LA PARTIDA PUEDE GANARSE ANTES DE LLEGAR AL TABLERO
Simón Bolívar, el libertador sudamericano, dijo: «Solo un soldado novato cree que todo está perdido tras ser derrotado por primera vez». Durante las semanas y los meses posteriores a mi derrota en Londres tuve tiempo para asimilar lo que Vladimir Kramnik había conseguido y cómo lo había hecho. Trabajé para cubrir los puntos débiles que él había explotado y para modificar los errores que yo había cometido en el tablero. Después de aquel torneo jugamos alrededor de una docena de partidas más, y todas terminaron en tablas menos una. La única victoria fue mía.
No sin cierta ironía, aquella victoria llegó en la última ronda de un supertorneo, era una partida que yo necesitaba ganar para arrebatarle el primer puesto a Kramnik, y la apertura fue exactamente la misma defensa Berlín que tanta frustración me había acarreado en nuestro enfrentamiento londinense. Aparte de conservar un importante liderazgo en la clasificación, aquello supuso una pequeña compensación a la amarga derrota de Londres.
Descubrir los fallos de mi juego no solo contribuyó a que me recuperara de la pérdida del título mundial; también fue un período de recuperación psicológica. Volver al tablero tras sufrir una derrota nunca es fácil, sobre todo cuando nuestros rivales han percibido una debilidad que les envalentona.
Hay pocos terrenos donde la psicología tenga un papel tan devastador como en el ajedrez. Implica pasar cinco o seis horas de concentración absoluta, compitiendo directamente contra otra mente humana, oyendo cómo corre el reloj y sin ningún sitio donde esconderse. No hay compañeros de equipo con los que compartir esa carga, ni referentes a los que culpar, ni dados adversos, ni cartas a las que dar la vuelta. El ajedrez es lo que llamamos un juego de información al cien por cien; ambos jugadores lo saben todo durante todo el tiempo. Si pierdes, es porque el otro jugador te ha vencido, pura y simplemente. En eso, el ajedrez se parece más al boxeo que a otro pasatiempo, e incluso puede costar más tiempo recuperarse de una derrota. Como mi rival por el campeonato del mundo Nigel Short dijo una vez en una entrevista: «El ajedrez es implacable: hay que estar dispuesto a matar».
Por mucho que algunos jugadores intentan minimizarla, la importancia de la psicología no puede desestimarse, ni en el ajedrez ni en ninguna otra actividad. Todos los talentos y habilidades que tenemos requieren fortaleza para desarrollarse y valor para ponerlos en práctica. Incluso un juego como el ajedrez, que parece un rompecabezas matemático, depende en todo momento, y no solo frente al tablero, de una perspectiva adecuada.
LA TORMENTA ANTES DE LA CALMA
Prepararse exige la capacidad de automotivarse para trabajar en solitario durante muchas horas. El estudio constante puede parecemos una tarea digna de Sísifo, cuando sabemos que quizá solo el 10 por ciento de nuestro análisis verá la luz del día. Sabemos que todo nuestro trabajo reporta dividendos de forma indirecta, pero aunque es sencillo que lo recordemos, difícilmente servirá para motivarnos; del mismo modo que en la escuela no le vemos mucha utilidad al estudio del álgebra.
Luego están los preliminares de la partida y la batalla para controlar los nervios, los miedos y la adrenalina. Algunos jugadores no pueden dormir o pierden el apetito; otros hacen ejercicios de última hora y se concentran en la partida, y hay quien ve una película o se va a dar un paseo para despejar la mente. Yo siempre supe que algo no funcionaba si antes de la partida no me sentía a tope. La tensión nerviosa es la munición que necesitamos para cualquier batalla mental. Si no disponemos de suficiente, nos desconcentraremos. Si nos sobra, el final puede ser explosivo, ya sea para nosotros o para nuestro rival.
Varias veces a lo largo de mi carrera tuve la extraordinaria sensación previa a una partida de que, no importaba quién fuera o qué hiciera mi oponente, yo iba a despellejarle vivo. Tuve una sensación de ese tipo en 1993, antes de la partida contra Anatoli Karpov, en el supertorneo de Linares, en España. (De una dureza equivalente al «Grand Slam» del tenis o un «Major» de golf). Pese a que jugaba con las negras, tomé la iniciativa desde el primer momento; tenía la peculiar sensación de que algo extraordinario iba a suceder.
En aquella ocasión, mi conocida rivalidad con Karpov venía acentuada por el hecho de estar empatados en el primer puesto de la clasificación, a cuatro rondas del final. Mi preparador en aquella época, Serguei Makarichem, recordará que antes de la partida yo era extremadamente optimista, y me pavoneaba diciendo que en aquella ocasión pulverizaría a Karpov. Efectivamente, eso fue lo que sucedió, aunque hacia el final se produjo una espectacular sorpresa que nadie esperaba.
Tras sacrificar un peón y tomar la iniciativa, conseguí una posición dominante. Las piezas de Karpov se vieron obligadas a retirarse a la primera fila, una situación totalmente inusual. En el movimiento 24 cambié un peón, dije «reina» y miré al árbitro para que me entregara una segunda reina, que ya debería estar en el tablero. Pero antes de recibir una respuesta, Karpov hizo su movimiento, ¡de forma ilegal! Defendió que, dado que de hecho yo aún no había colocado una nueva reina sobre el tablero, él podía escoger qué pieza era, y escogió un alfil, una pieza mucho menos valiosa que la reina. Aquella pequeña farsa fue rápidamente resuelta. Yo obtuve mi nueva reina y Karpov se retiró al cabo de tres movimientos, aunque exigió y consiguió unos minutos más de tiempo de compensación por la supuesta confusión. Aquella victoria formaba parte de una serie de cinco partidas, que personalmente considero una de las mejores rondas de torneos de mi vida: cuatro victorias y unas tablas contra los mejores jugadores del mundo, coronadas con el triunfo del torneo.
