Esta fue la «última noticia» que cubrió con su sombra mis tristes pensamientos de anoche. Byron se ha convertido en una de las personas de las tumbas, en uno del innumerable cónclave al que pertenecen las personas que más quise.
MARY SHELLEY, Diario, 15 de mayo de 1824
En una casa, en Misolonghi, Grecia, el 23 de abril de 1824, el ubicuo amigo Trelawny mira con atención el cuerpo de lord Byron. Se las arregló para que Fletcher, el ayudante de Byron, saliera a buscar agua y lo dejara a solas con el cuerpo del escritor. En esta parte de sus memorias, Trelawny escribe fascinado. Byron no tuvo la muerte gloriosa que merecía, en el campo de batalla. Pero tuvo valor. Fue un paciente sufrido y aquí está su amigo para demostrarlo.
La contracción de los músculos y la piel borraban las marcas que el tiempo y la pasión habían grabado en su cara. Pocos bustos de mármol podían empatar su blancura inmaculada, la armonía de sus proporciones, su acabado perfecto.
El cariño da un paso, aunque da pena precisar adónde.
Para confirmar o refutar mis dudas sobre las causas de su renquera, destapé los pies del Peregrino,
dice Trelawny, que descorre el paño y encuentra la respuesta que no le pidió nadie.
La renquera era causada por la contracción de los nervios posteriores, que los médicos llaman tendón de Aquiles. Debido a eso, sus talones no tocaban el piso y tenía que caminar con la parte delantera del pie.
¿Quién habla? ¿El amigo o un forense? ¿El compañero o un cronista de mala fe? ¿Se había disfrazado el morbo de interés científico? ¿En qué momento la admiración descontrolada tiene los mismos efectos secundarios que el odio? Poco conforme con eso, Trelawny revela un par de secretos que, entre amigos, merecerían confidencialidad.
Tenía el pie torcido hacia adentro, sólo el borde tocaba el piso y esa pierna era más corta que la otra. Sus zapatos eran raros: de tacos muy altos, con suela muy gruesa en la curva interior del pie y delgada en la parte externa. Los talones estaban rellenos de algodón. Usaba pantalones muy largos, plisados por debajo de la rodilla, que le cubrían los pies.
«Ahora podía entenderse esa forma de andar tan peculiar», sigue Trelawny, desbocado.
Entraba en el salón como si corriera y no pudiera frenar. De pronto se plantaba con la pierna más firme hacia adelante, echando el cuerpo hacia atrás… Tenía tendencia a engordar, no hacía mucho ejercicio. ¿Qué podía hacer? Si engordaba, los pies no podrían sostenerlo. Vivía, entonces, en estado de inanición (…) En ese momento, Fletcher entró en la habitación.
Trelawny tiene tiempo de cubrir de nuevo los pies de su amigo y revisar las cosas que están tiradas cerca del cajón. Se guarda algunas: un pañuelo de batista con una mancha de sangre auténticamente byroniana —espera— y el nombre de una dama bordado con pelo, un rizo de pelo anónimo y un guante de mano chica. También le corta un poco de pelo a la cabeza de Lord Byron y se lo guarda. Se lo roba.
Y ahora, el caballero Trelawny interroga a Fletcher, el testigo principal. Tiene que saber por qué se murió Byron. Fiebres altas, insomnio, inapetencia, convulsiones, obstrucciones y delirio. Da los nombres de Millingen y Bruno, los médicos que lo atendieron.
El gran poeta estaba en manos de esos novatos. Era su primer paciente. Hicieron lo que les habían enseñado. Estaba de moda hacer sangrías y matar a la gente con laxantes.
El caso queda resuelto y el amigo Trelawny se queda en Grecia, apoyando la causa de la independencia. Muchos años después, se sienta a contar todo. A veces abusa del detalle físico pero tenía público para eso.
Las cartas y diarios del tiempo, las biografías de intención histórica o literaria, ocupan muchas páginas cuando llega el momento de la agonía, dando cuenta de la enfermedad con detalle, hasta parecer historias clínicas. Es lo que pasa con la muerte de la madre de Mary en la biografía escrita por Godwin, con Fanny Burney al contar la agonía de su marido, con el final de la biografía de Mary Robinson, por citar algunos ejemplos. De pronto, el relato entra en detalles. Las oraciones se llenan de términos médicos, que a veces dan en el blanco. Hasta hacía poco tiempo, la gente, simplemente, se moría. Nadie pensaba que una persona se muriera de algo. Ahora las personas explicaban por qué y cómo moría alguien. Los diarios y cartas se transformaban en historias clínicas. Ese registro, detallado, observador, imponía cierto distanciamiento al contar el dolor, y entonces facilitaba su relato. Al mismo tiempo, la gente aprovechaba y se pasaba los nombres de los médicos, con un registro de su desempeño, a modo de recomendaciones y advertencias. En la carta de uno y el diario de otro, aparece el mismo doctor atendiendo distintos casos, y hay descripciones detalladas de su proceder. Los médicos, por su parte, también registraban lo que encontraban, dejando archivos formales e informales. La escritura científica y la popular se cruzaban a veces. Hay diarios personales que parecen historias clínicas pero también hay registros de autopsias que se llaman «Memorias». En esa red de pacientes que conocían un lenguaje que a veces los excedía, Trelawny sobresale especialmente porque tiene un toque personal. Llega tarde a la agonía. No le interesan la enfermedad y las últimas palabras. Sus gustos eran más drásticos. A él le gustaba la descripción post mortem. Hubo otros cronistas del estilo, aunque hay que concederle el mérito dudoso de la exageración.
El cuerpo embalsamado de Byron fue materia de discusiones oficiales. Si era realmente necesario que trasladaran sus restos a Inglaterra. Si el corazón tenía que quedar en Grecia. El cuerpo de Lord Byron llegó a Londres el 5 de julio de 1824. El 7 de julio, Mary Shelley le escribió una carta al albacea de Byron, para pedirle que la dejasen verlo. «Es una pena que en ciertos momentos toda la atención que podamos prodigarle a un amigo se reduzca al gesto inútil de honrar sus restos sin vida, pero es lo único que podemos hacer y nos aferramos a eso», escribió, parafraseando el Ensayo sobre los sepulcros, de su padre. De todas maneras, aunque logró que la dejaran entrar, la alejaron cuando apoyó la mano en el cajón.
Las autoridades de la Abadía de Westminster se negaron a recibir los restos de Byron, que fueron depositados en la cripta familiar, en Nottingham. Mary vio pasar el cortejo de Byron. Nunca había visto tanta gente en una procesión. Guardaba su reliquia de Byron, de los tiempos de Suiza y los cuentos de terror. Vio pasar la procesión fúnebre y escribió:
A los veintiséis años, me encuentro en la situación de una anciana. Todos mis amigos se han ido (…) Qué pobladas están las tumbas.