Capítulo 4

4

«1 par pantalones grises: quitar mancha sangre parte superior pernera derecha…»

Por si aún no me he expresado con claridad, el paseo al distrito de los orientales ocupa sus buenas dos horas. Ya me estaba hartando. O tal vez no. Ahora que lo pienso, habría podido teleportarme en tres segundos, y pasado después quince o veinte minutos vomitando o deseando hacerlo. Tal vez deseaba dedicar aquel rato a pasear y reflexionar. No obstante, recuerdo haber pensado que estaba perdiendo demasiado tiempo yendo y viniendo entre Malak Gírele y Adrilankha Sur.

Pero fui. Entré en el edificio y me quedé ante el portal, que ahora cubría una cortina. Recuerdo que no di una palmada, ni siquiera me apetecía aporrear la pared, así que grité:

—¿Hay alguien en casa?

Oí el ruido de pasos, la cortina se apartó y vi a mi amigo Gregory. Sheryl estaba detrás de él, observándome. No supe si había alguien más en la habitación. Como Gregory estaba plantado delante de mí, pasé por su lado.

—¿Está Kelly? —pregunté.

—Entra —dijo Sheryl.

Me sentí un poco violento. No había nadie en la habitación. En una esquina había una pila alta de periódicos, el mismo que Cawti había estado leyendo.

—¿Por qué quiere verle? —preguntó Gregory.

—Pienso dejar todas mis riquezas mundanas al mayor idiota que pueda encontrar, y quería entrevistarle para ver si cumple los requisitos. Sin embargo, ahora que te he conocido, creo que es absurdo seguir buscando.

Me traspasó con la mirada. Sheryl rió y Gregory enrojeció.

Kelly apareció en aquel momento. Le mire con más atención que antes. Estaba muy gordo, la verdad, y era muy bajito, pero

prefería llamarle gordinflón en lugar de obeso. Un encanto, por decirlo así. Tenía la frente achatada, lo cual daba la impresión de que su cabeza era grande. Llevaba el cabello muy corto, casi al cero, sin patillas. Sus ojos sólo adoptaban dos posiciones, entornados y bizqueantes, y su boca era muy expresiva, quizá por la cantidad de grasa que la rodeaba. Se me antojó una de esas personas que pueden pasar de la jovialidad a la maldad en un instante. Como Bichobrillante, vamos.

—De acuerdo. Entra —dijo.

Dio media vuelta y se encaminó a la parte posterior del piso. No tuve otro remedio que seguirle. Me pregunté si era una treta.

La habitación de atrás era estrecha, mal ventilada y olía a humo de pipa, aunque los dientes de Kelly no eran los de un fumador. Pensándolo bien, probablemente carecía de vicios. Excepto comer más de la cuenta, claro. Qué pena que fuera oriental. Los dragaeranos utilizan la hechicería para eliminar el exceso de grasa; los orientales tienden al suicidio cuando lo intentan. Por toda la habitación había hileras de libros encuadernados en piel, negra o a veces marrón. No pude leer ningún título, pero el autor de uno era Padraic Kelly.

Me indicó con un cabeceo que me sentara en una incómoda silla de madera, y él ocupó otra, detrás de un escritorio de aspecto desvencijado.

—¿Has escrito eso? —pregunté, señalando el libro.

Siguió la dirección de mi dedo.

—Sí.

—¿Qué es?

—La historia de la rebelión del doscientos veintiuno.

—¿Dónde fue?

Me miró con atención, como para discernir si estaba bromeando.

—Aquí, en Adrilankha Sur —dijo a continuación.

—Oh. —Carraspeé—. ¿También lees poesía?

—Sí.

Suspiré para mis adentros. No quería echarle una arenga, la verdad, pero daba la impresión de que los temas de conversación iban a ser muy limitados. Total, ¿para qué?

—Cawti me ha contado algo sobre vuestras actividades —dije. El hombre asintió, a la espera—. No me gusta —continué, y sus ojos se entornaron—. Me disgusta que Cawti se haya mezclado con vosotros.

Siguió mirándome, sin decir nada.

Me recliné en la silla y crucé las piernas.

