Capítulo 6

6

«… y suciedad rodilleras.»

Saludé con un cabeceo a Melestav cuando pasé a su lado y me derrumbé en mi butaca. Algún día, os explicaré el método de derrumbaros en una butaca con un espadín ceñido a vuestra cadera. Es cuestión de práctica.

Muy bien, Vlad. Ya has complicado las cosas, matando a ese bastardo, y Herth te va a pisar los talones, justo cuando menos lo necesitas. Ya está hecho. No lo empeoremos. Soluciónalo, y a otra cosa.

Cerré los ojos y respiré hondo dos veces.

—Jefe —dijo Melestav—. Tu mujer ha llegado.

Abrí los ojos.

—Que pase.

Cawti entró en la habitación como un dzur rabioso, y me miró como si yo fuera la causa de su ira. Rocza iba posada sobre su hombro. Cawti cerró la puerta y se sentó delante de mí. Nos miramos un rato.

—He hablado con Sheryl —dijo.

—Sí.

—¿Y bien?

—Yo también me alegro de verte, Cawti. ¿Cómo te ha ido?

—Déjalo, Vlad.

Loiosh se removió, inquieto. Decidí que no tenía por qué oír aquello, así que me levanté, abrí la ventana y dejé que saliera con Rocza.

Hasta dentro de un rato, colega.

Sí, jefe.

Dejé la ventana abierta y me volví hacia Cawti.

—¿Y bien? —repitió.

Me senté y recliné en la butaca.

—Estás enfadada —dije.

—Caramba, qué perspicacia la tuya.

—No te pongas sarcástica conmigo, Cawti. No estoy de humor.

—Me importa un pito tu humor. Quiero saber por qué experimentaste la necesidad de interrogar a Sheryl.

—Aún trato de averiguar qué le pasó exactamente a Franz y por qué. Hablar con Sheryl era necesario.

—¿Por qué?

—¿Por qué intento indagar sobre Franz?

Hice una pausa y sopesé la idea de comunicarle que deseaba salvar su vida, pero decidí que sería injusto e ineficaz.

—Porque dije que lo haría, supongo —contesté.

—Según ella, te pasaste casi todo el rato burlándote de nuestras convicciones.

—Según ella, tal vez.

—¿Por qué era necesario?

Sacudí la cabeza.

—¿Qué significa ese gesto? —preguntó, con los dientes apretados.

—Indica negación.

—Quiero saber qué estás haciendo.

Me levanté, avancé medio paso hacia ella, y me volví a sentar. Abrí y cerré las manos.

—No —dije—. No te lo voy a decir.

—No me lo vas a decir.

—Exacto. Tú no consideraste necesario contarme que te habías mezclado con esa gente, y no consideraste necesario contarme qué hiciste ayer. Yo no considero necesario rendirte cuentas de mis acciones.

—Da la impresión de que haces todo lo posible para perjudicar a nuestro movimiento. Si no es así, deberías…

—No. Todo lo que podría hacer para perjudicar vuestro movimiento sería mucho más sencillo, acabaría con mayor rapidez y no dejaría espacio a las dudas. Estoy haciendo otra cosa. Tú no colaboras porque dijiste que no lo harías. He intentado investigar el asesinato de Franz sin ayuda, y tú has hecho todo lo posible para evitarlo, excepto apuñalarme, y quizá lo hagas. No tienes derecho a hacer eso y luego intentar interrogarme como el Fiscal Imperial. No pienso aguantarlo.

Ella me traspasó con la mirada.

—Menudo discurso. Un montón de mierda.

—Cawti, he dejado bien clara mi postura. No necesito, y no lo haré, soportar más chorradas.

—Si vas a meter las narices en…

—Nunca fue mi oficina.

Abrió los ojos de par en par. Los entornó. Sus fosas nasales se dilataron. Permaneció inmóvil un momento, dio media vuelta y salió de la oficina. No cerró la puerta con estrépito.

