Capítulo 2

2

«… sebo negro de izquierda…»

En el sótano situado bajo mi oficina hay una pequeña habitación a la que yo llamo «el laboratorio», una palabra oriental que aprendí de mi abuelo. El suelo es de tierra apisonada, y las paredes, de roca desnuda enlucida. Hay una pequeña mesa en el centro y un cofre en el rincón. La mesa sostiene un brasero y un par de velas. El cofre contiene toda clase de cosas.

A primera hora de la tarde del día siguiente, los cuatro (Cawti, Loiosh, Rocza y yo) nos dirigimos hacia esta habitación. Abrí con llave la puerta y entré el primero. El aire estaba viciado y olía a algunas cosas del cofre.

Loiosh se posó sobre mi hombro izquierdo.

¿Estás seguro de que quieres hacerlo, jefe?, preguntó.

¿Qué quieres decir?

¿Estás seguro de que te encuentras en forma mental para lanzar conjuros?

Medité sobre sus palabras. Una advertencia de un familiar es algo que ningún brujo pasa por alto. Miré a Cawti, que esperaba pacientemente y tal vez sospechaba lo que yo estaba pensando. Un torbellino emocional se había desencadenado en mi interior. Esto es bueno, siempre que el conjuro pueda lanzarse, pero también estaba un poco cagado de miedo, y cuando me pongo así, me entran ganas de dormir. Si no inyectaba suficiente energía en el conjuro, podía perder el control.

Todo saldrá bien, dije a Loiosh.

De acuerdo, jefe.

Sacudí las cenizas viejas del brasero en un rincón de la habitación y tomé nota mental de limpiar aquel rincón lo antes posible. Abrí el cofre y Cawti me ayudó a colocar carbones nuevos en el brasero. Tiré las velas negras gastadas y las sustituí. Cawti se situó a mi izquierda, sosteniendo el cuchillo. Renové mi vínculo con el Orbe y provoqué que la mecha de una vela se calentara lo suficiente para encenderse. La utilicé para encender las demás y, con un poco más de esfuerzo, los carbones del brasero. Tiré esto y aquello al fuego y coloqué el cuchillo de marras delante.

Todo es simbólico, ya sabéis.

O sea, a veces me pregunto si funcionaría con agua que yo creyera purificada sin serlo (signifique lo que signifique «purificada»), y qué pasaría si utilizara incienso que oliera como tal, pero sólo fuera incienso vulgar. ¿Qué ocurriría si utilizara tomillo comprado en el mercado de la esquina, que alguien me hubiera asegurado traído de Oriente? No lo sé, y creo que nunca lo averiguaré, pero sospecho que daría igual. De vez en cuando, descubres algo que sólo está en tu mente.

Pero estos pensamientos constituyen el antes y el después del conjuro. El durante es todo sensación. Laten ritmos en tu interior al compás del parpadeo de las velas. Te zambulles o te zambullen en el corazón de las llamas hasta que te encuentras en otra parte, y te fundes con los carbones y Cawti está a tu lado y dentro de ti y se entreteje y desteje con los vínculos de sombra que construyes, que te atrapan como a un pequeño insecto en una tierra azul derivada y descubres que has tocado el cuchillo y ahora lo reconoces como un arma asesina, y empiezas a sentir a la persona que lo empuñó, y tu mano repite el movimiento delicado que utilizó para hundirlo, y lo dejas caer, como él, una vez terminado su trabajo, así como el tuyo.

Insistí un poco más, intenté averiguar todo lo sucedido desde el momento que lo arrojó. Me vino a la cabeza su nombre, como si algo sabido desde siempre hubiera elegido aquel preciso momento para infiltrarse en mi conciencia, y entonces aquella parte de mí que era Loiosh tomó conciencia de que el conjuro estaba finalizando y empecé a relajar las hebras que custodiaban la parte de Loiosh que era yo.

Fue en aquel instante cuando comprendí que algo iba mal. Sucede cuando unos brujos trabajan en colaboración. Tú no sabes lo que piensa el otro brujo; más bien es como si estuvieras pensando por él. Por eso, durante un momento, pensé en mí, y tomé conciencia de un núcleo de amargura en mi interior, dirigido contra mí, y me conmocionó.

No apareció el peligro que Loiosh temía, sobre todo gracias a su presencia. El conjuro ya se estaba desvaneciendo, y todos lo dejábamos marchar y derivar, pero un gran nudo se formó en mi garganta. Me retorcí y derribé una vela. Cawti me sujetó y cruzamos nuestras miradas un momento, mientras los últimos restos del conjuro destellaban y se apagaban, y nuestras mentes volvían a pertenecemos.