—Pero da igual, yo no dirijo su vida. Si quiere perder el tiempo de esa forma, no puedo hacer nada al respecto. —Hice una pausa, esperando a que dijera algo. Como no lo hizo, proseguí—. Lo que más me molesta es este rollo de dar clases de lectura… Es lo que hacía Franz, ¿no?

—Sí, y también otras cosas —respondió, con los labios apretados.

—Bien, te ofrezco un trato. Descubriré quién mató a Franz y por qué, si dejáis de dar las clases, o encontráis a otra persona que las dé.

No me quitaba los ojos de encima ni un momento.

—¿Y si no?

Empezaba a irritarme, quizá porque conseguía que me sintiera incómodo, y eso no me gusta. Apreté los dientes y reprimí el ansia de explicar lo que pensaba de él.

—No me obligues a amenazarte —dije por fin—. Me desagrada amenazar a la gente.

Se inclinó sobre el escritorio, y sus ojos se entornaron más de lo habitual. Apretó mucho los labios.

—Vienes aquí —dijo—, caliente todavía el cadáver de un hombre que fue martirizado por…

—Corta el rollo.

—¡Silencio! He dicho martirizado y va en serio. Luchaba por lo que creía, y murió por eso.

Me miró fijamente un momento, y luego continuó en un tono de voz más suave, pero cortante.

—Sé cómo te ganas la vida —dijo—. Ni siquiera te has dado cuenta del abismo en que estás hundido.

Toqué el mango de una daga, pero no la desenvainé.

—Tienes razón —dije—. No me doy cuenta del abismo en que me he hundido. Sería muy estúpido por tu parte explicármelo.

—No me digas lo que es estúpido y lo que no. Eres incapaz de juzgar en esa materia, o cualquiera ajena a la experiencia de tu diminuto mundo. Ni siquiera se te ocurre que tal vez no esté bien vender muerte, como si fuera un producto del mercado.

—No, no se me ocurre, y si ya has terminado…

—Pero no eres el único. Piensa en esto, Señor Asesino: ¿cuántas cosas haría la gente de buena gana, si no se viera obligada? Tú aceptas eso sin pensarlo ni hacerte preguntas, ¿verdad? Mientras tanto, los orientales y los tecklas se ven forzados a vender la mitad de sus hijos para alimentar al resto. ¿Piensas que no sucede, o te niegas a reconocerlo?

Meneó la cabeza, y vi que tenía los dientes muy apretados y los ojos tan entornados que parecía imposible que pudiera ver algo.

—Lo que tú haces… Un hombre no puede caer más bajo.

Ignoro si lo haces porque no tienes otra elección, o porque eres tan retorcido que te gusta, pero da igual. En este edificio, encontrarás a hombres y mujeres orgullosos de lo que hacen, pues saben que les aguarda un futuro mejor. Y tú, con tu inteligencia cínica y mezquina, no sólo te niegas a verlo, sino que intentas decirnos cómo proceder. No tenemos tiempo para ti o tus tratos. Y tus amenazas no nos impresionan.

Hizo una pausa, quizá para ver si yo quería decir algo. No lo hice.

—Largo de aquí —dijo.

Me levanté y salí.

La diferencia entre ganar y perder es si tienes ganas de volver a casa después.

No está mal, jefe. ¿Adonde vamos?

No lo sé.

Podríamos volver al local de Herth, escupir en su sopa y esperar su opinión.

No me pareció una buena idea.

* * *

Aún no había anochecido, y el distrito oriental estaba en pleno apogeo. Había mercados cada pocas manzanas, y cada uno era diferente. Éste era amarillo, naranja, rojo y verde debido a las verduras, olía a cosas frescas y su sonido era un zumbido bajo. Aquél era claro y rosado, olía a carne, casi toda en buen estado, y era más silencioso, de forma que se podía oír al viento cuando resonaba en el interior de tu oído. El siguiente se ocupaba sobre todo de telas y era el más ruidoso, porque nadie regatea como un comerciante de telas, con gritos, chillidos y súplicas. Da la impresión de que nunca se cansan. Yo me canso de las cosas. Me canso de muchas cosas. Me canso de deambular por el castillo de Morrolan para comprobar sus guardias, trampas y alarmas. Me canso de hablar con mis socios en códigos que muchas veces no entiendo. Me canso de ponerme a sudar cada vez que veo el uniforme de los Guardias del Fénix. Me canso de que las demás Casas me traten con desprecio por ser un jhereg, y de que los jheregs me traten con desprecio por ser un oriental. Y me estaba cansando, cada vez que pensaba en Cawti, de aquel nudo en el estómago, en lugar de experimentar aquella sensación cálida, apasionada y luminosa de antes.

