3.
Estrategia

El hombre que sabe cómo tendrá trabajo siempre.
El hombre que, además, sabe por qué siempre será su jefe.
RALPH WALDO EMERSON

TRIUNFAR A LA VELOCIDAD QUE SEA

El fútbol y en menor medida el hockey fueron los deportes espectáculo con los que crecí en Rusia. El fútbol, mundialmente conocido como el «juego maravilloso», es también uno de los más sencillos en lo que a las reglas se refiere. Solo con ver unos cuantos partidos se aprende cómo jugar. Algunos amigos míos han intentado explicarme el béisbol y el fútbol americano, experiencia que me ha llevado a preguntarme si la total simplicidad del auténtico fútbol es la razón de su falta de popularidad en Estados Unidos. (Aunque, como suele decirse, quizá la verdadera razón es que en el fútbol hay pocas oportunidades para las pausas publicitarias).

Por muy simple que sea el fútbol, las estrategias del juego son profundas y complejas. El objetivo obvio es marcar goles e impedir que tu adversario haga lo mismo. La mejor forma de conseguirlo, sin embargo, se puede discutir hasta el infinito. Si tu adversario nunca marca, según la lógica, nunca puedes perder. Algunos, como los brasileños, emplean otros métodos para obtener el mismo resultado y marcar más goles que el contrario.

Imaginemos que aprendemos a jugar al ajedrez con un manual al que le faltan páginas. Nos dirá cómo organizar el tablero y cómo mover y capturar las piezas del enemigo, pero no dirá nada sobre el jaque mate, ni sobre el final de la partida. Quien aprenda con ese libro, aprenderá a calcular y sabrá cómo maniobrar, pero no conseguirá mayores metas. Sin un objetivo, el juego carecerá de sentido.

Según un viejo dicho de ajedrez, «un mal plan es mejor que ningún plan», y es más brillante que cierto. Cada paso, cada reacción, cada decisión deben formar parte de una estrategia claramente aprendida. En caso contrario, solo será posible decidir lo más obvio, sin estar seguros de que realmente va a resultar provechoso. Eso es algo especialmente importante dado el acelerado ritmo del mundo actual.

A lo largo de mis treinta años como ajedrecista profesional hemos pasado de investigar a un adversario a base de pasar días sumergidos en libros y periódicos mohosos, a ser capaces de conseguir todos y cada uno de los movimientos de su carrera en unos segundos con un PC. Las partidas de los torneos solían tardar meses en aparecer en las revistas especializadas. Hoy día cualquiera puede acceder a las partidas en tiempo real por internet.

Las implicaciones de la revolución de la información son mucho más profundas que la mera practicidad. Con más datos disponibles y a mayor velocidad, la habilidad de manejar esa información ha de ser también más rápida. Una partida se juega en Moscú, e instantáneamente está a disposición del análisis del mundo entero. Una idea que tardó semanas en desarrollarse, otros pueden imitarla al día siguiente, de manera que inmediatamente todo el mundo debe conocerla y prepararse para ella.

Esta aceleración ha afectado también al juego en sí mismo. En 1987 disputé un torneo de «ajedrez rápido» a seis partidas, sobre un escenario en el Hipódromo de Londres, contra el británico Nigel Short, que me desafiaría en el campeonato del mundo seis años después. Fue el primer campeonato serio de ese tipo, con un ritmo de juego realmente acelerado. En aquellas partidas rápidas, disponíamos únicamente de veinticinco minutos cada uno para hacer todos nuestros movimientos, algo realmente muy distinto del ajedrez tradicional, cuyas partidas llegan a durar siete horas.

Me entrené muchísimo para esa nueva limitación temporal y descubrí que aun así era posible desarrollar ideas profundas, a pesar de la imposibilidad de calcular con detenimiento cada movimiento. En lugar de un estudio concienzudo de una posición, debíamos fiarnos más del instinto. Parece lógico pensar que en el ajedrez rápido los planes detallados y los objetivos estratégicos son secundarios, incluso que se prescinda de ellos en favor del cálculo rápido y la intuición. Incluso diría que eso es exactamente lo que hacen muchos jugadores. Si no te gusta planificar durante una partida de siete horas, probablemente prescindirás totalmente de ello en una partida rápida. Pero los cálculos de los jugadores de mayor éxito, a cualquier velocidad, se asientan firmemente sobre una estrategia planificada. Lejos de ser opuestos, es posible que el análisis más efectivo sea el más rápido si obedece a un orden estratégico.

Si jugamos sin objetivos a largo plazo, nuestras decisiones se convierten en exclusivamente reactivas y nos vemos jugando el juego de nuestro oponente, no el nuestro. Mientras saltamos de una cosa nueva a la siguiente, acabamos por perder el rumbo, impelidos por lo que tenemos delante, en lugar de por los logros que necesitamos.

Tomemos como ejemplo la campaña presidencial norteamericana de 1992, la que llevó a Bill Clinton a la Casa Blanca. Durante las primarias demócratas, parecía que cada día traía un nuevo escándalo que, con toda seguridad, destruiría la candidatura de Clinton. El equipo de campaña reaccionaba inmediatamente frente a cada nuevo desastre, pero no se limitó a reaccionar. Se aseguró de que todos los comunicados de prensa hicieran hincapié también en el mensaje de su candidato.

Las elecciones generales frente al presidente Bush siguieron un esquema parecido. Ante cada ataque, el equipo de Clinton respondía con una defensa que, además, volvía a centrar el debate en su propio mensaje —con la frase que ya se ha hecho famosa «¡es la economía, estúpido!»—, reforzando constantemente su propia estrategia. Cuatro años antes, por el contrario, al candidato demócrata Michael Dukakis le desconcertó completamente la táctica agresiva de su rival. La gente solo le oía defenderse a sí mismo, en lugar de exponer su propio mensaje. El equipo de Clinton de 1992 sabía que no se trataba únicamente de responder con rapidez, sino de que sus respuestas fueran acordes con su estrategia global. Antes de ser capaces de seguir una estrategia, sin embargo, hay que desarrollarla.