Cawti bajó la vista, sabedora de que habíamos sentido lo que habíamos sentido.

Abrí la puerta para dejar que el humo saliera al resto del edificio. Estaba un poco cansado, pero no había sido un conjuro tan difícil. Cawti y yo subimos la escalera uno al lado del otro, pero sin tocarnos. Tendríamos que hablar, pero yo no sabía qué decir. No. no era eso. No conseguía aclararme.

Entramos en mi oficina y llamé a Kragar a gritos. Cawti se sentó en la silla de Kragar. Entonces lanzó un chillido y se incorporó de un salto, tras descubrir que Kragar ya estaba sentado. Sonreí un poco al ver la expresión inocente de Kragar. Debió de ser aún más divertido, pero todavía sentíamos la tensión.

—Se llama Yerekin —dije—. Nunca he oído hablar de él. ¿Y tú?

Kragar asintió.

—Es un protector de Herth.

—¿En exclusiva?

—Creo que sí. Estoy seguro. ¿Quieres que lo compruebe?

—Sí.

Se limitó a asentir, en lugar de comentar que iba saturado de trabajo. Creo que Kragar capta más de lo que admite. Después de que saliera de la habitación, Cawti y yo permanecimos un momento en silencio.

—Yo también te quiero —dijo a continuación.

* * *

Cawti volvió a casa, y yo dediqué parte del día a entrometerme con gente que trabajaba para mí y tratar de actuar como si dirigiera mi negocio. La tercera vez que Melestav, mi secretario, comentó que hacía un día estupendo, capté la indirecta y me tomé el resto del día libre.

Paseé por las calles y me sentí poderoso, como una fuerza tras la cual ocurrían muchas cosas en la zona, e insignificante, porque importaba muy poco. No obstante, puse mis pensamientos en orden y tomé algunas decisiones. Loiosh me preguntó si sabía por qué lo hacía, y yo admití que no.

Por una vez, la brisa procedía del norte, y no del mar. En ocasiones el viento del norte resulta tonificante y refrescante. No lo sé, tal vez era debido a mi estado de ánimo, pero se me antojó helado.

Hacía un día desapacible. Decidí que nunca más volvería a hacer caso de la opinión de Melestav sobre el tiempo.

A la mañana siguiente, Kragar confirmó que, sí, Yerekin trabajaba sólo para Herth. Muy bien. Por lo tanto, Herth quería muerto a aquel oriental. Eso significaba que, o bien existía algo personal contra el oriental (y yo no podía concebir que un jhereg abrigara animadversión personal contra un oriental), o el grupo significaba, de alguna manera, una amenaza o un estorbo.

Eso era lo más probable, y un buen rompecabezas.

¿Ideas, Loiosh?

Sólo preguntas, jefe. Por ejemplo, ¿quién dirías que es el líder de ese grupo?

Kelly. ¿Por qué?

¿Por qué se cargaron a ese tal Franz, en lugar de a Kelly?

En la habitación de al lado, Melestav estaba hojeando una pila de papeles. Arriba, alguien daba golpecitos con el pie. Por el hogar se filtraba una conversación apagada, procedente de un lugar ignoto. El edificio estaba en silencio, pero daba la sensación de que respiraba.

Exacto, contesté.

* * *

Fue a media tarde cuando Loiosh y yo volvimos al barrio oriental. Fui incapaz de localizar el lugar por más que me esforcé, pero Loiosh lo reconoció al instante. A la luz del día, era otro edificio bajo, rechoncho y oscuro, con un par de diminutas ventanas que flanqueaban la puerta. Las dos ventanas estaban cubiertas con tablones, lo cual explicaba por qué estaba tan mal ventilado.

Me quedé delante del portal tapado por una cortina, fui a llamar, me lo pensé mejor y golpeé la pared. Al cabo de un momento, apareció Paresh, el teckla. Se colocó en mitad del portal, como para bloquearlo.

—¿Sí?

—Me gustaría ver a Kelly —anuncié.

—No está.

Tenía la voz grave y hablaba poco a poco. Paraba antes de cada frase, como si la organizara en su cabeza antes de emitirla. Tenía el acento rústico de los ducados del norte de Adrilankha, pero la forma de componer las frases era más propia de los artesanos chreotas o vallistas, o tal vez de los mercaderes jhegaalas. Curioso.

¿Le crees, Loiosh?

No estoy seguro.