Has de encontrar una respuesta, jefe.

Lo sé. Ya lo he intentado.

Intenta otra cosa.

Sí.

Descubrí que me había acercado a la zona donde vivía mi

abuelo. Quizá no fue de manera accidental, aunque a mí me pareció que sí. Entré y las campanillas repiquetearon. Eran alegres. Empecé a sentirme mejor en cuanto traspasé el umbral. Campanas. Eso sí que es brujería.

Estaba sentado a su mesa, escribiendo o dibujando con una pluma de ave en una enorme hoja de pergamino. Era viejo, pero con una salud de hierro. Un gran hombre. Si Kelly era gordinflón, mi abuelo era corpulento. Tenía la cabeza casi calva del todo, y reflejaba la luz de las lamparitas de la tienda. Levantó la vista cuando oyó las campanillas y me dedicó una amplia sonrisa con los dientes que le quedaban.

—¡Vladimir!

—Hola, noish-pa.

Nos abrazamos y me besó en la mejilla. Loiosh marchó de mi hombro y se posó sobre un estante hasta que terminamos. Después voló hasta el brazo de noish-pa para que le rascara la barbilla. Su familiar, un gato grande y peludo llamado Ambrus, saltó a mi regazo cuando me senté, y me olisqueó. Reanudamos nuestra vieja amistad. Noish-pa encajó una tarjeta en la cuerda que sostenía las campanillas y me indicó que le acompañara a la habitación de atrás. Olía a té de hierbas y me sentí aún mejor.

Nos siguió, y chasqueó la lengua cuando añadí miel al mío. Bebí. Esencia de rosas.

—¿Cómo está mi nieto?

—Así así, noish-pa.

—¿Sólo así así?

Asentí.

—Tienes un problema —dijo.

—Sí. Es complicado.

—Las cosas sencillas nunca plantean problemas, Vladimir. Algunas cosas sencillas son tristes, pero nunca plantean problemas.

—Sí.

—¿Cómo empezó este problema?

—¿Cómo empezó? Asesinaron a un tal Franz.

—Ah, sí. Terrible.

Le miré fijamente.

—¿Estabas enterado?

—Está en boca de todo el mundo.

—¿Sí?

—Bien, esa gente, sus… ¿Cuál es la palabra? ¿Elvtarsok?

—¿Amigos? ¿Asociados?

—Bien, esa gente está por todas partes, y hablan de ello.

—Entiendo.

—Pero tú, Vladimir, no eres de ellos. ¿Verdad?

Sacudí la cabeza.

—Cawti sí.

Suspiró.

—Vlad, Vlad, Vlad. Es una tontería. Si estalla una revolución, le das apoyo, claro, pero desviarte de tu camino así es como poner la cabeza en el tajo.

—¿Cuándo ha estallado una revolución?

—¿En? En el doscientos veintiuno.

—Ah, sí. Por supuesto.

—Sí. Luchamos entonces, porque eso fue lo que hicimos, pero algunos no pueden olvidar y creen que deberían estar siempre luchando.

—¿Qué sabes sobre esa gente?

—Oh, he oído cosas. Su líder, ese tal Kelly, dicen que es un luchador.

—¿Un luchador? ¿Un pendenciero?

—No, no. Me refiero a que nunca se rinde, según me han contado. Están creciendo, ¿sabes? Recuerdo que oí hablar de ellos hace años, cuando eran veinte, y ahora son miles.

—¿Por qué se une la gente?

—Oh, siempre hay descontentos, y la violencia nos ha golpeado. Palizas, robos, y dicen que los Guardias del Fénix no lo impiden. Algunos caseros aumentan los alquileres porque algunas de sus casas se han quemado, y la gente está descontenta por ese motivo.

