Capítulo 3

3

«… y coser corte puño derecho.»

Cuando volví a territorio conocido, anochecía. No vi motivos para regresar a la oficina, de forma que me marché a casa.

Un tipo estaba apoyado contra un muro de Garshos, cerca de Copper Lane. Loiosh me avisó justo cuando reparé en el individuo, justo cuando él reparó en mí.

Hay otro detrás de ti, dijo Loiosh.

De acuerdo, contesté. No estaba demasiado preocupado, porque si querían matarme, no les habría visto. Cuando llegué ante el que me bloqueaba el camino, vi que era Bajinok, lo cual equivalía a Herth, el tipo que controlaba Adrilankha Sur. Mis hombros se hundieron y mis manos temblaron. Me detuve a pocos pasos de él. Loiosh vigiló al que estaba detrás. Bajinok me miró.

—Tengo un mensaje —dijo.

Asentí. Adiviné cuál era.

—Mantente al margen —continuó.

Volví a asentir.

—¿Estás de acuerdo?

—Temo que no —repliqué.

Acercó apenas la mano al pomo de la espada, un gesto amenazador.

—¿Estás seguro? —preguntó.

—Estoy seguro.

—Podría transmitirte el mensaje de una forma más explícita.

Como no tenía ganas de que me rompieran una pierna en aquel momento, le arrojé un cuchillo solapadamente. Dedicaba mucho tiempo a practicar aquella maniobra, porque era rápida. No sé de nadie que haya recibido una herida grave por un cuchillo arrojado de esa forma, excepto por mí, e incluso en mi caso se requiere mucha suerte. Por otra parte, cualquiera se tirará atrás.

Mientras Bajinok estaba ocupado retrocediendo, y el pomo del cuchillo le golpeaba en el estómago, Loiosh se lanzó hacia la cara del otro. Desenvainé mi espadín antes de que Bajinok se recuperara, y aproveché el momento para saltar a la calle, con el fin de que ninguno de los dos pudiera atacarme por detrás.

Bajinok ya tenía la espada en la mano y una daga en la otra. Se puso en posición de guardia justo cuando mi punta le alcanzó en la pierna derecha, sobre la rodilla. Maldijo y retrocedió. Le seguí, propiné un buen tajo al lado izquierdo de su cara y, con el mismo movimiento, otro bastante profundo en su muñeca derecha. Retrocedió otro paso y le pinché en el hombro derecho. Se desplomó.

Dediqué mi atención al otro, que era grande y de aspecto fuerte. En su cara se veían señales de que Loiosh le había mordido. Hacía girar la espada sobre su cabeza, mientras mi familiar se mantenía fuera de su alcance y se reía de él. Dirigí una veloz mirada a Bajinok, localicé un cuchillo con mi mano izquierda, apunté y lo clavé en pleno estómago del grandote. Gruñó, gritó, se volvió en mi dirección, y se acercó lo bastante a mi muñeca para arrancarme algún pelo del brazo, pero ya no le quedaban fuerzas. Soltó la espada, se arrodilló en la calle y se dobló, apretándose el estómago con las manos.

—De acuerdo —dije—. Ya podéis largaros.

Hice lo que pude por disimular mi respiración laboriosa.

Se miraron, y después el que llevaba mi cuchillo clavado en el estómago se teleportó. Bajinok se levantó y se alejó cojeando. Apretaba con la mano el brazo herido. Cambié de opinión sobre lo de ir directamente a casa. Loiosh siguió vigilando a Bajinok mientras yo doblaba la esquina.

* * *

—Yo me lo tomaría como una advertencia —dijo Kragar.

—No necesito que me cuentes lo evidente.

—Podría discutir eso, pero da igual. La cuestión es, ¿hasta qué punto va a insistir?

—Para eso sí que te necesito.

—No lo sé, pero supongo que tendremos que prepararnos para lo peor.

Asentí.

Eh, jefe.

¿Sí?

