La táctica consiste en hacer algo cuando hay algo
que hacer; la estrategia consiste en saber qué hacer cuando
no hay nada que hacer.
SAVIELLY GRIGORIEVICH TARTAKOWER
Para efectuar los movimientos adecuados hay que saber qué andamos buscando, qué pretendemos. Ningún análisis, por exhaustivo que sea, puede darnos la respuesta a esa pregunta. Tal como hemos visto, el objetivo del ajedrez es bastante simple: ganar la partida. Para conseguir la victoria establecemos estrategias de juego y escogemos el camino adecuado para alcanzarla. Las palabras «estrategia» y «tácticas» suelen usarse de forma indistinta, sin tener en cuenta las diferencias importantes que existen entre ambas.
Mientras que la estrategia es abstracta y está basada en objetivos a largo plazo, las tácticas son concretas y consisten en seleccionar el movimiento adecuado para cada momento. Las tácticas deben tener en cuenta las condiciones y basarse en la oportunidad, siempre en función del ataque y la defensa. Si no sacamos partido inmediato de una oportunidad táctica, el desarrollo de la partida se volverá en contra nuestra casi con total seguridad. Llegados a ese punto, hay que tener en cuenta, además, el factor «movimiento único», el único que nos salvará de la derrota. En la literatura ajedrecística existe incluso un símbolo especial para diferenciar un movimiento cuando es absolutamente esencial. Ni malo, ni bueno, ni fácil, ni difícil, simplemente indispensable para evitar el desastre.
Si nuestro oponente comete un error grave, puede surgir de pronto una táctica ganadora que nos permita conseguir nuestro objetivo. Imaginemos un partido de fútbol para el que los jugadores se han estado entrenando durante meses, les han enseñado estrategias complejas y planes de juego. Pero si el portero del equipo contrario resbala sobre la hierba, dejarán a un lado la estrategia y dispararán a puerta sin dudarlo, una reacción puramente táctica.
El jugador táctico está en su elemento cuando tiene que reaccionar ante las amenazas, y medir las oportunidades sobre el terreno de juego. Su problema es cómo avanzar cuando no hay movimientos claros, cuando es necesario actuar y no reaccionar. Savielly Tartakower, ajedrecista polaco de gran maestría y agudeza, decía bromeando que ésa era la fase «nada que hacer» de la partida. En realidad, es la que separa a los aspirantes de los finalistas.
En el ajedrez estamos obligados a mover; no existe la opción de ceder el turno cuando no sabemos qué hacer. Para un jugador sin visión estratégica, esa obligación puede convertirse en una carga. Incapaz de diseñar un plan si no se enfrenta a una crisis inmediata, es posible que él mismo provoque la crisis, y probablemente solo conseguirá poner en peligro su propia posición. Hemos aprendido de Tigran Petrosian que la inactividad vigilante es una estrategia viable en el ajedrez, pero el arte de la espera fructífera requiere una habilidad consumada. ¿Qué hacemos exactamente cuando no hay nada que hacer?
Llamamos a dichas fases «juego posicional», porque nuestra meta es mejorar nuestra posición. Debemos evitar debilitarnos, debemos encontrar pequeñas fórmulas para mejorar la situación de nuestras piezas, y atender a los pequeños detalles, sin perder en ningún momento la perspectiva global. Puede que las posiciones pasivas fomenten cierta apatía, y ésa es la razón por la cual los maestros de la posición, como Karpov y Petrosian, eran letales. Siempre estaban alerta y aceptaban encantados largos períodos de inactividad en el tablero, si ello significaba obtener una pequeña ventaja, y luego otra. Al final, sus rivales se quedaban sin la posibilidad de realizar ningún movimiento válido, como sobre un terreno de arenas movedizas.
En la vida no existe esa obligación de moverse. Si no tenemos a mano un buen plan, podemos ver la televisión, seguir con nuestros asuntos como siempre y creer que la ausencia de noticias es una buena noticia. Los seres humanos son capaces de inventar fórmulas brillantes para pasar el tiempo sin crear nada en absoluto. Entonces es cuando destaca el verdadero estratega, quien descubre un método para progresar, para fortalecer la posición y prepararse para el inevitable conflicto. Porque el conflicto, no debemos olvidarlo, ES inevitable.