—Pero nada de esto tiene relación con Cawti. Ni siquiera vivimos por aquí.

Meneó la cabeza y chasqueó la lengua.

—Es una tontería —repitió.

—¿Qué puedo hacer?

Se encogió de hombros.

—Tu abuela hizo cosas que a mí no me gustaron, Vladimir. No se puede hacer nada. Tal vez pierda el interés. —Frunció el ceño—. No, es improbable. Cuando se interesa en algo, Cawti no ceja. En fin, es su vida, no la tuya.

—Exacto, noish-pa, eso es. Es su vida. Alguien mató a ese Franz, y ahora Cawti le ha sustituido. Si quiere unirse a esa gente y provocar disturbios, o lo que sea que hagan, estupendo, pero si la matan, no lo soportaré. Y no puedo impedírselo, o me dejará.

Mi abuelo volvió a fruncir el ceño y asintió.

—¿Has probado algo?

—Sí. Intenté hablar con Kelly, pero no sirvió de nada.

—¿Sabes quién mató al tal Franz?

—Sí, lo sé.

—¿Y por qué?

Hice una pausa.

—No, eso no lo sé.

—En ese caso, debes averiguarlo. Quizá descubrirás que, a fin de cuentas, no hay nada de qué preocuparse. Y si lo hay, quizá encontrarás una manera de solucionarlo sin peligro para tu esposa.

«Tu esposa», dijo. No Cawti, sino «tu esposa». Así pensaba él. La familia. Todo se reducía a la familia, y nosotros éramos toda la familia que tenía. De repente, se me ocurrió que tal vez le había decepcionado. No creo que aprobara a los asesinos, pero yo era la familia, punto.

—¿Qué opinas de mi trabajo, noish-pa?

Sacudió la cabeza.

—Lo que haces es terrible. No es bueno que un hombre se gane la vida asesinando. Te perjudica.

—Muy bien. —Me arrepentía de haber hecho la pregunta—. Gracias, noish-pa. He de irme.

—Me alegro de haberte vuelto a ver, Vladimir.

Le abracé, recogí a Loiosh y salí de la tienda. El trayecto de vuelta a mi lado de la ciudad era largo, pero aún no tenía ganas de teleportarme.

* * *

Cuando Cawti llegó a casa por la noche, yo tenía los pies en agua caliente.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Me duelen los pies.

Me dedicó una semisonrisa.

—No me sorprende. Quiero decir, ¿por qué te duelen los pies?

Se sentó frente a mí y se estiró. Vestía pantalones grises altos hasta la cintura, con un cinturón ancho negro, un justillo gris y chaleco negro. Había colgado su media capa.

—¿Has ido a algún sitio en particular?

—Al distrito de los orientales, sobre todo.

Ladeó un poco la cabeza, cosa que me encanta presenciar. Conseguía que sus ojos parecieran enormes, en aquel rostro delgado y hermoso, de pómulos perfectamente esculpidos.

—¿Qué has ido a hacer?

—Fui a ver a Kelly.

Abrió los ojos de par en par.

—¿Para qué?

—Le expliqué que debía procurar no meterte en nada peligroso. Insinué que le mataría si lo hacía.

La mirada de curiosidad cambió a otra de incredulidad, y luego a una de rabia.

—¿De veras?

—Sí.

—No parece que te ponga nervioso contármelo.

—Gracias.

—¿Qué dijo Kelly?

—Dijo que, como ser humano, yo ocupaba un lugar intermedio entre la escoria más despreciable y la basura más repugnante.

Me dio la impresión de que Cawti se sorprendía. No se disgustaba, se sorprendía.

—¿Dijo eso?

—Pero con menos palabras. Ya lo creo.

—Hummmm.

—Me alegra ver que este insulto contra tu esposo te embarga de una justa indignación.

—Hummmm.

—¿Intentas decidir si tenía razón?

—Oh, no. Sé que tiene razón. Sólo me estaba preguntando cómo lo adivinó.

—Cawti…

Callé, porque mi voz se había quebrado.

Se acercó, tomó asiento a mi lado y apoyó la mano sobre mi pierna.

—Lo siento —dijo—. No lo he dicho en serio y no tendría que haberlo tomado a broma. Sé que está equivocado, pero no tendrías que haber hecho eso.

