5.
Cálculo

Yo solo preveo un movimiento, pero siempre es el correcto.
JOSÉ RAÚL CAPABLANCA,
tercer campeón del mundo de ajedrez

Quizá la pregunta que me han hecho más a menudo durante todos estos años sea: «¿Cuántos movimientos es capaz de prever?». Es a la vez una pregunta profunda y propia de un ignorante, que se refiere al núcleo del ajedrez, e imposible de responder al mismo tiempo. Es como preguntarle a un pintor cuántas pinceladas da en un cuadro, como si eso tuviera algo que ver con la calidad del mismo.

Como con muchas preguntas de ese tipo, la respuesta honesta es «eso depende», pero ello no ha impedido que la gente preguntara, ni que generaciones de ajedrecistas se inventaran jugosas respuestas. «Tantos como sean necesarios», es una, o «uno más que mi rival». No hay una cifra concreta, ni un máximo o un mínimo. El cálculo en el ajedrez no se basa en uno más uno, sino más bien en descubrir un camino, un mapa que cambia constantemente ante nuestros ojos.

La primera razón de la imposibilidad de reducir el ajedrez a la aritmética radica simplemente en que hay que realizar una cantidad de cálculos enorme. Cada movimiento tiene cuatro o cinco respuestas posibles, más las cuatro respuestas correspondientes a cada movimiento, y así sucesivamente. La ramificación del abanico de las decisiones crece en progresión geométrica. Tan solo cinco movimientos, después de la posición inicial, ya plantean millones de posiciones posibles. La cifra total de posiciones en una partida de ajedrez es más alta que el número de átomos del universo. Ciertamente, la mayoría de ellas no son posiciones realistas durante una partida, pero las inmensas variables del ajedrez podrían mantener ocupada a la humanidad durante varios siglos más.

Son como las predicciones de los meteorólogos: cuanto más alejadas en el tiempo, menos precisos serán los cálculos. Intervienen la incertidumbre y el azar, mientras el número de posibilidades crece de tal modo que es imposible controlarla. La ley de rendimientos decrecientes se pone en marcha en el momento en que hay que invertir más esfuerzo y tiempo para obtener unos resultados cada vez menos definidos.

A menudo oímos calificar ese tipo de error como un error de cálculo. Es mejor definirlo como un tipo de error específico, del que conocemos los elementos pero que nos lleva a una conclusión incorrecta. En el ajedrez, ambos jugadores conocen todos los elementos, si bien en la política eso sería a todas luces imposible. Es asombrosa la cantidad de errores políticos que se siguen cometiendo a partir de presunciones «obvias».

A través de la guerra y la diplomacia, Otto von Bismarck creó el imperio alemán en la segunda mitad del siglo XIX. Tras unificar Alemania, consiguió aislar a Francia y dejar incomunicada a Rusia, mientras se aliaba con Italia y Austria. Estaba convencido de que Rusia y Francia jamás serían aliadas, porque un monarca absolutista como el zar de Rusia jamás se «quitaría el sombrero» para escuchar La Marsellesa, aquel himno nacional que había conducido a tantos reyes a la guillotina.

En 1894, cuatro años después de que el káiser Guillermo II reemplazara a Bismarck como canciller, los franceses firmaron una alianza militar con Rusia. Y cuando una flota de barcos franceses visitó Rusia, el zar no solamente escuchó La Marsellesa, sino que también se quitó el sombrero. Bismarck disponía de toda la información necesaria, pero llegó a una conclusión equivocada y subestimó la creciente necesidad que tenía la economía rusa de los créditos franceses. Sobre todo dio por sentado que el orgullo real superaría a las necesidades financieras; su error tuvo consecuencias que se prolongaron hasta la Primera Guerra Mundial. Bismarck era un gran estratega táctico, pero en ese caso no supo ver esas mismas cualidades en los demás. Se equivocó fatalmente al pensar que sus adversarios cometerían un error que en él era impensable.

EL CÁLCULO DEBE SER PRECISO Y RIGUROSO

Se podría pensar que un juego limitado a un tablero con sesenta y cuatro escaques podría dominarse fácilmente con la capacidad de cálculo de la tecnología informática actual. La refutación de esta hipótesis es la segunda clave para la toma de decisiones adecuadas: la capacidad de evaluar tanto los factores estáticos (permanentes) como los flexibles. El talento para el cálculo no es lo que diferencia a los campeones. El psicólogo holandés Adriaan de Groot, de quien hablaré más adelante, realizó estudios que prueban que cuando los jugadores de élite resuelven problemas ajedrecísticos, de hecho no prevén más allá que otros jugadores menos brillantes. Pueden hacerlo, ocasionalmente, pero ni el talento para hacerlo, ni el hecho de hacerlo bastan para definir la superioridad en el ajedrez. Incluso un ordenador capaz de visionar millones de movimientos por segundo necesita un sistema para evaluar por qué uno es mejor que otro, y es en esa capacidad de evaluación donde los humanos destacan y donde los ordenadores flaquean. No importa hasta dónde podamos prever, si no comprendemos qué es lo que estamos buscando.

