5
«… mancha klava parte superior pernera izquierda…»
Me teleporté a un lugar que conocía en el barrio de Nath, para no desperdiciar ni un segundo de la hora de Bajinok. Después desperdicié unos buenos quince minutos, mientras mi estómago se recuperaba de la teleportación.
La calle del Árbol Umbrío debía ser un nombre antiguo. Había unos pocos tocones en el suelo a ambos lados, y los hoteles y casas estaban muy retirados de los toscos rebordes de mampostería de los bordillos de la calle, propiamente dicha, que era tan ancha como Lower Kieron. La anchura indicaba que, en otro tiempo, la zona había albergado montones de tiendas y mercados, y que más tarde había sido uno de los mejores distritos de la ciudad. Eso debió ser antes del Interregnum. Ahora estaba un poco en decadencia.
El número cuatro estaba justo en la mitad, entre el número quince y el número seis. Era de mampostería parda, dos pisos de altura y un apartamento en cada uno. El de abajo tenía un chreota dibujado con torpeza en la puerta. Subí los peldaños de madera, que no crujieron para nada. Me quedé impresionado.
La puerta de arriba exhibía un jhereg estilizado, grabado en una placa metálica sobre el símbolo de un barón.
¿He sido lo bastante silencioso, Loiosh?
Eso creo, jefe.
De acuerdo.
Verifiqué los conjuros de la puerta, dos veces. Soy mucho más descuidado cuando no voy a matar a alguien, pero carece de sentido ser demasiado descuidado. La puerta no albergaba sorpresas. La hoja era lo bastante delgada para poder manejarla. Dejé que Rompehechizos cayera en mi mano izquierda, respiré hondo, golpeé la puerta con Rompehechizos y, al mismo tiempo, le propiné una patada con la pierna derecha. La puerta se abrió y entré en la habitación.
El hombre estaba solo. Eso significaba que Bajinok había cumplido su palabra. Estaba sentado en un sofá bajo y leía el mismo periódico que Cawti. Cerré la puerta de una patada y me planté a su lado en tres zancadas, mientras desenvainaba mi espadín. Se levantó y me miró con los ojos abiertos de par en par. No hizo el menor esfuerzo por sacar un arma. Tal vez no era un guerrero, pero habría sido absurdo confiar en ello. Apunté mi arma a su ojo izquierdo.
—Buenas tardes —dije—. Tú debes ser Nath.
Siguió mirándome, casi sin respirar.
—¿Y bien? —pregunté.
Asintió.
Le solté el mismo discurso que a Bajinok sobre que no intentara huir o pedir ayuda. Creo que lo consideró convincente.
—Sentémonos a charlar —dije.
Volvió a asentir. O estaba muy asustado, o era un excelente actor.
—Un oriental llamado Franz fue asesinado hace unos días —empecé.
Asintió.
—Herth lo ordenó —dije.
Asintió de nuevo.
—Tú le espiaste para Herth.
Sus ojos se abrieron más y meneó la cabeza.
—Sí —afirmé—. ¿Por qué?
—Yo no…
—Me da igual que sugirieras matarle o no. Quiero saber qué le contaste a Herth sobre Franz. Dímelo ya, sin pensarlo dos veces. Si sospecho que me estás mintiendo, te mataré.
Movió un poco la boca, y su voz, cuando habló, era chillona.
—No lo sé. Yo sólo… —se detuvo para carraspear—. Sólo le hablé de ellos. De todos. Le conté lo que hacían.
—¿Herth quería saber nombres?
—Al principio no, pero hace unas semanas me ordenó informarle sobre todos los orientales, sus nombres, qué hacían, todo.
—¿Lo conseguiste?
Asintió.
—¿Por qué?
—Llevo aquí casi todo el año. Herth oyó rumores sobre ese grupo y me envió a verificarlos. Les he seguido la pista.
—Entiendo. Y después dice que le des los nombres, y dos semanas después asesinan a Franz.
Asintió.
—Bien, ¿por qué quería matar a alguien, y por qué a Franz?
—No lo sé.
—Estrújate el cerebro.
—Eran alborotadores. Se entrometían en los negocios. Siempre estaban tocando las pelotas, y daban clases de lectura. Cuando los orientales…
Se calló y me miró.
