EL ÉXITO ES EL ENEMIGO DEL ÉXITO FUTURO
Sabemos que la complacencia es un enemigo peligroso. La satisfacción puede llevarnos a relajar la vigilancia, a errores y a oportunidades perdidas. Generalmente, nos interesa curar la enfermedad, Y no únicamente tratar los síntomas, pero en este caso nos encontramos frente a una especie de paradoja. El éxito y la satisfacción son nuestros objetivos, pero también pueden crear pautas de comportamiento que dificulten éxitos y satisfacciones mayores, o incluso errores catastróficos en momentos clave.
El 9 de noviembre de 1985 conseguí el objetivo que había perseguido durante toda mi vida, al convertirme en el campeón del mundo (si tiene sentido hablar de objetivos de toda una vida a lo veintidós años). Las palabras que Rona Petrosian, esposa del anterior campeón mundial, pronunció durante la celebración me dejaron perplejo. «Lo siento por ti ‒dijo‒. El día más importante de tu vida ha acabado». ¡Menudo comentario para una fiesta de celebración! Pero recordé aquellas palabras con frecuencia en los años siguientes.
EL PESO DE ÉXITOS ANTERIORES
Los quince años posteriores supusieron una batalla constante por reforzar mis puntos fuertes y eliminar mis debilidades. Siempre estuve convencido de que si trabajaba al límite y jugaba empleando a fondo mi talento, nadie podría vencerme, y así me sentí hasta el día de ni retirada en febrero de 2005. De modo que ¿cómo fue posible que perdiera contra mi compatriota Vladimir Kramnik en la partida por el título mundial de 2000? Ya hemos examinado ese asunto desde el punto de vista estrictamente ajedrecístico, y sobre el modo en que consiguió elegir el campo de batalla para nuestro enfrentamiento. Sin embargo, aquel error estratégico por mi parte tuvo causas más profundas.
Siempre supe que la psicología desempeña un papel importante en el ajedrez, pero me costó la pérdida del título comprender hasta qué punto. Una de las características más potentes de mi estilo de juego siempre fue la capacidad de adaptarme a los nuevos desafíos, y la estrategia de Kramnik consistió en utilizarlo para vencerme. Pese a sentirme incómodo en la posición a la que me arrastró, seguí creyendo que sería capaz de adaptarme a tiempo para ganar la partida. Siendo realistas, en un torneo de dieciséis partidas solamente, no hay tiempo suficiente para ello. En mi primer torneo mundial, contra Anatoli Karpov, en 1984-1985, no había límite de partidas. Tuve tiempo para adaptarme y recuperarme. En Londres no tendría esa oportunidad.
Debido al momento que atravesaba mi carrera, me resultó difícil darme cuenta de ello. En los dos años anteriores al torneo de octubre e 2000 había jugado el mejor ajedrez de mi vida, contradiciendo a los críticos que predijeron el final de mi reinado cuando estaba a la cabeza de la clasificación. Tenía treinta y cinco años, era una década mayor que la mayoría de mis rivales, y aducían que era demasiado viejo. En 1999 superé mi propio récord, mejoré mi clasificación, y en mitad de una tacha de victorias de un torneo de «Grand Slam», empecé a prepararme para el campeonato mundial. Me sentía capaz de las mayores hazañas frente a un tablero de ajedrez. ¿Cómo consiguió frenarme aquella irritante defensa Berlín de Kramnik?
Mis años de éxitos me habían hecho vulnerable a esa clase de trampas. Cuando me enfrentaba a un nuevo reto, daba por sentado que mis viejos métodos me servirían. Era incapaz de ser consciente de que tenía un problema grave, que mi joven oponente estaba mejor preparado. Cuando, finalmente, me di de bruces con la evidencia durante aquel breve torneo, ya era demasiado tarde y pasé de estar seguro de que me recuperaría a considerarlo imposible. Conseguí presentar batalla hasta el final, pero no fue suficiente. Perdí el torneo sin ganar ni una sola de las quince partidas, y perdí dos.
Mi derrota estuvo causada por un exceso de confianza y autocomplacencia. Incluso mientras sucedía todo aquello, me resultaba difícil creer que aquel antiguo alumno mío fuera capaz de haber preparado el torneo mejor que yo. Quizá no le di suficiente importancia al hecho de que fue uno de mis ayudantes en el torneo mundial que disputé con Viswanathan Anand. Había jugado tan bien y había ganado tantos torneos previos al campeonato de 2000 que no pude concebir siquiera que mi juego tuviera debilidades significativas.