Cuando considero un movimiento, no empiezo por agotar todo el abanico de posibilidades. Primero debo considerar todos los elementos de la posición para fijar una estrategia y desarrollar objetivos inmediatos. Debo retener todos esos factores en la mente y luego empezar a calcular las variables, que me permiten saber qué situaciones me son favorables. La experiencia y la intuición pueden guiar este proceso, pero sigue siendo necesario basarse en el cálculo riguroso.

No importa la práctica que tengamos, ni que confiemos profundamente en nuestros instintos, el análisis es esencial. Como dijo Ronald Reagan en otro contexto: «Confía, pero verifica». Las excepciones a las reglas siempre existen, y en todas las disciplinas abundan las situaciones que contradicen nuestro conocimiento intuitivo. Incluso las matemáticas más simples pueden sorprendernos. Recientemente asistí a una cena de gala para unos veinticinco invitados. Durante la conversación nos enteramos de que dos parejas de invitados cumplían años el mismo día, y aquella coincidencia nos pareció fascinante. Pero ¿qué posibilidades hay de que suceda ese tipo de cosas? Tal como señaló otro invitado, y tal como sabe mucha gente, hay un 50 por ciento de posibilidades de que dos personas entre un grupo de veintitrés compartan la misma fecha de cumpleaños, y el hecho de que en nuestro grupo hubiera dos parejas era una posibilidad entre cuatro. Siguió diciéndonos que el porcentaje de posibilidades de que en un grupo hubiera dos personas que cumplieran años el mismo día aumentaba al 99 por ciento con solo 55 personas. Las matemáticas que eso implicaba no son muy complicadas, pero los resultados desde luego contradicen nuestra intuición. No importa lo seguros que estemos de nuestras conclusiones, debemos basarlas en el análisis.

Ese proceso de análisis debe organizarse en función de la eficacia. Cualquiera que haya escrito alguna vez una lista de encargos sabe que la eficacia en el cumplimiento de esas tareas aumenta si se ejecutan según un orden de prioridades óptimo. Mi experiencia me sirve para seleccionar dos o tres movimientos posibles y centrarme en ellos. Normalmente, habrá uno cuya inferioridad me permitirá descartarlo con relativa rapidez. Y a menudo aparecerá otro que ocupará su lugar.

Luego empiezo a desarrollar los tres movimientos a la vez, examinando las respuestas probables y los movimientos consecuentes.

En una partida complicada, ese abanico analítico normalmente nos sirve durante cuatro o cinco movimientos, es decir, cuatro o cinco movimientos para cada jugador, u ocho o diez movimientos en total. (Nosotros les llamamos «medio movimiento», o «ply», como dicen los programadores de ajedrez informático. Un movimiento de las blancas, más la respuesta de las negras, equivale a un movimiento). Excepto en circunstancias especiales, tales como una posición particularmente arriesgada o un momento que consideremos crucial en el desarrollo de la partida, son un tipo de cálculos bastante prácticos y fiables.

Para ser eficaz, ese abanico de decisiones debe reducirse constantemente. Se requiere disciplina mental para moverse de una variación a la siguiente, descartando los movimientos menos prometedores y siguiendo los mejores. Si merodeamos demasiado, perdemos un tiempo precioso y corremos el riesgo de quedar atrapados en la confusión. Además, hay que detectar cuándo debemos detenernos. Puede ser o bien cuando hayamos llegado a una situación satisfactoria, a un camino que claramente es el mejor, o el esencial; o cuando el resultado de prolongar el análisis no compensa el tiempo que empleemos en ello.