La paz reinaba en la mayor parte de Europa al empezar el siglo XX, y los criterios políticos de los movimientos pacifistas empezaban a calar en los parlamentos europeos. Entretanto, Alemania se preparaba para la guerra y equiparaba su potencial naval, incitada a ello en algunos casos, al británico. La responsabilidad de este último estaba en manos de un hombre, el almirante John (Jackie) Fisher.
Gran Bretaña llevaba más de un siglo gobernando los mares literalmente, y en 1900, los políticos y los líderes militares británicos daban por hecha esa superioridad. Pero el almirante Fisher insistió en modernizar la Royal Navy, construyó los primeros acorazados gigantescos y fomentó la fabricación de submarinos, que otros camaradas del Almirantazgo consideraban traicioneros, o, peor aún, «poco británicos».
Fisher, cuya beligerante personalidad no servía para los asuntos de Estado, tuvo que presionar incansablemente para poder llevar a cabo su programa de modernización en tiempo de paz. En 1910 se retiró, agotado por las batallas políticas más que por las navales. Winston Churchill volvió a llamarle cuando estalló la Primera Guerra Mundial en 1914, y pese a que sus diferencias sobre la campaña de los Dardanelos provocaron la dimisión de Fisher un año después, los años que dedicó a la renovación resultaron muy valiosos.
Hoy día los historiadores consideran a Jackie Fisher como a uno de los almirantes británicos más importantes, cuyas contribuciones más decisivas tuvieron lugar sin disparar un solo tiro. Era un estratega que sabía que no tener nada que hacer no significa no hacer nada.
LAS TÁCTICAS DEBEN RESPONDER A UNA ESTRATEGIA
Cada vez que realizamos un movimiento, debemos tener en cuenta la respuesta de nuestro oponente, nuestra respuesta a su respuesta, y así sucesivamente. Una táctica es el motor de una serie de reacciones en cadena, una secuencia de movimientos forzosa que arrastra a los jugadores a un viaje emocionante. Uno analiza las posiciones tan a fondo como puede, calcula decenas de variables, cientos de posiciones. Un solo desliz y estaremos fuera de combate.
Podemos compararlo a un operador de bolsa, que debe optar por comprar o vender decenas de veces en un mismo día. Examina las cifras, intenta analizarlas al máximo, y toma la mejor decisión posible en el plazo de tiempo disponible. Cuanto más tiempo emplee, mejor decisión tomará, pero mientras piensa, la oportunidad de decidir pasa.
Las tácticas implican cálculos muy difíciles para el cerebro humano, pero, si conseguimos reducirlas, son la parte más sencilla del ajedrez, y también la más trivial comparada con la estrategia. Son respuestas forzosas, planificadas, son básicamente una serie de enunciados del tipo «si… entonces», con los que un programador informático se maneja cómodamente. «Si él consigue mi peón, yo moveré mi caballo a c5. Luego si él ataca mi caballo, yo sacrificaré mi alfil. Luego, si…». Por supuesto, para cuando llegamos al quinto o sexto «si», nuestros cálculos tienen un nivel de complejidad muy alto, debido a la ingente cantidad de movimientos posibles. La posibilidad de cometer un error aumenta cuantos más cálculos anticipados pretendamos.
Todos tomamos nuestras decisiones basándonos en una combinación de análisis y experiencia. El objetivo es hacernos conscientes de ese proceso y poder mejorarlo. Para conseguirlo, debemos ampliar nuestra visión para evaluar las consecuencias más trascendentes de nuestras decisiones tácticas. En otras palabras, necesitamos la estrategia para que las tácticas mantengan el rumbo.
UN EJEMPLO QUE SIEMPRE RESULTA ÚTIL
En marzo de 2004 pronuncié una conferencia titulada «Materializar nuestro potencial» ante un público de ejecutivos de la estación de vacaciones suiza Interlaken. Recientemente se había celebrado el centenario del famoso primer vuelo de los hermanos Wright, en Kitty Hawk, Carolina del Norte, y escogí a los hermanos Wright y su famoso invento para ejemplificar los riesgos de la falta de visión estratégica. Cientos de ingenieros murieron en el intento de inventar una máquina voladora, pero Orville y Wilbur consiguieron planear y subir por primera vez en la historia.