La fuerza del pensamiento positivo va más allá de premoniciones y resultados. La energía creativa y competitiva es algo tangible, y si nosotros podemos sentirla, también nuestros rivales. Nuestro grado de confianza se refleja en cómo nos movemos y hablamos, no solo en lo que decimos, sino también en cómo lo decimos.
SI QUIERES QUE TE TOMEN EN SERIO, TÓMATE EN SERIO A TI MISMO
Siempre se ha dicho de mí, o he sido acusado, de ser muy intimidante en el tablero. A Bobby Fischer sus rivales le llamaban «Fischer Fear» (Fischer el Temible) por la misma razón, y en sus mejores épocas se decía que Mijail Tal hipnotizaba a los demás jugadores con una mirada magnética que a menudo apartaba del tablero y dirigía a los ojos de sus rivales. Uno de los adversarios de Tal, el norteamericano de origen húngaro Pal Benko, llegó a presentarse con gafas oscuras para protegerse de la mirada del letón. Tal, con su ingenio característico, tomó prestadas inmediatamente unas gafas de sol enormes de Tigran Petrosian, y se las puso, causando la hilaridad de los demás jugadores y del público. Benko debió de reírse también un poco, al menos hasta que perdió la partida.
Los jugadores que tenían menos éxito nunca eran acusados de intimidación o hipnotismo, por lo tanto me lo tomé como un cumplido. Si algunos ajedrecistas se sentían presionados por sentarse frente a mí en el tablero, era porque conocían mis partidas y mi reputación, algo que era cada vez más cierto, a medida que fui enfrentándome a jugadores cada vez más jóvenes que yo. Antes de retirarme, tuve el dudoso placer de jugar contra varios rivales que ni siquiera habían nacido cuando yo gané el título mundial. Para ellos, yo era una especie de leyenda viva. Pese a que ello no impidió que uno de ellos, Teimour Radjabov, un adolescente prodigioso de Bakú, mi ciudad natal, me derrotara en 2003 en Linares. Mientras algunos críticos dijeron que mis rivales rendían poco por culpa de mi reputación, yo estoy convencido de que al menos un número idéntico se sentía, por el contrario, motivado por jugar contra el mejor de todos.
Si yo tenía un comportamiento intimidante en el tablero, era porque estaba convencido de que el ajedrez era un asunto muy serio, y que era responsable de mostrarle a mi adversario que estaba haciendo todo lo que estaba en mis manos para vencerle. Eso era así tanto en los torneos de élite como en las exhibiciones contra aficionados, donde a menudo los espectadores me animaban a sonreír ante a cámara mientras jugaba. En alguna ocasión intenté acabar en tablas por cortesía con algunos políticos de alto rango o celebridades, pero, en general, sentía que estafaba a mi oponente si no jugaba al máximo y dejaba claro que me tomaba en serio el juego.
Cuando jugaba veinticinco partidas al mismo tiempo en una exhibición (que en ajedrez se llama «simultánea»), consideraba que mi obligación era conseguir una victoria clara, o una «victoria seca», como decimos en Rusia de 25-0. Poner mi «cara de juego» frente al tablero era parte importante de mi preparación psicológica. No quería perder la costumbre de estar absolutamente concentrado en el tablero.
Mi agresiva actitud en aquellas exhibiciones tenía otras causas añadidas. Enfrentarse a una dura competencia, jugar contra varios rivales al mismo tiempo, es una oportunidad de fomentar la creatividad, libre de las limitaciones del juego de uno contra uno. Algunos maestros piensan que esas exhibiciones son puro entretenimiento, pero yo nunca quise dejar pasar la oportunidad de aprender algo, de obtener una perspectiva distinta. La simultánea requiere, además, una compleja toma de decisiones, ya que hay que tener en cuenta nuestra puntuación global y cómo cada partida puede afectar al resto.
En mayo de 1995 jugué una simultánea en el legendario Club Central de ajedrez de Moscú. Era el cincuenta aniversario de la Victoria y jugué contra treinta veteranos soviéticos de la Segunda Guerra Mundial. ¡Me parece que el rival más joven tenía setenta y tres años! Pero no fue coser y cantar. Algunos eran jugadores bastante buenos, e incluso habían jugado en clubes de ajedrez en los años treinta y cuarenta. Algunos veteranos lucían sus medallas y, juntos, formaban un grupo impresionante. Incluso había un general completamente uniformado.
Mi partida con el general no me fue bien y empezó a distraerme del resto de las partidas. Pude haber seguido jugando, pero la posición era complicada, así que en cuanto tuve la oportunidad provoque tablas; una decisión práctica que me permitía concentrarme en las otras veintinueve partidas. Fue la primera partida en acabar, e inmediatamente sentí la irritación del resto de los jugadores. Pensaban que le había regalado las tablas al general debido a su rango, cosa que no era cierta en absoluto.