—Sigue.
Tragó saliva.
—Cuando los orientales se creen demasiado listos, bueno, eso no ayuda a los negocios. No obstante, pudo ser a causa de algo que pasó antes de que yo llegara. Herth es cauto, ¿sabes? No me dijo más de lo necesario.
—¿Y Franz?
—Era uno de ellos.
—¿Y Kelly?
—¿Por qué lo preguntas? Nunca vi que hiciera nada especial.
Me abstuve de hacer comentarios sobre su vista.
Jefe.
¿Sí, Loiosh?
La hora casi ha terminado.
Gracias.
—Muy bien —dije—. Puedes seguir viviendo.
Pareció aliviado. Di media vuelta, bajé a la calle y me alejé por las callejuelas lo más deprisa posible. No vi señales de que me siguieran.
Bien, ¿qué opinas, Loiosh?
Quería matar a uno, y Franz era tan bueno como cualquier otro.
Sí, yo también pienso lo mismo. ¿Por qué quería matar a uno?
No lo sé.
Bien, ¿qué hacemos ahora?
Jefe, ¿tienes idea del lío en el que te has metido?
Sí.
Sólo era una pregunta. No sé qué hacer ahora, jefe. Estamos cerca de la zona oriental, por si te interesa.
Me desvié en aquella dirección mientras reflexionaba. ¿Cuál era el siguiente paso? Tenía que averiguar si Herth les seguiría acosando, o si ya había logrado lo que deseaba. Si Herth iba a desistir de sus propósitos, podía relajarme y preocuparme únicamente de impedir que me matara.
La calle en la que estaba terminó de repente, de modo que retrocedí hasta encontrar una conocida. Casas altas y carentes de ventanas se cernían sobre mí como gigantes verdes y amarillos malignos, con balcones que, en ocasiones, casi se encontraban sobre mi cabeza y ocultaban el cielo rojo anaranjado.
Después, en una calle transversal llamada Dosviñas, las calles empezaron a ser más viejas, deslustradas y pequeñas, la calle se ensanchó y llegué al distrito oriental. Olía como la campiña, a heno, vacas y estiércol, porque vendían leche de vaca en la calle. Cuando la avenida se ensanchó, noté la brisa más fresca. Levantaba polvo que se metió en mis ojos y aguijoneó mi cara.
La calle se curvó y serpenteó. Otras entraban y salían de ella, y entonces vi a Sheryl y Paresh en una esquina. Sostenían el mismo maldito periódico y abordaban a los transeúntes. Me acerqué a ellos. Paresh cabeceó con frialdad y me dio la espalda. La sonrisa de Sheryl fue un poco más cordial, pero también me dio la espalda cuando llegaron dos orientales cogidos de la mano. Oí que decía algo sobre cargarse al Imperio, pero se limitaron a menear la cabeza y continuaron paseando.
—¿He traspasado los límites? —pregunté.
Sheryl negó con la cabeza. Paresh se volvió hacia mí.
—En absoluto. ¿Queréis comprar un ejemplar?
Contesté que no. No pareció sorprenderse. Me dio la espalda de nuevo. Seguí parado unos segundos más, antes de comprender que me estaba poniendo en ridículo al quedarme, y que parecería un estúpido si me iba. Me volví hacia Sheryl.
—¿Hablarás conmigo si te invito a una taza de klava?
—No puedo —dijo—. Desde que asesinaron a Franz no trabajamos solos.
Reprimí algunos comentarios sobre su «trabajo», y luego tuve una idea.
¿Bien, Loiosh?
Oh, claro, jefe. ¿Por qué no?
—Loiosh se quedará por aquí —dije a Sheryl.
Aparentó sorpresa y miró a Paresh. Éste examinó a Loiosh un momento.
—¿Por qué no? —dijo.
De modo que Loiosh se quedó a recibir su adoctrinamiento revolucionario, en tanto yo entraba con Sheryl en un local de klava oriental justo al otro lado de la calle. Era largo, estrecho y más oscuro de lo que a mí me gusta, excepto cuando quiero matar a alguien. Todo era de madera, y estaba en muy buen estado, teniendo en cuenta las circunstancias. Caminé hasta el fondo y apoyé la espalda contra la pared. No es que sea una forma útil de protegerse, pero en esta ocasión consiguió que me sintiera mejor.