—Lo sé —contesté, casi en un susurro.

Nos quedamos en silencio un rato.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó Cawti.

—Creo que voy a esperar a que mis pies se recuperen. Luego saldré y mataré a alguien.

Cawti me miró fijamente.

—¿Hablas en serio?

—Sí. No. No estoy seguro. A medias, supongo.

—Esto es duro para ti. Lo siento.

Asentí.

—Aún será más duro —continuó.

—Sí.

—Ojalá pudiera ayudarte.

—Has de hacerlo. Saldrías ganando si pudieras.

Asintió. Después de eso, no había nada más que decir, de modo que siguió sentada a mi lado un rato. Después entramos en nuestra habitación y dormimos.

A la mañana siguiente, fui temprano a la oficina, con Loiosh y Rocza. Dejé que salieran por la ventana para que Loiosh siguiera enseñando los alrededores a Rocza. La había instruido poco a poco sobre los misterios de la ciudad. Se lo pasaba en grande, además. Me pregunté cómo influiría en el matrimonio que uno adiestrara al otro. Con ese par, las cosas podían ponerse algo tensas. Loiosh se encargaba de la enseñanza, pero la hembra jhereg es dominante.

Oye, Loiosh…

No es asunto tuyo, jefe.

Eso no era justo; él se había metido con mi matrimonio. Además, yo tenía derecho a saber si me vería obligado a soportar más teatro barato de North Hill del que ya había conseguido. Pero no insistí.

Cuando regresaron, un par de horas más tarde, ya sabía lo que iba a hacer. Pedí una dirección a Kragar, que me dedicó una mirada estremecedora por no explicarle mis motivos. Loiosh y Rocza se sujetaron a mis hombros, bajamos la escalera y salimos de la oficina.

Lower Kieron Road, cerca de Malak Circle, es la calle más amplia de esta parte de la ciudad, y está llena de posadas retiradas, mercados que la invaden y hoteles. Algunos albergan pequeños negocios. Yo era el propietario de todos los negocios pequeños. Lower Kieron me condujo hacia el sudoeste. Se rué estrechando poco a poco, y aparecieron más viviendas. La mayoría habían sido verdes, pero ahora estaban cubiertas de suciedad. Abandoné Lower Kieron para seguir una callecita estrecha llamada Ulor.

Ulor se ensanchó un poco, y en ese punto doblé por Copper, que era diferente de la Copper Lañe cercana a mi casa, o de la Copper del este, o de la Copper más al este todavía, o de otras que no recuerdo. Al cabo de pocos pasos, giré a la izquierda y entré en una posada de aspecto agradable, con mesas largas de madera pulida y bancos largos.

—¿Tienes un reservado? —pregunté al dueño.

Cumplió mi deseo, aunque su expresión daba a entender que no solía ser contaminado por la presencia de orientales.

—Me llamo Vlad —dije—. Dile a Bajinok que estoy aquí.

Asintió y dijo a un camarero que transmitiera el mensaje. Localicé la habitación de atrás y entré. Estaba desierta. Me gustó que tuviera una puerta de verdad. La cerré y me senté de espaldas a la puerta (Loiosh vigilaba) en uno de los bancos, ante una mesa que era una versión más pequeña de las que había en la sala principal. Me pregunté cuánta gente traería Bajinok. Si era más de uno, mi estrategia no funcionaría. Claro que tambien podía venir solo. Decidí que mis probabilidades eran favorables.

Al cabo de poco rato, la puerta se abrió y Bajinok entró, acompañado de otro jhereg al que no había visto nunca. Me levanté antes de que pudieran sentarse.

—Buenos días —dije—. Espero no molestaros.

Bajinok frunció el ceño.

—¿Qué? —preguntó.

—Un hombre de pocas palabras —dije—. Así me gusta.

Loiosh siseó, como si apoyara mi opinión.

—¿Qué quieres?

—He pensado que podríamos continuar nuestra discusión del otro día.

El jhereg que iba con Bajinok movió los hombros y se rascó el estómago. Bajinok se secó las manos en la capa. Yo comprobé el cierre de mi capa con una mano y me eché el pelo hacia atrás con la otra. No sé ellos, pero todas mis armas estaban preparadas.