Y, sin embargo, nunca creyeron que el aeroplano sería más que una novedad y un deporte. La comunidad científica norteamericana compartía esa idea, una forma de pensar que no tardaría en colocar a Estados Unidos en una posición de desventaja en el negocio de la aviación. Los hermanos Wright no fueron capaces de detectar el potencial de su invento, y fueron otros quienes exploraron la posibilidad de volar con fines militares y comerciales.
Para terminar la fábula con una broma, comenté que hoy día no volamos en aviones Wright. América necesitaba a alguien que combinara la visión empresarial con la destreza técnica, y ese hombre fue William Boeing. Aquel nombre tan familiar fue recibido con una carcajada de aprobación por parte del público, y más adelante descubrí que era un ejemplo más clarificador de lo que yo creía. Más que un mero estratega, Boeing era, además, un hombre táctico y creativo.
En 1910, la revista Scientific America escribió que quien afirmara que el avión podía revolucionar el mundo «cometía la más disparada de las exageraciones». En aquella época, William Boeing ni siquiera sabía volar y vivía en Seattle, Washington, lejos de la Costa Este, la sede principal de las investigaciones aeronáuticas. Boeing, que había abandonado las clases de ingeniería de Yale, no tenía los conocimientos técnicos de los hermanos Wright. Lo que tenía era visión del potencial del vuelo y capacidad para desarrollar una estrategia y materializarla.
Boeing detectó el potencial antes que el mercado, y entendió que la especialización tecnológica era la base indispensable para las compañías de ese nuevo sector. Para llevar a cabo su idea de una compañía aeronáutica comercial de éxito, tuvo que superar varias dificultades técnicas. Convencido de que la tecnología se adecuaría a su visión antes de que él se arruinara, Boeing no se limitó a esperar a que sucediera e invirtió todos sus ahorros. Estrategia: tecnología mejor. Táctica: hizo construir un túnel de viento en una universidad local que pudiera proporcionarle los ingenieros que necesitaba.
En 1917, el ejército norteamericano se preparaba para intervenir en la Primera Guerra Mundial. Necesitaban aviones, y Boeing disponía de un nuevo diseño que creía que podían usar. El problema era que la armada probaba los nuevos aviones en Florida, a más de tres mil kilómetros, demasiado lejos para la capacidad de vuelo de aquellos pequeños aviones. Boeing sabía que aquella oportunidad era crucial y en una brillante maniobra táctica, desmontó sus aviones, los empaquetó como si fueran pizzas y los envió al otro extremo del país.
Aquel éxito modesto le permitió seguir unos cuantos años más, mientras su infatigable fábrica de aviones producía también barcos, y lo crean o no, muebles. Siguió contratando a los mejores ingenieros e invirtiendo en investigación. Cuando la distribución del correo, más el transporte de viajeros, unidos al sensacional vuelo París-Nueva York de Charles Lindbergh, crearon un auténtico boom, Boeing y su tecnología punta estaban preparados para dominar la industria.
Poco después, aquel mismo año, participé en dos convenciones de negocios en Brasil y tuve la oportunidad de añadir dos capítulos a esta historia. Brasil tiene su propio «padre de la aviación», el inventor Alberto Santos-Dumont, que pilotaba artefactos «más pesados que el aire» antes que los hermanos Wright. Sus audaces hazañas y su extravagante personalidad le convirtieron en el hombre seguramente más famoso de la tierra en 1900, pero hoy día apenas nadie le recuerda. La fama perdida de su héroe nacional me brindaba una comparación entre Santos-Dumont y el renombrado Boeing, ideal para el público brasileño. Aparte de un utópico sueño de paz mundial, resultado de sus viajes por todo el mundo, a Santos-Dumont apenas le interesaban las implicaciones de sus inventos. Le horrorizaba la utilización bélica de los aviones, algo que supuestamente contribuyó a su suicidio en 1932.
Si la estrategia representa el fin, la táctica representa el medio. Boeing puso incontables tácticas y maniobras ingeniosas al servicio de su plan a largo plazo. Una vez establecidas claramente las metas y los objetivos intermedios, podremos establecer las tácticas potenciales y medir las variables en contra. Cuanto más a menudo lo hagamos, más fácil resultará, e incorporaremos nuestros objetivos estratégicos a nuestro análisis táctico. Reaccionaremos con más rapidez y con mayor precisión al mismo tiempo, dado que la velocidad siempre es esencial.