EL FUTURO DE LAS DECISIONES QUE TOMAMOS EN EL PRESENTE

El estratega empieza con un objetivo para un futuro lejano y trabaja retrocediendo hasta el presente. Un gran maestro hace los mejores movimientos porque están basados en lo que quiere que suceda en el tablero, después de unos diez o veinte movimientos. Para ello no es necesario que calcule las incontables variables de veinte movimientos. Evalúa cuál será el resultado de su posición y establece una meta. Luego va paso a paso hasta conseguir su propósito.

Esos objetivos intermedios son esenciales. Son los ingredientes necesarios para crear las condiciones favorables para nuestra estrategia. Sin ellos, estaremos intentando construir una casa empezando por el tejado. Demasiado a menudo señalamos un objetivo y nos dedicamos a él, sin tener en cuenta los pasos necesarios para alcanzarlo. ¿Qué condiciones deben cumplirse para que nuestra estrategia sea un éxito? ¿Qué debe cambiar y qué podemos hacer para introducir esos cambios?

Mi instinto, o el análisis, me dicen que una posición determinada encierra un ataque potencial al rey de mi adversario. Entonces, en lugar de dirigir todas mis fuerzas a atacar al rey busco los objetivos que debo conseguir para llevarlo a cabo con éxito; por ejemplo, debilitar la protección alrededor del rey del oponente, canjeando una pieza defensiva esencial. Primero debo saber qué objetivos tácticos me ayudarán a conseguir mi propósito de atacar al rey y solamente entonces empiezo a planear exactamente cómo conseguirlos, y a considerarlos movimientos concretos que me conducirán a la consecución del éxito. De lo contrario, trazaré un plan osado y simplista con pocas posibilidades de éxito.

En la segunda ronda del torneo Corus de 2001 en los Países Bajos jugué contra Alexei Fedorov de Bielorrusia, uno de los jugadores teóricamente con menos posibilidades. Era el torneo más importante en el que Fedorov había participado, y la primera vez que nos enfrentábamos en un tablero. Desde el primer momento dejó muy claro que no tenía intención de mostrar ningún respeto por el honorable entorno, ni por su adversario.

Fedorov renunció rápidamente a una apertura de juego estándar. Si lo que jugó contra mí respondía a algún nombre, ése debía de ser «ataque a sangre y fuego». Ignorando el resto del tablero, lanzó todos sus peones disponibles contra mi rey desde el principio. Yo sabía que un ataque tan salvaje y mal preparado solo tendría éxito si yo metía la pata. Sin perder de vista a mi rey contraataqué por el otro lado o flanco, y por el centro del tablero, una zona crucial que él había descuidado por completo. Enseguida fue obvio que su ataque era completamente superficial y, después de veinticinco movimientos tan solo, se retiró de la partida.

Reconozco que no tuve que hacer nada especial para anotarme una victoria tan fácil. Mi rival jugó sin una estratégica sólida que, finalmente, le llevó a un callejón sin salida. Lo que a Fedorov le faltó, fue preguntarse desde el principio qué condiciones debían darse para que su ataque triunfara. Decidió que quería cruzar el río y se metió directamente en el agua, en lugar de buscar un puente. También es conveniente señalar que confiar en que el competidor cometa un error grave no es una estrategia viable.

COHERENCIA Y ADAPTABILIDAD NO SON CONTRADICTORIAS

Tener una meta y unos objetivos es el primer paso; mantenerlos y no perder el rumbo es el siguiente. La historia militar está llena de ejemplos de mandos, que en el campo de batalla se han lanzado a la acción olvidando la estrategia. Tal como los documentos históricos y William Shakespeare nos dicen, las fuerzas francesas estaban rodeadas por los ingleses en Agincourt en 1415, cuando la caballería francesa ordenó disparar una salva de lanzas a larga distancia para provocar una carga descontrolada. Cuando el adversario pone las cosas difíciles, uno se siente tentado a detectar la falsedad de su razonamiento, a recoger el guante, a aceptar el desafío. Por supuesto, eso es exactamente lo que él quiere, y es la razón por la que se deben frenar ese tipo de impulsos. Si uno tiene ya decidida una buena estrategia, ¿porqué abandonarla por algo que conviene al adversario? Eso requiere un autocontrol firme, ya que las presiones para cambiar pueden ser tanto internas como externas. Nuestro ego desea probar que podemos batirle en su propio terreno y hacer callar a los críticos tanto presentes como potenciales.

Antes de empezar las partidas por el campeonato del mundo contra Nigel Short, mi equipo y yo decidimos que, para enfrentarse al impetuoso inglés, lo mejor era una táctica de maniobra. Short era un peligroso atacante muy bien preparado y con una línea de juego muy agresiva, y aunque ésa era también mi mejor baza, pensamos que con un juego más lento tendríamos ventaja. Nuestro análisis puso de manifiesto lo incómodo que se sentía Short en un juego más pasivo.

Las blancas mueven primero en ajedrez, y ello les proporciona una ligera ventaja que es comparable, aunque menos evidente, a disponer del servicio en el tenis. Con el primer movimiento, se puede controlar mejor el tempo y la dirección de la partida. Para prepararnos contra Short, diseñamos un repertorio de apertura con las blancas que evitara las variaciones de doble filo preferidas por él. Para ello seleccioné un desarrollo de líneas lento de la honorable apertura Ruy López, famosa por sus maniobras posicionales. El nombre proviene de un sacerdote y ajedrecista español del siglo XVI, y se conoce con el sobrenombre de «la tortura española» por su eficacia demoledora. (Mencionar a Ruy López de Segura permite hacer referencia a la importancia capital de los jugadores españoles en las primeras etapas del ajedrez en el mundo occidental. Gracias a la ininterrumpida popularidad de la apertura que lleva su nombre, que muchos llaman simplemente «la española», López es el más famoso de los llamados «padres fundadores». Era uno de los jugadores más potentes de su tiempo, al que le preocupaban sobre todo las cuestiones prácticas. López analizó los escritos y las partidas de su predecesor, el italiano Damanio. ¡Aportó, además, consejos prácticos, como, por ejemplo, colocar el tablero de forma que el sol diera en los ojos del rival!).

