LECCIONES PERSONALES DEL CAMPEONATO DEL MUNDO
Cuando participé por primera vez en el campeonato del mundo de ajedrez en 1984, representaba al joven aspirante enfrentado a un campeón que poseía el título desde hacía casi diez años. Yo tenía veintiuno y había llegado a la cima del ajedrez mundial tan aprisa, que no podía imaginarme que aquel último obstáculo bloquearía mi camino. De manera que para mí supuso un impacto terrible perder cuatro rondas, sin ganar un solo punto, y estar solo a dos derrotas de una aniquilación humillante.
Si hubo alguna ocasión para cambiar de estrategia, fue ésa. En lugar de dejarme llevar por sentimientos de desesperación, me obligué a mí mismo a prepararme para una larga guerra de desgaste. Opté por la guerra de guerrillas, y partida tras partida, esquivé el peligro, esperando mi oportunidad. Mi oponente, el camarada soviético Anatoli Karpov tenía motivos personales para aceptar mi plan. Quería darle al advenedizo una lección, consiguiendo un tanteo neto de 6 puntos a 0; así que él también optó por la prudencia, en lugar de aprovecharse de su ventaja y atacar a muerte.
A Karpov también le inspiraba la sombra de su predecesor en el título, Bobby Fischer. Durante la contienda en la lucha por obtener el título que consiguió en 1972, el norteamericano consiguió dos puntuaciones perfectas de 6 a 0, contra oponentes de calidad mundial, sin ceder ni siquiera un empate en ninguno de los dos casos. Karpov tenía pensado repetir en cierta forma aquella gesta legendaria, cuando alteró su estrategia contra mí. Pero sumar el fantasma de Fischer a su plan de defensa fue un craso error.
Increíblemente se sucedieron diecisiete partidas sin ningún resultado definitivo. Aquellas tablas le daban cierta ventaja, pero aparentemente mi nueva estrategia funcionaba. El campeonato se prolongó mes tras mes, y batió todos los récords de duración de un torneo por el campeonato mundial. Mi equipo y yo pasamos tanto tiempo pensando en la forma de juego de Karpov y en qué estrategias emplearía, que, por sorprendente que parezca, yo me sentía como si me estuviera convirtiendo en Karpov.
Durante cientos de horas de juego y preparación, yo también analicé muy a fondo mi propio juego y mi propia mente. Hasta aquel momento de mi carrera, todo me había resultado muy fácil; ganar se había convertido simplemente en algo natural. En aquel momento debía centrarme en saber cómo había tomado mis propias decisiones para enmendar cualquier error. Mi estrategia funcionaba, pero cuando perdí la partida 27 por 0 a 5 tuve la impresión de que no aprendía lo suficientemente rápido como para salvar el torneo. Una derrota más y tendría que esperar tres años antes de concebir siquiera esperanzas de optar al título.
Cuando el torneo entró en el tercer mes, yo seguía agazapado y a la defensiva. El cambio de estilo había dificultado mucho las cosas para Karpov. Sentí que me acercaba a la solución del rompecabezas, al mismo tiempo que mi oponente se sentía cada vez más frustrado y cansado.
Finalmente, el dique se rompió. Tras sobrevivir a la partida 31, en la que Karpov no consiguió lanzar un envite definitivo, gané la partida 32 y pasé a la ofensiva. Hubo cinco semanas más de tablas, pero la diferencia era que yo estaba creando en aquel momento más posibilidades de vencer que mi oponente. Entretanto, el mundo empezaba a preguntarse si el torneo se acabaría algún día. Ningún campeonato del mundo había durado más de tres meses y nosotros entrábamos ya en el quinto. Karpov parecía exhausto y yo empecé a presionarle aún más. Después de casi conseguir la partida 46, gané la 47 con un estilo apabullante. ¿Era posible el milagro? Exactamente en aquel momento, los organizadores decidieron que los jugadores necesitaban un descanso y aplazaron varios días la siguiente partida. Pese a aquella decisión sin precedentes, también gané aquella partida. De pronto estábamos 3 a 5, y yo llevaba la iniciativa.
Entonces se produjo una deriva extraña: el 15 de febrero de 1985, en Moscú, Florencio Campomanes, presidente de la Federación Internacional de Ajedrez (FIDE), cedió a las presiones de la autoridades deportivas Soviéticas y convocó una conferencia para anunciar la suspensión del torneo. Después de cinco meses, cuarenta y ocho partidas y miles de horas de juego y estudio, el torneo había acabado sin un ganador. Debíamos regresar seis meses después para batirnos de nuevo, y la próxima vez habría un límite de 24 partidas. Apartaron a Karpov del peligro inminente y así pudo darse la satisfacción de retener su título un poco más. El comunicado oficial de prensa decía que Karpov «aceptó» la decisión y Kaspárov la «soportó». Una distinción semántica curiosa pero cierta. (El Hotel Sport donde se celebró esa notoria conferencia de prensa, ha sido demolido. Su estilo totalitario, sin embargo, sigue vivo en mi memoria y de forma creciente, en la ciudad de Moscú).