En lugar de cargar durante todo el evento con el peso de aquella partida conflictiva, enseguida encontré una forma de liberarme de la presión a bajo coste. Fue una decisión estrictamente pragmática. Si hubiera seguido adelante con aquella partida, quizá finalmente hubiera ganado, pero me hubiera distraído del resto. Ése es un tipo de situación al que nos enfrentamos a menudo, cuando un problema complicado, sea personal o profesional, empieza a dominar nuestros pensamientos e impide que nos concentremos en otras cosas. Si es posible, debemos resolverlo rápidamente, aunque su solución no nos sea del todo favorable. Considerémoslo comparable a vender acciones a la baja, antes de que pierdan más valor.
Aquella simultánea con los veteranos tuvo una conclusión divertida. Durante casi cinco horas hubo algunas tablas más antes de la gran batalla. Era la fase final de la última partida y yo tenía un peón de más y muchas posibilidades de ganar, pero aún quedaba mucho camino por delante. Mi oponente también estaba prácticamente exhausto, y pensé que si le presionaba mucho y le ofrecía tablas, aceptaría. Se emocionó bastante cuando le firmé la hoja de puntuación, y me dijo que recordaría toda la vida aquellas tablas, ¡también recordaba las tablas que consiguió en una simultánea contra Lasker en 1937!
El ultracompetitivo Viktor Korchnoi se toma esas exhibiciones aún más en serio, al menos según dicen los textos que describen sus partidas. En 1963 viajó a Cuba para disputar un torneo junto a un equipo de GM soviéticos, y algunos ofrecieron, además, una serie de simultáneas a las que acudió mucho público. Entre los rivales de Korchnoi estaba nada menos que el che Guevara, y antes de la partida un funcionario le sugirió a Viktor que acabara en tablas con el che. De vuelta al hotel, Mijail Tal le preguntó cómo le había ido la simultánea y debió sorprenderle bastante oír a Korchnoi decir que había ganado todas las partidas. «¿Contra Che Guevara también?», preguntó Tal. «Sí —replicó Korchnoi―. ¡No tiene ni la más mínima idea de cómo responder a la apertura catalana!».
Mantener una actitud adecuada, interior y exteriormente, es fundamental para conseguir el éxito. No es algo tan simple como convencernos a nosotros mismos de que somos genios, o invencibles. Hemos de aspirar a esforzarnos siempre al máximo, sabiendo que no hacerlo es el verdadero fracaso. Los tópicos y los eslóganes de las empresas que hablan de «rendir el 110 por ciento» no nos servirán de inspiración si no somos capaces de inspirarnos primero a nosotros mismos para rendir al cien por cien. Ese proverbial 10 por ciento extra procede de la conciencia de que estamos preparados y somos capaces de hacer todo lo que está en nuestras manos. Si es así, a menudo nos sorprenderá comprobar que somos capaces de más de lo que creíamos.
Cómo nos vemos a nosotros mismos es también un factor fundamental de cómo nos ven los demás. Un traje bonito y un firme apretón de manos deben ir acompañados de la mirada y el timbre de voz. Los sociólogos defienden que las mujeres quizá consideran más atractivos a los hombres casados, porque emanan cierto grado de seguridad y confianza en sí mismos de la que los solteros carecen (es decir, que fingir estar casado no funciona). La gente que entrevista a aspirantes a un puesto de trabajo o a una plaza en la universidad recuerda la forma en la que se comportaron los candidatos mucho más que lo que dijeron.
¿Qué recuerda la gente de nosotros? Todo el mundo es tímido hasta cierto punto. Mark Twain escribió: «No hay grados de vanidad, solo grados de capacidad para disimularla». Lo triste es que cuanto más nos preocupamos por lo que los demás piensan de nosotros, peor es la imagen que damos. De acuerdo con la máxima de Twain, la mejor manera de «disimularla» es centrarnos en nuestro talento, nuestra preparación y nuestros logros. Es un tipo de orgullo sano, motivado por triunfos ganados a pulso y por la sincera convicción de que los mayores éxitos están por llegar.
NO DISTRAERSE INTENTANDO DISTRAER
Como casi todo el resto del mundo, los jugadores de ajedrez auténticos están entre las caricaturas de ficción de Kronsteen, el villano ultrarracional de las películas de Bond, y Luzhin, el psicópata de Vladimir Nabokov. En mi opinión, hay unos cuantos que están al límite de la curva de la normalidad racional, pero hay notables excepciones. Las increíbles anécdotas sobre el torneo mundial que en 1978 disputaron Viktor Korchnoi y Anatoli Karpov en Filipinas bastan para que cualquiera se pregunte si los jugadores de ajedrez realmente están locos. Las tensiones entre los dos contendientes ya estaban al rojo vivo. El «odiado tránsfuga» Korchnoi estaba desafiando al poder de la máquina soviética al completo y a su campeón Karpov. Incluso antes de que empezara el torneo, ambos bandos formularon mezquinas e incontables protestas. Se quejaron de las banderas que había en la mesa, de la altura y el estilo de las sillas, y del color del yogur que Karpov se llevaba a las partidas. Ninguna tan peculiar como la historia acerca del doctor Vladimir Zujar, un profesor de psicología que llegó a la ciudad de Baguio con el grupo de acompañantes de Karpov.