Gané tres de las cuatro primeras partidas que me permitían controlar el torneo, previsto para veinticuatro partidas. Gané mis dos partidas con las blancas, utilizando aquel estilo de maniobra lenta, y muchos se preguntaron si cambiaría a variaciones más agresivas para intentar batir a mi rival mientras le tuviera contra las cuerdas. Según esa opinión, Short se tambaleaba y quizá aquél era el momento de cambiar de marcha para sorprenderle.

Realicé un cambio, pero no de estrategia. Usé mi ventaja para poner a prueba su defensa, buscando sus puntos débiles. Pronto conseguí dos victorias más, manteniendo mi táctica de apertura tranquila con las piezas blancas.

Seguir fiel a una táctica cuando se gana parece sencillo, pero es fácil confiarse demasiado y quedar atrapado por los acontecimientos. Es imposible conseguir el éxito a largo plazo, si permitimos que las reacciones alteren el plan.

JUEGA TU PROPIA PARTIDA

Dos ajedrecistas potentes pueden tener estrategias muy distintas en la misma posición que pueden resultar igualmente eficaces; aparte de aquellas posiciones en las que existe una única y obligada táctica ganadora. Cada jugador tiene su propio estilo, su propia manera de resolver los problemas y de tomar decisiones. Una clave para desarrollar estrategias de éxito es ser consciente de las propias fuerzas y debilidades, saber lo que uno hace bien.

Dos figuras de escuelas de ajedrez con criterios opuestos llegaron a ser campeones del mundo. Mijail Botvinnik confiaba en la autodisciplina rigurosa, el trabajo duro y el rigor científico. Su rival, Mijail Tal, fomentaba su propia fantasía y creatividad desenfrenada y apenas se preocupaba ni de su salud, ni de una preparación metódica. Es ya famosa la frase de Thomas Edison: «El éxito es un uno por ciento inspiración, y un noventa y nueve por ciento transpiración». Esa fórmula funcionó realmente para Edison y para Botvinnik, pero nunca le hubiera servido a Tal, ni desde luego a Alexander Pushkin, el padre de la literatura rusa moderna. El amor de Pushkin por exprimir la vida, por el juego y los amoríos, era parte del talento que creó una de las obras más importantes en lengua rusa.

Tigran Petrosian, otro histórico campeón mundial, perfeccionó el arte de lo que en ajedrez llamamos «profilaxis». Profilaxis es la técnica del juego preventivo. Reforzar tu posición y eliminar las amenazas antes de que se materialicen. Petrosian se defendía tan bien que eliminaba el ataque de su oponente antes de que empezara, quizá incluso antes de que pensara en él. En lugar de atacar, Petrosian organizaba una defensa perfecta que dejaba a sus rivales frustrados y expuestos a cometer errores. Estaba atento a la oportunidad más insignificante, y explotaba esos errores con una precisión despiadada.

Me gusta definirle como un auténtico héroe del «ajedrez pasivo». Desarrolló una política de «pasividad vigilante» que mostraba cómo vencer sin pasar directamente a la ofensiva. En términos generales, la estrategia de Petrosian consistía en buscar primero la ocasión en sus oponentes, y luego eliminarles. Solo cuando su posición era invulnerable, empezaba a examinar sus propias posibilidades. Esa táctica de comportarse como un objeto inamovible fue muy eficaz para él, pero muy pocos jugadores podrían imitar ese estilo paciente y defensivo.

Cuando jugué con Petrosian en los Países Bajos en 1981, yo tenía dieciocho años y Petrosian cincuenta y dos. Estaba deseoso de vengarme de la derrota que me infligió a principios de aquel año en Moscú, cuando desarrollé una espectacular posición de ataque que me explotó en la cara. En aquella época, creí que había sido un accidente, pero luego volvió a sucederme. Cada vez que aparentemente mi ofensiva le hacía pedazos, él realizaba tranquilamente un pequeño ajuste. Todas mis piezas pululaban alrededor de su rey y yo estaba convencido de que asestar el golpe definitivo solo era cuestión de tiempo. Pero ¿dónde estaba ese golpe? Empecé a sentirme como un toro que persigue al torero por toda la plaza. Exhausto y frustrado cometí un error, y luego otro, y finalmente perdí la partida. Algo parecido sucedió en la copa del mundo de fútbol que se disputó en España un año después. El estilo defensivo del catenaccio italiano venció al jogo bonito al ataque de los brasileños. A veces la mejor defensa es la mejor defensa.

Durante los dos años posteriores igualé nuestro tanteo profesional, venciendo dos veces a Petrosian con un estilo posicional tranquilo, parecido al estilo del propio Petrosian. Atribuyo ese exitoso cambio de enfoque al consejo que me dio el hombre que le arrebató el titulo mundial a Petrosian en 1969, Boris Spassky. Antes de volver a jugar contra Petrosian, apenas un año después de las derrotas descritas anteriormente, hablé con Spassky que participaba como yo en un torneo en Yugoslavia. Me dijo que la clave estaba en presionar pero solo un poco, constantemente. Spassky me dijo algo inolvidable: «¡Apriétale las pelotas, pero solo una, no ambas!».

Las experiencias personales de Spassky contra Petrosian se desarrollaron con un patrón parecido a las mías. Primero luchó por el campeonato del mundo de 1966 contra Petrosian, que le derrotó tras una dura pelea. Desarrolló su juego con la creencia, errónea, de que Petrosian no tenía una línea de ajedrez al ataque porque carecía del talento para ello. Spassky asumió todos los riesgos posibles, pero descubrió que el astuto campeón del mundo repelía brillantemente todos sus ataques.

