me concentré en el hombre que había ante mí, un asesino profesional que había aceptado dinero por matarme.
Vi por primera ve?, bien a mi asesino. Un tipo sin rasgos característicos, tal vez con un rastro de dzur en sus ojos algo rasgados y la punta de la barbilla. Tenía el pelo largo y liso, con un pico de viuda bien dibujado. Sus ojos eran pardo claro, y su mirada me estudiaba. Si las cosas no habían salido como planeaba (y os garantizo que no), su expresión no lo demostraba.
Ya había desenvainado una espada. Se erguía en toda su estatura con un pesado espadín en la mano derecha y un cuchillo de combate largo en la izquierda. Sólo le presenté el lado, como mi abuelo me había enseñado. Me acerqué a él antes de que pudiera arrojarme algo, y me detuve cuando estuvimos punta con punta, o sea, a una distancia en que las puntas de nuestras espadas apenas podían tocarse. Así, la concentración que necesitaba para lanzarme un buen tajo con el cuchillo me daría tiempo para asestarle un corte o una estocada, que resolvería la situación si tenía suerte.
Me pregunté si sería un hechicero. Eché un vistazo a su cuchillo, pero nada indicaba que fuera un arma mágica. No es que hubiera gran cosa que ver. Las palmas me sudaban. Recordé que mi abuelo recomendaba guantes livianos para la esgrima, por ese motivo. Decidí que compraría unos si salía de aquélla.
Efectuó una maniobra de prueba, como si reconociera o supiera que yo luchaba de una manera extraña y tratara de averiguar algo más sobre mi estilo. No era tan veloz como me temía, de modo que le asesté un corte ligero en la mano derecha para que aprendiera a mantener las distancias.
Era aterrador sostener aquella pelea en una zona infestada de Guardias del Fénix, pero todos estaban concentrados en masacrar a los orientales, y por lo tanto, demasiado ocupados para fijarse en nosotros…
No, no era cierto.
De pronto, me fijé en que habían transcurrido cinco o seis segundos y no se oían ruidos de batalla.
Mi asesino aún no se había dado cuenta e intentó acabar conmigo de una vez. Lo hizo bastante bien, sin previo aviso, y el momento en que lanzó su estocada, en ángulo de derecha a izquierda, fue muy oportuno. Esquivé el ataque y dejé que su hoja resbalara sobre la mía con un rechinar desagradable, hasta que pude rechazarla. Tomé nota de su velocidad. Además, poseía cierta gracia, de la que se adquiere con un largo entrenamiento. Y carecía por completo de pasión. De su expresión, no pude deducir si estaba confiado, preocupado, optimista o qué.
Repliqué sin demasiado entusiasmo, mientras pensaba en cómo salir de la situación. O sea, me habría encantado liquidarle, pero no rodeado de Guardias del Fénix, y en cualquier caso, no estaba claro que fuera a lograrlo. Bloqueó mi réplica con su daga. Decidí que no debía ser un hechicero, pues los hechiceros suelen utilizar dagas encantadas para lanzar conjuros, y a nadie le gusta parar con hojas encantadas.
Seguía avanzando sobre el empeine de su pierna derecha, con la izquierda en tensión. Decidí que no debía distraerme. Concentré mí atención en sus ojos. Da igual con qué luches, espada, conjuros o con las manos desnudas; los ojos de tu adversario siempre te indican cuándo va a moverse.
Siguieron uno o dos segundos de inacción, durante los cuales me hubiera encantado lanzar un ataque, pero no me atreví. Entonces fue cuando me di cuenta de que no se oían ruidos de batalla. El asesino retrocedió dos pasos de un salto sin previa advertencia, luego otro par, dio media vuelta y desapareció con gran celeridad por la esquina del edificio.
Me quedé respirando profundamente un momento, y de pronto volví a pensar en Herth. Si hubiera estado al alcance de mi vista, creo que le habría liquidado, con Guardias del Fénix o no, pero cuando di media vuelta ya no le vi. Loiosh se posó sobre mi hombro.
Los dos bandos, el grupo de Kelly y los Guardias del Fénix, estaban separados por una distancia de tres metros. A la mayoría de guardias parecía desagradarles la situación. La gente de Kelly parecía firme y decidida, una muralla humana de la que sobresalían cuchillos y bastones, como espinos de una enredadera.
Yo estaba solo en mitad de la calle, a unos dieciocho metros de los Guardias del Fénix, algunos de los cuales me miraban. No obstante, la mayoría miraban a su teniente. Sostenía su peculiar espada sobre la cabeza, paralela al suelo, en un gesto que sugería «esperad», o tal vez «sentaos», «quedaos quietos» o «corred».
