Capítulo 1

1

«camisa punto algodón gris: quitar mancha vino manga derecha…»

Miré por la ventana a las calles que no podía ver y pensé en castillos. Era de noche y estaba en casa, y si bien no me importaba estar en un piso mirando a una calle que no podía ver, pensé que preferiría estar en un castillo y mirar a un patio que no podía ver.

Mi esposa, Cawti, estaba sentada a mi lado, con los ojos cerrados, pensando en una cosa u otra. Bebí un sorbo de vino tinto demasiado dulzón. Sobre un aparador alto estaba posado Loiosh, mi familiar jhereg. A su lado se encontraba Rocza, su compañera. La típica escena conyugal.

—La semana pasada fui a un oráculo —dije, después de carraspear un poco.

Cawti se volvió y me miró.

—¿Tú? ¿Ir a un oráculo? ¿Adonde irá a parar el mundo? ¿Para qué?

Respondí a su última pregunta.

—Para saber qué pasaría si cogía todo el dinero y lo invertía en el negocio.

—¡Ah! Ya volvemos a las andadas. Supongo que te dijo algo vago y místico, como que morirás antes de una semana si lo intentas.

—No exactamente.

Le conté la visita. Su rostro perdió la expresión burlona de antes. Claro que casi todas sus expresiones me gustan.

—¿Qué has sacado en limpio?

—No sé. Tú te tomas más en serio estas cosas. ¿Qué sacas en limpio?

Se mordisqueó el labio inferior unos instantes. En aquel momento, Loiosh y Rocza abandonaron el aparador, volaron hacia el pasillo y se refugiaron en un pequeño nicho reservado a su intimidad. Aquello me sugirió posibilidades que deseché, porque detesto que un reptil volador me dé ideas.

—No sé, Vladimir —dijo por fin Cawti—. Tendremos que esperar a ver qué pasa, supongo.

—Sí. Algo más de qué preocuparse. Como si no tuviera bastantes…

Se oyó un golpe sordo, como si alguien estuviera machacando el suelo con un objeto romo. Cawti y yo nos levantamos casi al unísono, yo armado con una daga, ella con un par. La copa de vino que yo sostenía fue a parar al suelo, y sacudí gotas de mi mano. Nos miramos y aguardamos. El sonido se repitió. Loiosh salió del nicho y se posó sobre mi hombro, seguido de Rocza, que se quejó ruidosamente. Empecé a decirle que cerrara el pico, pero Loiosh debió adelantarse, porque calló. Sabía que no podía ser un ataque, porque la Organización no va a tocarte las pelotas a casa, pero tenía más de un enemigo fuera de la Casa Jhereg.

Avanzamos hacia la puerta. Me situé en el lado al que abría, y Cawti delante. Respiré hondo, expulsé el aire y agarré el pomo. Loiosh se puso en tensión. Cawti asintió.

—Hola —dijo una voz desde el otro lado—. ¿Hay alguien en casa?

Me inmovilicé.

Cawti frunció el ceño.

—¿Gregory? —preguntó, vacilante.

—Sí. ¿Eres tú, Cawti?

—Sí.

—¿Qué…? —empecé.

—Está bien —dijo Cawti, pero su voz carecía de seguridad y no envainó las dagas.

Parpadeé un par de veces. Entonces se me ocurrió que Gregory era un nombre oriental. Golpear la puerta de alguien con el puño para anunciarse era una costumbre oriental.

—Oh —dije. Me relajé un poco—. Adelante —grité.

Un hombre, tan humano como yo, se dispuso a entrar, nos vio y se detuvo. Era bajo, de edad madura, medio calvo, y estaba sorprendido. Supongo que entrar por una puerta y encontrar tres armas apuntándote es suficiente para sorprender a alguien no acostumbrado a eso.

Sonreí.

—Vamos, Gregory, entra —dije, sin dejar de apuntar mi daga a su pecho—. ¿Una copa?

—Vladimir —dijo Cawti, al captar el tono de mi voz. Gregory no se movió ni dijo nada.

No pasa nada, Vladimir, dijo Cawti.

¿A quién?, pregunté, pero oculté mi arma y me aparté. Gregory pasó a mi lado con cierta cautela, pero no se estaba portando demasiado mal, dadas las circunstancias.