Eso es lo que yo llamo el peso de los éxitos pasados. Vencer crea la ilusión de que todo es perfecto. Es muy fuerte la tentación de pensar solo en el resultado positivo sin considerar el resto de las cosas que no funcionan, o que podían no haber funcionado, durante el proceso. Después de una victoria, lo que queremos es celebrarla, no analizarla. Revivimos mentalmente el momento del triunfo, hasta que nos parece que ocurrió de manera absolutamente inevitable.
En nuestras tareas cotidianas cometemos errores parecidos. El viejo dicho «si no está roto, no lo arregle» debe reservarse para la fontanería, y no influir en absoluto en la manera en que orientamos nuestra vida, ni en casa, ni en el trabajo. Debemos cuestionar el statu quo siempre, especialmente cuando las cosas van bien. Cuando algo va mal, obviamente deseamos hacerlo mejor la próxima vez, pero debemos prepararnos para desear mejorar aunque las cosas nos vayan bien. En caso contrario, nos estancaremos y a la larga seremos derrotados.
COMPETENCIA Y TÁCTICAS CONTRA LA COMPLACENCIA
Los errores debidos a la complacencia adoptan distintas formas. En entornos competitivos como el ejército y el mundo empresarial, casi siempre empiezan por «el negocio va como siempre», mientras nuestro competidor está alcanzándonos y superándonos. Las consecuencias de confiar en la reputación y en la experiencia pasadas pueden ser trágicas.
En 1941, durante los primeros meses de la invasión alemana, las tropas Soviéticas estuvieron a las órdenes de veteranos del Ejército Rojo de la guerra civil, que seguían creyendo en la suma importancia de los caballos. El mariscal Kliment Voroshilov, un protegido de Stalin, empleó las mismas tácticas a base de unidades de caballería muy numerosas, que resultaron muy eficaces contra el Ejército Blanco. No es de extrañar que resultaran totalmente ineficaces para impedir que las divisiones de carros blindados de los nazis rodearan Leningrado. Y lo que es peor, aquello agravó de manera terrible el error que habían cometido los mandos rusos en la Primera Guerra Mundial, tal y como describió un corresponsal de guerra: «Hoy he visto una marea de carne y sangre rusas estrellándose contra un muro de acero alemán».
Los caballos no tenían nada que hacer contra los tanques y la artillería. Las empresas automovilísticas estadounidenses no tenían nada que hacer contra las nuevas técnicas de fabricación y gestión japonesa. En áreas que avanzan constantemente como la tecnología, la reinvención constante es imprescindible. Si ignoramos los progresos de la competencia, podemos acabar como Jorge III, en cuyo diario del 4 de julio de 1776 paradójicamente dice: «Hoy no ha pasado nada importante».
La competencia debe ser la razón principal que nos mantiene motivados. Para mí hubiera sido imposible desarrollar mi potencial sin una némesis como Karpov, que durante toda mi carrera me impulsó hacia delante. Cuando una nueva generación de jugadores de ajedrez emergió en la década de 1990, y Karpov dejó de ser la principal amenaza para mi liderazgo, tuve que centrarme de nuevo en encontrar nuevas fuentes de inspiración. En aquel momento, mi nueva motivación era vencer a la reciente oleada de jóvenes y dotados talentos, algo que pocos campeones mundiales han conseguido hacer durante mucho tiempo.
Otros jugadores tienen sus propios métodos. El sorprendente Viktor Korchnoi ha cumplido los setenta y sigue jugando a primerísimo nivel, y mantiene viva la llama de la competitividad. «Viktor el Terrible» ha tenido una vida difícil y pintoresca, dentro y fuera del tablero. Desertó de la Unión Soviética en 1976, tras pasarse años batallando con las autoridades soviéticas. Tras su huida a Occidente, primero a los Países Bajos y luego a su actual residencia en Suiza, se convirtió en algo más que una espina clavada para los censores soviéticos. El desertor ganaba muchísimos torneos y vencía a los jugadores soviéticos de élite y era muy difícil conseguir que su nombre no apareciera en los noticiarios. En torneos del campeonato del mundo se enfrentó en tres ocasiones a Karpov que era mucho más joven que él, y perdió las tres veces, pero se ganó el título del «mejor jugador que nunca conseguirá el título mundial». Korchnoi ejecutó su venganza, y sigue jugando al ajedrez a nivel competitivo, mientras que Karpov, veinte años menor, lleva mucho tiempo apartado de los rigores de los torneos. ¡Cuando Korchnoi tenía la edad a la que yo me retiré, no había siquiera alcanzado su mejor momento!