Durante las partidas del campeonato mundial, Zujar se sentó entre el público, mirando directamente a Korchnoi. Su relación con Karpov y su semblante, aparentemente desconcertante, provocaron las sospechas de Korchnoi y su sobreprotector equipo empezó a pensar en una especie de trampa sobrenatural. Zujar fue acusado de ser un parapsicólogo que intentaba distraer la mente de Korchnoi. El equipo de Korchnoi pidió que Zujar no fuera autorizado a sentarse tan cerca del escenario, mientras los soviéticos rechazaban cualquier petición y contraatacaban con otras demandas. Eso derivó en una extraña epopeya para Zujar, que cambiaba de sitio cada día, flanqueado a menudo por miembros de la delegación de Korchnoi. Al llegar a la partida 17, Korchnoi incluso se negó a jugar, a menos que Zujar se sentara más atrás, una protesta que al aspirante le costó once minutos del tiempo que tenía disponible; tiempo que podría haber usado en lugar de equivocarse. Finalmente, perdió la partida, tras ignorar varias oportunidades de victoria por falta de tiempo. Más adelante, Korchnoi llevó a su propio «parapsicólogo, neurólogo e hipnotizador» para contrarrestar los poderes de Zujar.
Las cosas continuaron así durante todo el torneo. ¿Era todo teatro o es realmente posible que los dos mejores ajedrecistas del planeta y/o sus colaboradores más cercanos, se distrajeran con toda aquella comedia en el torneo más importante de sus carreras? Karpov ganó la partida 32 por un solo punto, y ganó la partida final (con Zujar sentado otra vez en primera fila, por cierto). Vale la pena preguntarse hasta qué punto hubiera mejorado la actuación de Korchnoi si no hubiera empleado tanta energía en responder a las provocaciones de Karpov, y preguntarse si Karpov recibía realmente mensajes secretos de su yogur. Por cierto, Karpov consiguió su primera victoria en la partida número 8, tras violentar a su oponente y a sus seguidores por negarse a estrecharle la mano antes de la partida.
LA IMPORTANCIA DE HACERSE CON EL CONTROL
La pérdida de energía mental se refleja en la física, y viceversa. La depresión y la falta de concentración agotan tanto como correr un kilómetro. El término empowerment «delegar poder», quizá hoy día se usa en exceso, pero es un concepto esencial tanto en nuestra vida profesional como personal. Si nos «alimentamos» del control, somos literalmente más fuertes. Leí un ejemplo macabro de este concepto en un experimento realizado con dos ratones en dos jaulas contiguas. Los dos ratones reciben descargas eléctricas a través del suelo de a jaula, a intervalos arbitrarios. En una de las jaulas hay un botón que permite detener la descarga. Ambos ratones reciben las mismas descargas, pero el ratón en cuya jaula está el botón vive mucho más que el ratón que no tiene botón en la jaula. Cuando se enfrentan a hechos arbitrarios e incontrolables, incluso los ratones pierden la voluntad de vivir, y sin ella, el cuerpo no sobrevive mucho tiempo.
Hoy se habla de la «química del estrés» y de otras cuestiones que demuestran lo que ya sospechábamos, que el control tiene mucha importancia en las cuestiones mentales. Sentir que controlamos nuestro destino en el tablero de ajedrez, en la escuela, o en el trabajo repercute en el bienestar físico y mental. En un sentido amplio, eso significa mejor rendimiento. La revolución de la gestión, que empezó en la década de 1970, acabó con los estratos directivos y descentralizó el proceso de toma de decisiones de las corporaciones. Equipos pequeños con una relación más cercana a las fuentes de información pueden tomar decisiones mejores, más rápidamente y, además, están mucho más motivados.
A menudo oímos las quejas de quien dice cargar con demasiada responsabilidad, pero la alternativa es mucho peor. Esa ligera sensación de alivio cuando alguien toma las decisiones por nosotros no dura mucho tiempo, especialmente si se trata de asuntos que influyen directamente en nuestra calidad de vida, aunque no sean necesariamente descargas eléctricas, A menudo nos dejamos llevar por el instinto y dejamos que las cosas sucedan a nuestro alrededor sin tomar las riendas. Es decir, actuamos por omisión, preguntándonos como mucho: «¿Qué pasará si no hago nada?», en lugar de implicarnos. Esa forma de evitar responsabilidades responde al mecanismo del mínimo esfuerzo, que indefectiblemente nos aleja de nuestras aspiraciones.
ROMPER EL HECHIZO DE LA PRESIÓN
Años de competitividad me habituaron a la tensión que conllevan todas las partidas y todos los torneos. Sin embargo, al principio de mi carrera no me resultó fácil. En enero de 1978, a los catorce años, siendo un niño prodigio ya mayorcito, participé en el torneo Memorial Sokolski de Mink con la esperanza de obtener una puntuación que me otorgara el titulo de maestro. Además, necesitaba continuar mi trayectoria de éxitos juveniles. Tras hacerme con dos títulos nacionales consecutivos de la categoría júnior, no conseguí ganar el título mundial para menores de dieciséis años, ni en 1976, ni en 1977. Entretanto, mi rival juvenil más directo, Artur Yusupov, acababa de ganar el mundial para menores de veinte años. Era muy inusual que se invitara a un jugador juvenil a disputar un torneo tan importante a otra república soviética, de Azerbaiyán a Bielorrusia en aquel caso. A mí me permitieron jugar gracias a la insistencia de mi mentor, Mijail Botvinnik, y la reputación de los éxitos de ambos tuvo un papel crucial. Por tanto, yo tenía muchos motivos para estar nervioso ante la posibilidad de fracasar en aquella ocasión; y algunos de mis experimentados rivales también me asustaban un poco.
Mi madre tuvo una idea. «Garik —me dijo el día antes de la primera ronda—, puedes hacerlo muy bien, pero antes de cada partida quiero que memorices unas líneas del poema de Pushkin Eugene Oneguin. Agudizará tus sentidos.» Yo seguí sus instrucciones y con la ansiedad mitigada gracias a aquella «pluma mágica», gané las primeras partidas y recuperé la confianza. Al final, no solo conseguí suficientes puntos para el título de maestro, sino que también gané el torneo, con una pequeña ayuda de nuestro poeta nacional.