—Si tienes algo que decir, dilo —habló Bajinok.

—Quiero saber por qué Herth mandó asesinar al oriental.

—Muérete —replicó Bajinok.

Hice un ademán con la mano derecha, como si fuera a decir algo importante. Supongo que, en cierta manera, era verdad. El gesto materializó una daga que se hundió bajo la barbilla del desconocido y penetró en su cabeza. Se desplomó como un saco. Antes de que tocara el suelo, ya había extraído otra daga de mi capa, y su extremo apuntaba al ojo izquierdo de Bajinok.

—En el instante en que aparezca alguien en esta habitación —dije—, o abra la puerta, o me dé la impresión de que te has puesto en contacto psiónico con alguien, te mataré.

—De acuerdo —dijo.

—Pensé que querrías contarme algunas cosas sobre Herth y por qué mandó asesinar al oriental.

Sin mover la cabeza, Bajinok echó un vistazo al cadáver. Después clavó la vista en la hoja de la daga.

—No me importaría —dijo.

—Estupendo —contesté, risueño.

—¿Te importa que me siente?

—No. A tu aire.

Lo hizo. Yo me situé detrás de él y apoyé la hoja en su nuca.

—Vas a conseguir que te maten —dijo.

—Todos hemos de morir algún día. Además, los orientales no vivimos mucho. Hay buenos motivos para no apresurar las cosas, por supuesto. Lo cual nos lleva de vuelta a Franz.

Aumenté la presión sobre su nuca. Noté que se acojonaba.

Vigilé cualquier intento de teleportación. Si actuaba con rapidez, le mataría antes de que se desvaneciera.

—Sí, Franz —dijo—. Era miembro de una especie de grupo…

—Lo sé.

—Bien. En ese caso, no puedo contarte mucho más.

Volví a apretar el cuchillo contra su cuello.

—Inténtalo. ¿Te dijeron que le mataras a él en concreto, o a cualquier otro miembro del grupo?

—Me dieron su nombre.

—¿Habéis espiado las actividades de esa gente?

—Herth lo ha hecho.

—Lo sé, idiota. Me refería a si les habías espiado tú.

—No.

—¿Quién?

—Un tipo llamado Nath.

—¿Dónde puedo encontrarle?

—¿Vas a matarme?

—Si sigues hablando, no.

—Vive encima de una fábrica de alfombras que hay hacia el oeste, justo al norte de la zona de los orientales. Calle Árbol Umbrío, número cuatro.

—Muy bien. ¿Piensas contar esta conversación a Herth?

—Sí.

—Tendrás que decirle lo que me has dicho.

—Es muy comprensivo.

—En ese caso, necesito un buen motivo para dejarte vivir.

—Dijiste que lo harías.

—Sí, es un buen motivo. Necesito otro.

—Eres hombre muerto, ¿sabes?

—Lo sé.

—Un hombre muerto mentiroso.

—Es que estoy de mal humor. Por lo general, soy un hombre muerto muy sincero. Pregunta a quien quieras.

—De acuerdo. Mantendré la boca cerrada durante una hora.

—¿Cumplirías tu palabra con alguien que te ha mentido?

Reflexionó un momento.

—Sí.

—Herth debe de ser un tipo muy comprensivo.

—Sí, excepto cuando matan a uno de los suyos. No lo comprende en absoluto.

—Muy bien. Puedes irte.

Se levantó sin decir palabra y se fue. Sustituí mi daga, dejé la otra clavada en el cuerpo y salí a la sala principal. El dueño ni me miró. Salí a la calle y me encaminé a la oficina. Noté la tensión de

Loiosh cuando se esforzaba en escudriñar cada rincón de cada callejuela por la que pasábamos.

No tendrías que haber matado a ese tío, jefe.

Si no lo hubiera hecho, Bajinok no me habría tomado en serio. No estaba seguro de poder controlar a los dos.

Ahora Herth pedirá tu cabeza.

Sí.

No podrás ayudar a Cawti si estás muerto.

Lo sé.

Entonces ¿por qué…?

Cierra el pico.

Ni siquiera yo creí que fuera una buena respuesta.