¿Se lo vas a contar a Cawti?

¿Eh? Claro que voy a… Ab. Ya sé a qué te refieres. Cuando

las cosas empiezan a complicarse, no se quedan a medias, ¿eh?

Me dio la impresión de que Kragar ya se había marchado, de modo que saqué una daga y la tiré con todas mis fuerzas contra la pared, la que carecía de blanco. No era el primer agujero que dejaba, pero quizá sí el más profundo.

* * *

Cuando volví a casa unas horas más tarde, aún no había tomado mi decisión, pero Cawti no estaba. Me senté a esperarla. Tuve la precaución de no beber demasiado. Me relajé en mi butaca favorita, un trasto grande, gris, relleno en exceso, con una superficie rasposa que me obliga a evitarla cuando voy desnudo. Dediqué mucho tiempo a relajarme, antes de empezar a preguntarme dónde estaba Cawti.

Cerré los ojos y me concentré un momento.

¿Sí?

Hola. ¿Dónde estás?

Cawti hizo una pausa, y yo me puse al instante alerta.

¿Por qué?, preguntó por fin.

¿Por qué? Porque quiero saberlo, ¿Qué quiere decir por qué?

Estoy en Adrilankha Sur.

¿Estás en peligro?

Lo mismo que cualquier oriental, que siempre corre peligro si vive en esta sociedad.

Me callé una réplica mordaz.

Muy bien. ¿Cuándo volverás a casa?

¿Por qué?, preguntó, y toda clase de cosas llenas de púas empezaron a dar vueltas en mi interior. Estuve a punto de decir: «Casi me han matado hace un rato», pero no habría sido justo ni verdadero, así que dije: «Da igual», y corté la comunicación.

Me levanté y fui a la cocina. Llené una olla de agua, la puse sobre la cocina, y eché un par de troncos al fuego. Apilé los platos, que Loiosh y Rocza ya habían lavado a lametones, limpié la mesa y tiré las migas a la cocina. Saqué la escoba y barrí la cocina, y también tiré los restos de comida que habían caído al suelo. Después saqué la olla de la cocina y lavé los platos. Utilicé hechicería para secarlos, porque siempre he detestado secar. Cuando abrí el armario para guardarlos, observé que tenía un poco de polvo, de modo que lo saqué todo y pasé un paño por los estantes. Percibí la levísima agitación de un contacto psiónico, pero no era Cawti, hice caso omiso y se desvaneció enseguida.

Limpié el suelo debajo del fregadero, y después todo el suelo. Entré en la sala de estar, decidí que no me apetecía quitar el polvo y me senté en el sofá. Me levanté al cabo de un par de minutos, busqué el plumero y saqué el polvo a los estantes cercanos a la puerta, debajo del perro de madera encerada y el pedestal sobre el que descansaba el retrato en miniatura de Cawti, y el lyorn tallado que parecía de jade pero no lo era, y el pedestal, algo más grande, con el retrato de mi abuelo. No me detuve a hablar con el retrato de Cawti.

Después cogí un trapo de la cocina y saqué brillo a la mesita de té que Cawti me había regalado el año anterior Volví a sentarme en el sofá.

Observé que el cuerno del lyorn apuntaba a Cawti. Cuando está disgustada, es capaz de pensar que las cosas más extrañas son deliberadas, así que me levanté y lo giré, y luego me senté de nuevo. Me levanté otra vez y saqué el polvo del lant que le había regalado el año pasado, y que no sintonizaba desde hacía doce semanas. Me acerqué a la librería y cogí un libro de poemas de Wint. Lo miré un rato, y después lo devolví a su sitio, porque no tenía ganas de luchar con vaguedades. Escogí uno de Bingia, y luego decidí que era demasiado deprimente. No me molesté con Torturi o Lartol. Yo también puedo ser superficial y brillante; no los necesito. Consulté el Orbe, después mi reloj interno, y ambos me informaron de que aún no podría dormir.

Eh, Loiosh.

