Pueden decir que no soy nada, pero fui algo y aún me aferro a eso que fui.
MARY SHELLEY, Diarios, noviembre de 1822
Ahora, en Londres, es una escritora profesional. De día hace traducciones, estudia, escribe. El tiempo pasa y escribe más. No lo comenta con énfasis, es su trabajo, es lo que sabe hacer, vive de eso. Escribe novelas —El último hombre y Perkin Warbeck—, cuentos que vende a las revistas, ensayos, críticas y los cinco volúmenes de sus Vidas de los escritores y científicos más eminentes de Francia, Vidas de los escritores y científicos más eminentes de Italia, España y Portugal para las Biografías de la Enciclopedia Cabinet de Dionisyus Lardner. A la noche, le habla a Shelley en su diario.
También se dedica a los problemas legales con su suegro, a mantener a su padre y a la educación de su hijo. Trata de frenar a indiscretos y difamadores. Aclara malentendidos pendientes del pasado. Le queda tiempo para el desaire inglés. Entra en un salón, y la gente se pone de pie y se va. A veces la tratan como si fuera invisible. A Shelley le perdonan muchas cosas porque la muerte favorece la imagen pero ella carga sola con las culpas. Shelley no está para recibir los golpes. Al lado de Harriet Shelley, la primera mujer de Shelley, Mary parece una mujer calculadora, masculina, maníaca de los celos, que destruyó una familia. La acusan por el suicidio de Harriet. Esa acusación va a perseguirla siempre, hasta después de muerta. (En defensa de Harriet Shelley, el escrito de Mark Twain, podría llamarse también En contra de Mary Shelley). Sabe, cuando la miran, que circulan cartas donde el viejo amigo Trelawny dice que tiene piernas demasiado cortas, talle demasiado largo, y que la oscuridad la favorece. Le echan la culpa de la muerte de Shelley, dicen que lo descuidó porque estaba triste por la muerte de sus hijos. Termina de callar a uno y aparece otro. A veces la critican y a veces la extorsionan.
Cada tanto, conoce un hombre y se ilusiona.
Quizás al músico (Vicenzo Novello) el entusiasmo de Mary le pareció demasiado ardiente, porque cortó, de pronto, sus encuentros sin dar ninguna explicación.
La gente se le acerca y la sigue por curiosidad pero cuando muestra interés la dejan sola y lo lamenta, a los veintisiete y a los cuarenta años, en su diario. Tiene sus pretensiones, no se conforma con cualquier cosa. «Nunca voy a llamarme Trelawny. Ya no soy tan joven como antes, pero tengo mi orgullo», contestó cuando Trelawny cuando quiso casarse con ella, y después pagó la negativa con las infamias del amigo.
A veces se lleva sorpresas agradables. Durante una visita a París, la viruela le pica toda la piel pero Mérimée es atento y cortés con ella, como todos los franceces, a pesar de que tiene, según sus palabras, la cara de un monstruo. Un par de testimonios, que incluyen el impacto del padre al verla de regreso en Londres, confirman la impresión. Pero todavía quedan lugares donde la tratan bien.
La quisieron los mejores —así los califica— y ahora se siente como una vieja aferrada al pasado. Le cuesta vivir dignamente. «La pobreza, en este país, es como las rejas de la prisión», escribe. Encima, vive en Londres, «la oscura Londres», una ciudad que odia, en un país que le da miedo. Ahora, dice, entiende por qué Shelley se resistía a volver. Se siente fuera de lugar en su lugar.
Tiene que firmar sus cuentos y novelas con una fórmula: «Del mismo autor de Frankenstein». Eso le asegura ventas y le evita problemas con Sir Timothy Shelley, que le prohíbe usar su apellido. Cuando edita los poemas póstumos de Shelley, el suegro la intima para que saque los libros de circulación.
Una mujer solitaria es una víctima del mundo y hay algo de heroísmo en su consagración.
El heroísmo tampoco llega a tanto. A veces, en el diario, en una carta, se queja, como si la hubieran forzado.
Mi padre me inculcó que tenía que ser grande y magnánima. Shelley también. Pero estoy sola. Sólo podría lograrlo si me uniera a otros.
Los «otros» no aparecen. Su moda pasa de moda. Lo que ella y sus amigos combatían ya no existe, como dijo Virginia Woolf, al hablar del mundo perdido de Shelley.
No puedo creer — le escribe Mary a su amigo Mérimée— que después de viajar tanto por el mundo, sigas construyendo castillos en el aire.
En 1831, se publicó la tercera edición de Frankenstein o el moderno Prometeo. Ahora firmada por Mary Shelley, la historia aparecía revisada, adaptada a las exigencias morales de su tiempo. La novela era la principal fuente de ingresos de Mary y era mejor evitar asociaciones antipáticas y escándalos. Tenía que vivir de su escritura, despejar el camino para que su hijo pudiera heredar el título de baronet, las propiedades. Tenía que adaptarse para sobrevivir.
La escritora revisó el libro y presentó un monstruo corregido. En la nueva versión, Mary Shelley afirma la existencia de un Creador (hay un ángel de la guarda y un ángel del mal). Borra las partes que puedan asociar su historia a las teorías científicas caídas en desgracia. El doctor deja de ser un romántico independiente y se convierte en un deudor existencial, más parecido a Fausto que a un científico desaprensivo. El doctor Frankenstein se mortifica tanto que dan ganas de perdonarlo para que no insista. Elizabeth Lavenza deja de ser la prima y novia de Víctor Frankenstein y es, en cambio, una desconocida adoptada por sus padres. Así se borra la sombra del incesto con un par de enmiendas. Por la misma razón, Mary Shelley acorta la diferencia de edad entre los padres del médico. El amigo Clerval de pronto es un empleado administrativo de la Corona que se irá a trabajar a una colonia del Imperio. También reescribe, alarga, la introducción, y explica el origen de la historia a partir de un sueño.
Pero aunque civiliza a Frankenstein hay otros flancos donde Mary Shelley no cede, insiste. Edita las poesías completas de Shelley. Da a conocer su obra, corrige errores, reúne poesías inéditas que encuentra en papeles sueltos adentro de un diario, en un cuaderno, en los libros de su marido. Elimina la dedicatoria de Reina Maab, que era para Harriet Shelley. Cuando su suegro muere, instalada con su hijo en la casa donde había vivido Shelley de chico, desde la que había sido su habitación, empieza a escribir una biografía fragmentada, que aparece, en orden cronológico, antecediendo cada poema, mezclada con comentarios sobre la poesía y notas sobre la edición. El proyecto la entusiasma. Va a escribir la vida de su marido, como su padre escribió la de su madre, con otra perspectiva.
Hace tiempo —escribió en una carta—, cuando un hombre moría se lo comían los gusanos. Ahora hay un nuevo tipo de gusanos, aficionado a los chismes, que hace lo mismo. No seré una de ellos.
Se sienta a escribir la vida de Shelley. Unidos, esos fragmentos suman una biografía más corta que un cuento. La escritura tiene su costo. Revive todo y eso es mucho decir en su caso.
El regreso al pasado, repleto de alegrías y pesares que no olvido, contrastado con los años siguientes, de lucha dolorosa y solitaria, afectó mi salud.
Escribir el pasado es revivirlo pero eso, aunque difícil, es siempre preferible a otra opción:
Me siento incapaz de poner por escrito la historia de esos tiempos. El corazón del hombre que «observa y estudia Anatomía/ sobre la tumba de su madre» me parece tan inexplicable como el del que puede diseccionar y explorar las desgracias del pasado para después sacarlas a la luz.