Había prometido invitarla a una taza de klava, pero vino en
un vaso. Me quemé la mano cuando lo cogí. Lo dejé sobre la mesa, se derramó un poco y me quemé la pierna. Añadí crema para que se enfriara un poco pero no sirvió de nada porque calentaban la crema. Sabía bastante bien.
Los ojos de Sheryl eran grandes, de color azul claro, con una insinuación de pecas a su alrededor.
—¿Sabes lo que estoy haciendo? —dije.
—No del todo.
Una sombra de sonrisa acudió a sus labios. De pronto, pensé que ella pensaba que me la quería ligar. Después pensé que tal vez era cierto. Era atractiva, sin duda, y poseía una especie de lascivia inocente que me parecía estimulante. Pero no, ahora no.
—Intento averiguar por qué mataron a Franz, y después haré lo posible para impedir que maten a Cawti.
La semisonrisa no se alteró, pero sacudió la cabeza.
—Mataron a Franz porque nos tienen miedo.
Me vinieron a la cabeza un montón de réplicas sarcásticas, pero me las guardé.
—¿Quién tiene miedo? —pregunté.
—El Imperio.
—No le asesinó el Imperio.
—Directamente no, pero…
—Le asesinó un jhereg llamado Herth. Herth no mata gente para el Imperio. Está demasiado ocupado tratando de impedir que el Imperio averigüe que mata a personas.
—Puede que de esa impresión…
—De acuerdo, de acuerdo. Esto no conduce a ningún sitio.
Se encogió de hombros. Su sonrisa había desaparecido. Por otra parte, tampoco parecía enfadada, de manera que valía la pena continuar.
—¿Qué estaba haciendo, en concreto, capaz de inquietar a un jhereg empeñado en ganar dinero?
Sheryl guardó silencio unos instantes.
—No lo sé —dijo por fin—. Vendía periódicos, como yo, hablaba en los mítines, como yo, y daba clases de lectura, y sobre la revolución, como yo…
—Espera. ¿Tú también das clases de lectura?
—Todos lo hacemos.
—Entiendo. De acuerdo.
—Yo diría que hacía más de todo. Era incansable, entusiasta, y todo el mundo reaccionaba a eso, nosotros y la gente con la que nos cruzábamos. Cuando recorríamos los barrios, siempre se acordaba de las personas mejor que los demás, y ellas siempre se acordaban de él. Cuando hablaba, era el mejor. Cuando daba clases de lectura, parecía vital para él que todo el mundo aprendiera a leer. Siempre que un grupo en el que yo estaba hacía algo, él estaba presente, y cuando un grupo en el que yo no estaba hacía algo, él también estaba presente. ¿Entiendes qué quiero decir?
Asentí, sin decir nada. El camarero volvió y sirvió más klava. Añadí crema y miel, y utilicé la servilleta para sujetar el vaso. Un vaso. ¿Por qué no una taza? Estúpidos orientales. No saben hacer nada a derechas.
—¿Conoces a alguno de los jheregs que trabajan por aquí?
—No, la verdad.
—¿Hay casas de juego?
—¿Eh? Oh, claro, pero pertenecen a orientales.
—No, ni hablar.
—¿Cómo lo sabes?
—Conozco a Herth.
—Oh.
—¿Hay prostitutas?
—Sí.
—¿Burdeles?
—Sí.
—¿Chulos?
De pronto, pareció menos complacida de sí misma.
—Ya no.
—Ajá.
—¿Qué?
—¿Qué les pasó?
—Les expulsamos. Son los más desalmados…
—Conozco a los chulos. ¿Cómo les expulsasteis?
—La mayoría de los chulos que trabajaban por aquí eran muy jóvenes.
—Sí. Los mayores regentan los burdeles.
—Pertenecían a bandas.
—¿Bandas?
—Sí. En esta zona, los chicos tienen poco que hacer, y…
—¿Qué edades tenían?
—Oh, entre once y dieciséis.
—Continúa.