¿Sí Jefe?

¿Quieres ir a un espectáculo?

¿De qué tipo?

Me da igual.

Claro.

Fui a pie a Kieron Gírele en lugar de teleportarme, porque no quería llegar con el estómago revuelto. Estaba un poco lejos, pero caminar me sentó bien. Escogí un teatro sin mirar el título, en cuanto descubrí que el espectáculo iba a empezar enseguida. Creo que era una obra histórica y transcurría durante el reinado de un fénix decadente, de modo que podían utilizar todos los vestidos que habían tenido abandonados durante los últimos cincuenta años de producciones. Pasados quince minutos, empecé a desear que alguien intentara robarme la bolsa. Eché una rápida mirada atrás y vi a una pareja teckla de edad avanzada, que se habrían fundido los ahorros de un año. Abandoné la idea.

Me marché al final del primer acto. A Loiosh no le importó. Pensaba que el actor encargado de interpretar al Señor de la Guerra no habría podido pasar de North Hill. Es muy snob en lo que respecta al teatro.

Se supone que el Señor de la Guerra es un dragón, jefe. Los dragones van pisando fuerte, no a hurtadillas. Casi tropezó tres veces con la espada, y cuando exigía que se alistaran más soldados, dio la impresión de que estuviera pidiendo…

¿Cuál era el Señor de la Guerra?

Oh, da igual.

Volví a casa lentamente, con la esperanza de que alguien me hiciera algo para que yo pudiera hacerle algo a mi vez, pero todo estaba tranquilo en Adrilankha. En un momento dado, alguien se me acercó como si fuera a tirar de mi capa, y me preparé para reaccionar, pero resultó ser un viejo, tal vez un orea, que se encontraba bajo la influencia de algo. Antes de que pudiera abrir la boca, le pregunté si le sobraba alguna moneda. Pareció confuso, así que le palmeé el hombro y me alejé.

Cuando llegamos, colgué mi capa, me quité las botas y eché un vistazo al dormitorio. Cawti estaba dormida. Rocza descansaba en su nicho.

Me acerqué a Cawti, con la esperanza de que se despertara, me viera mirándola y preguntara qué pasaba; así yo montaría en cólera, ella se disculparía y todo iría como la seda. Permanecí así unos diez minutos. Es posible que aún estuviera allí, pero Loiosh merodeaba por las cercanías. No decía nada, pero consigue que me avergüence de chapotear en la autoconmiseración más de diez minutos cada vez, de manera que me desnudé y me acosté junto a Cawti. No se despertó. Me dormí mucho, mucho rato después.

* * *

Me desperté poco a poco.

Oh, no siempre es así. Recuerdo un par de veces en que me han despertado los chillidos de Loiosh en mi mente y me he encontrado en plena pelea. En una o dos ocasiones, tuve un despertar brusco y estuvieron a punto de pasar cosas desagradables, pero esto sucede muy raramente. Por lo general, existe un período de tiempo entre el sueño y la vigilia que, al recordarlo, parece que haya durado horas. Es cuando me aferró a mi almohada y me pregunto si tengo ganas de levantarme. Después doy la vuelta, miro al techo y los pensamientos sobre lo que voy a hacer aquel día invaden mi cabeza. Eso es lo que de verdad me despierta. He intentado organizar mi vida de forma que cada día haya algo por lo que valga la pena levantarse. Hoy, iremos al mercado de especias del distrito oriental. Hoy, voy a cerrar el trato del nuevo burdel. Hoy, voy a ir al Castillo Negro, para comprobar el dispositivo de seguridad de Morrolan y charlar con Aliera. Hoy, voy a seguir a ese tipo para confirmar que visita a su amante cada dos días. Cosas así.