Me quedé sentado, tembloroso, hasta que Loiosh volvió. Rocza no le acompañaba. Supuse que Rocza estaría con Cawti. Me alegré, porque sabía que Cawti necesitaría a alguien.

Después de dejar entrar a Loiosh, salí de la oficina y permití que mis pies me condujeran a su libre albedrío, siempre que no mera el distrito oriental. Sentí un ridículo impulso de ir en busca del oráculo al que había consultado un par de semanas antes y matarle. Ni siquiera ahora sé por qué lo deseé. De hecho, tuve que convencerme de lo contrario.

No me di cuenta de adonde iba. No presté atención a la dirección, a la gente que me rodeaba, a nada. Un par de matones jheregs me vieron, avanzaron dos pasos en mi dirección, y luego se marcharon. Sólo mucho más tarde caí en la cuenta de que eran dos protectores de un viejo enemigo, y tal vez habían creído que debían saldar cuentas. Supongo que cambiaron de opinión. Para entonces Rompehechizos ya estaba en mi mano izquierda. Le daba vueltas mientras caminaba, a veces golpeaba edificios con ella, veía derrumbarse parte de las paredes, o sacudirse locamente, con la esperanza de que alguien pasara cerca. No sé cuánto tiempo transcurrió, y no lo pregunté a Loiosh, pero creo que paseé durante más de una hora.

Pensad en eso un momento. Acabáis de conseguiros un enemigo con recursos suficientes para haceros seguir a dondequiera que vayáis, y le habéis irritado lo bastante para que os mate. ¿Qué hacéis? Os vais por ahí durante una hora sin la menor protección, y os ponéis en evidencia de la manera más ostentosa.

Eso no es lo que yo llamo inteligencia.

Loiosh sólo tuvo tiempo de gritar «Jefe!». En cuanto a mí, fue como despertar y encontrarme rodeado de rostros hostiles. Unos cuantos. Vi, como mínimo, una vara de mago. Una voz surgió de mi interior. Se me antojó absurdamente tranquila, y dijo: «Eres hombre muerto, Vlad». No sé qué la desencadenó, pero me permitió pensar con lucidez. Fue como si sólo me quedara un instante para hacer algo, pero el instante se alargó una eternidad. Aparecieron y desaparecieron posibilidades. Era probable que Rompehechizos fuera capaz de romper el bloqueo antiteleportación que debían haber dispuesto a mi alrededor, pero no podría teleportarme antes de que me liquidaran. Tal vez me llevaría algunos por delante, lo cual es estupendo para un héroe dzur que quiere perdurar en el recuerdo, pero a mí me pareció una imbecilidad. Por otra parte, no se envía a un grupo de ocho o nueve si quieres matar a alguien; tal vez tenían otra idea. No se me ocurrió qué, sin embargo. Concentré toda mi autoridad en un mensaje psiónico:

Lárgate, Loiosh.

Noté que abandonaba mi hombro y me sentí ridículamente satisfecho. Algo cosquilleó mi nuca. Sentí el contacto del suelo contra mi mejilla.

* * *

Lo primero que oí, justo antes de abrir los ojos, fue:

—Observarás que todavía sigues vivo.

Entonces los abrí y descubrí que estaba mirando a Bajinok. Antes de tomar conciencia de algo más, comenté para mí la perfección de su frase. Creo que fue la oportunidad del momento lo que más me impresionó. O sea, justo cuando estaba recobrando la conciencia, antes de reparar en las cadenas que me sujetaban a la dura silla de hierro o de sentirme atrapado en una red de hechicería. Antes, en realidad, de darme cuenta de que iba desnudo. La silla estaba fría.

Le devolví la mirada, experimenté la necesidad de decir algo, pero no se me ocurrió nada. Él esperó. Educado por naturaleza, supongo. La habitación estaba bien iluminada y no era demasiado pequeña, unos doce pasos por los lados que pude ver (no me volví). Había cinco tipos con aspecto de protector detrás de Bajinok, y a juzgar por la forma en que me miraban y las diversas armas que empuñaban, me tomaban en serio. Me sentí halagado. En un rincón de la habitación estaban mis ropas y diversos artículos.