EL PROBLEMA DEL TIEMPO: UN CÍRCULO VICIOSO
El peor enemigo del estratega es el reloj. El problema del tiempo, como lo llamamos en ajedrez, lo reduce todo a meros reflejos y reacciones, a juego táctico. Cuando no disponemos de tiempo suficiente para evaluar correctamente la situación, la emoción y el instinto nublan nuestra visión estratégica. Ni siquiera la intuición más certera puede funcionar sin ajustar el cálculo. De repente, una partida de ajedrez puede parecerse mucho a un juego de azar.
El 4 de marzo de 2004, durante una partida crucial del torneo de Linares en España, mi cronómetro corría. El torneo más importante del año se acababa y yo estaba en el segundo puesto. Si ganaba aquella partida, quedaría empatado con el primero. Según el reloj, me quedaban diez minutos y en el tablero se gestaba una tormenta. Jugaba contra el astro búlgaro Veselin Topalov, el campeón mundial de la FIDE del momento, y me encontraba en una posición de doble filo. Había levantado una gigantesca ofensiva contra su rey y, confiando en mi aplastante poder en esa parte del tablero, me lancé al ataque.
Vislumbré un desarrollo prometedor, pero no encontré la manera de concretar mis cálculos; ambas partes disponíamos de demasiadas posibilidades. Ocho minutos. La situación parecía favorable y mi intuición me decía que tenía que salir bien. Fui a por ello y entonces le tocó sudar a Topalov, que demostró estar muy preparado. Se defendió bien y me creó nuevos problemas, que tenía que resolver en el poquísimo tiempo que me quedaba. Ambos jugamos deprisa, por instinto, utilizando las manos casi tanto como el cerebro. Cuatro minutos.
Un momento, ¿ha sido erróneo su último movimiento? Debido a su temperamento combativo, Topalov atacó en lugar de defender. Para seguir atacando, tuve que sacrificar una pieza, lo que me dejó con una grave desventaja material. Si mi envite fracasaba, ya no había marcha atrás posible y perdería la partida. El corazón me dio un brinco y sentí una descarga de adrenalina. Supe que tenía el golpe definitivo al alcance de la mano. Con un salto de mi caballo, descubrí una forma de atacar a su rey con mi torre que parecía demoledora. ¿Cómo mover el caballo? ¿A la casilla c4 o a la c6? ¿Hacia delante o hacia atrás? Dos minutos.
Me estrujé el cerebro considerando las alternativas a toda velocidad, e intenté prever los mejores movimientos de ambas partes, imaginando las variaciones más alucinantes. Visualicé cómo responder a sus posibles defensas, si aquí, entonces allí, si eso, entonces aquello. Anticipé cuatro movimientos, cinco, seis… no había tiempo para analizar con suficiente profundidad y tener una seguridad completa. Un minuto.
Espera, ¡parece que moverse en retirada es optar por la derrota! Con calma, desplacé el caballo a la casilla siguiente, y supe que había perdido la oportunidad. Topalov reaccionó rápidamente y protegió a su rey. Solo quedaban unos segundos y lo único que yo podía hacer era obligar a su rey a ir hacia delante y hacia atrás; no había forma de asestar un coup de grâce. La partida acabó en tablas por repetición, nadie gana; nadie pierde. Yo me quedé hundido en la silla, ¿había dejado escapar la victoria? Después de una cacería tan excitante, mi presa había escapado. Acabé el torneo empatado en un amargo segundo puesto, y preocupadísimo porque mi intuición me había abandonado en un momento tan crucial.
Resultó que había desplazado el caballo a la casilla equivocada. El análisis demostró que moverlo hacia atrás, a e4, en la dirección «errónea», lejos del rey enemigo, me hubiera proporcionado una posición de ataque más ventajosa. Yo había considerado aquel movimiento en mis cálculos, pero creí que su reina pondría en jaque a mi rey retirándose a posiciones defensivas. Cuando se acabó la partida, Topalov sugirió que, para ganar, tenía que haber movido el caballo a e4, a lo que yo repliqué: «Sí, ¿pero y si la reina hace jaque en c1? Me miró atónito, y su mirada hizo que de pronto me diera cuenta de que ese movimiento hubiera sido ilegal, la reina no puede desplazarse al c1 nunca. Una alucinación total. Por ironía, o quizá simplemente por crueldad, el movimiento de la victoria hubiera eliminado una pieza vital para la defensa, exactamente el tipo de estrategia objetiva que yo hubiera seguido con toda naturalidad, si hubiera tenido tiempo de calcularla previamente.