Cuando desperté a la mañana siguiente, descubrí que estaba hecho de un material mejor del que pensaba, porque salté de la cama sin tener ningún motivo. Ni un maldito motivo. Cawti se había levantado, pero no sabía si estaba en casa; ninguno de ambos pensamientos me impulsó a ver el mundo que se extendía fuera de mi habitación. Mis negocios funcionaban por sí solos; no tenía ninguna obligación que cumplir. Lo único interesante que había en mi vida era descubrir la historia oculta tras la persona que había asesinado al oriental, y eso era por Cawti, que pasaba de todo, al menos en apariencia.

Me encaminé a la cocina para poner a hervir el agua. Cawti estaba en la sala de estar, leyendo un periódico. Noté un nudo en la garganta. Puse el agua, y después entré en el cuarto de baño. Utilicé el orinal y lo limpié con hechicería. Pulcro. Eficiente. Como un dragaerano. Me afeité con agua fría. Mi abuelo se afeitaba con agua fría (antes de que se dejara la barba), porque dice que te ayuda a soportar mejor los inviernos. A mí me parece una chorrada, pero lo hago por respeto a él. Me lavé los dientes y me enjuagué la boca. Para entonces el agua se había calentado y ya podía bañarme. Lo hice, me sequé, limpié el cuarto de baño, me vestí y tiré el agua por la parte posterior. Ploch. Contemplé los charcos y riachuelos que formaba en el callejón. A menudo me he preguntado por qué nadie afirma leer el futuro en el agua del baño que se desecha. Miré a la izquierda y vi que la tierra estaba seca bajo el porche trasero de mi vecino. Ja! Me había vuelto a levantar antes que él. Ya ves, mundo. Una pequeña victoria.

Entré en la sala de estar y me senté en mi butaca, de cara al sofá. Vislumbré un titular del periódico que Cawti leía, «Se exige investigación…», en unas cuatro líneas de letras grandes, y eso no era todo. Bajó el diario y me miró.

—Estoy enfadado contigo —dije.

—Lo sé —contestó—. ¿Salimos a desayunar?

Asentí. Por algún motivo, en casa no discutimos. Fuimos a nuestro antro favorito de klava con Loiosh y Rocza sobre mis hombros. Hice caso omiso de la tensión y los retortijones de mi estómago el tiempo suficiente para pedir unos huevos y beber un poco de klava con muy poca miel. Cawti pidió té.

—Muy bien —dijo—. ¿Por qué estás enfadado?

Es como asestar el primer golpe para que el otro se ponga a la defensiva.

—¿Por qué no me dijiste dónde estabas?

—¿Por qué lo querías saber? —replicó con una semisonrisa, al darnos cuenta de lo que estábamos haciendo.

—¿Por qué no? —dije, y ambos sonreímos, y me sentí un poco mejor por un ratito.

Después meneó la cabeza.

—Cuando me preguntaste dónde estaba y cuándo volvería, me sonó como si quisieras darme tu aprobación.

Noté que mi cabeza salía disparada hacia atrás.

—Eso es absurdo —dije—. Sólo quería saber dónde estabas.

Ella clavó sus ojos en mí.

—De acuerdo, soy absurda, pero eso no te confiere el derecho de…

—Maldita sea, no he dicho que seas absurda, y lo sabes. Me estás acusando…

—No te he acusado de nada. He explicado cómo me sentí.

—Bien, diciendo que sentías eso, has insinuado que…

—Eso es ridículo.

Era la ocasión perfecta para decir: «De acuerdo, soy ridículo», pero sabía que no debía.

—Escucha —dije en cambio—, no intentaba, ni he intentado antes, dictar tus actos. Fui a casa, tú no estabas…

—Ah, ¿y es la primera vez que pasa?

—Sí —contesté, y ambos sabíamos que no era cierto, pero la palabra me salió antes de que pudiera impedirlo. La comisura de su boca se torció hacia arriba y su frente se arrugó, uno de sus gestos que más me gustan—. De acuerdo, pero estaba preocupado por ti.

—¿Por mí? ¿O tenías miedo de que estuviera metida en algo que no ibas a aprobar?

—Ya sé que estás metida en algo que no apruebo.