Cawti se encontraba al lado de mi abuelo, y los dos me estaban mirando. Envainé la espada para no llamar tanto la atención. Los orientales continuaban observando a los Guardias, la mayoría de los cuales contemplaban a su teniente. Ella, al menos, no me había visto. Avancé hacia una parte algo más despejada de la calle, para que el asesino no me atacara por detrás sin darme tiempo a reaccionar. Entonces la teniente habló con una voz que se oyó a la perfección, aunque daba la impresión de que no gritaba.
—He recibido un mensaje de la emperatriz. Que todos los soldados se retiren al otro lado de la calle y estén preparados.
Los Guardias del Fénix obedecieron, los tecklas muy contentos y los dragones menos. Diré esto en favor de Kelly: no se regocijó. Siguió contemplando la escena con la mandíbula tensa. No me sorprendió tanto que no transparentara alivio; hasta yo lo habría conseguido. Pero que no apareciera una sonrisa de satisfacción en su rostro cuando los soldados retrocedieron me dejó anonadado.
Me encaminé hacia mi familia. Fui incapaz de descifrar la expresión de Cawti.
—Te estaba presionando, Vladimir —dijo mi abuelo—. Si hubiera continuado, habría tomado la iniciativa y la balanza se habría inclinado de su parte.
—¿Presionando?
—Cada vez que movía los pies, avanzaba un poco más su peso. Es un truco que utilizan algunos de esos elfos. Creo que no se dan cuenta de que lo hacen.
—Lo recordaré, noish-pa.
—Pero tú obraste con cautela, lo cual es bueno, y tu muñeca fue ágil y firme, como debe ser, y no te demoraste después de la parada, como hacías antes.
—Noish-pa… —empezó Cawti.
—Gracias —dije.
—No deberías estar aquí —dijo Cawti.
—¿Por qué no? —preguntó el anciano—. ¿Por qué es tan valiosa esta vida?
Cawti miró a su alrededor, como para ver quién nos estaba escuchando. Yo también. Al parecer, nadie.
—Pero ¿por qué?
—¿Por qué estoy aquí? No lo sé, Cawti. Sé que no puedo cambiar tu forma de ser, o lo que vas a hacer. Sé que las chicas no son iguales en Faene como en mi país, y que hacen lo que quieren, y no siempre es malo, pero he venido a decirte que puedes ir a verme si lo deseas, y si quieres hablar de lo que sea. Vladimir viene a veces, cuando está preocupado, pero tú no. Es todo cuanto tengo que decir. ¿Sí?
Ella le miró un momento, y vi que había lágrimas en sus ojos. Se inclinó hacia adelante y le besó.
—Sí, noish-pa —dijo.
Ambrus maulló. Mi abuelo sonrió con su boca desdentada, dio media vuelta y se alejó, apoyado— en su bastón. Me quedé al lado— de Cawti mientras le miraba. Intenté pensar en algo que decir, pero no pude.
—¿Por qué estás aquí? —preguntó Cawti—. ¿Por qué estás aquí?
—Intentaba convencer al asesino de que hiciera lo que hizo. La idea era liquidarle.
Ella asintió.
—¿Le has marcado?
—Sí. Le diré a Kragar que ponga manos a la obra.
—Ahora ya sabes que tiene tu nombre, tú tienes el suyo, y trataréis de mataros mutuamente. ¿Qué crees que hará ahora?
Me encogí de hombros.
—¿Qué harías tú? —preguntó Cawti.
Volví a encogerme de hombros.
—No sé. O devolvería el dinero y me iría cagando leches, o actuaría cuanto antes. Antes de que terminara el día, tal vez antes de que pasara una hora. Tratar de pillar al tipo antes de que me montara una trampa.
Cawti asintió.
—Yo también. ¿Quieres perderte de vista?
—No especialmente. Hay…
La teniente empezó a hablar de nuevo.
—Volved a vuestras tareas. Eso es todo
Los Guardias volvieron a envainar sus espadas. Sus reacciones fueron muy interesantes. Algunos dragones nos dedicaron miradas que decían: «Esta vez habéis tenido suerte, carroña», y otros parecían decepcionados, como si les hubiera apetecido un poco de ejercicio. Los tecklas parecían aliviados. La teniente no nos dedicó un gesto o una palabra más. Se reunió con su unidad y se perdió de vista.
Me volví hacia Cawti, pero entonces Paresh la tocó en el hombro e indicó con un ademán el cuartel general. Cawti me apretó el brazo antes de seguirle. Cuando estaba a punto de desaparecer, Rocza abandonó su hombro y se posó sobre el mío.
Alguien piensa que necesito ayuda, jefe.
Sí. O que la necesito yo. ¿Te importa?
No. Me gusta la compañía. Has estado muy callado últimamente. Empezaba a sentirme solitaria.