Lo más preocupante de aquel error fue que el cálculo táctico rápido y decisivo siempre ha sido uno los puntos fuertes de mi juego. Siempre me sentí seguro de mi capacidad para analizar los conflictos mejor que mis oponentes. Cuando me llegaba el momento de asestar el golpe letal, mi adversario raramente escapaba.
Me fui de Linares con una crisis de confianza en mi mismo. Claro que nadie consigue el ciento por ciento en todos los exámenes, pero, aun así, aquello era preocupante. A mis cuarenta años, era bastante mayor que el resto de mis rivales, casi todos en la veintena y algunos todavía adolescentes. Si la edad me estaba jugando una mala pasada y mis tácticas se debilitaban, ¿cuánto tiempo me quedaba para estar en la cima? Antes de regresar al tablero, debía analizar cuidadosamente mi juego, centrándome en mis habilidades tácticas.
Visto en retrospectiva, el verdadero problema no fue el error que cometí por falta de tiempo. Como demostraron posteriormente otros resultados positivos, mis facultades seguían funcionando bien. La razón del error fue que me obsesioné con el límite de tiempo; últimamente no había jugado mucho, estaba oxidado y me faltó capacidad de decisión y confianza en mis propios cálculos. Empleé unos minutos preciosos en volver a comprobar decisiones que debería haber ejecutado rápidamente. Los mejores planes y las tácticas más complejas pueden fracasar por falta de confianza.
UNA ESTRATEGIA BUENA PUEDE FRACASAR POR UNA MALA TÁCTICA
Algunos de mis libros preferidos son de Winston Churchill. Su tenacidad, que algunos consideraban tozudez, teñía todas las facetas de su carácter. Su plan de campaña militar en los Dardanelos durante la Primera Guerra Mundial, la misma que motivó la dimisión del almirante Fisher, acabó siendo uno de los mayores desastres militares de la historia británica. Y, sin embargo, veinticinco años después fue capaz de comprender que, en esencia, su idea era correcta, y tuvo el coraje de intentar poner en práctica su plan otra vez.
En 1915, Churchill, entonces primer lord del Almirantazgo, convenció al gabinete y a los aliados británicos de atacar Gallípoli, situada en el corazón del Imperio otomano, y crear una línea de abastecimiento para Rusia que forzara a los alemanes a abrir otro frente. Los barcos y las tropas abandonaron el Mediterráneo, eso fue lo que irritó a Fisher, y se trasladaron al estrecho de los Dardanelos, un punto estratégico que separa Asia de la zona europea de Turquía.
Al principio, los ataques navales surtieron efecto, pero ahí se acabaron las buenas noticias para Inglaterra. Cuando las tropas llegaron, se pusieron a las órdenes de Sir Ian Hamilton, que prácticamente desconocía la situación sobre el terreno. Le ayudaban dos mandos más, aunque ninguno controlaba totalmente la operación. Una tras otra, todas las tácticas fracasaron y las tropas británicas sufrieron cuantiosas pérdidas contra la elaborada defensa de los turcos, cuya victoria final fue liderada por el coronel Mustafá Kemal, conocido más adelante como Atatürk, el fundador de la República de Turquía al acabar la guerra.
Finalmente, los británicos se retiraron habiendo perdido doscientos mil hombres y tres buques de guerra. Aquel humillante desastre le costó a Churchill su puesto en el Almirantazgo, aunque volvieron a llamarle inmediatamente después del estallido de la Segunda Guerra Mundial. En 1941, cuando la Alemania nazi atacó a la Unión Soviética, Churchill se dio cuenta de que los aliados se enfrentaban a un problema parecido al de 1915. Los soviéticos estaban muy mal pertrechados, igual que Rusia al principio de la Primera Guerra Mundial. Una de las primeras acciones anglosoviéticas, en julio de 1941, fue ocupar Irán para asegurar una línea de suministros y comunicación por tierra con los soviéticos. (Si la guerra era larga, las comunicaciones navales del norte resultarían insuficientes).