—¿Por qué no lo apruebas?

—Porque es estúpido, de entrada. ¿Cómo van a «destruir el despotismo de un imperio» cinco orientales y un teckla? Y…

—Hay más. Eso sólo es la punta del iceberg.

Me quedé traspuesto.

—¿Qué es un iceberg?

—Hummmm… No lo sé. Ya sabes qué quiero decir.

—Sí. La cuestión es que un reinado teckla ni siquiera está cerca. Lo comprendería si los tecklas estuvieran cerca de la cumbre del Ciclo, pero no es así. Es el Fénix, y después los dragones, si siguen vivos cuando el Ciclo cambie. Los tecklas ni siquiera participan en la carrera.

»Y en segundo lugar, ¿qué hay de malo en lo que tenemos ahora? No es perfecto, desde luego, pero vivimos bien y lo hemos conseguido con nuestro esfuerzo. Estás hablando de renunciar a nuestras carreras, a nuestro estilo de vida y a todo lo demás. ¿Para qué? Para que una pandilla de ganapanes puedan fingir que son importantes…

—Cuidado —dijo.

¡Me detuve en mitad de la diatriba.

—De acuerdo —dije—. Lo siento. ¿He respondido a tu pregunta?

Cawti permaneció callada durante mucho rato. Nuestro desayuno apareció y comimos sin decir nada. Cuando pasamos los restos a Loiosh y Rocza, Cawti habló.

—Vladimir, siempre hemos estado de acuerdo en no hurgar en nuestros puntos débiles, ¿verdad?

Experimenté una sensación de pesar, pero asentí.

Cawti continuó.

—Muy bien, te va a parecer que lo estoy haciendo, pero ésa no es mi intención, ¿de acuerdo?

—Sigue.

Meneó la cabeza.

—¿Te parece bien? Quiero decirlo, porque creo que es importante, pero no quiero que me hagas callar, como siempre que intento animarte a autoanalizarte. ¿Me escucharás?

Terminé mi klava, indiqué al camarero por señas que trajera más y lo manipulé como es debido cuando llegó.

—De acuerdo —dije.

—Hasta hace poco, pensabas que habías acertado tu profesión porque odiabas a los dragaeranos. Matarles era una forma de vengarte de ellos por lo que te habían hecho sufrir de pequeño. ¿Verdad?

Asentí.

—Bien —continuó—. Hace unas semanas, hablaste con Aliera.

Me encogí.

—Sí.

—Te habló de una vida anterior en la que…

—Sí, lo sé. Fui dragaerano.

—Y tenías la sensación de que toda tu vida había sido una mentira, dijiste.

—Sí.

—¿Por qué?

—¿Hum?

—¿Por qué te afectó tanto?

—Yo no…

—¿Pudo ser porque siempre has pensado que debías justificarte? ¿Podría ser que, muy en el fondo, pensaras que es malo matar a gente por dinero?

—Gente no; dragaeranos.

—Gente. Y creo que acabas de confirmar mis sospechas. Te viste obligado a entrar en esta profesión, igual que yo. Tenías que justificarte. Te justificaste tan bien que seguiste «trabajando», incluso después de que ya no lo necesitaras, porque ganas tanto dinero al frente de tu zona que el «trabajo» carecía de sentido. Y entonces tu justificación cayó por la base. Ahora no sabes en qué te apoyas, y has de preguntarte si, muy en el fondo, eres una mala persona.

—Yo no…

—Déjame terminar. Lo que quiero decir es esto: no, no eres una mala persona. Has hecho lo que debías hacer para vivir y para ayudarnos a tener un hogar y una vida confortable, pero dime una cosa, ahora que ya no puedes ocultarte tras el odio a los dragaeranos: ¿qué clase de Imperio es éste, que obliga a alguien como tú a hacer lo que haces, sólo para vivir, y para poder caminar por las calles sin miedo? ¿Qué clase de Imperio no sólo da lugar a los jheregs, sino que les permite enriquecerse? ¿Eres capaz de justificarlo?