—¿Estás seguro? —pregunté.

Percibí algo, un ínfimo movimiento en la esquina de los ojos, pero se limitó a responder:

—Sí.

Este tío es un poco extraño, jefe.

Ya me he dado cuenta.

—Eres un poco extraño —le dije.

—¿Por qué? ¿Porque no tiemblo de miedo ante la sola visión de vuestros colores?

—Sí.

—Lamento decepcionaros.

—Oh, no estoy decepcionado. Intrigado, tal vez.

Me examinó un momento, y después retrocedió.

—Entrad, si queréis —dijo.

No tenía nada mejor que hacer en aquel momento, de manera que le seguí. La habitación no olía mucho mejor de día, con las ventanas tapiadas con tablones. La iluminaban dos pequeñas lámparas de aceite. Indicó un cojín tirado en el suelo. Me senté. Trajo un vino oriental muy aguado y vertió un poco en unas copas de porcelana astilladas. Después se sentó ante mí.

—Decís que os intrigo. Porque no aparento temeros.

—Tu carácter es poco habitual.

—Para ser un teckla.

Asentí.

Bebimos vino durante un rato. El teckla tenía la vista clavada en la lejanía mientras yo le estudiaba. Después empezó a hablar. Le escuché, cada vez más intrigado. No sé si lo entendí todo, pero os contaré lo que recuerdo para que podáis decidir por vosotros mismos.

Poseéis un título, ¿verdad? Barón, ¿no? Ya, baronet. Estupendo. Se os da una higa, lo sé. Ambos conocemos el valor de los títulos jheregs. Me atrevería a decir que lo sabéis hasta la última moneda de cobre. A los oreas sí que íes importan; procuran que los títulos de nobleza se concedan o retiren cuando sea apropiado, de manera que el cabo de mar tiene un rango superior al contramaestre, pero inferior al maestre. Lo sabíais, ¿verdad? No obstante, me han contado el caso de un orea que fue despojado de su condado, se le concedió una baronía, se la quitaron, le concedieron un ducado, después otro condado, le quitaron ambos y le devolvieron el primer condado, y todo en un día. Un error burocrático, según me dijeron.

Claro que ninguno de esos ducados o condados existían en realidad. Hay otras Casas como ésa.

En la Casa del Chreota, los títulos son estrictamente hereditarios y de por vida, a menos que ocurra algo extraño, pero no están relacionados con ninguna tierra. Sin embargo, vos poseéis una baronía, y es real. ¿La habéis visitado alguna vez? Veo por vuestra expresión que nunca se os ha ocurrido. ¿Cuántas familias viven en vuestros dominios, baronet Taltos? ¿Nada más cuatro? Pero nunca se os ha pasado por la cabeza visitarlas.

No me sorprende. Es la forma de pensar jhereg. Vuestro dominio se encuentra en el interior de alguna baronía anónima, posiblemente vacía, que está dentro de un condado, tal vez vacío, que está dentro de un ducado. ¿De qué Casa es vuestro duque, baronet? ¿También es un jhereg? ¿No lo sabéis? Tampoco me sorprende.

¿Qué quiero decir? Sólo esto: de todas las «Casas Nobles», o sea, todas excepto la mía, sólo unas pocas albergan aristócratas, y muy pocos en cada una. Casi todos los de la Casa del Lyorn son Caballeros, porque sólo los lyorns tratan a los títulos como cuando fueron creados, y el de Caballero es un título que no lleva tierras aparejadas. ¿Habéis pensado en eso, nobilísimo jhereg? Estos títulos van aparejados con dominios. Dominios militares, al principio, por eso casi todos los de las cercanías pertenecen a Señores Dragones. Esto fue en un tiempo la frontera oriental del Imperio, y los dragones siempre han sido los mejores dirigentes militares.

Mi ama era una Señor Dzur. Su bisabuelo se ganó el título durante las guerras de la isla de Elde. Mi ama se distinguió antes del Interregnum durante alguna guerra con Oriente. Era vieja, pero gozaba de suficiente buena salud para emprender una u otra actividad. Pasaba muy poco tiempo en casa, pero era bondadosa. No prohibía leer a los tecklas, como hacen muchos, y tuve la suerte de aprender a una edad muy temprana, si bien no se encontraba gran cosa que leer.