Aparte de una amarga imagen sobre la Unión Soviética y su política ajedrecista, aprendí muchísimo durante aquel torneo. El campeón del mundo fue mi preparador personal durante cinco duros meses. No solamente aprendí su forma de juego, también tomé conciencia de mi propio sistema. Era mucho más capaz de identificar mis errores y por qué los cometía, y había aprendido el mejor modo de evitarlos, como mejorar el propio proceso de toma de decisiones. Aquélla fue mi primera experiencia real, en la que me cuestioné a mí mismo en lugar de fiarme únicamente de mis instintos.
Cuando empezó el segundo torneo en Moscú, no tuve que esperar meses para mi primera victoria; gané la primera partida. El torneo siguió siendo una batalla muy dura, yo fui por detrás durante casi toda la primera parte, pero ahora ya no era aquel joven ingenuo de veintiún años. Había remendado los agujeros que Karpov explotó con tanta eficacia al principio del primer torneo. Ya era un avezado veterano de veintidós años, que se convirtió en el campeón del mundo, y conservé el título durante quince años. Cuando me retiré en 2005, seguía siendo el jugador mejor valorado del mundo; pero un ajedrecista de cuarenta y uno es demasiado viejo para mantenerse en la cumbre, cuando muchos aspirantes tienen menos de veinte años.
TOMAR CONCIENCIA DEL PROCESO
Para mí hubiera sido imposible permanecer en la cumbre durante tanto tiempo, sin aquellas lecciones que recibí de Karpov sobre mi propio juego y mis propias debilidades. No solo me hizo ver mis fallos, sino la importancia de averiguarlos por mí mismo. En aquel momento no era consciente del todo, pero aquel famoso «torneo maratoniano» me dio la llave del éxito. No basta con tener talento, no basta con trabajar duro y estudiar hasta altas horas de la noche. Hay que ser, además, rotundamente consciente de los métodos que te llevan a la toma de decisiones.
Conocerse a uno mismo es esencial para combinar tu sabiduría, experiencia y talento con un mayor rendimiento. Pocas personas tienen la oportunidad de llevar a cabo este tipo de análisis. Cada decisión es fruto de un proceso interno, ya sea en el tablero, en la Casa Blanca, en una sala de reuniones o en la mesa de la cocina. El tema de esas decisiones puede ser distinto, pero el proceso puede ser muy similar.
Siendo el ajedrez el centro de mi vida desde tan joven, no es de extrañar que tendiera a ver al resto del mundo en términos ajedrecísticos. Creo que el juego suele ir acorde con el excesivo o deficiente respeto de los que contemplan desde el exterior ese universo de sesenta y cuatro escaques. Ni es un entretenimiento trivial, ni un ejercicio reservado para genios o superordenadores. Para que comprendamos mejor los principales temas del siguiente capítulo, primero echaremos un vistazo a algunos conceptos y equívocos sobre este «Juego de Reyes».
Anatoli Yevguenievich Karpov, URSS/Rusia (1951)
El adversario que determinó mi vidaEl duodécimo campeón del mundo de ajedrez (1975-1985) nació en Zlatoúst, URSS. Después de superar rápidamente todas las categorías para optar al título, Karpov recibió la corona de campeón mundial en 1975, cuando el campeón norteamericano Bobby Fischer perdió el cetro, tras prolongadas negociaciones con la federación internacional de ajedrez. Después de acceder al título de ese modo, Karpov sintió la necesidad de probar su valía y venció torneo tras torneo. Sigue siendo el jugador que posee el récord de torneos más impresionante.
Defendió con éxito el título en 1978 y 1981, ambos frente a Viktor Korchnoi. Karpov yo disputamos cinco campeonatos del mundo consecutivos: 1984, 1985, 1986, 1987, 1990, un total de 144 partidas. Después de aquel maratón, el tanteo estaba insólitamente equilibrado: ¡21 victorias para mí, 19 para Karpov y 104 tablas! Esos torneos K/K están considerados como uno de los enfrentamientos «uno contra uno» más intensos de la historia del deporte.
Debido a la opinión general de que era necesario recuperar el título del norteamericano Fischer, Karpov gozaba de un enorme apoyo en la Unión Soviética. Estaba estrechamente vinculado a la estructura del poder soviético y, por carácter, siempre tendió a aliarse con el poder. Nuestros estilos ajedrecísticos eran opuestos, como el fuego y el hielo, el reflejo de nuestra fama de «colaborador contra rebelde» fuera de los tableros.
Su dominio de un estilo de maniobra prudente dio como resultado la introducción del adjetivo «karpoviano» en el vocabulario del ajedrez. Define una estrategia de estrangulación del adversario metódica y silenciosa, como la de una pitón.
Acerca de Karpov: «Los adversarios de Karpov comprenden sus intenciones solo cuando la salvación ya no es posible» (Mijail Tal).
Según sus propias palabras: «Digamos que una partida puede continuar de dos maneras: una de ellas con un golpe estratégico precioso, que provoca variaciones para las que no sirve la precisión en el cálculo; la otra con una presión posicional evidente, que conduce a un final de partida con microscópicas posibilidades de victoria. Yo escogería la segunda sin pensarlo dos veces».