No me gusta, jefe, dijo Loiosh.

¿Por qué?

Es un oriental. Debería llevar barba.

No contesté porque estaba de acuerdo, más o menos. El vello facial es algo que nos diferencia de los dragaeranos, por eso yo me había dejado crecer bigote. Intenté dejarme barba una vez, pero Cawti amenazó con afeitarme con un cuchillo oxidado, después de irritarle determinada piel por segunda vez.

Indicamos a Gregory que se sentara sobre un cojín y me di cuenta de que era más calvo que viejo, por su forma de moverse. Cawti, que también había guardado sus armas, se sentó en el sofá. Saqué un poco de vino, realicé un pequeño conjuro de enfriamiento y serví una copa a cada uno. Gregory cabeceó para dar las gracias y bebió. Me senté al lado de Cawti.

—Muy bien —dije—. ¿Quién eres?

—Vlad… —dijo Cawti. Suspiró—. Vladimir, te presento a Gregory. Gregory, mi marido, el baronet de Taltos.

Percibí un levísimo fruncimiento de sus labios cuando oyó mi título, y aún me desagradó más. Yo puedo mostrar desprecio hacia los títulos jheregs, pero eso no significa que cualquiera pueda despreciar el mío.

—Muy bien —dije—. Ya nos conocemos. Ahora, ¿quién eres y por qué intentabas derribar mi puerta?

Sus ojos se desviaron desde Loiosh, posado sobre mi hombro derecho, hasta mi cara, y de ahí al corte de mi ropa. Experimenté la sensación de que me estaba examinando. Eso no mejoró mi estado de ánimo. Miré a Cawti. Se mordió el labio. Era consciente de mi cabreo.

—Vladimir —dijo.

—¿Hum?

—Gregory es amigo mío. Le conocí cuando fui a visitar a tu abuelo, hace unas semanas.

—Continúa.

Se removió inquieta.

—Hay mucho más que contar. Primero, me gustaría saber qué quiere, si me dejas.

Capté una leve irritación en su voz, de manera que me contuve.

¿Voy a dar un paseo?

No, pero gracias por preguntarlo. Un beso.

La miré y esperé.

—¿A qué pregunta deseáis que conteste primero? —dijo Gregory.

—¿Por qué no llevas barba?

—¿Qué?

Loiosh siseó una carcajada.

—Da igual —dije—. ¿Qué quieres?

Paseó la mirada entre Cawti y yo, y después clavó la vista en ella.

—Ayer por la noche mataron a Franz.

Miré a mi mujer para observar el efecto que obraba en ella la noticia. Abrió un poco los ojos. Me mordí la lengua.

—Cuéntamelo —pidió Cawti, después de un par de suspiros.

Gregory tuvo el morro de lanzar una mirada significativa en mi dirección. Casi le costó la cabeza. Debió decidir, sin embargo, que yo era de fiar.

—Estaba en la puerta de la sala que habíamos alquilado, vigilando a la gente, cuando alguien se acercó a él y le degolló. Oí el alboroto y corrí hacia allí, pero el asesino ya había desaparecido cuando llegué.

—¿Alguien le vio?

—Apenas. Era un dragaerano. Todos… Da igual. Iba de negro y gris.

—Parece obra de un profesional —comenté, y Gregory me miró de una forma que no se debe intentar jamás, a menos que tengas apretado un cuchillo contra la garganta del tipo. Cada vez resultaba más difícil pasar por alto esos detalles.

Cawti me dirigió una mirada rápida y se levantó.

—Muy bien, Gregory —dijo—. Hablaré contigo más tarde.

Gregory pareció sorprenderse, abrió la boca para decir algo, pero Cawti le dirigió una de esas miradas que me dedica cuando llevo la broma demasiado lejos. Le acompañó a la puerta. No me levanté.

—Muy bien —dije cuando volvió—. Cuéntamelo.

Me estudió un momento, como si me viera por primera vez. Yo sabía que no debía decir nada.

—Vamos a dar un paseo —dijo.