—Ya que habéis apilado mis ropas con tal pulcritud —observé—, ¿seréis tan amables de llevarlas a la lavandería? Os pagaré, por supuesto.

Bajinok sonrió y asintió. Nos estábamos comportando como dos auténticos profesionales. Qué bien. Le miré. Me di cuenta de que deseaba, casi con desesperación, romper las cadenas que sujetaban mis brazos y piernas, levantarme y matarle. Estrangularle. Mi cerebro se llenó de visiones en que los protectores me atizaban con sus espadas y los hechizos se desmoronaban, inofensivos, mientras le apretaba el gaznate hasta acabar con su vida. Me esforcé por alejar aquel deseo de mi expresión y de mis futuros actos. Deseé que Loiosh estuviera conmigo, al tiempo que me alegraba de lo contrario. Abrigo firmes convicciones sobre la ambivalencia.

Acercó una silla y se sentó ante mí. Cruzó las piernas y se reclinó en el respaldo. Habría podido decantarse por estar en aquella postura cuando yo recobrara la conciencia, pero supongo que le gustaban las exhibiciones dramáticas tanto como a mí.

—Estás vivo —dijo—, porque necesitamos algunas respuestas.

—Pregunta —contesté—. Me siento de lo más cooperativo.

Asintió.

—Si digo que te dejaremos vivir si nos das las respuestas, no me creerás. Además, no me gusta mentir. Por lo tanto, te diré, con absoluta sinceridad, que si no nos das las respuestas, desearás con todas tus fuerzas morir. ¿Me has entendido?

Asentí porque mi boca se había secado de repente. Sentí náuseas. Era consciente de los conjuros de todas clases que había en la habitación, conjuros capaces de repeler cualquier hechicería que intentara, supuse. Todavía tenía mi vínculo con el Orbe, por supuesto (me comunicó que sólo había estado inconsciente unos diez minutos), pero dudé que me sirviera de algo. No obstante…

—¿Cuál es tu relación con ese grupo de orientales? —preguntó.

Parpadeé. ¿No lo sabía? Quizá pudiera utilizar su ignorancia. Si me iba con rodeos, quizá podría emplear la hechicería. Ya lo había hecho en otras situaciones delicadas.

—Bien —dije—, son orientales, y yo soy oriental, de modo que lo más natural…

Entonces chillé. No puedo recordar qué me dolió. Creo que todo. No recuerdo que me doliera ninguna parte en particular, pero comprendí que estaba en lo cierto: con aquello ya tenía bastante. Quise morir. Duró tan poco que terminó antes de que chillara, pero supe que no lo aguantaría más, fuera lo que fuera. Estaba bañado en sudor. Mi cabeza se desplomó y me oí gimotear como un cachorrillo.

Nadie dijo nada. Levanté la vista al cabo de mucho rato. Experimenté la sensación de que había envejecido doce años. No distinguí la menor expresión en el rostro de Bajinok.

—¿Cuál es tu relación con el grupo de orientales? —repitió.

—Mi mujer es una de ellos —contesté.

Asintió. Bien. Ya lo sabía. Iba a jugar conmigo. Formular preguntas cuya respuesta sabía, y otras que no. Maravilloso. Pero le iba a salir bien, porque yo sabía que no diría más mentiras.

—¿Por qué está con ellos?

—Pienso que cree en lo que hacen.

—¿Y tú?

Hice una pausa. Mi corazón latía aterrorizado, pero tenía que hacer la pregunta.

—Yo… no entiendo tu pregunta.

—¿Qué estás haciendo con esos orientales?

Experimenté un enorme alivio. Sí. Podía contestar.

—Cawti. No quiero que la maten. Como a Franz.

—¿Por qué crees que le pasará lo mismo?

—No estoy seguro. Aún no…, aún no sé por qué mataron a Franz.