—Formaron bandas, para hacer algo. Van por ahí provocando problemas, asaltan tiendas, esas cosas. Tus Guardias del Fénix pasan de ellos, siempre que no salgan de nuestra zona.
—No son mis Guardias del Fénix.
—Como quieras. Antes de nacer yo, ya existían las bandas. Muchas se dedicaron al proxenetismo porque es la única forma de ganar dinero cuando no tienes dinero para empezar. También aterrorizan a muchos tenderos para que les paguen, y
roban un poco, pero no hay mucho que robar y nadie a quien venderlo.
De repente, pensé en noish-pa, pero no, no se meterían con un brujo.
—Bien —dije—, una de ellas se dedicó al proxenetismo.
—Sí.
—¿Cómo os deshicisteis de ellos?
—Kelly dice que la mayoría de los chicos se meten en las bandas porque no tienen esperanzas de que su situación mejore. Dice que su única esperanza verdadera es la revolución, así que…
—Estupendo. ¿Cómo os deshicisteis de ellos?
—Disolvimos casi todas las bandas.
—¿Cómo?
—Para empezar, les enseñamos a leer. Cuando has aprendido a leer, cuesta seguir siendo un ignorante. Cuando se dieron cuenta de que nuestra intención de destruir a los déspotas iba en serio, muchos se unieron a nosotros.
—¿Así de sencillo?
Me miró por primera vez.
—Nos ha costado diez años de trabajo llegar tan lejos, y aún nos queda mucho por hacer. Diez años. No fue «así de sencillo», y no todos se quedaron en el movimiento. Hasta el momento, casi todas las bandas han desaparecido y no han vuelto.
—Cuando las bandas se disolvieron, ¿los chulos se quedaron?
—Necesitaban el apoyo de las bandas.
—Todo encaja.
—¿Por qué?
—Los chulos trabajaban para Herth.
—¿Cómo lo sabes?
—Conozco a Herth.
—Ah.
—¿Hace diez años que militas?
Asintió.
—¿Cómo te…?
Sacudió la cabeza. Bebimos klava durante un rato.
—Ingresé cuando buscaba algo que hacer —dijo, después de un suspiro—, cuando expulsaron a mi chulo del barrio.
—Oh.
—¿No te habías dado cuenta de que fui una puta?
Me miró con fijeza, y procuró dotar a su voz de un tono duro y barriobajero.
Negué con la cabeza y contesté al pensamiento que encubrían las palabras.
—Entre los dragaeranos es diferente. La prostitución no se considera algo vergonzoso.
Me miró, pero no supe si con incredulidad o desprecio. Me di cuenta de que si seguía por aquel camino, empezaría a cuestionarme la actitud dragaerana, y no necesitaba cuestionarme más cosas.
Carraspeé.
—¿Cuándo se fueron los chulos?
—Durante los últimos años les hemos ido expulsando poco a poco. Hace meses que no vemos a ninguno por el barrio.
—Ajá.
—Ya lo has dicho antes.
—Las cosas empiezan a adquirir sentido.
—¿Crees que por eso mataron a Franz?
—Todos los chulos entregaban parte de sus ingresos a Herth. Así funcionan estas cosas.
—Entiendo.
—¿Franz participó en la disolución de las bandas?
—Participaba en todo.
—¿Participó especialmente en eso?
—Participaba en todo.
—Entiendo.
Bebí más klava. Ahora ya podía sujetar el vaso, pero el klava estaba frío. Estúpidos orientales. El camarero volvió, cambió el vaso, lo llenó.
—Herth intentará que los chulos vuelvan al trabajo —dije.
—¿Estás seguro?
—Sí. Cree que ya os ha enviado una advertencia, para que cambiéis de actitud.
—Les volveremos a expulsar. Son agentes de la represión.
—¿Agentes de la represión?
—Sí.
—Bien. Si les volvéis a expulsar, la reacción de Herth será peor.
Percibí un destello en sus ojos, pero su voz no cambió.
—Lucharemos contra ellos —dijo. Supongo que captó alguna expresión peculiar en mi rostro, porque se irritó de nuevo—. ¿Crees que no sabemos luchar? ¿Cómo crees que disolvimos las bandas? ¿Con charlas educadas? ¿Crees que se marcharon así como así? Los de arriba tenían poder y vivían bien. No lo aceptaron. Sabemos luchar. Cuando luchamos, ganamos. Como Kelly dice, el motivo es que todos los verdaderos luchadores están de nuestra parte.