* * *

Nunca me había sentido tan conflictuado como cuando regresamos de aquel paseo. Nadie, incluido Loiosh, había hablado durante los últimos diez minutos, cuando se me habían agotado las preguntas sarcásticas y, por tanto, eliminado la necesidad de Cawti de responder con acritud. Loiosh me apretaba el hombro rítmicamente con ambas garras, alternándolas, y yo era consciente de ello y me proporcionaba consuelo. Rocza, que a veces vuela sobre nuestras cabezas, a veces se posa sobre mi otro hombro y a veces se posa sobre el de Cawti, se había decantado por lo último. El aire de Adrilankha era cortante, y las infinitas luces de la ciudad arrojaban sombras delante de nuestros pies cuando encontré y abrí la puerta del piso.

Nos desnudamos y acostamos sin hablar más de lo necesario, y respondiendo con monosílabos. Permanecí despierto mucho rato, y me moví lo menos posible para que Cawti no se diera cuenta. No sé qué hacía, pero mantuvo una inmovilidad casi absoluta.

Por la mañana, se levantó antes que yo y tostó, molió e hirvió el klava. Me serví una taza, la bebí y me encaminé a la oficina. Loiosh me acompañó. Rocza se quedó en casa. Colgaba una bruma espesa y fría sobre el mar, y casi no soplaba brisa. Es lo que se llama un «tiempo de asesinos», lo cual es absurdo. Dije hola a Kragar y Melestav, y me senté a meditar. Me sentía fatal.

Anímate, jefe.

¿Por qué?

Porque tienes cosas que hacer.

¿Como qué?

Como descubrir quién se pulió al oriental.

Reflexioné un momento. Si quieres tener un familiar, has de hacerle caso.

Muy bien. ¿Por qué?

No dijo nada, pero al instante empezaron a desfilar recuerdos por mi mente para que los examinara. Cawti, tal como la había visto en la Montaña Dzur después de que me matara (ésa es una buena historia, pero da igual); Cawti abrazada a mí después de que otra persona intentara matarme; Cawti con un cuchillo apuntado a la garganta de Morrolan y explicando lo que iba a pasar, mientras yo estaba sentado, paralizado e impotente; la cara de Cawti cuando le hice el amor por primera vez. Extraños recuerdos, mis sentimientos en aquellos momentos, filtrados por una mente reptiliana ligada a la mía.

¡Basta, Loiosh!

Tú lo quisiste.

Suspiré.

Supongo que sí, pero ¿por qué tuvo ella que meterse en algo así? ¿Por qué…?

¿Por qué no se lo preguntas!

Ya lo hice. No me contestó.

Lo habría hecho si tú no hubieras sido tan…

No necesito consejos sobre mi matrimonio de un maldito… No, supongo que tienes razón, ¿verdad? Muy bien. ¿Qué harías tú?

Hummmm… Le diría que si tuviera dos tecklas muertos, le daría uno a ella.

Me has sido de gran ayuda.

—Melestav —grité—. Dile a Kragar que venga.

—Ahora mismo, jefe.

Kragar es una de esas personas que pasan desapercibidas por naturaleza. Podríais estar sentados en una silla, buscándole, sin daros cuenta de que estabais sentados sobre su regazo. Me concentré en la puerta con todas mis fuerzas y conseguí verle entrar.

—¿Qué pasa, Vlad?

—Abre tu mente, hombre. Voy a transmitirte una cara.

—De acuerdo.

Lo hizo, y yo me concentré en Bajikok, el tipo con quien había hablado unos días antes, el que me había ofrecido un «trabajo de mi estilo». No podía saber que liquidar a un oriental daría al traste con el propósito de haberme convertido en un asesino.

¿O no? Algo desagradable me hizo recordar cierta conversación que había sostenido en fecha reciente con Mera, pero preferí no pensar en ello.

—¿Le conoces? —pregunté a Kragar—. ¿Para quién trabaja?

—Sí. Trabaja para Herth.

—Ajá.

—¿Ajá?

—Herth controla toda la parte sur —dije.

—Donde viven los orientales.

—Exacto. Un oriental acaba de ser asesinado. Por uno de nosotros.

¿Nosotros?, repitió Loiosh. ¿Quiénes somos «nosotros»?

Has dado en el clavo. Me lo pensaré.

—¿Qué tiene que ver eso con nosotros? —preguntó Kragar, introduciendo otro significado de nosotros, sólo para confundirnos a nosotros. Perdonadme.