Tres años después, Spassky demostró que había aprendido la lección y se mostró mucho más respetuoso con el talento de Petrosian. En su enfrentamiento de 1969 jugó de un modo mucho más equilibrado y acabó ganando. Mis dos primeras derrotas me infundieron un profundo respeto por las habilidades de Petrosian, y por el arte de la defensa en el ajedrez. Pero también me di cuenta de que aquél no era mi estilo. Siempre quise estar en el lado del atacante y mis tácticas de juego así lo reflejaban. Uno debe ser consciente de sus limitaciones y también de sus mejores cualidades.

Mi estilo de juego agresivo y dinámico va acorde con mi fuerza y mi personalidad. Incluso cuando me veo obligado a defender, busco constantemente una oportunidad para conseguir una ventaja y contraatacar. Y cuando paso a la ofensiva, no me contento con victorias modestas. Prefiero el ajedrez enérgico y duro, donde las piezas vuelan sobre el tablero y donde pierde el jugador que comete el primer error. Otros jugadores, incluido el hombre a quien derroté en el campeonato del mundo, Anatoli Karpov, son especialistas en acumular pequeñas ventajas. Arriesgan poco y se conforman con mejorar lentamente su posición hasta quebrar al adversario. Pero todas esas estrategias —defensiva, dinámica, de maniobra— pueden ser muy eficaces en manos de alguien que las entienda bien.

En los negocios tampoco existe una única estrategia mejor. En las 500 mejores compañías según Fortune, hay directivos arriesgados que coexisten con los conservadores. Puede que el 50 por ciento de las decisiones de un directivo sean idénticas a las de cualquier hombre de negocios competente, igual que muchos movimientos del ajedrez son obvios para cualquier buen ajedrecista, sea cual sea su estilo. Es el otro 50 por ciento, o incluso ese 10 por ciento más complicado, el que marca la diferencia. Los mejores líderes valoran los desequilibrios concretos y el factor clave de cada situación, y pueden elaborar una estrategia a partir de dicha valoración.

El directivo de Nokia, Jorma Ollila, convirtió la compañía finlandesa en líder de la telefonía móvil con un estilo poco ortodoxo e incluso caótico, que contradecía constantemente lo convencional. Exigía que los directivos de élite intercambiaran los trabajos, el personal de investigación y desarrollo trataba directamente con los clientes y el responsable de diseño de la compañía telefónica comparó una vez su gestión con la improvisación de una banda de jazz cuando tocan todos juntos.

Un estilo tan libre y dinámico podría no tener tanto éxito en otro tipo de industria, o en otro país, o con otro directivo. Durante décadas, IBM basó su negocio en una reputación conservadora, incluso anquilosada. En el mundo de la maquinaria de oficina eso significaba fiabilidad, algo mucho más importante que el estilo para los clientes de IBM. Todos los meses aparecían nuevos modelos de teléfonos móviles, mientras IBM vendía y revisaba las máquinas cada cinco o incluso cada diez años. Desde el punto de vista de sus clientes, ese conservadurismo era una virtud.

NO SIEMPRE SE PUEDE ESCOGER EL CAMPO DE BATALLA

No se llega a campeón del mundo sin ser capaz de jugar con estilos distintos si es necesario. A veces te ves obligado a luchar en un territorio desconocido; no puedes salir corriendo cuando no se dan las condiciones que te gustan. La capacidad de adaptación es fundamental para el éxito.

Ocasionalmente, incluso puedes cambiar de estilo a propósito para coger desprevenido a tu oponente, pese a que eso siempre entraña el peligro de que el cazador acabe cazado. A mí me compensó emplear esa técnica en el torneo por el título mundial de 1995 de Nueva York contra el astro indio Viswanathan (Vishy) Anand. A mitad del torneo, empatados a una victoria cada uno, abandoné mis tácticas favoritas por una temible denominada Dragón Siciliano, una defensa que nunca había utilizado en una partida importante.

No fue un cambio al azar; varios factores contribuyeron a que optara por el Dragón. Este conduce a una partida cerrada, en la cual las blancas deben optar por la fórmula más agresiva posible, para tener una mínima oportunidad de conseguir una ventaja. Al verlo, Anand se sorprendió y supo que lo había preparado exhaustivamente. Además, según algunas averiguaciones, Anand tenía muy poca experiencia con el Dragón, y se sentía más incómodo contra ésa que contra cualquier otra línea de apertura directa. Si optaba por arriesgarse en las variaciones principales, sabía que le esperaba algo muy desagradable. Pero fue incapaz de reaccionar, hizo un juego insulso y perdió dos veces.

Napoleón Bonaparte utilizó con éxito durante su legendaria carrera esa habilidad para adaptarse a las circunstancias. Era famoso por usar el factor sorpresa en el campo de batalla, sobre todo porque seguía presionando y atacando, cuando parecía que estaba estancado. Pero también era capaz de hacer uso de esa fama para atacar y tender una trampa a sus enemigos.

Napoleón planeó la batalla de Austerlitz de 1805 retirando a sus fuerzas de una posición excelente, y dejando de forma intencionada que el ejército del zar ruso avanzara y viera que las débiles posiciones francesas se batían en retirada. El joven zar Alejandro decidió que aquélla era su oportunidad para la gloria, y preparó un ataque en todos los frentes, exactamente lo que Napoleón quería. Había congregado refuerzos en secreto en aquella zona que hizo creer indefensa a los rusos, y derrotó a las huestes del zar en un solo día.