Pese al aval de su impresionante trayectoria, Korchnoi siempre se las arregla para jugar como si tuviera que demostrar algo. Desafiar el paso del tiempo no le basta, no se limita a presentarse y mover las piezas. Korchnoi disfruta enseñando a jugadores cincuenta años más jóvenes, que aún tienen cosas que aprender de él. En un torneo de 2004, Korchnoi derrotó al prodigioso gran maestro noruego Magnus Carlsen. Fue el triunfo de un hombre de setenta y tres años contra un chico de catorce.
Korchnoi ha mantenido el ritmo a base de negarse a mirar atrás y contemplar lo que cualquiera consideraría sus días de gloria. Sigue teniendo ilusión por jugar al ajedrez y desea sinceramente batir a su adversario, sin limitarse a jugar lo mejor posible. Para seguir estando alerta en la vida, es esencial conservar ese punto de referencia. En el ajedrez y en otros deportes existen las clasificaciones, los rivales y los torneos, de modo que las cosas parecen claras, pero no basta con eso.
Hemos de ser exigentes con nosotros mismos, crear nuestras propias normas y cumplirlas siempre. Puede parecer paradójico que tengamos que ser los mejores y seguir compitiendo como si fuéramos unos intrusos indefensos. Es tan difícil como cambiar de sistema de trabajo, pero todo el que quiera destacar durante una trayectoria profesional larga comprobará que ambas cosas son necesarias. Pese a ganar ocho medallas de oro en tres olimpiadas, Carl Lewis, a los treinta y cinco años, seguía queriendo más. Para estar en forma de cara a los juegos Olímpicos de Atlanta en 1996, se embarcó en un programa de entrenamientos completamente nuevo, olvidando todo lo que le había funcionado hasta ese momento. Sabía que su edad y las lesiones suponían nuevos desafíos. Consiguió ganar otra medalla de oro y una de plata en Atlanta, y lo hizo porque no tuvo miedo de cambiar un sistema que le funcionaba.
Encontrar el modo de mantener nuestra concentración y motivación es esencial para luchar contra la complacencia. Quizá en el trabajo o en casa no haya un sistema clasificatorio, pero eso no significa que no podamos crear uno. ¿Cómo podemos medir nuestras actuaciones? Desde luego, el dinero es un patrón, aunque un poco cínico. Quizá un «índice de felicidad» o una lista de objetivos extensa y realista, parecida a la que muchos hacemos invariablemente a primeros de año, puede servirnos. Personalmente, dudo que escribir listas compulsivamente haya conducido a nadie a la fama y la fortuna, pero unas pocas listas, ya sean mentales o escritas, sobre lo que nos motiva y lo que realmente valoramos seguramente pueden ayudarnos.
Antes de poder luchar, hemos de saber para qué luchamos. Todo el mundo dice que quiere pasar más tiempo con sus hijos, pero ¿cuánta gente sabe, en términos de horas, el tiempo que pasa realmente cada semana, cada mes? ¿Cuántas horas de trabajo desperdiciamos haciendo solitarios o navegando en la red? ¿Y si las contáramos? Entonces tendríamos un objetivo que alcanzar, una técnica útil para la inmensa mayoría de nosotros, a quienes no nos basta el «sencillamente, hazlo». Anticipándose dos siglos a la agencia publicitaria de Nike, Goethe escribió: «El saber no es suficiente. Es necesario aplicarlo. La voluntad no es suficiente. Hay que hacerlo».
DETECTAR Y SOLUCIONAR LOS ERRORES
Además de la motivación, es necesario detectar las debilidades en nuestro campo, analizar nuestra forma de trabajar, nuestra vida cotidiana, Si somos conscientes de lo negativo, de las peores posibilidades, de las crisis potenciales, podremos trabajar para eliminar esos puntos débiles al momento, y, al hacerlo, mejorará globalmente la calidad de nuestros actos. No podemos esperar que sobrevenga el desastre para introducir cambios. Nuestro lema ha de ser: «Detectarlo y solucionarlo».
En estos últimos años, en el terreno de la política el autoanálisis se ha convertido en norma. El equipo de campaña de Clinton contrató detectives para que desenterraran cualquier secreto inconfesable de su propio candidato, de modo que pudieran desarmar a la prensa y preparar la defensa contra alegaciones futuras. Si no podían evitar el escándalo, al menos podrían anticiparse a él y disponer de un «gabinete de guerra» preparado para una respuesta inmediata.