—¿Tienes alguna teoría?

Hice otra pausa, para intentar comprender la pregunta, y supongo que esperé demasiado, porque repitieron el tratamiento. Esta vez más tiempo. Una eternidad. Tal vez dos segundos. Querida Verra, déjame morir, por favor.

Cuando paró, fui incapaz de hablar por un momento, pero supe que debía debía debía, porque de lo contrario lo repetirían repetirían repetirían.

—Lo intento. Yo… —Tuve que tragar saliva y me dio miedo, pero lo hice, y me estremecí de alivio cuando no ocurrió. Traté de hablar de nuevo—. Agua —dije. Apoyaron un vaso en mi boca. Tragué un poco y derramé la mayor parte sobre mi pecho. Después me apresuré a hablar, para que no pensaran que estaba perdiendo el tiempo—. Estaban interfiriendo en vuestro…, en el negocio de Herth. Supongo que fue una advertencia.

—¿Ellos creen lo mismo?

—No lo sé. Kelly, su líder, es listo. Le conté lo que pensaba a uno de ellos.

—Si es una advertencia, ¿harán caso?

—No lo creo.

—¿Cuántos son?

—Sólo he visto a media docena, pero me han dicho que…

Estaba mirando a la puerta cuando se abrió de repente y varias cosas brillantes pasaron junto a Bajinok y junto a mi cabeza. Oí gruñidos a mi espalda. Alguien había sondeado la habitación y determinado la posición de todo el mundo. Buen trabajo. Kragar, probablemente.

Bajinok fue rápido. No perdió el tiempo conmigo o con los intrusos, sino que se acercó a uno de los hechiceros y empezaron la teleportación. Bastones, parado en el umbral, no le dedicó más de una mirada antes de entrar en la habitación. Otra cosa brillante destelló a mi lado y oí otro gruñido junto a mi hombro derecho. Después observé que Kragar también estaba en el umbral, y se dedicaba a lanzar cuchillos. Loiosh entró volando en aquel momento, seguido de Bichobrillante. Los ojos de Bichobrillante refulgían como las lámparas de la Puerta del Dragón del Palacio Imperial. La idea «Me están rescatando» acudió a mi cabeza, pero no dediqué más que un pasajero interés a la posibilidad de que la maniobra se saldara con éxito.

No obstante, contemplar a Bastones era interesante. Lidiaba

con cuatro o cinco a la vez. Tenía un garrote en cada mano y una expresión de concentración en la cara. Los garrotes se veían como borrosos, pero sin llegar a ser invisibles. Era agilísimo. Golpeaba una cabeza con un garrote, luego pegaba en un costado, mientras el otro garrote se cruzaba sobre la primera cabeza, y así sucesivamente. Cuando intentaron derribarle, integró el ataque en sus movimientos, como si lo hubiera calculado de antemano. Empezó a moverse con mayor velocidad, y al cabo de poco las armas de sus atacantes cayeron de sus manos y empezaron a derrumbarse. Bastones, como si culminara una danza, los fulminó. Uno cada vez, los dos garrotes sobre la cabeza, aunque no al mismo tiempo. Ker-tump. Ker-tump. Ker-tump. Ker-tump. El primero cayó al suelo mientras apuntillaba al tercero. El segundo cayó al suelo mientras se cargaba al cuarto. Cuando el tercero se desplomó, Bastones retrocedió y paseó la vista a su alrededor, y mientras caía el cuarto, guardó los garrotes.

—Ya los tenemos a todos, Kragar —dijo Bichobrillante por encima de mi hombro.

—Estupendo.

La voz de Kragar sonó a mi derecha, y vi que estaba ocupado con las cadenas.

¿Estás bien, jefe?

Las cadenas cayeron de mis brazos, y noté que estaban manipulando las de mis piernas. Una dama ataviada de gris y negro entró en la habitación.

—Estaremos dispuestos dentro de un momento, señora —dijo Kragar.