Tenía una hermana mayor y dos hermanos menores. Nuestro tributo, por nuestras quince hectáreas, consistía en tres mil quinientos litros de trigo o dos mil de maíz, a nuestra elección. Era elevado, pero no solía sobrepasar nuestras posibilidades, y nuestra ama era comprensiva en las épocas de vacas flacas. Nuestro vecino más cercano por el oeste pagaba cinco mil litros de trigo por catorce hectáreas, de modo que nos considerábamos afortunados y le ayudábamos cuando lo necesitaba. Nuestro vecino del norte poseía dieciocho hectáreas, y debía dos imperiales de oro, pero le veíamos poco, y no sé cómo le fue.

Cuando cumplí dieciséis años, me concedieron diez hectáreas al sur de donde vivía mi familia. Todos los vecinos fueron a ayudarme a despejar la tierra y construir mi casa, lo bastante grande para albergar a la familia que anhelaba tener algún día. A cambio, debía enviar a mi ama cuatro kethnas jóvenes cada año, de modo que, por pura necesidad, planté trigo para darles de comer.

Al cabo de veinte años había devuelto con la misma moneda los préstamos de kethnas y semillas que me habían ayudado a empezar, y me consideraba acomodado, sobre todo porque me había acostumbrado al hedor de una granja de kethnas. Además, había una mujer a la que había conocido en Aguanegra y aún vivía en su casa, y pensaba que existía algo entre nosotros.

Una noche, la primavera de mi vigésimo segundo cumpleaños, oí sonidos lejanos, hacia el sur. Ruidos como los chasquidos de un árbol cuando empieza a derrumbarse, pero mucho más fuertes. Aquella noche vi llamas rojas hacia el sur. Salí de casa para mirar, intrigado.

Al cabo de una hora, las llamas ocuparon el cielo, y los ruidos se intensificaron. Por fin, se produjo el más violento. Un súbito destello me cegó por unos instantes. Cuando los puntos luminosos desaparecieron de mis ojos, vi lo que parecía una cortina de fuego rojo y amarillo suspendida sobre mi cabeza, como si estuviera a punto de caer sobre mí. Creo que grité horrorizado y corrí hacia mi casa. Cuando me refugié en el interior, la cortina ya había descendido, y todas mis tierras ardían, y también mi casa, y fue entonces cuando me enfrenté a la muerte. Pensé en aquel momento, lord Tallos, que no había disfrutado tanto de la vida como para terminar de aquella manera. Clamé a Harían, el de las Escamas Verdes, pero creo que estaba ocupado con otras llamadas. Clamé a Trout, pero no derramó agua para apagar las llamas. Incluso llamé a Kelchor, Diosa de los gatos centauro, para que se me llevara de aquel lugar, y la respuesta fue el humo que me asfixió, las chispas que prendieron en mi cabello y cejas, y el quejido de parte de la casa al derrumbarse.

Entonces pensé en mi cabaña de primavera. Me precipité hacia la puerta y logré sobrevivir a las llamas que, si mi memoria no me traiciona, eran más altas que yo, y conseguí llegar a la cabaña. Era de piedra, por supuesto, porque la humedad habría podrido la madera, y aún se mantenía de pie. Mis quemaduras eran graves, pero logré lanzarme al río.

Me quedé allí, tembloroso, durante lo que debió ser toda la noche y parte del día. El agua estaba tibia, incluso caliente, y cuando desperté… Bien, no intentaré describir la desolación que me rodeaba. Sólo en aquel momento, y me avergüenza reconocerlo, pensé en mi ganado, que había muerto durante la noche. Ya no podía hacer nada por los pobres animales.

¿Qué hice entonces, baronet? Reíros si queréis, pero mi primer pensamiento fue que no podía pagar a mi ama el tributo del

año, y debía confiar en su misericordia. Pensé que lo comprendería. Empecé a caminar hacia su fortaleza, en dirección sur.

¡Ay! Veo que lo habéis adivinado. Yo también, nada más dar los primeros pasos. Hacia el sur se encontraba su castillo, y el sur era el origen de las llamas. Me detuve y reflexioné un rato, pero al fin continué, porque no tenía adonde ir.

Distaba muchos kilómetros, y todo cuanto vi a mi alrededor durante el camino fueron casas carbonizadas y tierra chamuscada, bosques ennegrecidos que nunca habían sido hollados, hasta ahora. No vi a otra alma en todo el viaje. Llegué al lugar donde había nacido y vivido la mayor parte de mi vida, y vi lo que quedaba.

Llevé a cabo los ritos en su memoria lo mejor que pude, y creo que estaba demasiado aturdido para comprender su significado. Cuando terminé, continué el viaje. Dormí en un campo abandonado, confortado por la tierra, que aún retenía el calor del incendio que había sufrido.