Estar un poco inquieto cuando se soporta mucha tensión es totalmente normal; cuando hay que preocuparse es cuando empezamos a sentir indiferencia frente a nuevos desafíos. Si todo nos parece fácil, o no nos esforzamos lo suficiente o no nos motiva lo suficiente el desafío. Si no conservamos nuestra fuerza mental, no seremos capaces de responder cuando lleguen las contrariedades. Los músculos de la psique se atrofian con la falta de uso, igual que los físicos y los mentales. Si llevamos un tiempo sin experimentar la excitación nerviosa de intentar algo nuevo y desconocido, quizá sea porque llevamos tiempo evitándolo. Para conservar nuestras defensas, necesitamos una dosis regular de cambios y mantener el sistema nervioso en forma.
Debemos mantener en forma nuestras defensas para cuando lleguen los fracasos. Es muy difícil aprender de una dura derrota Y al día siguiente seguir pensando que somos los mejores. Es necesario tener mucha fuerza mental para equilibrar ese guión, que en cierto sentido resulta contradictorio, sobre todo después de una derrota especialmente devastadora. Nuestra teoría de la mente sobre la materia también puede volverse en contra nuestra si estamos convencidos de que las cosas no tienen futuro. Una derrota rápidamente conduce a la siguiente, y luego a otra. Eso puede suceder en un simple torneo o incluso en una trayectoria profesional, provocando que caigamos en la rutina del fracaso.
MANTENER LA OBJETIVIDAD A LA HORA DE LA VERDAD
En el torneo del campeonato del mundo que disputé contra Karpov en 1986, en Leningrado, yo llevaba claramente la iniciativa, cuando de pronto encajé tres derrotas seguidas y el torneo quedó empatado a cinco partidas del final. Tras la tercera derrota, en la partida 19, celebré una reunión de emergencia con mis preparadores sobre lo que había que hacer en la partida 20. ¿Debía forzar unas tablas rápidas para recuperar la estabilidad o dedicarme a luchar como siempre? «¿Por qué no luchar? ―dije yo―. Acabo de perder tres, ¿cómo voy a perder cuatro seguidas?». El gran maestro Mijail Gurevich, que tenía muchísima experiencia tanto en el ajedrez como en los casinos, replicó: «La suerte no funciona de ese modo. Cuando juegas a la ruleta, puedes perder muchas veces seguidas apostando siempre al negro». Es triste pero cierto; no tiene sentido creer que, si ahora te va mal, significa que más adelante te irá mejor. No existen balanzas cósmicas que al final se equilibran por sí solas. Seguí su consejo y rápidamente provoqué tablas en la partida 20, tablas en la 21, y luego, totalmente recuperado, conseguí una victoria aplastante en la 22; recuperé la iniciativa y conservé el título.
Los casinos suelen colocar marcadores digitales junto a las ruletas en los que se ven claramente los últimos doce números ganadores para que la gente crea que puede aprovechar esa información, Cuando en realidad no sirve literalmente para nada. La ruleta no sabe qué cifra salió la última vez. Es muy peligroso autoengañarnos y creer que algo va a pasar, cuando no existe relación entre el pasado y el presente. Si no conseguimos deshacernos de esas pistas falsas, no hacemos más que actuar por superstición.
En el mundo del ajedrez, donde el principio transitivo raramente se produce, se habla mucho del concepto de némesis personal. El jugador A puede vencer al jugador B, que derrota al jugador C, que vence al jugador A. Algunos jugadores son lo que llamamos «buenos clientes»; aparentemente les vencemos hagan lo que hagan. Yo mantuve muy buenas puntuaciones frente a muchos de mis mejores rivales, pero sin duda Alexei Shirov era mi mejor cliente. En doce años de enfrentamientos que sumaron unas treinta partidas, perdió quince veces consecutivas, sin contar las tablas, sin ganarme ni una sola partida. (Y al mismo tiempo, Shirov conseguía muy buena puntuación contra mi némesis, Kramnik).
Tal grado de superioridad sobre uno de los jugadores de mayor talento entre la élite debe de tener una explicación más allá de los límites del tablero. Después de tantas derrotas, empezamos a dudar de la posibilidad de soñar siquiera con la victoria, y por lo tanto creamos nuestro destino y volvemos a perder. Tras su decimotercera derrota, Shirov tuvo el ánimo de bromear y dijo que ya que el trece era mí número de la suerte, claramente se había acabado mi racha. Aquel farol psicológico era una idea bastante buena, pero desafortunadamente a él no le dio resultado.
CUANDO DAR LO MEJOR DE NOSOTROS MISMOS NO ES SUFICIENTE
Una derrota puede ser doblemente perjudicial si sentimos que hemos dado lo mejor de nosotros mismos y, aun así, hemos fracasado. Contradice las palabras de consolación de todos los padres cuyo hijo está en el equipo de fútbol que ha perdido: «Has hecho todo lo que has podido». Se supone que saber que, aunque el resultado no ha sido positivo, no hemos podido hacer nada más hará que nos sintamos mejor. Y, sin embargo, alguien que aspira a ser el campeón del mundo no quiere oír que hizo todo lo que pudo y, sin embargo, le derrotaron justamente. Es más, ¿hay algo peor que eso?