IMAGINACIÓN, CÁLCULO Y MI MEJOR PARTIDA

Apelar aquí a la imaginación no contradice la necesidad de disciplina. El cálculo debe guiarse por una suma de creatividad y orden. Las circunstancias y el instinto nos advierten del momento adecuado para romper la rutina. El mejor movimiento puede ser tan obvio que no sea necesario que invirtamos tiempo en elaborar los detalles, sobre todo cuando el tiempo es crucial. Sin embargo, eso raramente sucede, y a menudo, si damos por sentada la obviedad de algo y reaccionamos apresuradamente, cometemos un error. En realidad, lo que deberíamos hacer es romper la rutina tras un análisis más a fondo, y no al revés. Son los momentos en los que nuestro instinto nos dice que hay algo merodeando bajo la superficie, o que hemos llegado a una encrucijada decisiva y se impone un examen más exhaustivo.

Para detectar esos momentos clave, nuestro análisis debe tener en cuenta las pautas y los modelos. Si una de las derivaciones de nuestro análisis empieza a dar resultados sorprendentes, buenos o malos, vale la pena que dediquemos tiempo a averiguar qué es lo que pasa… A veces es difícil explicar exactamente qué es lo que dispara las alarmas de nuestro cerebro, indicándonos que hay algo más que deberíamos averiguar. Lo importante es atender ese timbre de alarma en cuanto suena. Una de mis mejores partidas se resolvió gracias a ese sexto sentido. El escenario era el tradicional y reñido «supertorneo» de Wijk aan Zee en los Países Bajos, y mi contrincante era de nuevo Veselin Topalov, el «luchador búlgaro». Topalov también tuvo parte del mérito, porque para crear una partida de ajedrez bonita son necesarios los dos jugadores. A menos que nuestro rival luche con fiereza y construya una buena defensa, difícilmente tendremos la posibilidad de mostrar nuestras habilidades. La tenaz resistencia de Topalov me obligó a utilizar al límite mi capacidad de cálculo en aquella partida, en la que jugué la combinación más compleja de mi carrera. El tronco central del análisis me permitía calcular hasta quince movimientos, una cifra prácticamente ridícula. No había forma de calcular todas las posibilidades, pero milagrosamente fui capaz de anticipar un golpe definitivo que concluyó la partida.

Más adelante se publicó en Grecia un manual dedicado enteramente a esa partida, y debo admitir que el 90 por ciento de ese análisis no me pasó por la mente mientras jugaba. Una vez detectadas sobre el tablero algunas posibilidades excitantes para atrapar al rey negro, me dediqué a centrarme en su estrategia defensiva más previsible. En un momento determinado, el cálculo me permitió ser consciente de que me encaminaba hacia la cuerda floja, y que cualquier desliz podía ser fatal. Había sacrificado la mitad de mis piezas para sacar a su rey a campo abierto. Analicé más a fondo la imagen mental de la posición, convencido de que tenía que haber algo, y finalmente vislumbré la posición victoriosa, anticipándome quince movimientos.

Fue una proeza de cálculo, pero no hay forma de que la mente llegue tan lejos sin ayuda de la imaginación. La combinación nunca se me hubiera ocurrido si hubiera examinado la posición desde una perspectiva puramente deductiva. No fue producto de un análisis lógico que muestra la conclusión matemática perfecta. Para probarlo, debo decir que al menos una vez deseché el movimiento más enérgico, que más adelante descubrieron otros grandes maestros.

Por otro lado, pese a que para mi acabó bien, mi omisión del mejor movimiento ejemplifica uno de los peligros de centrarse exclusivamente en un objetivo distante. Estaba tan encantado viendo el sol al final del arco iris, que dejé de mirar a mi alrededor mientras avanzaba hasta él. Llegué a convencerme de que un final tan bello debía ser también científicamente correcto, un engaño potencialmente peligroso.

EL HOMBRE MÁS LA MÁQUINA ES MÁS PODEROSO QUE AMBOS

No somos ordenadores y nuestros cálculos nunca serán absolutamente perfectos. Pero si están vinculados a un objetivo y les guía nuestra experiencia y nuestro instinto, normalmente el análisis será correcto. En el mundo de los negocios contamos, además, con la ventaja de trabajar con los ordenadores en lugar de contra ellos. La estrategia humana y la capacidad de evaluación, combinadas con las computadoras como herramienta de cálculo, han reinventado muchas profesiones, desde la contabilidad y la investigación hasta la gestión de recursos. Habiendo alcanzado un progreso tal en casi todos los aspectos de la vida, empecé a preguntarme por qué no era posible contar también con esas bestias de silicona en las competiciones de ajedrez.