Concentrarnos en nuestros propios pecados es, desde luego, difícil, igual que es doloroso examinar nuestros defectos y errores. A nadie le gusta revivir complicados reveses, pero a la larga entenderemos que analizarlos es esencial. Descubrir los errores implícitos en nuestros éxitos es aún más difícil. Nuestro ego desea creer que hemos vencido de forma brillante frente a un duro oponente, no que hemos tenido suerte, ni que nuestro rival ha dejado pasar una serie de oportunidades, ni que las cosas podrían haber resultado de otro modo.
Ya hemos visto ejemplos de estrategias erróneas que acabaron en éxitos gracias a buenas tácticas, y viceversa. Saber por qué ganamos es tan crucial como saber por qué perdemos; lo contrario sería desperdiciar un valioso material de análisis. Cuestionar el éxito significa nuevamente plantear la que debería ser nuestra pregunta favorita: ¿por qué? Hay que ser brutalmente objetivos con nuestros triunfos, porque en caso contrario nos deslizaríamos peligrosamente hacia el estancamiento.
«Analizar el resultado» se considera un error muy común. Es decir, asumir que, si las blancas ganaron, es porque jugaron mejor y consiguieron una victoria merecida. Desde luego, el plan de las negras fue erróneo; al fin y al cabo, perdieron. Es extraordinariamente difícil evitar esa actitud, dado que cuando nos sentamos a analizar la partida ya conocemos su resultado final. Todos los movimientos del vencedor nos parecen ligeramente mejores, porque sabemos que al final funcionaron. Incluso grandes autores de textos sobre ajedrez como Aaron Nimzowitsch y Siegbert Tarrasch cayeron en esta trampa. Deseaban que las partidas corroboraran sus teorías y les proporcionaran una descripción lógica para ilustrar conclusiones a las que ya habían llegado.
Cincuenta años antes de que mi generación se enfrentara a ese problema, con la ayuda de la objetividad radical del análisis por ordenador, mi mentor Mijail Botvinnik estableció un sistema para no caer en esa trampa. Analizó a fondo todas sus partidas y publicó todos sus análisis, de forma que el público pudiera examinarlos y criticarlos. La amenaza de una embarazosa corrección pública era mayor que su deseo de parecer infalible, y en sus anotaciones sobre sus propias partidas adoptó una actitud claramente distante.
Confieso que me hubiera ido mejor si hubiera recordado específicamente aquella lección de Botvinnik, cuando empecé a trabajar en mi colección de libros sobre ajedrez a finales de la década de 1990. Una combinación de precipitación editorial y la convicción de que nuestro análisis era mejor que cualquiera de los que lo precedieron, nos llevó a publicar el primer volumen de Mis geniales predecesores, sin pensar demasiado en la atención que los ajedrecistas prestarían al libro, y en lo que esa atención significaría.
El primer volumen apareció en verano de 2003. Mi pormenorizado análisis sobre los cuatro primeros campeones del mundo y sus inmediatos rivales rápidamente provocó el interés de decenas de miles de ajedrecistas de todo el mundo. En la actualidad, eso significa, además, que decenas de miles de ordenadores de ajedrez examinan a fondo todos los movimientos, todas las líneas de análisis. Internet hizo posible que esa extensa red de analistas y críticos de libros se unieran en esta ocasión, y recopilaran y presentaran una impresionante y humillante cantidad de correcciones.
Lidié como pude con el giro que tomaron los acontecimientos, de un modo que hubiera hecho que Botvinnik se sintiera orgulloso de su antiguo pupilo. Insistí en recopilar y realizar nuestro propio análisis de las correcciones, de manera que pudieran incorporarse en ediciones posteriores del libro. De hecho, muchos cambios estuvieron a punto para las traducciones del texto a otros idiomas; por ejemplo, la versión portuguesa, que apareció el año pasado, es mucho más exacta que la primera edición rusa. Al mismo tiempo realizamos nuestro propio análisis, y un proceso de comprobación de la información mucho más riguroso para los siguientes volúmenes, y en este sentido, cada uno de ellos ha sido mejor que los anteriores. El volumen V dedicado a Karpov y Kaspárov, se publicó a principios de 2006 y me enorgullece decir que ha sido muy gratificante que la amplia masa de críticos ansiosos ¡haya guardado silencio!
Esa mejora cualitativa no hubiera sido posible sin la predisposición a aceptar las críticas y la voluntad de actuar en consecuencia. Para mi fue como un reto, no un insulto. A nadie le gustan las críticas, desde luego. Durante mis veinte años en la cumbre del ajedrez profesional soporte un aluvión tanto de acusaciones como de elogios, y siempre existe la tentación de ignorar las primeras y aceptar las segundas. Debemos luchar contra nuestro ego y contra el instinto defensivo para comprender que ciertas críticas son merecidas y constructivas y que pueden resultarnos útiles. No siempre podremos ganar esa batalla, pero es vital que seamos conscientes de que esa batalla existe.