El soviético Andrei Sokolov y el norteamericano de origen ruso Gata Kamsky tuvieron que enfrentarse a esa cruel realidad en sus partidas contra Karpov, y en ambos casos el efecto fue devastador. Sokolov, de veintitrés años, estaba jugando el mejor ajedrez de su vida en 1985-1986 y consiguió una impresionante puntuación en las preliminares al torneo por el título mundial. Después de ganar dos torneos clasificatorios, se enfrentó a Karpov en la final del torneo de aspirantes en 1987; el ganador jugaría contra mí en el campeonato mundial. Para Sokolov fue más que encontrarse con la horma de su zapato; fue incapaz de ganar una sola partida, y Karpov consiguió cuatro victorias. Después de aquella debacle, Sokolov se convirtió en un jugador completamente distinto. El sol había derretido sus alas y cayó a la tierra. En los años siguientes consiguió resultados poco más que mediocres. Nunca más aspiró al título mundial, ni obtuvo buenas puntuaciones en los torneos de élite. Para añadir un apunte más optimista, hay que decir que hoy día Sokolov sigue jugando un ajedrez de buen nivel desde el plácido escenario de una vida en la Francia de provincias.
La historia del último jugador norteamericano que llegó al nivel del campeonato del mundo es más y menos trágica a la vez. Gata Kamsky llegó mucho más lejos, pero su potencial y récord de éxitos hace que su caída fuera más dolorosa. Su padre le llevó a Estados Unidos en 1989 cuando era un adolescente, y su ascenso en el mundo ajedrecístico fue meteórico. En 1996 llegó a la final del campeonato mundial de la FIDE y se enfrentó a Karpov. (Como ya he dicho anteriormente, en 1993 el aspirante Nigel Short y yo rompimos con la federación internacional de ajedrez, con lo que se crearon dos títulos mundiales: el título «clásico» que yo conservé, y el «título oficial» que otorgaba la federación, y que Karpov conservó durante un breve período).
Nunca sabremos hasta dónde podría haber llegado Kamsky que entonces tenía solo veintidós años, si hubiera seguido con el ajedrez tras la apabullante derrota sufrida a manos de Karpov en aquel torneo. Pero él, o quizá su notoriamente irascible padre, decidieron que, si no podía ser el número uno del ajedrez, debía dedicarse a otra cosa. Se retiró inesperadamente del juego y finalmente, se dedicó a las leyes, como había hecho su predecesor, Paul Morphy.
Entretanto, Karpov, en la cumbre, era el ejemplo perfecto de alguien que conseguía ser totalmente objetivo, tanto durante como entre las partidas. Su frío pragmatismo le permitía jugar cada movimiento como si observara el tablero por primera vez. Nunca permitía que le distrajera un mal movimiento, o una partida perdida, o un resultado adverso. El mañana siempre traía un nuevo día para Karpov.
Mi estilo, mucho más emocional, nunca me permitió una lógica tan expeditiva. Me dejaba la piel en cada partida y pagaba un fuerte peaje emocional por cada derrota. Contaba con mi enorme carga de energía para volver al tablero en la siguiente partida, descargando en un estallido toda mi ira y mi frustración antes de cargar de nuevo. Todos debemos encontrar la mejor forma de luchar contra el fracaso, aprender de ello y volver a la lucha con renovada fuerza. Intentar olvidar los fracasos del todo no es más que una receta para repetir los errores de los que nos negamos a aprender.
ASPIRANTES AL TRONO Y ERRORES FATALES
Aparte del debate sobre «quién es el mejor de todos los tiempos», una de las discusiones más populares de cualquier club de ajedrez, o actualmente en los foros de internet, es quién se merece el dudoso honor de ser «el mejor jugador que no tuvo el título mundial». A lo largo de la historia del ajedrez hubo grandes jugadores que se acercaron mucho, pero nunca llegaron al Olimpo. Esas figuras legendarias no carecían de talento ajedrecístico y muchas de ellas protagonizaron muchas partidas maestras e inolvidables.
Cuando nos preguntamos por qué esos grandes jugadores nunca llegaron a la cumbre, debemos hacer algo más que encogernos de hombros y culpar al destino. Cada caso es distinto y, aunque no sepamos nunca cuál es exactamente el motivo, todos los casos nos permiten analizar en perspectiva los errores psicológicos.
Los seguidores del enérgico jugador ruso Mijail Chigorin no pueden argumentar que no tuvo su oportunidad. Disputó en dos ocasiones el campeonato del mundo contra Wilhelm Steinitz a finales del Siglo XIX, y perdió en ambas ocasiones. A lo largo de su carrera, Chigorin se opuso a la sabiduría convencional, a veces de forma errónea. Nunca fue capaz de poner en práctica su creatividad desbordante. Demostrar su punto de vista era más importante para él que ganar. Y su falta de competitividad pragmática le impidió llegar a la cumbre.
El caso de Chigorin nos enseña que no podemos sacrificar los resultados en aras de una creencia ciega en nuestros métodos, por muy innovadores que sean. Existe una fuerte tendencia, no necesariamente negativa, a responder a un revés diciéndonos a nosotros mismos que no hemos ido lo suficientemente lejos, que solo insistiendo un poco más allá en la misma dirección las cosas hubieran salido mejor. Debemos fiarnos de nuestro criterio interior para examinar los resultados desapasionadamente, dejar el ego a un lado cuestionarnos nuestra postura. Si Chigorin hubiera sido capaz de dominar su imaginación tan solo un par de veces, el mundo hubiera tenido un campeón mundial ruso algunas décadas antes de Alexander Alekhine.