Aquello no fue únicamente un truco inteligente que dio resultado. Primero, Napoleón se dio cuenta de que le superaban en número y que una operación directa no sería suficiente. Sabía que su oponente era joven e impulsivo y ansiaba la gloria. También sabía que nadie creería que el gran Napoleón retrocedía de una posición de forma voluntaria. Napoleón combinó estratégicamente todos esos factores y obtuvo una gran victoria. Mijail Kutuzov, el general ruso tuerto, fue la única voz a favor de la prudencia, pero el zar hizo caso omiso de sus advertencias. Sin embargo, incluso un zar puede aprender de sus errores. Siete años después, la Grande Armée de Napoleón avanzó sobre Moscú en lo que los rusos llamamos la Guerra Patriótica de 1812. En aquella ocasión, Alexander escuchó a Kutuzov y optó por la táctica de acosar a las fuerzas francesas y jugar una partida expectante. Moscú ardió por los cuatro flancos, pero al final Napoleón se vio forzado a una retirada desastrosa.

Yo me vi obligado a adaptarme en mi trayectoria hacia el campeonato del mundo de 1983. Yo era una estrella emergente de veinte años, frente a Viktor Korchnoi de cincuenta y dos, dos veces finalista al título mundial, y que hoy día sigue jugando al ajedrez de primer nivel a los setenta y cinco años. Tal como era de esperar, el veterano controló el tempo en las primeras fases de nuestro enfrentamiento clasificatorio a doce partidas. Ganó la primera partida y, en consecuencia, impidió que me colocara en una posición de ataque frontal, como las que a mí me gustaban.

En lugar de insistir en frustrados intentos de cambiar las características de la partida, decidí seguirle la corriente. En vez de hacer movimientos directos, que yo creía que definían mi estilo, jugué de la forma más sólida posible, aunque eso me llevara a una posición más estática. Aquello me liberaba de la presión psicológica de intentar forzar la situación en cada partida, y pude dedicarme sencillamente a jugar al ajedrez. Korchnoi me obligó a jugar en su terreno, pero una vez que fui consciente de ello y capaz de adaptarme, luché y vencí.

Gané las partidas 6 y 7 para tener la iniciativa, cuando Korchnoi decidió cambiar las tornas. En la partida 9 cambió a un estilo táctico de juego agresivo, intentando sorprenderme. Pero había perdido la batalla en su terreno, no fue capaz de realizar una transición eficaz para luchar en el mío, y sufrió una devastadora derrota. Esa experiencia de adaptación en plena batalla me resultó extremadamente útil cuando tuve que repetirla, bajo condiciones aún más desfavorables, contra Karpov en nuestro enfrentamiento por el campeonato mundial del año siguiente.

Cualquiera que haya leído a Darwin sabe que la incapacidad de adaptación casi siempre tiene consecuencias fatales. La historia americana nos proporciona un ejemplo clásico. En 1755, George Washington era ayudante de campo voluntario del ejército británico, enfrentado a las fuerzas francesas e indias. Los británicos apenas hicieron nada por adaptarse a la guerra de guerrillas que practicaban sus enemigos. El general Edward Braddock fue un caso trágicamente típico. Alineó a sus casacas rojas británicas en hileras perfectas en campo abierto para que dispararan descargas minuciosamente organizadas hacia el bosque, mientras los francotiradores indios, a cubierto, les mataban uno detrás de otro. Únicamente cuando durante aquella batalla catastrófica mataron al propio Braddock, los pocos hombres que quedaban pudieron retirarse, guiados nada menos que por Washington.

Menos calamitosa es la historia de la Enciclopedia Británica, cuando se enfrentó a la era de los ordenadores. Quizá el sello más conocido entre los libros de referencia, su primer error garrafal fue tardar demasiado en ofrecer sus productos en CD-ROM. Al fin y al cabo, ¿quién querría reemplazar esos preciosos libros por una versión informatizada? Todo el mundo, como sabemos hoy. Eso permitió que Encarta de Microsoft y otros se hicieran con una enorme cuota de mercado, mientras que los vendedores de enciclopedias en papel se quedaban con una reducida fracción de las ventas.

Luego llegó internet con su clientela potencial por todo el mundo. La Enciclopedia Británica cobraba el acceso, en un momento en el que todo el mundo lo ofrecía gratis, consiguiendo un beneficio bastante escaso. Pocos años después, el auge del puntocom cayó en picado, algo que recuerdo perfectamente debido a mi primera experiencia con mi propio portal de ajedrez. El mercado publicitario online se derrumbó, justo cuando la Enciclopedia Británica había decidido por fin permitir el acceso gratuito. Hicieran lo que hiciesen, siempre avanzaban en sentido contrario a los cambios.

¿Cuál es la razón de esa serie de debacles de la Enciclopedia Británica? Cuando llegó el momento de pasar del soporte impreso al digital, estaban en una posición claramente arcaica. El fracaso de su estrategia con internet es muy complejo. Anticiparse demasiado a tu entorno puede ser tan malo como ir por detrás de tus competidores. En lugar de confiar en la enorme ventaja de la marca, intentaron anticiparse a un mercado nuevo e impredecible, y en todas las ocasiones acabaron luchando en un campo de batalla perdido.

CAMBIAR A MENUDO LA ESTRATEGIA ES LO MISMO QUE NO TENER ESTRATEGIA

El cambio puede ser esencial, pero solo debe realizarse con mucha atención y por una causa justificada. Perder puede persuadirnos para cambiar lo que no hace falta cambiar, y ganar puede convencernos de que todo va bien, aunque estemos a un paso del desastre. Si tendemos a culpar del fracaso a la táctica, y la cambiamos constantemente, carecemos absolutamente de táctica. Solo cuando el entorno cambia radicalmente, debemos considerar un cambio de principios.

Debemos movernos en una línea estrecha entre la flexibilidad y la consistencia. Un estratega debe tener fe en su estrategia, el coraje de seguirla y mantener la mente atenta para realizar un cambio de rumbo cuando sea necesario. Los cambios deben analizarse con cuidado, y cuando se efectúan deben ser decisivos. El éxito raramente se analiza tan detenidamente como el fracaso, y siempre atribuimos rápidamente las victorias a nuestra superioridad, en lugar de a las circunstancias. Cuando las cosas van bien, es más importante, si cabe, cuestionarlas. El exceso de confianza conduce al error, a la sensación de que nada es lo bastante bueno.