Carecía de respuesta para aquello.
Cuando volví a la oficina no corrí el menor riesgo. Me teleporté y entré para vomitar, antes que esperar en la calle.
* * *
—¿Ha habido suerte con Herth, Kragar?
—Estoy en ello, jefe.
—De acuerdo. Tengo otra cara. ¿Preparado?
—¿Qué quieres decir? Ah, vale. Adelante.
Le proporcioné la imagen del asesino.
—¿Le conoces?
—No. ¿Tienes un nombre?
—No. Quiero uno.
—De acuerdo. Me encargaré de que hagan un retrato y veré qué puedo averiguar.
—Y cuando le encuentres, no pierdas el tiempo consultándome. Envíale a dar un paseo. —Kragar enarcó una ceja—. Es el que tiene mi nombre. Hoy, casi se me lleva la cabeza.
Kragar silbó.
—¿Cómo te libraste?
—Estaba preparado. Supuse que alguien me seguía, así que repetí periódicamente mis movimientos para hacerle salir.
—¿Y no conseguiste liquidarle?
—Un pequeño problema de setenta u ochenta Guardias del Fénix en las cercanías. Además, no se sorprendió tanto como yo esperaba, y era muy bueno con la espada.
—Oh.
—Ahora conozco su aspecto, pero no su nombre.
—Y me pasas el muerto a mí, ¿eh? De acuerdo. ¿Tienes a alguien en mente?
—Sí. Mario. Si no puedes encontrarle, utiliza a otro.
Kragar puso los ojos en blanco.
—No hay nada como unas instrucciones concretas. Muy bien.
—Y tráeme un juego de armas nuevo. Me irá bien mover las manos mientras espero a que soluciones mis problemas.
—No todos, Vlad. No puedo remediar tu peso.
—Lárgate.
Salió y me dejó con Loiosh, Rocza y mis pensamientos. Me di cuenta de que estaba hambriento y pensé en enviar a alguien a por comida. Después se me ocurrió que me iba a teleportar a todas partes durante una temporada, así que tal vez no era una buena idea. Loiosh y Rocza se sisearon mutuamente, y empezaron a perseguirse por la habitación hasta que abrí la ventana y les dije que lo hicieran fuera. No conozco a ningún asesino capaz de asesinar a alguien desde el otro lado de la calle, pero el tipo ya debía estar desesperado. Al menos, yo lo habría estado. Cerré la ventana y corrí las cortinas.
Al menos, podía hacer algunas cosas que había dejado aparcadas.
—¡Melestav!
—¿Sí?
—¿Está Bastones en la oficina?
—Sí.
—Dile que venga.
—De acuerdo.
Al cabo de unos minutos. Bastones entró y le entregué una bolsa con cincuenta imperiales. La sopesó sin contarla y me miró.
—¿Por qué? —preguntó.
—Por cerrar el pico.
—Ali, eso. Bien, gracias.
Salió.
Kragar regresó con una nueva colección de juguetes para mí. Cerré la puerta a su espalda y me dispuse a cambiar de armas. Me quité la capa y empecé a sacar y poner cosas. Cuando terminé con la capa, saqué cosas del acanalado de mi justillo y otras partes. Mientras quitaba la daga de la manga izquierda, me fijé en Rompehechizos. Creo que había evitado pensar en ello desde aquella noche, pero ahora dejé que cayera en mi mano.
Parecía una cadena normal. La examiné. Medía unos cuarenta y cinco centímetros de largo, de oro, hecha de eslabones delgados. El oro no parecía chapado; nunca se había rayado ni nada por el estilo. Sin embargo, no parecía lo bastante pesada para ser de oro macizo, y tampoco era liviana. Intenté hundir un dedo en uno de los eslabones y noté un tacto de acero.
Decidí que debía averiguar todo cuanto pudiera sobre el objeto, si vivía para contarlo. Continué cambiándome de armas mientras pensaba en eso. ¿Qué me costaría sobrevivir?
Bien, tendría que matar al asesino, eso era seguro. Y a Herth. No, corrijo eso. Tenía que matar a Herth antes de matar al asesino, o Herth alquilaría a otro. Pensé en contratar a alguien para matar a Herth. Sería una idea inteligente. Al menos, sabría que moriría aunque yo cayera, y aún tenía un montón de dinero, más del que había soñado en toda mi vida. Si Mario decidía acudir a mi oficina, hasta podría pagarle lo que pidiera.
El problema consistía en que pocos asesinos, Mario aparte, aceptarían el trabajo. Herth era un pez gordo, mucho más gordo que yo. Es de los que no van a mear sin cuatro o cinco guardaespaldas, por si su polla decide atacarle. Para liquidar a un tipo como ése hace falta sobornar a uno o dos de sus guardaespaldas, o conseguir a Mario, o encontrar a alguien indiferente a la muerte, o un montón de suerte.