Si un jugador de ajedrez debe ser perdonado por maldecir a la suerte, ése es Akiba Rubinstein. Hoy día, casi cien años después de que alcanzara la élite, la calidad de su juego sigue siendo irreprochable. Cierta falta de practicidad deportiva le salió muy cara en más de una ocasión. Rubinstein no quiso o no pudo valorar el hecho del torneo tanto como la partida en concreto, perdió la perspectiva general y corrió riesgos innecesarios. Pero sus errores más cruciales tuvieron lugar fuera del tablero. A principios del Siglo XX, un aspirante al campeonato necesitaba carisma y habilidad para tratar con los promotores, además de talento para el ajedrez.
A pesar de sus éxitos en numerosos torneos, Rubinstein nunca consiguió reunir el dinero necesario para desafiar a Emanuel Lasker. La teatralidad y los intercambios públicos de reconocimiento, típicos de esa clase de negociaciones, sencillamente no entraban en el repertorio del tímido polaco. José Raúl Capablanca le superó rápidamente como aspirante principal, cosa que el deslenguado cubano no tardó en proclamar.
Es simplista decir que en un mundo ideal solo importarían las habilidades ajedrecísticas y no la capacidad para reunir fondos o hacer política. Los candidatos mejor cualificados ganarían siempre las elecciones y el software mejor diseñado superaría en ventas al resto. Ese mundo soñado de supuesta objetividad no tiene en cuenta la complejidad de cualquier entorno competitivo. El momento en el que creemos que nos merecemos algo es exactamente el momento en el que estamos a punto de perderlo frente a alguien que lo pelea con mayor encono.
Rubinstein no fue el único jugador de élite que nunca consiguió disputar el campeonato mundial. Paul Keres estuvo décadas entre los mejores jugadores, antes y después de la Segunda Guerra Mundial. El estonio de origen soviético se vio perjudicado por factores políticos e históricos, tanto globales como personales. Su mayor oportunidad de optar al título fue interrumpida por el estallido de la guerra. Más tarde, las autoridades soviéticas prefirieron al «buen ruso» Botvinnik.
Aparte del destino, sin embargo, Keres tuvo muchas oportunidades de optar al campeonato del mundo y siempre se quedó muy cerca. No sé señalar una carencia en particular de su juego, pero tengo serias dudas de que hubiera sido un rival a la altura de Botvinnik bajo los cegadores focos del escenario del campeonato mundial.
David Bronstein tuvo su oportunidad frente a Botvinnik. Su enfrentamiento de 1951 acabó en tablas, lo cual permitió que Botvinnik conservara el título de campeón. (La tradición dice que el titular tiene «las tablas a su favor», es decir que el aspirante tiene que derrotarle claramente para llevarse el título.) Bronstein solía decir a los estudiantes que, si no hubiera perdido la penúltima partida de aquel torneo, le escucharían con mucho más respeto, «¡como al oráculo de Delfos!».
Para el joven Bronstein, llegar a aquel torneo contra una leyenda viva como Botvinnik ya fue una gran victoria. Al centrar sus expectativas en llegar a disputar el torneo, le fue imposible ganarlo. El orgullo de nuestros logros no debe distraernos de los objetivos finales. Un corredor de maratón que tenga una buena marca en más de 40 kilómetros no conseguirá la fama hasta que no recorre realmente los últimos 35.
Thomas Szasz, el llamado «antipsiquiatra», escribió que «no existe la psicología; solo la biografía y la autobiografía». No vivimos la vida basándonos en trucos y tretas que nos motiven; no podemos engañarnos por mucho tiempo. No debemos relegarnos a un mero papel de apoyo en nuestras propias vidas, rechazando la búsqueda de nuevos retos y evitando las responsabilidades. La partida interior, ésa es la partida. No es psicología. Es la vida, y así debemos vivirla: una autobiografía en evolución.
Los aspirantes al trono
Mijail Chigorin, Rusia (1850-1908). Considerado padre del ajedrez ruso, Chigorin fue uno de los mejores jugadores del mundo en el cambio de siglo. Intentó en dos ocasiones arrebatarle la corona a Wilhelm Steinitz en los torneos de 1889 y 1892, y fue derrotado en ambos. Su juego era enérgico y creativo, pero su ajedrez era demasiado inconsistente y su carácter demasiado indisciplinado para las exigencias del juego de campeonato. Chigorin tropezó, además, con las dogmáticas teorías de Steinitz, al insistir en que el ajedrez era demasiado rico para reducirlo a una normativa fija.
Aparte de sus éxitos en torneos nacionales e internacionales, Chigorin contribuyó mucho a popularizar el ajedrez en Rusia. Fundó un club en su ciudad, San Petersburgo, y escribió y viajó mucho por su tierra natal.
Akiba Rubinstein, Polonia (1892-1961). El menor de doce hermanos, nacido en una pequeña ciudad polaca que pertenecía a Rusia en aquella época, Rubinstein fue uno de los mejores jugadores del mundo durante quince años. Su juego parecía no tener carencias; hoy día muchas de sus partidas siguen considerándose como ejemplos del arte del ajedrez.
Hasta que la Federación Internacional de Ajedrez consiguió el control en 1948, los torneos para el campeonato del mundo se organizaban entre el campeón y el aspirante, que inevitablemente debía conseguir un considerable apoyo económico. Rubinstein nunca fue capaz de reunir fondos suficientes para enfrentarse a Emanuel Lasker pese a conseguir muy buenos resultados durante mucho tiempo. Sus mejores años se vieron interrumpidos por la Primera Guerra Mundial. Cuando pudo retomar su carrera profesional, Rubinstein hubo de enfrentarse a nuevos contrincantes, entre los que se encontraba el gran José Raúl Capablanca.