El software de ajedrez es excelente para temas de cálculo, precisamente lo que los humanos consideran más difícil. Nuestra calculadora de bolsillo no tiene problema en multiplicar 89 × 97, y programas de ajedrez como Fritz y Junior encuentran con la misma velocidad la solución de complicadas posiciones tácticas. Examinan rápidamente todas las posibilidades en busca del camino que les permita conservar más material. Es un sistema basado en la fuerza bruta, no demasiado elegante, pero de innegable eficacia en posiciones complejas. Cuando empieza a dar problemas es en una planificación a largo plazo y en la fase de maniobras, cuando el camino a seguir aún no está claro. En 1998 se me ocurrió una idea. ¿Y si en lugar de que el hombre juegue contra la máquina, jugaran juntos?

Dicho invento se materializó durante un torneo en León, España, y lo llamamos «ajedrez avanzado». Durante la partida, cada jugador dispone de un PC con su software de ajedrez favorito. Igual que un directivo inspecciona una hoja de cálculo, los humanos se encargan de la estrategia y dejan los problemas de cálculo para los ordenadores. La idea es conseguir jugar al ajedrez al nivel más alto de la historia, sintetizando lo mejor del hombre y la máquina.

El primer experimento, en el que de nuevo me enfrente a Topalov, presentó algunos fallos, sobre todo porque los jugadores no tenían tiempo suficiente para entrar en los ordenadores, pero parecía prometedor. Fue como usar una máquina para combatir, como llevar una especie de armadura. Pude dedicarme a planificar y a localizar los puntos débiles, en lugar de preocuparme por las meteduras de pata.

Se han celebrado otros torneos de ajedrez avanzado, y las partidas han alcanzado muy buen nivel. Ha habido incluso torneos en los que se enfrentaban jugadores en equipo que usaban varias computadoras, sin límites. Por supuesto, yo sigo creyendo en el ajedrez humano, pero incluso un juego tan antiguo puede beneficiarse de un nuevo enfoque de vez en cuando.

Los ordenadores pueden alcanzar un nivel de campeonato en el mundo del ajedrez, pero los seres humanos no corren ningún peligro de ser reemplazados por las máquinas en casi ningún terreno. Las relaciones de negocios, todas nuestras interacciones personales, están basadas en sentimientos y reacciones humanas. Un director no dirige ordenadores, dirige personas. Solo una persona puede entender las debilidades y las tendencias, razón por la cual las computadoras no consiguen buenos resultados en juegos como el póquer, donde el factor humano es muy importante.

Una máquina puede asumir riesgos perfectamente y recordar todas las cartas que hay sobre la mesa sin el menor esfuerzo. Pero ¿cómo puedes enseñar a un ordenador a echarse un farol? Eso significa hacer algo que va en contra de las posibilidades, apostar cuando se tienen malas cartas. Tanto si negociamos con un directivo de Fortune 500 como con un niño de diez años, la experiencia y la intuición son tan importantes como nuestra capacidad para analizar los hechos.

Como todas las habilidades, el cálculo y la imaginación que lo guía, deben usarse con regularidad y al límite si queremos mejorarlas. Muchos ajedrecistas se retiran de posiciones complejas, porque no están seguros de su capacidad de cálculo, y eso acaba convirtiéndose en un destructivo círculo vicioso. Si prescindimos del análisis pormenorizado y nos fiamos solo de nuestros instintos, dichos instintos nunca estarán adecuadamente preparados. Es bueno hacer caso de la intuición, siempre que estemos seguros de que no renunciamos a esforzarnos para saber si nuestro juicio es acertado o no.

Siegbert Tarrasch, Alemania (1862-1934)
Emanuel Lasker, Alemania (1868-1941
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La rivalidad entre dos genios que no pensaban igual

El siglo XX asistió en sus comienzos a una de las grandes confrontaciones en el juego del ajedrez, entre Emanuel Lasker y Siegbert Tarrasch. Por otro lado, dicha rivalidad se extendía más allá de los limites del tablero de ajedrez. Los dos grandes jugadores alemanes tenían ideas esencialmente dispares sobre la naturaleza del ajedrez, y desde luego también sobre la vida. Una anécdota clásica, probablemente apócrifa, describe un intento de poner paz entre ambos antes de que empezara la primera partida del torneo del campeonato del mundo por el que se enfrentaron en 1908, en Düsseldorf. Tarrasch entró en la sala, fue hacia Lasker y dijo: «Para usted, señor Lasker, solo tengo tres palabras: “¡Jaque y mate!”». Desdichadamente para Tarrasch y sus seguidores, desde que empezó la partida no tuvo muchas oportunidades para usar esa frase. Lasker ganó cómodamente, por ocho victorias a tres.