Di vueltas a sus comentarios durante un rato. Tomé más klava.

—Así son las cosas —dije—. Aunque esa gente con la que andas no esté loca de atar, nada de lo que hagan va a cambiar las cosas. Pon a un emperador diferente y todo volverá a ser como antes al cabo de pocos años. Antes, si es un oriental.

—Ésa es otra historia. Lo que yo digo es que has de reconciliarte con lo que haces, gracias a lo cual vives. Te ayudaré en todo cuanto pueda, pero es tu vida.

Contemplé mi taza de klava. No vi nada que aclarara el problema.

—De acuerdo —dije al cabo de una o dos tazas más—, pero aún no me has dicho dónde estabas.

—Estuve dando una clase.

—¿Una clase? ¿De qué?

—De lectura. Para un grupo de orientales y tecklas.

La miré.

—Mi esposa, la profesora.

—No.

—Lo siento.

A continuación, dije:

—¿Desde cuándo lo haces?

—Acabo de empezar.

—Ah. Bien. —Carraspeé—. ¿Cómo fue?

—Bien.

—Ah. —Entonces se me ocurrió otra idea desagradable—. ¿Por qué has empezado precisamente ahora?

—Alguien tenía que sustituir a Franz —dijo, confirmando mis temores.

—Entiendo. ¿Se te ha ocurrido que lo que hacía tal vez desagradaba a alguien? ¿Que por ese motivo le mataron?

Me miró a los ojos.

—Sí.

Un escalofrío recorrió mi espina dorsal.

—De modo que estás pidiendo…

—Yo no soy Franz.

—Cualquier persona puede ser asesinada, Cawti. Siempre que alguien desee pagar a un profesional, y está claro que ese alguien existe, cualquiera puede ser asesinado. Ya lo sabes.

—Sí.

—No.

—No ¿qué?

—No. No me hagas elegir…

—Yo estoy eligiendo.

—No puedo permitir que te metas en una situación en la que acabes siendo un blanco indefenso.

—No puedes impedirlo.

—Sí puedo. Aún no sé cómo, pero puedo.

—Si lo haces, te dejaré.

—Si mueres, no podrás.

Hizo una pausa para secar el klava que había caído de mi taza.

—No estamos indefensos. Tenemos apoyos.

—De orientales. De tecklas.

—Los tecklas alimentan a todos los demás.

—Lo sé. Y sé lo que les pasa cuando intentan hacer algo al respecto. Se han producido rebeliones. Ninguna ha triunfado, excepto durante el reinado de los oreas, justo antes de los tecklas. Como ya he dicho, estamos muy lejos de eso.

—No estamos hablando de una rebelión teckla. No estamos hablando de un reinado teckla. Estamos hablando de romper el Ciclo.

—Adron lo intentó una vez, ¿recuerdas? Destruyó una ciudad y causó un interregnum que duró más de doscientos años, y no salió bien, pese a todo.

—No lo estamos haciendo con hechicería preimperial, o magia del tipo que sea. Lo estamos haciendo con la fuerza, de las masas, las que detentan el auténtico poder.

Me callé mi opinión sobre lo que es el poder real y quién lo detenta.

—No puedo permitir que vayas al matadero, Cawti. No puedo.

—La mejor manera de protegerme sería unirte a nosotros. Podríamos utilizar…

—Palabras. Sólo palabras.

—Sí. Palabras que surgen de las mentes y corazones de seres

humanos pensantes. No hay fuerza más poderosa en el mundo, ni arma mejor, cuando se aplica a la práctica.

—Muy bonito, pero no puedo aceptarlo.

—Tendrás que nacerlo o, al menos, tendrás que enfrentarte a ello.

No contesté. Estaba pensando. No dijimos nada más, pero antes de salir del local, supe lo que tendría que hacer. A Cawti no le iba a gustar.

Ni a mí tampoco.