Ya podía olvidarme de Mario; nadie sabía dónde estaba. Tal vez Kelly conociera a alguien ansioso por lanzar un ataque suicida contra un jefe jhereg, pero no me relaciono con ese tipo de individuos. Sobornar a sus guardaespaldas sería posible, pero lleva tiempo. Has de localizar a los que contratará, investigarlos después para asegurarte de que han sido contratados y concretar un momento en que ellos y tú lo podáis hacer con un mínimo de riesgo. No tenía tanto tiempo antes de que el asesino atacara de nuevo.
Eso dejaba tan sólo la suerte. ¿Me sentía afortunado? No, en absoluto.
Bien, ¿cuál era la conclusión?
Mi muerte.
Terminé de cambiarme de armas mientras pensaba en todo esto. Contemplé el problema desde otros ángulos. ¿Podía convencer a Herth de que cesara en sus hostilidades? Ridículo. Sobre todo porque todavía tenía que preocuparme de que no matara a Cawti. Por eso me había metido en aquel lío. Era como…
¿Era cierto? ¿Por eso me había metido en este follón absurdo? Bien, no, al principio no. Al principio, había querido descubrir al asesino del tal Franz, al que no había conocido en mi vida. Todo para reconciliarme con Cawti. Mierda. ¿Por qué intentaba reconciliarme con ella? Ella era la que se había metido en todo este follón sin decirme ni pío. ¿Por qué debía meter la nariz en un lugar donde era mal recibido y no quería estar? ¿El deber? Una bonita palabra. Deber. De-ber. Los orientales (algunos) dicen «dedé», como lo que canturreas mientras te cambias de armas. Dada-dedé-duduáda. ¿Qué significaba eso?
Tal vez «deber» no cuelgue en el vacío; tal vez vaya unido a otra cosa. Muchos orientales lo relacionaban con Barlan, o con Verra, o con Corona, o alguno de los demás dioses. Yo era incapaz. Hace demasiado tiempo que vivo entre dragaeranos y se me ha contagiado su actitud hacia los dioses. ¿Qué más había? ¿Los jheregs? No me hagáis reír. Mi deber hacia los jheregs es seguir sus reglas para que no me liquiden. ¿El Imperio? Mi deber hacia el Imperio consiste en procurar que no se fije en mí.
Quedaba muy poca cosa. La familia, supongo. Cawti, mi abuelo, Loiosh y Rocza. Claro. Eso era un deber, uno del que podía sentirme orgulloso. Pensé en lo vacío que me sentía antes de que Cawti entrara en mi vida, y hasta el recuerdo era doloroso. ¿Por qué no era suficiente eso?
Me pregunté si Cawti había sentido lo mismo. No tenía a la organización; sólo me tenía a mí. Había tenido una socia y se necesitaban mutuamente, pero su socia se había convertido en un Señor Dragón y heredera del Orbe. Ahora ¿qué le quedaba? ¿Por eso se había comprometido con la gente de Kelly? ¿Para hacer algo, para sentirse útil? ¿No era yo suficiente?
No. Claro que no. Nadie puede vivir su vida por mediación de otra persona, lo sabía. ¿Qué tenía Cawti para vivir? Tenía a su «gente». El grupo de orientales y algún teckla despistado que se reunían para hablar sobre el derrocamiento del Imperio. Cawti iba con ellos, ayudaba a erigir barricadas en las calles, plantaba cara a los Guardias del Fénix y volvía a casa convencida de que había cumplido su «deber». Tal vez era eso el deber, algo que haces para sentirte útil.
Estupendo. Así era Cawti. ¿Cuál era mi deber? Dada-dedédu-duá-da. Mi deber era morir, porque me iba a pasar en cualquier caso, así que podía llamarlo mi deber. Te estás poniendo cínico, Vlad. Para ya.
Casi había terminado de cambiarme de armas, de modo que me quedé allí sentado, sosteniendo una daga destinada a mi bota derecha. Me recliné en la silla y cerré los ojos. Todo aquello era independiente de si me iban a matar pronto. ¿O no? ¿Tenía que hacer algo concreto, aunque fuera a morir? Sería una buena prueba para el «deber», dejando aparte el significado que yo le concediera.
Y comprendí que sí. Me había metido en aquel lío hasta el cuello impulsado por la idea de salvar la vida de Cawti. Si lo tenía tan claro como que iba a morir, debía asegurarme de que Cawti se encontrara a salvo antes de dejar que alguien me matara.
Un bonito problema.
Dada-dedé-duduá-da. Empecé a tirar la daga.