En una de las partidas más tensas de mi vida, mi rival cayó por perder la confianza en sus propios planes. En 1985 me vi atrapado de nuevo en otra batalla contra mi eterno enemigo, Anatoli Karpov. Era la partida final de nuestro segundo torneo por el campeonato del mundo, y yo le aventajaba por un punto. Él tenía la ventaja de las piezas blancas, y, si ganaba, empataba la partida y conservaba el título tres años más.

Desde el principio jugó con agresividad y consiguió una espectacular posición de ataque contra mi rey. Luego vino la decisión fundamental, o completar el ataque desplazando su peón contra mi rey, o ser prudente y seguir preparándose. Creo que ambos sabíamos que aquél era el momento crucial de la partida.

Karpov decidió no avanzar y perdió su oportunidad. Tras dedicar los primeros veinte movimientos del juego a preparar un ataque directo, tuvo miedo y perdió la oportunidad. De pronto yo estaba en mi elemento natural, contraatacar en lugar de defender. La partida se complicó a mi favor, no al de mi rival, y me fui a casa con una victoria que me convirtió en el campeón del mundo.

Cuando llegó el momento del mate, Karpov hizo un movimiento acorde con su estilo prudente, pero no con una exigencia de victoria a toda costa. Su estilo personal chocó con la estrategia de juego adecuada, y perdió el rumbo.

En un revelador texto, posterior a la partida crucial que le costó el campeonato del mundo, después de que Karpov casi impidiera por completo la apertura con su peón del rey reconoció que en los momentos clave su estilo no servía para las posiciones agresivas que creaba. Aprendió y se adaptó, y se mantuvo cerca de la cumbre durante muchos, muchos años, porque enseguida reconoció que necesitaba cambiar.

Hemos de saber qué preguntas hacer y hacerlas a menudo. ¿Han cambiado las condiciones de tal modo que requieren un cambio de estrategia, o basta con un pequeño reajuste? ¿Han cambiado los objetivos por algún motivo? Evitemos el cambio por el cambio.

También debemos evitar que el rival nos distraiga de la estrategia que hemos trazado. Si empleamos una estrategia potente y efectiva, ya sea ganando terreno en el tablero de ajedrez o en la cuota de mercado en el comercio global, la competencia intentará ponernos la zancadilla para que abandonemos. Si nuestros planes funcionan y nuestros conocimientos tácticos son buenos, solo pueden vencernos si les ayudamos.

Contra una estrategia sólida, las tácticas de distracción resultarán ineficaces o insuficientes. Si son insuficientes, podemos y debemos ignorarlas y seguir el camino trazado. Si son tan radicales como para apartarnos del camino, probablemente contendrán algún fallo, a menos que nosotros hayamos cometido errores. A menudo el rival está tan ansioso por obligarnos a cambiar de rumbo, que debilita fatalmente su posición al intentarlo.

Una interesante consecuencia colateral de mis años de éxito fue que algunos de mis adversarios optaron por emplear variaciones poco ortodoxas para que nuestras partidas siguieran un curso poco habitual. Pensaban que de esa manera mi larga experiencia quedaría obsoleta y que ellos estaban mejor preparados para posiciones inusuales. El problema, como descubrieron muchos de esos jugadores, es que había motivos de peso para que esas posiciones fueran poco comunes. La virtud de la innovación compensa muy raras veces el vicio de la ignorancia.

NO VIGILES A LA COMPETENCIA MÁS QUE A TI MISMO

Aunque el competidor no interfiera directamente, nosotros podemos desviarnos. Cuando participo en un torneo de uno contra uno como el campeonato del mundo, solo necesito vigilar al tipo que está sentado frente a mí al otro lado del tablero. Es una situación suma-cero: yo gano, él pierde, o viceversa. Pero cuando se trata de un torneo con doce jugadores, lo que sucede en las otras partidas puede influir en mi victoria. Es como cualquier negocio con muchos socios y competidores; Continental debe estar alerta si United y American inician conversaciones.

En el año 2000 disputé un torneo muy duro en Sarajevo. Al llegar a la fase final, tenía una ligerísima ventaja de medio punto. (Las victorias valen un punto, las tablas medio punto y las derrotas cero puntos). Dos de los mejores ajedrecistas del mundo, Alexei Shirov y Michael Adams, estaban clasificados justo detrás de mí. Me hubiera gustado enfrentarme a uno de ellos por el título en la fase final, pero todos teníamos rivales distintos. Si empataba la partida y Adams o Shirov ganaban, se batirían conmigo por el primer puesto; si perdía, podía acabar en tercer lugar.

Así que antes de la partida, debía decidir si jugar cautelosamente o ir directamente a por la victoria. Librar todas las batallas con la frase «victoria o muerte» en los labios sería algo heroico, pero ni en la vida ni en el ajedrez suelen darse situaciones tan críticas como la defensa del Álamo cuando se pronunciaron dichas palabras.

En primer lugar, yo tenía la desventaja de las piezas negras. Luego estaba mi rival, un participante con pocas posibilidades en aquel acontecimiento de élite. Serguei Movsesian, representante de la República Checa, hizo un mal papel durante el torneo, pero en las fases previas batió a dos de los participantes de mayor nivel. Debo decir, además, que en aquel enfrentamiento había una pequeña cuestión personal. Una vez, en 1999, desprecié a Movsesian y a un grupo de jugadores llamándoles «turistas», y él protestó airadamente ante la prensa por aquel calificativo. Probablemente, aquel turista deseaba ahora mi cuero cabelludo como recuerdo.