Pensé, Mano Izquierda. Hechicera. Contratada para teleportarnos a casa.

¿Jefe?

Las cadenas cayeron de mis piernas.

—¿Puedes ponerte de pie, Vlad? —preguntó Kragar.

Decidí que sería fantástico desplomarme en la cama. Observé que Bichobrillante estaba recogiendo mis ropas.

Di algo, jefe.

Bastones me miró, y luego apartó la vista. Creo que le vi mascullar una obscenidad.

¡Maldita sea, jefe! ¿Qué pasa?

—Muy bien —dijo Kragar—. Bichobrillante, ayúdame a ponerle de pie. Juntémonos. —Noté que Loiosh me aferraba el hombro. Me pusieron en pie—. Adelante.

Jefe! ¿Puedes…?

Un retortijón en las tripas, una espantosa desorientación y mareo, y el mundo se puso a dar vueltas en el interior de mi cráneo.

¿… contestar?

Vomité frente a mi casa. Me sostuvieron, y Bastones, que ahora cargaba con el fardo de mis pertenencias, se quedó a mi lado.

—Metedle dentro —ordenó Kragar. Intentaron ayudarme a caminar, pero tropecé y casi caí.

¿Jefe?

Lo intentaron de nuevo, con el mismo resultado.

—Así, nunca le subiremos por la escalera —dijo Kragar.

—Dejaré esto dentro de la casa y…, no, espera.

Bastones desapareció de vista un momento y le oí hablar con alguien en voz baja. Oí las palabras «borracho» y «burdel», y una voz como infantil que contestaba. Después volvió sin el fardo, cogió mis piernas y me metieron en casa.

Bastones soltó mis piernas en lo alto de la escalera y palmeó.

—Dejaré esto aquí —oí que decía un niño. Un roce—. No, así está bien —habló otra vez el niño, y oí unos pasos leves que bajaban.

Después de esperar a que alguien respondiera a las palmadas, Bastones abrió la puerta y me arrastraron al interior.

—Y ahora ¿qué? —preguntó Bichobrillante.

Percibí un desagrado apenas disimulado en la voz de Kragar cuando contestó.

—Hemos de lavarle, me parece, y… ¡Cawti!

—Loiosh me dijo que viniera enseguida. ¿Qué…? ¿Vlad?

—Hay que lavarle y meterle en la cama, me parece.

—¿Te encuentras bien, Vlad?

Loiosh abandonó mi hombro. Debió de ir hacia Cawti, pero yo estaba mirando en dirección contraria, y no pude verle. Cawti guardó silencio un momento,

—Metedle en el baño —dijo—. Por aquí.

Tuve la impresión de que le costaba mantener serena la voz.

Al cabo de un rato, sentí agua caliente sobre mí, y las manos de Cawti eran suaves. Averigüé que me había cagado allí, aparte de vomitar sobre mi pecho y estómago. Kragar entró en el baño y, entre él y Cawti, me incorporaron y secaron. Después me metieron en la cama. Loiosh, en silencio, se acomodó a mi lado, con la cabeza apoyada sobre mi mejilla. Rocza hizo ruidos en el pilar izquierdo de la cama.

—Gracias, Kragar —oí decir a Cawti en la habitación contigua.

—Da las gracias a Loiosh —replicó Kragar. Después bajaron la voz y sólo oí murmullos durante un rato.

Más tarde, la puerta del piso se cerró y oí que Cawti entraba en el cuarto de baño, y el ruido de la cadena. Al cabo de un rato, volvió al dormitorio y colocó un paño húmedo sobre mi frente. Rodeó mi muñeca izquierda con Rompehechizos y me cubrió con sábanas. Me acurruqué en la cama y aguardé la muerte.