Llegué a la fortaleza y, ante mi sorpresa, me pareció desierta. No obstante, la puerta estaba cerrada, y nadie respondió a mis llamadas. Esperé en el exterior minutos, horas, todo el día y la noche. Desfallecía de hambre y llamaba de vez en cuando, pero nadie contestó.

Por fin, más hambriento que otra cosa, me decidí a escalar la muralla. No fue difícil, puesto que nadie opuso resistencia. Encontré un tronco quemado bastante largo, lo arrastré hacia la muralla y lo utilicé como escalera.

No había ni un ser vivo en el patio. Vi media docena de cadáveres vestidos con la librea de los dzurs. Me quedé petrificado, tembloroso, y maldije mi estupidez por no haber traído comida de la cabaña.

Creo que me quedé allí una hora antes de atreverme a entrar, pero al fin lo hice. Encontré la despensa y comí. Poco a poco, pasadas unas semanas, reuní el valor necesario para registrar la fortaleza. Había dormido en los establos, porque ni siquiera me atrevía a utilizar los aposentos de la servidumbre. Encontré algunos cadáveres más durante mi registro, y los quemé como mejor supe, pues como ya he dicho, sabía poco acerca de los ritos. La mayoría eran tecklas, incluso reconocí a algunos, unos pocos que en otro tiempo había llamado amigos. Habían entrado al servicio del ama, y ahora se habían marchado para siempre. Jamás averigüé qué fue de mi ama, pues creo que ninguno de los cadáveres era el suyo.

Entonces yo goberné el castillo, baronet. Alimenté al ganado con el grano almacenado, y lo sacrifiqué cuando era necesario. Dormí en la habitación de la señora, comí sus manjares y, sobre todo, leí sus libros. Tenía volúmenes de hechicería, baronet. Toda una biblioteca. Y geografía, historia y relatos. Aprendí mucho. Practiqué la hechicería, que me abrió todo un mundo nuevo, y los conjuros que había conocido antes se me antojaron simples pasatiempos.

Casi todo un año transcurrió de esta manera. Un día de finales de invierno, oí que alguien tiraba de la cuerda de la campana. El antiguo temor que es mi herencia de teckla, y del que vos, mi señor jhereg, os burláis con tanto regocijo, regresó. Temblé y busqué un lugar donde esconderme.

Pero entonces algo me pasó. Quizá fue la magia que había aprendido. Quizá todo lo que había leído me hacía sentir insignificante, y el miedo, por tanto, se me antojaba estúpido. Tal vez fue que, después de haber sobrevivido al fuego, había conocido el terror en toda su dimensión. No me escondí, sino que bajé la gran escalinata de lo que ahora consideraba mi casa y abrí las puertas.

Ante mí se erguía un noble de la Casa del Lyorn. Era muy alto, más o menos de mi edad, y vestía una falda pardo dorada larga hasta los tobillos, una camisa roja y una capa corta de piel. Llevaba una espada al cinto y un par de avambrazos. No esperó a que yo hablara.

—Informad a vuestro amo de que el duque de Arylle desea verle —dijo.

Supongo que, en aquel momento, sentí algo que vos habréis experimentado a menudo, pero no era mi caso. Aquella oleada de rabia, sorprendente y deliciosa, que el jabalí debe sentir cuando carga contra el cazador, sin ser consciente de que está en desventaja, excepto en ferocidad, y por eso gana el jabalí a veces, y el cazador siempre tiene miedo. Y allí estaba aquel individuo, en mi castillo, y pedía ver a mi amo.

Retrocedí un paso y me erguí en toda mi estatura.

—Yo soy el amo —contesté.

Apenas me miró.

—No seáis absurdo —dijo—. Id a buscar a vuestro amo de inmediato, o seréis azotado.

Había leído mucho a aquellas alturas, y mis lecturas pusieron en mi boca las palabras que mi corazón deseaba pronunciar.

—Mi señor —dije—, ya os he dicho que yo soy el amo. Estáis en mi casa, y vuestros modales son descorteses. Debo pediros que os vayáis.

Entonces me miró con tal desprecio que, si yo me hubiera encontrado en otro estado de ánimo, habría bastado para aplastarme. Llevó la mano a su espada, y ahora creo que sólo quería golpearme con el plano, pero no llegó a desenvainarla. Utilicé mis nuevas habilidades y le arrojé un rayo que habría podido fulminarle allí mismo.