Luego debía tener en cuenta los demás enfrentamientos del día. El rival de Shirov, el francés Étienne Bacrot, había perdido ya cinco partidas y estaba al final de la clasificación. No podía fiarme de que consiguiera unas tablas, cuando su adversario se lo jugaba todo. Incorporando aquella información a mi estrategia de juego, decidí atacar a Movsesian desde el principio. Iba ganando la partida, cuando me levanté a ver qué hacían mis inmediatos seguidores. Sabía que si ganaba la partida, lo que hicieran ellos era irrelevante, pero comprobarlo era muy tentador. Si ambos empataban o perdían, arriesgar innecesariamente en mi partida sería una locura por mi parte. En ese caso podía acabar en tablas y ganaría igualmente el torneo. Lo cierto es que aquellos pensamientos me impedían concentrarme en el juego. El equilibrio entre saber qué hace la competencia y distraerse de los elementos que están realmente bajo tu control es muy inestable.

De manera que fue casi un alivio ver que tanto Shirov como Adams avanzaban hacia la victoria. Sabía que debía ignorarles y centrarme en mi propio juego, y que había llegado el momento de ganar a toda costa. En cuanto volví a sentarme en mi silla, deseché totalmente cualquier táctica basada en la prudencia. Al final vencimos los tres, así que yo conservé mi ligera ventaja y conseguí el primer puesto. Para no perder de vista nuestra propia actuación y objetivos, no debemos perder el tiempo preocupándonos del tipo de enfrente.

PREGUNTARSE ¿POR QUÉ? CONVIERTE A UN ESTRATEGA EN UN EXPERTO

En su libro sobre el mundo de los negocios en Japón, Kenichi Ohmae sintetiza el papel del estratega con la siguiente frase: «El método del estratega consiste en enfrentarse a las ideas predominantes con una simple pregunta: ¿por qué?».

¿Por qué? Es la pregunta que distingue a los empleados de los visionarios, a los estrategas corrientes de los auténticos expertos. Si queremos entender, desarrollar y seguir nuestra estrategia, debemos hacernos constantemente esa pregunta. Cuando observo a los estudiantes noveles jugar al ajedrez y veo un movimiento totalmente erróneo, le pregunto al estudiante por qué lo ha hecho. A menudo no obtengo ninguna respuesta. Obviamente, algo en su cerebro le ha indicado que ese movimiento era la mejor decisión, pero es evidente que no formaba parte de un plan elaborado que contemplara objetivos estratégicos. Todos saldríamos ganando si nos detuviéramos antes de cada movimiento, de cada decisión, y nos preguntáramos: ¿por qué este movimiento? ¿Qué intento conseguir y en qué modo va a ayudarme esta decisión a conseguirlo?

En el ajedrez se demuestra muy claramente la importancia de ese ¿por qué? Todos los movimientos tienen una consecuencia, cada movimiento se corresponde o no con nuestra estrategia. Si no cuestionamos nuestros movimientos de forma constante, un jugador que emplee un plan lógico para jugar nos vencerá.

Imaginemos que lo aplicamos con regularidad a nuestro trabajo, e incluso a nuestras actividades privadas. Tenemos cientos de objetivos profesionales y personales, pero suelen ser listas de aspiraciones vagas y mal definidas en lugar de metas en las que poder fundamentar nuestra estrategia. «Quiero tener más dinero» es como decir «quiero encontrar el verdadero amor». Un deseo no es un objetivo.

Para poner un ejemplo práctico, todos hemos tenido en algún momento el deseo de conseguir un trabajo mejor. Solo debemos abordar ese cambio cuando tengamos un conocimiento profundo del porqué de ese deseo. Quizá no sea solamente el trabajo, puede que necesitemos cambiar de profesión. O quizá nuestro puesto de trabajo actual permita ciertos cambios. Hasta que no sepamos en qué circunstancias nos sentiríamos satisfechos, no sabremos lo que estamos buscando.

Cuando emprendamos la búsqueda, debemos guiarnos por esa lista de objetivos inmediatos que conforman nuestro objetivo de un «trabajo mejor». Por ejemplo, si el dinero no es uno de los principales problemas de nuestro trabajo actual, no debemos dejarnos tentar por otro trabajo que suponga un salario mejor, pero que no modifique realmente lo que no nos satisface del trabajo que tenemos actualmente.

UNA VEZ QUE TIENES UNA ESTRATEGIA, PONERLA EN PRÁCTICA SOLO ES CUESTIÓN DE DESEARLO

Finalmente hemos llegado a la parte más difícil del desarrollo y la puesta en práctica de la estrategia mental: la confianza para usarla y la habilidad para mantenerla con constancia. Cuando la estrategia está clara sobre el papel, empieza el verdadero trabajo. ¿Cómo mantendremos el rumbo previo, y cómo sabremos cuándo nos hemos desviado del enfoque estratégico?

Debemos confiar en nuestros análisis, en el valor de nuestras convicciones. Debemos controlar constantemente las condiciones que permitirán que nuestra estrategia triunfe o fracase. Mantendremos el rumbo cuestionando con rigor los resultados, tanto los buenos como los malos, y las decisiones en curso. Durante una partida cuestiono mis movimientos y, después de la partida, cuestiono la precisión de mis evaluaciones en el transcurso de la batalla. ¿Las decisiones han sido correctas? ¿Mi estrategia ha funcionado? Si he ganado, ¿ha sido debido a la suerte o al talento? Cuando este sistema falla, o no consigue ser suficientemente rápido, puede sobrevenir el desastre.

En el año 2000 me encontré con un antiguo alumno, Vladimir Kramnik, en un torneo a dieciséis partidas por el campeonato del mundo de ajedrez, en el que yo defendía el título por sexta vez. Poseía el título desde 1985, y antes del campeonato había jugado algunas de las mejores partidas de ajedrez de mi carrera. En otras palabras, estaba maduro para perder.

Aquellos años de triunfos hacían que me resultara difícil imaginar la posibilidad de perder. Antes del campeonato gané, uno tras otro, siete torneos consecutivos del Grand Slam, y no era consciente de mis propias debilidades. Me sentía en plena forma e invencible. Al fin y al cabo, ¿no había ganado a todos los demás? Cada triunfo reduce la capacidad de cambio. Mi preparador y gran amigo, el gran maestro Yuri Dojoian, lo comparó acertadamente con estar bañado en bronce. Cada victoria añade una nueva capa.