Emanuel Lasker conservó la corona mundial más tiempo que nadie, desde 1894 hasta 1921. Derrotó a Wilhelm Steinitz en un torneo por el título, pese a que los ajedrecistas no les convenció demasiado el juego del joven alemán, porque Steinitz, con casi sesenta años, claramente no estaba en su mejor momento. Durante los cinco años siguientes, Lasker aclaró cualquier duda sobre su valía al vencer en todos y cada uno de los torneos en los que participó con un estilo aplastante.

Lasker tenía un don especial para las matemáticas y realizó varias y perdurables contribuciones en ese terreno. También le interesaban la filosofía y la sociología. Albert Einstein, que conocía bien a Lasker, escribió un irónico prólogo a su biografía póstuma: «Hay pocos hombres que hayan tenido un profundo interés por todos los grandes problemas del hombre, y al mismo tiempo hayan conservado una personalidad tan peculiar». E incluyó, además, de forma destacada, la refutación a un ensayo que Lasker había escrito sobre la teoría de la relatividad.

Para Lasker el ajedrez era por encima de todo una batalla psicológica entre dos voluntades humanas. Como solemos decir, jugaba contra el hombre, no contra el tablero. Se dio cuenta de que los errores eran inevitables y que la victoria sería para el jugador que presionara más y resistiera mejor las presiones. Sus adversarios le acusaron de optar intencionadamente por movimientos de calidad inferior, porque sabía que les distraían. Lo cual es exagerado, pero sus partidas demuestran que estaba dispuesto a cambiar su estilo por otro que desestabilizara más a su oponente.

La suma de su profunda comprensión de la psicología y sus numerosas dotes ajedrecísticas permitieron a Lasker jugar a un nivel muy alto hasta los sesenta años. Aunque perdió el título contra el genio cubano José Raúl Capablanca en 1921, Lasker consiguió quedar primero en uno de los torneos más importantes de su época, en 1924 en Nueva York, superando al campeón Capablanca y al futuro campeón Alexander Alekhine.

Siegbert Tarrasch es conocido sobre todo por sus textos memorables y sus comentarios chistosos, pero el buen doctor fue capaz de medirse con los dos primeros campeones mundiales, Steinitz y Lasker, y fue un duro rival para ambos. Para ser justos, hay que decir que también les iba a la zaga en importancia, en cuanto a la evolución y la enseñanza del juego. Sus libros y sus artículos atrajeron al ajedrez a una generación de jugadores, y fue muy apreciado por su dogmático estilo pedagógico, mucho más de lo que lo sería hoy día.

Como Steinitz, cuyas lecciones expuso, Tarrasch intentó poner orden en el caos sobre el tablero. En sus escritos establece concretas líneas de acción por las que el juego debe guiarse, y siempre estuvo dispuesto a castigar por escrito a quien se atreviera a romper esas reglas. En sus notas sobre una partida escribió: «Es más fácil encontrar una excusa por la pérdida de una pieza que por no entender el espíritu de la partida». ¡Acusó de tal modo al poderoso maestro inglés J.H. Blackburne, cuando habían llegado tan solo al octavo movimiento! Al cabo de unos pocos movimientos, antes de una jugada bastante débil por su parte, Tarrasch afirmó: «Los movimientos débiles siguientes tienen como causa única la confusión que me ha creado Blackburne con su endeble juego».

Es una especie de paradoja que alguien con una mente tan dogmática tuviera alma de innovadora. Su estilo de juego conseguía ser brillante y, mientras afianzaba su profesión como médico de cabecera, consiguió, además, estar entre los tres o cuatro mejores jugadores del mundo durante casi veinte años. Una permanencia en la cumbre tan prolongada hubiera sido imposible sin capacidad de adaptación.

Acerca de Lasker: «Ninguno de los grandes jugadores ha sido tan incomprensible para la mayoría de los aficionados e incluso para los maestros como Emanuel Lasker» (José Raúl Capablanca).

Según sus propias palabras: «En el tablero de ajedrez, las mentiras y la hipocresía no sobreviven mucho tiempo. La combinación creativa deja desnuda la presunción de la mentira; un hecho implacable que culmina con un jaque mate, y contradice al hipócrita».

Acerca de Tarrasch: «Finísimo, siempre siguió sus propias normas. A pesar de su devoción por su método, supuestamente científico, su juego a menudo era ingenioso y brillante» (Bobby Fischer).

Según sus propias palabras: «El ajedrez, como el amor, como la música, tiene el poder de hacer feliz al hombre».

Tarrasch enseña conocimiento. Lasker enseña sabiduría: (Fred Reinfeld).