Frankenstein: «Esta noche sombría completaré mi tarea. He trabajado por años y descubrí aquello a lo que tantos hombres de genio han dedicado, en vano, sus investigaciones. Tras días y noches de increíble labor y fatiga, me encuentro en posesión del secreto para dar vida a la materia inanimada. El objeto de mis experimentos está ahí» (mira hacia la ventana del laboratorio). «Un autómata enorme, de forma humana. Si puedo animarlo, la vida y la muerte serán límites sólo imaginarios, que traspasaré para que ingrese un torrente de luz en nuestro mundo oscuro. He perdido el alma y los sentimientos por buscar esto». (Tormenta). «¡Se ha desatado una tormenta! Es una noche siniestra…»
RICHARD BRISLEY PEAKE, Presunción o la suerte de Frankenstein, Primer Acto, Escena III
Lo había seguido hasta ahí y ahora Shelley no estaba. Sola, en Italia, con un hijo, sin recursos, Mary Shelley tenía miedo. Claire se había ido a Viena, a trabajar como institutriz. Hubiese preferido las tensiones con Claire Clairmont al desprecio que recibía, en general, de las personas.
Merezco un trato distinto al que me dan: negligencia que parece aversión; desdén en todos lados.
Había sido el centro de atención de un grupo de avanzada y ahora no era nadie. De pronto se había convertido en la novia sin pareja. Su historia de amor ya era un chisme viejo.
El padre la alentaba a regresar a Londres.
No te vengas abajo por tu situación económica, te lo suplico. Tu talento es extraordinario. Frankenstein es conocido universalmente y aunque nunca será un libro para el lector común, lo respetan en todos lados. Es el mejor libro que se ha escrito en los últimos veinte años…
Sentada con parte de su familia en la oscuridad del English Opera House, Mary Shelley vio a su monstruo en acción sobre el escenario.
«Me encontré con que soy famosa», le escribió a un amigo.
La obra, llamada Presunción, era una adaptación libre de su novela. Era, de hecho, una adaptación muy libre. Su autor, Richard Brisley Peake, había sometido la historia a un par de cirugías mayores para no desentonar con las exigencias de un comité de buenas costumbres que hacía campaña alertando a los padres de familia contra «la moral chocante de la historia».
Para empezar había un personaje sorpresa. En el escenario, un hombrecito bastante gracioso seguía al doctor en puntas de pie. Se llamaba Fritz, era el ayudante que Frankenstein nunca había necesitado en la novela de Mary Shelley.
«Mi amo invoca al Diablo, como el doctor Fausto», decía Fritz, que parecía el muñeco de un ventrílocuo moral.
En esta versión de la historia, el doctor Frankenstein se arrepentía de inmediato de todo lo que había hecho y se mortificaba en un acto de contrición permanente. Tenía una novia que no era de la familia, y Elizabeth Lavenza —la prima y novia de la novela— se había transformado en una hermana que, como todas las hermanas de buena familia, era femenina pero no tenía sexo.
Desde la ventana del laboratorio del doctor Frankenstein, que estaba en el escenario, se oía de pronto la voz del científico mezclada con sonidos de tormenta. La gente se volvía loca de pánico. Era la mejor parte de la obra y el espectáculo pasaba, en realidad, del escenario a la platea. De pronto la voz nerviosa de Frankenstein gritaba, entre rayos y truenos, «¡está vivo!»
Y entonces venía el cambio más sorprendente, la diferencia imperdonable entre la novela de Mary Shelley y la obra que agotaba entradas en Londres.
Vestido con toga, el cuerpo verde y la cara azul, el monstruo abría la puerta con una patada —la patada de una bota montada sobre una plataforma importante— y era incapaz de articular una sola palabra. El hecho de que el monstruo adaptado fuera como un animal y que el inadaptado, el verdadero —el que habían tenido que adaptar— fuera culto y muy inteligente, no dejaba de ser una ironía. Era el innoble salvaje.
El actor que hacía de monstruo era el señor T. P. Cooke, famoso por sus hazañas como marinero en buques de guerra y por sus hazañas sobre los escenarios. En el programa, decía «T. P. Cooke, como…» La frase quedaba incompleta. La versión teatral respetaba, al menos, algo importante de la novela: el monstruo no tenía nombre. El hecho de que el público apreciara el sobreentendido daba una idea de la familiaridad de todos con la novela de Mary Shelley.
Aprovechando el éxito de la obra de teatro, William Godwin había publicado una segunda edición de la novela de su hija.
¿Se dio cuenta Mary Shelley de lo que pasaba? Los personajes seguían sus caminos. La historia sobrevivía a pesar de las distorsiones. Las personas se recomendaban el libro y tampoco se privaban del placer de contarlo, reescribirlo con sus toques personales. Tenía detractores, imitadores y adaptadores. Había, incluso, unas cuantas parodias.
En el Royal Coburgh Theatre representaban otra adaptación que se llamaba Frankenstein o el demonio de Suiza. Había una farsa llamada Frankenstitch (La puntada de Frankenstein) y otra que se llamaba Frank-n-Steam (Frank al vapor).
El monstruo tenía que adaptarse para entrar en sociedad. De hecho, había entrado en sociedad —un poco intempestivamente— y se trataba de adaptarlo para que sobreviviera. Las parodias venían bien para someter, por desprecio, a una criatura inquietante. Si la historia, difícil de definir, formaba parte de las típicas novelas góticas, también era más fácil clasificarla y se volvía menos amenazante.
Habían transformado una novela inclasificable, quizá la primera novela de ciencia ficción de la literatura, en una historia gótica. Frankenstein era ahora el típico científico loco que había perdido el norte entre un experimento y otro. El monstruo ya no se parecía tanto a un ser humano. La locura del médico y la anormalidad del monstruo dejaban más tranquilo y cómodo al espectador, que podía asustarse por lo que pasaba en el escenario sin sentir repugnancia ni incomodidad. Incapaz de hablar, el monstruo había pasado del bando de la civilización al de la barbarie. El estudiante de Anatomía y su criatura se habían convertido en un loco y un bruto, dos marginales, dos anormales, dos desviados, dos inferiores. Eran temibles pero resultaban inofensivos: ya no podían ofender la moral de nadie. Antes se parecían al lector pero ahora eran pura amenaza formal, peligro externo, superficial. Ya no eran como ellos. Podían destruirlos sin destruirse. Antes eran como ellos mismos y daban asco. Ahora eran los otros, y daban miedo.