—Aún no lo sé —contesté—, pero… ¡Puerta de la Muerte, sí que lo sé! Todavía no estoy preparado para hablar de eso. ¿Podrías concertarme una cita con Herth?

Tabaleó con los dedos sobre el brazo de la silla y me miró con aire intrigado. No era habitual que yo le dejara en la inopia, pero al fin dijo: «De acuerdo», y se marchó.

Saqué una daga y empecé a darle vueltas.

Podría habérmelo dicho, comenté a Loiosh al cabo de un rato.

Lo intentó, pero tú no estabas muy interesado en hablar del asunto.

Podría haber insistido.

No habría salido a la luz si esto no hubiera pasado. Es su vida. Si ella quiere pasar la mitad de su vida en el gheto de los orientales, agitando a las masas, es su…

A mí no me parece que se trate de eso.

Ah, dijo Loiosh.

Lo cual demuestra lo estupendo que es tratar de vencer dialécticamente a tu familiar.

* * *

Preferiría saltarme los dos días siguientes, pero como tuve que vivirlos, os bastará con un esbozo. Durante dos sólidos días, Cawti y yo apenas intercambiamos una palabra. Yo estaba enfadado porque no me hubiera hablado de aquel grupo de orientales y ella estaba enfadada porque yo estaba enfadado. En una o dos ocasiones dije algo así como «Si tú…» y luego me mordí la lengua. Noté que ella me miraba con aire expectante, pero demasiado tarde, y después salía de la habitación. En una o dos ocasiones ella dijo algo así como «Ni siquiera te importa…», y entonces se callaba. Loiosh, bendito sea su corazón, no decía nada. Hay cosas que ni siquiera un familiar puede ayudarte a solucionar.

Pero es muy jodido vivir días como ésos. Dejan cicatrices.

Herth accedió a encontrarse conmigo en un lugar llamado La Terraza, que me pertenece. Era un dragaerano silencioso y menudo, sólo media cabeza más alto que yo, con una forma de bajar la vista casi servil. Entró con dos protectores. Yo también llevaba dos, un individuo llamado Bastones por su afición a pegar a la gente con ellos y otro llamado Bichobrillante, cuyos ojos se iluminaban en los momentos más inesperados. Los protectores encontraron buenas posiciones para ejercer la labor por la que se les pagaba. Herth aceptó mi sugerencia y pidió la salchicha de pimienta, que sabe mejor de lo que augura su descripción.

Cuando estábamos a punto de terminar nuestro postre, unas tortitas al estilo oriental (nadie debería hacerlas, excepto Vala-bar, pero éstas no estaban mal), Herth dijo:

—¿Qué puedo hacer por vos?

—Tengo un problema —contesté.

Asintió y bajó la vista una vez más, como diciendo: «Oh, ¿cómo podría este humilde servidor ayudar a alguien como vos?».

Continué.

—Hace unos días, un profesional liquidó a un oriental. Sucedió en vuestra zona, y me he preguntado si podríais contarme lo que ocurrió y por qué.

Podría haberme respondido de varias formas. Podría haberme explicado todo cuanto sabía, podría haber sonreído y aducido ignorancia, podría haberme preguntado por qué me interesaba. En cambio, me miró, se levantó y dijo:

—Gracias por la comida. Tal vez volveremos a vernos.

Y se largó.

Yo seguí sentado un rato, mientras terminaba mi klava.

¿Qué opinas, Loiosh?

No sé, jefe. Es curioso que no preguntara por qué querías saberlo. Y si lo sabe, ¿por qué accedió a celebrar la entrevista?

Exacto.

Firmé la cuenta y me fui. Bastones y Bichobrillante salieron antes que yo. Cuando llegamos a la oficina, les dije que se marcharan. Era de noche, la hora en que solía concluir mi jornada laboral, pero no tenía ganas de volver a casa. Me cambié de armas, sólo para matar el rato. Cambio de armas cada dos o tres días, con el fin de que ningún arma permanezca sobre mi persona el tiempo suficiente para impregnarse de mi aura. La hechicería dragaerana no puede identificar auras, pero sí la brujería oriental, y si el Imperio se decide algún día a emplear brujos…

Soy un idiota, Loiosh.