Es muy peligroso intentar evitar las críticas y protegernos de su impacto. Es un desafío no solo para los individuos, también para los negocios y los gobiernos. Una empresa que no sea capaz de responder a las demandas de sus clientes está destinada al fracaso. Una prueba clave de la validez de un gobierno es su capacidad de recibir y responder a las criticas y de mejorar sus métodos y reacciones.
Para cuestionar el éxito, se requiere fortaleza interior para afrontar los errores y aceptar los cambios necesarios. Para poner en práctica esos cambios, es necesaria una fortaleza aún mayor. Como Churchill dijo: «El éxito no es definitivo, ni el error es fatal: lo que cuenta es el coraje para seguir adelante». Ese coraje puede inspirarse en la competencia o en un gran número de factores externos, pero, en último término, debe emanar de nuestro interior.
Vladimir Kramnik, URSS/Rusia (1975)
Mi némesisQuizá es mejor dejar que sea la próxima generación la que escriba sobre el hombre que me arrebató el campeonato del mundo. El remolino de intensas emociones que rodearon nuestro enfrentamiento por el título en el año 2000, y mis siguientes intentos de ganar una revancha contra mi anterior pupilo, dificultan la objetividad. A pesar de todo, fue una figura importante en mi desarrollo personal como jugador de ajedrez y como individuo que toma decisiones, por lo que no puede ser obviado.
Yo fui uno de los primeros en reconocer el impresionante talento de aquel adolescente que ya destacaba en su época de estudiante en la escuela Botvinnik-Kaspárov. Procedía de Tuapse, una pequeña ciudad del mar Negro, pero ni él ni su ajedrez eran pequeños. Apoyé personalmente su participación en el prestigioso equipo olímpico de ajedrez ruso en 1992, desoyendo las objeciones de la prensa y de algunos de nuestros compañeros de equipo, que dijeron que Kramnik era demasiado joven e inexperto para un acontecimiento tan importante. Superó incluso mis mejores expectativas y consiguió ocho victorias y unas tablas. Había nacido una nueva estrella.
Ascendió rápido y pronto se convirtió en uno de los tres mejores jugadores del mundo; un líder de la nueva generación que suplantó a mi antiguo rival Anatoli Karpov. En 1995, le seleccioné para mi equipo de analistas cuando vencí a Viswanathan Anand en el torneo por el campeonato del mundo de Nueva York. Ayudando a mi preparación y análisis, Kramnik aprendió, además, mis costumbres y mis métodos, conocimientos que utilizarla con mucha eficacia cinco años después.
En octubre de 2000, Kramnik pasó de ser mi ayudante a ser mi rival por el título. Nos encontramos en Londres en un torneo previsto para dieciséis partidas. Él había hecho muy bien sus deberes e inmediatamente tomó la iniciativa. Tan solo en la segunda partida ya pulverizó mi línea de defensa con las negras. En sus propias partidas con las negras, Kramnik había concebido una idea brillante, usando una vieja y relativamente impopular defensa con la que supo sacar provecho de mis puntos débiles. Se había convertido en un experto de la intrincada defensa Berlín, algo para lo que yo no tuve tiempo. Consiguió dos victorias contra ninguna, y el resto acabó en tablas.
Kramnik me derrotó en el campeonato del mundo y su siguiente aspiración fue superarme en la clasificación internacional. Pero resultó que el estilo conservador de juego que había perfeccionado para derrotarme no fue tan eficaz en el torneo mundial y los resultados que consiguió apenas se acercaron a su anterior marca. Tras llegar a la cumbre tan fácilmente al principio de su carrera, le resultaba difícil conservar la motivación. Kramnik se mantuvo, y se mantiene en la élite, pero ha sido eclipsado por jugadores más jóvenes y por otros de su generación, aunque conservó su cada vez más devaluado titulo consiguiendo tablas en el torneo mundial de 2004. Solo el tiempo nos dirá si recuperará la forma física y psíquica suficientes para regresar a la cumbre.
Acerca de Kramnik: «[En Londres] Kramnik usó una estrategia muy buena y consiguió que funcionara. No es el primero a quien se le ocurrió contener a Kaspárov en la forma en la que él lo hizo; pero otra cosa muy distinta es, además, ser capaz de hacerlo» (Viswanathan Anand).
Según sus propias palabras: «Hay que tener buena salud, un sistema nervioso potente y hay que odiar perder una partida. Solo así puede que exista una posibilidad de llegar a ser campeón del mundo».