Fue divertido. Siempre me había preguntado cuáles serían mis últimos pensamientos, si me daba tiempo. Resultó que mis últimos pensamientos consistieron en pensar cuáles serían mis últimos pensamientos. Fue divertido. Reí por lo bajo, en algún lugar sepultado en mi interior, donde nada puede dolerme. Si Mera estaba en lo cierto respecto a la reencarnación, tal vez mi vida siguiente sería mejor. No. Sabía que Mera estaba en lo cierto. Mi siguiente vida no sería mejor que ésta. Bueno, no lo sé. Tal vez se aprende algo en cada vida. ¿Qué había aprendido en ésta? Que siempre son los buenos contra los malos, y nunca sabes quiénes son los buenos, así que te dedicas a matar a los malos. Todos somos malos. No. Loiosh no es malo. Cawti no es…, bueno, ¿qué más da? Debería…

… Me di cuenta con cierta sorpresa de que aún estaba vivo. Se me ocurrió que tal vez no iba a morir. Noté que mi corazón recuperaba el pulso. ¿Era posible? Comencé a captar cierta sensación de lo que sólo puede definirse como realidad, y supe que iba a vivir. Todavía no podía aceptarlo desde un punto de vista emocional, no lo creía de veras, pero de alguna manera lo sabía. Busqué la daga de mi manga derecha, pero había desaparecido. Entonces recordé que estaba desnudo. Levanté la cabeza y vi el montón de ropas y armas, en una esquina, del que sobresalía el espadín, y comprendí que no podía cogerlo. Noté a Rompehechizos alrededor de mi muñeca izquierda. ¿Serviría? ¿Cómo? No podía estrangularme. Tal vez pudiera golpearme en la cabeza.

Liberé mi brazo izquierdo y contemplé la delgada cadena dorada. Cuando la encontré, Sethra Lavode sugirió que le diera un nombre. Cuando le pregunté por qué, se mostró evasiva. Ahora la miré con atención, ceñida a mi muñeca, pero jamás apretada. Dejé que mi brazo bajara por el costado de la cama, se desenrolló y cayó en mi mano. La levanté, adoptó una pose y colgó en el aire como un vendí aovillado. Mientras movía mi mano, el resto permaneció inmóvil, como si el otro extremo estuviera sujeto en el espacio, treinta centímetros por encima de mí.

¿Qué eres?, pregunté. Me has salvado la vida más de una vez, pero no sé qué eres. ¿Eres un arma? ¿Puedes matarme?

Se enrolló y desenrolló, como si reflexionara sobre el problema. Nunca se lo había visto hacer. El truco de colgar en el aire lo había realizado cuando la encontré, pero eso fue bajo la Montaña Dzur. donde lo extraño es lo normal. ¿O fue en los Senderos de los Muertos? No me acordaba de más. ¿Tenía la intención de llevarme allí otra vez? No se permite a los orientales acceder a los Senderos de los Muertos, pero ¿era yo un verdadero oriental? ¿Qué era un oriental, en realidad? ¿Eran diferentes de los dragaeranos? ¿A quién le importaba? Eso era fácil, importaba a los dragaeranos e importaba a los orientales. ¿A quién no le importaba? A Kelly. ¿Importaba a los Señores del Juicio?

Rompehechizos creó formas en el aire ante mí, se retorció y enrolló como una bailarina. Apenas me di cuenta de que Loiosh salía volando de la habitación. Seguía bailando para mí unos minutos después, cuando Cawti volvió con una taza de té humeante.

—Bebe esto, Vlad —dijo con voz temblorosa.

Rompehechizos bajó y subió. Me pregunté qué ocurriría si soltaba el extremo que sujetaba, pero no quise correr el riesgo de que se detuviera. Noté una taza apretada contra mi labio, y té caliente que se derramaba en mi boca y sobre mi pecho. Tragué por reflejo y noté un sabor raro. Se me ocurrió que tal vez Cawti me estuviera envenenando. Cuando volvió la taza, bebí con ansiedad, sin dejar de contemplar el baile de Rompehechizos.

Cuando la taza se vació, me tendí, a la espera de la inconsciencia. Una parte de mi se sorprendió levemente cuando llegó.