Sí, jefe. Yo también.

Terminé de cambiarme de armas y regresé a casa a toda prisa.

—¡Cawti! —grité.

Estaba en el comedor, dedicada a rascar la barbilla de Rocza. Rocza se levantó de un brinco y empezó a volar por la sala con Loiosh, tal vez para contarle cómo había ido el día. Cawti se levantó y me miró con expresión intrigada. Vestía unos pantalones gris jhereg ceñidos a las caderas y un justillo gris con bordados negros. Me miró con un aire de leve curiosidad, la cabeza ladeada, las cejas enarcadas en su rostro perfecto, rodeado de un cabello negro como la hechicería. Noté que mi pulso se aceleraba, de una forma que temía no volver a experimentar.

—¿Sí? —dijo.

—Te quiero.

Cerró los ojos, volvió a abrirlos, sin decir palabra.

—¿Tienes el arma? —pregunté.

—¿El arma?

—¿Dejaron el arma junto al oriental que mataron?

—Pues sí, supongo que alguien la tendrá.

—Consíguela.

—¿Por qué?

—Dudo que el asesino sepa algo de brujería. Apuesto a que soy capaz de identificar su aura.

Abrió los ojos de par en par y luego asintió.

—Iré a buscarla —contestó, y cogió la capa.

—¿Quieres que te acompañe?

—No… Claro, ¿por qué no?

Loiosh aterrizó sobre mi hombro y Rocza sobre el de Cawti. Bajamos la escalera y salimos a la noche de Adrilankha. La situación había mejorado, pero no me cogió del brazo.

¿Os estáis empezando a deprimir? Je. Bien. A mí sí me deprimía todo aquello. Es mucho más fácil tratar con alguien a quien vas a matar. Cuando salimos de mi zona y empezamos a cruzar uno de los barrios más duros, deseé que alguien se lanzara sobre mí, para poder desahogarme un poco.

Nuestros pies cliqueteaban a ritmos algo diferentes. De vez en cuando, se sincronizaban y luego se separaban. Traté de cambiar el paso para que fueran al unísono, pero no lo logré. Nuestro paso común era un compromiso, establecido desde hacía mucho tiempo, entre los pasos más breves de Cawti y los míos, más largos. No hablamos.

El olor es lo primero que identifica a la zona oriental. De día, todo el barrio resuena con la algarabía procedente de los cafés al aire libre, y los olores a comida cocinada son diferentes de los dragaeranos. Las panaderías empiezan a trabajar muy temprano, y el aroma del pan oriental recién cocido se extiende como zarcillos hasta imponerse a los olores nocturnos. Pero éstos, cuando los cafés han cerrado y las panaderías aún no han empezado a funcionar, son los olores a comida podrida y a deyecciones animales y humanas. De noche, el viento sopla en la zona hacia el mar, y los vientos predominantes proceden de los mataderos situados al noroeste de la ciudad. Es como si los auténticos colores de la zona, por utilizar una metáfora, sólo asciendan a la superficie de noche.

De noche, los edificios son casi invisibles. Lámparas o velas que brillan en unas pocas ventanas proporcionan la única luz. de modo que la naturaleza de los edificios circundantes queda enmascarada, si bien las calles son tan angostas que, en ocasiones, es difícil andar entre los edificios. Hay lugares en que las puertas de edificios opuestos no pueden abrirse al mismo tiempo. En ocasiones, experimentas la sensación de que caminas por una cueva o en la selva, y tus botas pisan basura con más frecuencia que la tierra compacta de la calle.

Es curioso volver allí. Por una parte, odio la zona. Representa todo aquello de lo que me he esforzado por escapar. Por otra, rodeado de orientales, noto que una tensión, de la cual no soy consciente, excepto cuando ha desaparecido, me abandona, y me vuelve a sorprender que, para un dragaerano, yo soy otra cosa.

Llegamos a la sección oriental de la ciudad pasada la medianoche. Las únicas personas despiertas a aquella hora eran vagabundos y las que acechaban a los vagabundos. Ambos grupos nos evitaban, nos concedían el respeto debido a cualquiera que caminara como si estuviera por encima del peligro en una zona peligrosa. Mentiría si dijera que no me complacía observar ese detalle.