Una frase muy propia de Kelly. Guardé silencio un rato.
—Supongo que no se os habrá ocurrido dejar en paz a los chulos.
—¿A ti qué te parece?
—Sí. ¿Qué les pasó a las titis?
—¿A las qué?
—A las chicas que trabajaban para los chulos.
—No lo sé. Me uní al movimiento, pero eso fue hace mucho tiempo, cuando empezó todo. No sé qué fue de las demás.
—¿No tienen derecho a vivir también?
—Todos tenemos derecho a vivir. Tenemos derecho a vivir sin necesidad de vender nuestros cuerpos.
La miré. Cuando había hablado con Paresh, conseguí acceder a la persona que había debajo, pese a sus respuestas mecánicas. Con Sheryl, no podía. Era frustrante.
—De acuerdo —dije—. He descubierto lo que quería, y tú tienes información que transmitir a Kelly.
Asintió.
—Gracias por el klava —dijo.
Pagué y volvimos a la esquina. Paresh estaba allí, y discutía a voz en grito con un oriental bajito sobre algo incomprensible. Loiosh se posó sobre mi hombro.
¿Has averiguado algo, jefe?
Sí. ¿Y tú?
Nada que me interesara saber.
Paresh me saludó con un cabeceo. Yo le devolví el gesto. Sheryl me sonrió, para luego apostarse en la esquina. Casi vi cómo plantaba sus pies.
Para ir más deprisa, me teleporté a mi oficina. ¿Qué es un poco de náuseas comparado con la velocidad? Ja. Vlad el Brujo.
* * *
Estuve paseando por la calle hasta que mi estómago se calmó, y después entré. Mientras caminaba hacia la escalera, oí hablar a Bastones en una de las salas de estar. Asomé la cabeza. Estaba sentado en un sofá al lado de Chimov, un chico bastante joven al que había reclutado durante una guerra jhereg, tiempo atrás. Chimov sostenía uno de los garrotes de Bastones. Medía unos sesenta centímetros de largo y tenía un diámetro uniforme de dos centímetros y medio, aproximadamente. Bastones sostenía otro.
—Éstos son de nogal —dijo Bastones—, Los de roble también son buenos. En realidad, depende de a lo que te acostumbres.
—Muy bien —contestó Chimov—, pero no sé en qué se diferencian de un lepip.
—Si lo sostienes así, no hay diferencia. Mira. ¿Lo ves? Cógelo por aquí, a un tercio de distancia de la parte posterior. Es distinto con garrotes diferentes, dependiendo de la longitud y el peso, pero el equilibrio ha de ser perfecto. Aquí. El pulgar y el índice actúan como un gozne, y si alcanzas al tipo en el estómago, o en otro sitio blando, usas el canto de la mano para hacerlo rebotar. Así.
Lo demostró, y dio la impresión de que el garrote rebotaba en el aire.
Chimov sacudió la cabeza.
—¿Rebotar? ¿Por qué ha de rebotar? ¿No le imprimes más fuerza si no dejas de sujetarlo?
—Claro. Si lo que quiero es romper las rodillas o la cabeza a un tipo, haré eso, pero la mayoría de las veces sólo intento transmitir un mensaje. Lo hago rebotar diez o doce veces en su cabeza, después le trabajo un poco la cara y le mido las costillas una o dos veces, y comprende cosas que antes no le entraban en la cabeza. La idea no consiste en demostrar lo duro que eres, sino convencerle de que quiere hacer aquello por lo que te pagan para convencerle.
Chimov probó.
—Así no —dijo Bastones—. Utiliza los dedos y la muñeca. Si vas golpeando así, te quedarás sin fuerzas. No tiene futuro. Fíjate bien…
Les dejé enfrascados en su conversación. Conocía bien ese tipo de conversaciones, porque había sostenido muchas parecidas. Ahora ya empezaban a aburrirme.
Tal vez lo que todo el mundo me había dicho empezaba a influir en mi forma de pensar. Peor aún, tal vez tenían razón.