En octubre, los aliados empezaron a abastecer a los soviéticos, básicamente tal como Churchill había planeado en 1915. Enviaban mensualmente trescientas mil toneladas de alimentos, municiones y otros suministros esenciales, algo que en 1945 resultó vital para el esfuerzo de guerra de la Unión Soviética. Churchill había comprendido que el fracaso de la campaña de Gallípoli no significaba que estuviera basado en un razonamiento erróneo. No importa si los resultados son buenos o malos, debemos analizar las causas con todo rigor.
En ajedrez, hay muchos casos de buenas estrategias que fallan por malas tácticas, y viceversa. Un simple descuido puede hacer fracasar la idea más brillante. Incluso son más peligrosos a la larga, los casos de malas estrategias que triunfan gracias a una buena táctica, o simplemente debido a la buena suerte. Eso puede funcionar una vez, pero raramente se repite. Por eso es tan importante cuestionar las victorias con tanto rigor como se cuestionan las derrotas.
Pablo Picasso acertó cuando dijo con su estilo típicamente elíptico: «Los ordenadores no sirven para nada. Solo son capaces de proporcionarnos respuestas». Lo importante son las preguntas. Las preguntas, y descubrir cuáles son las acertadas, cuáles son la clave para mantener el rumbo. Nuestras tácticas, nuestras decisiones cotidianas, ¿están basadas en objetivos a largo plazo? La marea informativa amenaza con nublar nuestra estrategia, asfixiarla con detalles y cifras, cálculos y análisis, reacciones y tácticas. Para disponer de tácticas eficaces, hemos de contar con una estrategia poderosa, por un lado, y con los cálculos adecuados, por otro, y ambos requieren visión de futuro.
Paul Morphy, EE.UU. (1837-1884)
Wilhelm Steinitz, Imperio austriaco (1836-1900)
Los padres fundadoresEl edificio del ajedrez moderno se asienta sobre dos pilares, Morphy y Steinitz. El primero abrió el camino con una brillantez sin precedentes; el segundo estableció cómo debía hacerse y codificó dicho método en un sistema para que otros pudieran aprender. El juego de Morphy y las partidas y los textos de Steinitz trasladaron al ajedrez del turbulento período romántico a los principios lógicos de la era moderna.
Parece absurdo sugerir que un solo jugador pueda causar un impacto tan grande en un juego tan antiguo y en tan solo un año. Y, sin embargo, entre 1857 y 1858, el norteamericano Paul Morphy creó un legado que alteró el paisaje del ajedrez para siempre. Aquel adinerado joven de Nueva Orleans llegó al mundo del ajedrez únicamente porque cuando terminó sus estudios de leyes, aún no tenía la edad para ejercer como abogado. Rápidamente superó a los mejores jugadores de Estados Unidos, pero la verdadera competición se jugaba al otro lado del Atlántico.
El viaje de Morphy a Europa puede compararse con las leyendas de los grandes conquistadores. Aquel joven de veintiún años pulverizó a los grandes jugadores de la época, uno detrás de otro. Incluso el renombrado jugador alemán Adolf Anderssen sufrió una sonada derrota. La destreza atacante de Anderssen era tal que dos de sus mejores partidas consiguieron un nombre propio: «la Partida Inmortal» y «la Partida Perenne», y su belleza sigue dejando atónitos a los ajedrecistas de hoy día cuando la descubren por primera vez. Y, sin embargo, no fue capaz de casi nada contra el eficaz juego de Morphy. (Howard Staunton, el anciano maestro británico, evitó prudentemente enfrentarse con Morphy frente al tablero).
Morphy regresó a Estados Unidos convertido en un héroe. No es extraño, pues fue el primer norteamericano que consiguió esa preeminencia mundial. Aunque el título oficial del campeonato del mundo tardó treinta años en tener reconocimiento oficial, no hay duda de que Paul Morphy era el rey del ajedrez.
Su reinado fue trágicamente breve. Morphy nunca consideró que el ajedrez fuera una verdadera profesión para un caballero sureño, y tras volver de Europa no volvió a jugar seriamente al ajedrez jamás. Se distraía durante las partidas, el derecho le decepcionó, y nunca destacó en ninguna de las dos disciplinas. Su ambivalencia durante la guerra civil agravó sus problemas de salud mental, que empeoró progresivamente en sus últimos años. Con razón llaman al gran Morphy «el orgullo y la vergüenza del ajedrez».