Llegamos a un sitio al que Cawti sabía entrar. La «puerta» era un portal cubierto con una cortina. No logré ver nada del interior, pero tuve la sensación de encontrarme en un vestíbulo estrecho. El lugar hedía.

—Hola —llamó Cawti.

Se oyeron unos leves roces.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó una voz.

—Soy Cawti.

Una respiración pesada, roces, otras voces que murmuraban; golpearon un pedernal, destelló una luz y una vela se encendió. Me cegó un momento. Estábamos ante un umbral carente de cortina. La habitación albergaba varios cuerpos que se movían. Para mi sorpresa, la habitación estaba limpia y vacía, a excepción de las formas embozadas, por lo que pude vislumbrar a la tenue luz de la vela. Había una mesa y unas cuantas sillas. Un par de ojos oscuros nos miraban desde una cara situada detrás de la vela. La cara pertenecía a un oriental bajo y muy gordo, vestido con una bata de color claro. Los ojos se posaron en mí, inspeccionaron a Loiosh, Cawti y Rocza, y volvieron en mi dirección.

—Entrad —dijo—. Sentaos.

Obedecimos, mientras el hombre se desplazaba por la habitación para encender más velas. Cuando me senté en una silla blanda y almohadillada, conté un total de cuatro personas en el suelo. Cuando se incorporaron, vi que había una mujer rechoncha de pelo gris, una joven, el tercero era mi viejo amigo Gregory, y el cuarto era un dragaerano, cosa que me sorprendió. Estudié sus facciones hasta que fui capaz de concretar su Casa, y cuando le identifiqué como un teckla, ya no supe si sorprenderme más o menos.

Cawti se sentó a mi lado. Saludó con un cabeceo a todos los presentes.

—Éste es mi marido, Vladimir —dijo. Después indicó al gordo que se había levantado primero—. Éste es Kelly.

Intercambiamos cabeceos. La mujer mayor era Natalia, la joven era Sheryl y el teckla era Paresh. No especificó los apellidos de los humanos y yo no insistí. Todos murmuramos holas.

—Kelly, ¿tienes el cuchillo que mató a Franz? —preguntó Cawti.

Kelly asintió.

—Espera un momento —interrumpió Gregory—. Yo no dije que se había encontrado un cuchillo junto al cadáver.

—No hizo falta —expliqué—. Dijiste que lo hizo un jhereg.

Me dedicó una mueca que deformó su cara.

¿Puedo comerle, jefe?

Cierra el pico, Loiosh. Quizá más tarde.

Kelly me miró, lo cual significa que me clavó sus ojos escrutadores y trató de ver en mi interior. Esa impresión me dio, al menos. Se volvió hacia Cawti.

—¿Para qué lo quieres? —preguntó.

—Vladimir cree que podríamos encontrar al asesino gracias al cuchillo.

—¿Y después? —me preguntó Kelly.

Me encogí de hombros.

—¿Importa para quién trabajaba? —preguntó Natalia desde el otro lado de la habitación.

Volví a encogerme de hombros.

—A mí, no. Pensaba que a vosotros sí.

Kelly volvió a mirarme con sus ojillos de cerdo. Me asombró descubrir que estaba logrando incomodarme. Asintió levemente, como para sí, salió de la habitación un momento y regresó con un cuchillo envuelto en un trozo de tela, que quizá habría pertenecido a una funda. Tendió la tela y el arma a Cawti. Yo asentí.

—Seguiremos en contacto —dije.

Nos levantamos. El teckla, Paresh, se había quedado delante del umbral. Se apartó cuando nos encaminamos hacia la puerta, pero no tan deprisa como yo esperaba. No sé por qué, se me antojó significativo.

Faltaban varias horas para el amanecer cuando regresamos hacia nuestra parte de la ciudad.

—Así que ésta es la gente que va a apoderarse del Imperio, ¿eh? —pregunté.

Cawti hizo un gesto con el fardo que llevaba en la mano izquierda.

—Alguien lo cree —contestó.

Parpadeé.

—Sí, apuesto a que sí.

Tuve la impresión de que el hedor de la zona oriental nos perseguía hasta nuestro piso.