Movió las manos, con aspecto sobresaltado, pero dio la impresión de que me tomaba en serio por primera vez. Ésa, mi buen baronet, fue una victoria que atesoraré siempre en mi memoria. La mirada de respeto que me dirigió fue tan deliciosa para mí como una bebida fría para un hombre que se muere de sed.

Me lanzó un conjuro. Sabía que no podía detenerlo, pero me agaché. Estalló contra la pared situada a mi espalda en una masa de llamas y humo. Le arrojé algo, y después corrí escaleras arriba.

Durante la siguiente hora mantuvimos una frenética persecución por todo el castillo. Yo le asaeteaba con mis conjuros y me ocultaba antes de que él pudiera destruirme con los suyos. Creo que me reí y burlé de él, aunque no estoy seguro.

Por fin, cuando me paré a descansar, comprendí que acabaría matándome. Conseguí teleportarme a la cabaña de primavera que conocía tan bien.

Nunca volví a verle. Quizá había vuelto para exigir el tributo que se le debía, pero lo ignoro. Lo importante es que yo había cambiado. Me encaminé a Adrilankha y utilicé mis nuevos poderes para obtener dinero de las casas tecklas por las que pasaba. Un hechicero experto que se preste a trabajar por la pitanza que un teckla puede pagar es raro, de modo que, con el tiempo, reuní una buena suma. Cuando llegué a la ciudad, encontré a un issola pobre y borracho que se ofreció a enseñarme modales y habla cortesanos por lo que pudiera pagarle. No cabe duda de que, según los criterios cortesanos, me enseñó mal, pero aprendí lo suficiente para poder trabajar con mis iguales de la ciudad y competir como hechicero con bastante dignidad, en mi opinión.

Me equivoqué, por supuesto. Aún era un teckla. Un teckla que se las daba de hechicero era, a lo sumo, divertido, pero los que necesitan conjuros para impedir robos, curar adicciones o asegurar los cimientos de un edificio, no se toman en serio a un teckla.

Estaba en la ruina cuando me vine al barrio de los orientales. No pretenderé que la vida haya sido fácil aquí, pues los orientales no sienten más amor por los humanos que la mayoría de humanos por los orientales, pero mis habilidades han sido, al menos a veces, muy útiles.

En cuanto al resto, lord Taltos, baste decir que conocí por casualidad a Franz, y yo hablé de la vida como teckla, y él habló del nexo común que une a los tecklas y los orientales, y de la mera supervivencia de nuestros pueblos, y de la esperanza de que no siempre sea así. Me presentó a Kelly, que me enseñó a ver el mundo circundante como algo que yo podía cambiar…, algo que yo debía cambiar.

Entonces empecé a trabajar con Franz. Juntos, encontramos más tecklas, de aquí y aquellos esclavizados por amos mucho más crueles que la mía. Y cuando yo hablaba del terror del Imperio que nos sojuzgaba, Franz hablaba de la esperanza de que, juntos, liberaríamos al mundo del terror. La esperanza siempre era la mitad de su mensaje, baronet Taltos. Acción era la otra: forjar la esperanza mediante nuestros actos. Y si, de vez en cuando, no sabíamos cómo, Kelly nos guiaba a descubrirlo por nosotros mismos.

Existía un equipo, mi buen jhereg: Kelly y Franz. Cuando alguien fracasa en una tarea, Kelly le destroza verbalmente, pero Franz siempre estaba allí para animarle a intentarlo de nuevo, en las calles. Nada le asustaba. Las amenazas le gustaban, porque demostraban que había asustado a alguien y que íbamos por el buen camino. Así era Franz, lord Taltos. Por eso le mataron.

* * *

Yo no había preguntado por qué le habían matado.

Pero ya me iba bien. Reflexioné unos minutos sobre la historia.

—Paresh —dije—, ¿qué has querido decir con eso de las amenazas?

Me miró un momento, como si yo acabara de ver derrumbarse una montaña y hubiera preguntado de qué clase de piedra estaba hecha. Volvió la cabeza. Suspiré.

—De acuerdo —acepté—. ¿Cuándo volverá Kelly?

Me miró de nuevo, y su expresión era como una puerta cerrada.

—¿Por qué lo queréis saber?

Loiosh apretó mi hombro con sus garras.

Tranquilo, dije.

—Quiero hablar con él —expliqué a Paresh.

—Intentadlo mañana.

Pensé en intentar explicarme para que, tal vez, contestara, pero era un teckla. Fuera lo que fuera además, seguía siendo un teckla.

Me levanté, salí y volví a mi parte de la ciudad.