En aquella partida, Kramnik jugaba con las negras, y escogió sagazmente su defensa, la variación Berlín de la Ruy López, en la que las poderosas reinas desaparecen rápidamente del tablero. La partida se convierte en una maniobra a largo plazo en lugar de un combate dinámico cuerpo a cuerpo. Kramnik había analizado mi estilo y rápidamente decidió que yo me aburriría con aquel juego tranquilo, e involuntariamente bajaría la guardia. Yo me había entrenado a fondo y estaba preparado para luchar prácticamente en el 90 por ciento de aquel campo de batalla ajedrecístico, pero Kramnik me obligó a jugar en el 10 por ciento restante, que él conocía mejor y que sabía que yo nunca habría escogido. Fue una estrategia brillante que funcionó a la perfección.

En vez de intentar que el juego regresara de nuevo a posiciones que me resultaran más cómodas, acepté el desafío e intenté vencerlo en su propio terreno. Kramnik supo aprovecharse de aquello. Fui incapaz de adaptarme, no pude realizar los cambios tácticos necesario con la rapidez requerida, y perdí el torneo y el título. A veces el profesor debe aprender del alumno.

A la larga aprendí que necesitaba ser más flexible con respecto las posiciones del ajedrez que me gustaban. Pero podía haberme evitado aquella dolorosa lección si hubiera estado más atento, si me hubiera dedicado a detectar y solventar mis debilidades, antes de que Kramnik pudiera beneficiarse de ellas.

Todos los líderes en todos los terrenos, todas las compañías de éxito, han llegado a la cumbre trabajando más y con mayor tesón que el resto. Los triunfadores confían en sí mismos y en sus planes, y trabajan incansablemente para asegurarse de que esos planes merecen su confianza. Es un círculo vicioso positivo: trabajar estimula el deseo que espolea a trabajar más. Cuestionarse a uno mismo debe convertirse en un hábito lo suficientemente arraigado como para superar los obstáculos del exceso de confianza y el desánimo. Es un músculo que se desarrolla solo con la práctica constante.

En los negocios hay un dicho: «Una planificación sin la acción es fútil, la acción sin una planificación es fatal». Sun Tzu ya lo escribía hace siglos: «La estrategia sin táctica es el camino más lento a la victoria. La táctica sin estrategia es el ruido que precede a la derrota.

Plan de batalla estratégico. Torneo por el campeonato del mundo de 1985-Moscú, URSS

Los conflictos que tuve con Anatoli Karpov en el torneo por el campeonato del mundo no se limitaron al tablero. Me presenté al torneo sin experiencia para preparar un plan que abarcara la totalidad de aquel evento. Me presenté pensando que con energía y una apertura exhaustivamente preparada bastaría. No teníamos ningún plan, aparte de presentamos a todas las partidas y jugar a fondo, e inmediatamente se demostró que estábamos equivocados. Fui al segundo torneo mejor preparado, cosa que me permitió estar mucho más cómodo, pese a que en la primera mitad sufrí varios contratiempos. El plan de batalla de nuestro equipo para el segundo torneo era el siguiente.

Objetivo: ganar el torneo. Para ganar necesitaba conseguir 125 puntos en las veinticuatro partidas. Era importante que recordara que no necesitaba aniquilar a Karpov, por mucho que lo deseara. Solo necesitaba ganar una partida más que él de esas veinticuatro. (Karpov se llevaba el título si el resultado eran tablas). No hacía falta ganar todas las partidas, ni ganarlas de forma espectacular. Cuando quedé en desventaja tras la quinta partida, no me dejé llevar por el pánico, sino que seguí con mi juego, de acuerdo con el plan de batalla. Respetar el plan, con pequeños ajustes en momentos determinados, me permitió tomar la iniciativa y poner a Karpov contra las cuerdas.

Ventajas y desventajas: el estilo y la experiencia de Karpov le daban ventaja en las posiciones técnicas, donde los desequilibrios dinámicos no son muy importantes. Mis objetivos a medio plazo eran provocar posiciones complicadas, convenientes para mi capacidad de precisión en el cálculo, y evaluar las decisiones. Creíamos, además, que mi energía juvenil me daba ventaja en esas partidas duras y complicadas, en las que es necesario mantener una concentración extrema durante periodos muy largos. Si la posición se simplificaba, la implacable técnica de Karpov acabaría conmigo.

Preparación específica: después de planear tantas partidas contra Karpov en el primer torneo, teníamos una idea bastante exacta de las posiciones en las que no le gustaba jugar. Diseñamos un repertorio de aperturas para el torneo, destinado a conseguir posiciones de ese tipo, al margen de su valor objetivo. Por ejemplo, podíamos descartar una posición con un mismo valor objetivo si encajaba con el estilo de Karpov.

Desarrollamos un gambito muy arriesgado con las piezas negras. Sabíamos que objetivamente era un poco débil, pero era exactamente el tipo de posición que a mí me gustaba y que Karpov menospreciaba. La usé por primera vez en la partida 12 y Karpov aceptó rápidamente un empate, debido principalmente al efecto sorpresa de aquella idea nueva. Parecía obvio que no volvería a utilizar aquel peligroso gambito, porque ahora el equipo de Karpov ya estaba preparado. Pero en la partida 16 volví a hacerlo y conseguí una de mis mayores victorias. (Más adelante, Karpov descubrió la forma de contrarrestar aquel gambito contra otro adversario).

Resultado: una victoria de 13 a 11. Karpov apenas consiguió sus posiciones preferidas y en la undécima partida cometió uno de los errores más garrafales de su carrera. En su defensa, hay que decir que Karpov aprendió las mismas lecciones que nosotros sobre sus puntos fuertes y débiles. Después de aquel torneo, cambió completamente su repertorio de aperturas con las blancas para adecuarlo mejor a las características de su estilo.