¿Cómo lo hizo? ¿Cómo es posible que un hombre tan joven, nativo de un país donde no existía competición de primer nivel, humillara tan fácilmente a los mejores jugadores del mundo? El secreto de Morphy, y probablemente ni él mismo lo sabía, era su comprensión del juego posicional. En lugar de dirigirse directamente al ataque, como dictaban las normas en aquella época, Morphy se aseguraba primero de tenerlo todo preparado. Comprendió que el ataque hacia la victoria solo debía emprenderse desde una posición fuerte, y que una posición carente de debilidades no podía ser derrotada.
Desgraciadamente, no nos dejó ningún plan, ningún texto que explicara su método. Morphy se adelantó tanto a su época que cuando se retiró los románticos volvieron a dominar la escena, como si no hubieran aprendido nada. Tuvo que pasar un cuarto de siglo para que se redescubrieran y se formularan aquellos principios fundamentales sobre el desarrollo y el ataque.
Debemos ese redescubrimiento a Wilhelm Steinitz. Nacido en Praga, que en aquella época formaba parte del Imperio austriaco, Steinitz jugaba al ajedrez con un estilo similar al de sus contemporáneos que fue mejorando progresivamente desde los inicios de su carrera. Practicaba un juego especulativo y esforzado, y apenas tenía en cuenta aspectos como la solidez y la defensa. Sus osados ataques le convirtieron en un jugador famoso, al que apodaban «el austríaco Morphy».
Steinitz se trasladó a Inglaterra, donde vivió durante veinte años antes de conseguir la nacionalidad norteamericana. Su manera de pensar y de jugar se transformó poco a poco. Los prolongados intervalos entre torneos le permitieron analizar y estudiar, mientras escribía una popular columna sobre ajedrez y participaba en exhibiciones. En 1870, Steinitz empezó a desarrollar sus teorías sobre defensa, puntos débiles y juego estratégico. Ésa es la línea divisoria que separa la historia del ajedrez, el periodo anterior y posterior a Steinitz.
Steinitz tenía la inmortalidad garantizada con sus contribuciones teóricas, que, además, le sirvieron para ponerlas en práctica y triunfar en el tablero. En 1866 venció a Johann Zukertort, un agresivo jugador de la vieja escuela romántica, en lo que hoy se recuerda como el primer campeonato del mundo oficial. Aunque perdió las primeras cuatro partidas, al final Steinitz y sus principios se impusieron. Le tomó la medida a su adversario, hizo los reajustes necesarios y consiguió nueve victorias y una sola derrota más. Zukertort fue incapaz de comprender cómo Steinitz le había ganado sin recurrir a ningún espectacular ataque. Al fin y al cabo, ¿no era así como se suponía que había que ganar?
Cuando Steinitz cedió su corona a Emanuel Lasker en 1894, una nueva generación de jugadores habla absorbido perfectamente las lecciones de Steinitz. Todos los campeones nos reconocemos deudores de sus teorías y sus principios. El juego ha seguido evolucionando, pero fue Steinitz, inspirado por Morphy, el primero en rescatar el juego del océano y trasladarlo a tierra firme.
Acerca de Morphy: «La maestría de Morphy en el juego abierto no conoce rival hasta el día de hoy. La magnitud de su importancia se hace evidente ante el hecho de que, después de Morphy, no se ha aportado ninguna novedad sustancial en este terreno. Todos los jugadores, desde el principiante hasta el maestro, se ven obligados en la práctica a recurrir una y otra vez a las partidas del genio americano» (Mijail Botvinnik).
Según sus propias palabras: «Al contrario que otros juegos cuyo único fin y objetivo es el lucro, (el ajedrez) cuenta con el aprecio de los sabios por el hecho de que las batallas sobre el tablero se libran únicamente por honor. Es eminente y categóricamente el juego del filósofo. Dejemos que el tablero suplante a la mesa de juego, y la moralidad de la comunidad mejorará de forma evidente».
Acerca de Steinitz: «La trascendencia de las enseñanzas de Steinitz radica en que demostró la naturaleza lógica y claramente definida, en la que se asienta por principio el ajedrez» (Tigran Petrosian).
Según sus propias palabras: «El ajedrez es difícil, exige esfuerzo, serias reflexiones y ferviente investigación. Solo la crítica honesta e imparcial nos conduce a la victoria».