Rubinstein fue una figura frágil y sentimental, rasgos que le perjudicaron enormemente al final de su vida. Llegó un punto en el que después de hacer un movimiento, se escondía en una esquina de la sala a esperar la respuesta de su oponente.
Paul Keres, URSS (1916-1975]. «Paul el Segundo» es el triste apodo que consiguió quien probablemente fue la figura más grande y más reconocida internacionalmente del estado báltico de Letonia. Ciertamente, Keres es el único jugador de ajedrez que aparece en los billetes de su país, su imagen está en el billete de cinco kroonis. Otro personaje cuyos años de gloria se interrumpieron por una guerra mundial, Keres, también estuvo a punto muchas veces de clasificarse para el torneo mundial: cuatro veces consecutivas acabó segundo en las rondas clasificatorias. Cuando quedó primero, en el legendario torneo del AVRO de 1938 en los Países Bajos, las negociaciones que debían llevarle a enfrentarse con Alexander Alekhine se interrumpieron por el estallido de las hostilidades en toda Europa.
Estonia ha compartido el sino de las demás naciones bálticas y ha sido objeto de intercambio entre las grandes potencias. Estonia fue invadida por los soviéticos y luego cayó en manos de los nazis. Cuando la Unión soviética recuperó de nuevo Estonia en 1944, Keres fue sometido a un proceso disciplinario por las autoridades, que consideraron que había cometido traición al participar en torneos de ajedrez bajo el dominio alemán. Se le ordenó no interferir en los intentos de Mijail Botvinnik de disputar un torneo por el título contra Alekhine. Cuando en 1948, tras la muerte de Alekhine, que todavía conservaba el titulo, se organizó el torneo por el campeonato del mundo, Keres estaba entre los cinco participantes. Sus terribles resultados frente a Botvinnik en aquella ocasión hicieron pensar a algunos que había recibido presiones oficiales para que colaborara en que Botvinnik consiguiera la victoria.
David Bronstein, URSS (1924). Así como Rubinstein y Keres nunca tuvieron la posibilidad de disputar el campeonato, Bronstein tuvo la corona casi al alcance de la mano. No solo consiguió enfrentarse a Botvinnik en 1951, sino que también consiguió quedar en tablas con el «Patriarca», empatados a cinco victorias y catorce tablas. A tan solo una victoria del título, y a tan solo un movimiento, ya que perdió la partida definitiva al final del torneo, por una maniobra fruto del despiste. Bronstein nunca volvió a disputar el campeonato mundial.
Bronstein fue siempre un jugador tremendamente creativo, y a menudo consiguió posiciones superiores a las de Botvinnik en el torneo que les enfrentó. Fue su falta de técnica lo que le costó cara contra Botvinnik, aunque es posible que hubiera factores psicológicos también muy importantes. Más adelante escribió que solo enfrentarse al «dios» Botvinnik fue tal éxito para él que le resultó difícil mantener el envite. Cuando Botvinnik ganó el primer campeonato nacional soviético, Bronstein era un niño de siete años, y desde 1931 a 1951, Botvinnik dominó como un auténtico rey. Se necesita un coraje muy especial para enfrentarse a tu héroe dela infancia en una confrontación directa.
Viktor Korchnoi, URSS/Suiza (1931). ¿Cómo puede un jugador mantenerse en la élite durante treinta años sin llegar a ser campeón mundial? La vida de Viktor «el Terrible» ha sido un desafío constante. Sobrevivió al asedio de Leningrado, se enfrentó a las autoridades soviéticas hasta que huyó del país en 1976, y sigue desafiando el paso del tiempo y jugando al ajedrez profesional de primer nivel a los setenta y cinco años.
Al contrario que otros nombres de esta lista, Korchnoi tuvo sus oportunidades. Se enfrentó a Anatoli Karpov en tres torneos mundiales consecutivos: en 1974, 1978 y 1981. (El primero se convirtió en un campeonato mundial de facto retrospectivamente, cuando Bobby Fischer se negó a defender su título contra Karpov). Perdió el torneo de 1978 por una sola partida. Fue un torneo cargado de tensión y con muchas interferencias ajenas al tablero. Los soviéticos hicieron todo lo posible para asegurarse de que el «odiado desertor» no consiguiera el título, y Korchnoi no es de los que hacen caso omiso de las provocaciones.
Décadas de excelencia convirtieron a Korchnoi en el mejor jugador que nunca fue campeón del mundo. Tuvo mala suerte, si ése es el término correcto, porque sus años de esplendor coincidieron cuando una estrella ascendente, Anatoli Karpov, ocupaba el centro de la escena.
Acerca de Chigorin: «Un genio del ajedrez práctico que considera un privilegio aprovechar cada oportunidad que se le presenta para desafiar los principios de la teoría moderna del ajedrez: (Wilhelm Steinitz).
Rubinstein según sus propias palabras: «Participo en torneos sesenta días al año; descanso cinco días, y trabajo en mi juego 300 días».
Bronstein según sus propias palabras: «Mi estilo consiste en llevar a mi oponente y a mí mismo a territorios desconocidos. Una partida de ajedrez no es una prueba de conocimientos; es una batalla de nervios».
Korchnoi según sus propias palabras: «Yo no estudio, yo creo».