31.
Padre e hijo

El nombre de Italia tiene magia. La esperanza de verla otra vez me recuerda esos tiempos en que «desgracia» era una palabra vacía… Después, las sepulturas se abrieron a mi paso y en vez de vivir con las voces alegres de los vivos, anduve entre las tumbas tempranas de los que amé.

MARY SHELLEY, Caminatas por Alemania e Italia

El corazón de Shelley quedó con su mujer pero la urna con las cenizas pasó por varias manos antes de llegar al Cementerio Protestante de Roma. Ahí estaba su hijo, William, y a Shelley le gustaba el lugar. «Es fácil enamorarse de la muerte al pensar que a uno pueden enterrarlo ahí», había escrito después de dar un paseo entre las tumbas y los árboles.

Esa idea plácida de la muerte tenía poco que ver con la práctica funeraria, sometida a burocracias interminables. Los restos iban de un lado a otro, despachados como mensajes fallidos entre funcionarios, y eso fue lo que pasó con las cenizas de Shelley. Los resurreccionistas no eran los únicos que se interponían entre el muerto y su calma de ultratumba. También lo hacían las administraciones fúnebres, los ministros de turno y el Estado.

Mary le entregó la urna a un mensajero. Primero la recibió el señor John Parke, cónsul inglés. El señor Parke se la envió al señor Freeborn, gestor del Consulado Inglés en Roma. El señor Freeborn la entregó, por su parte, al director del Cementerio Protestante. La idea era enterrar al padre con el hijo. Sonaba simple pero era complicado. Tenían que mudar la tumba del hijo a la sección nueva del cementerio. Eso implicaba desenterrarlo y volver a enterrarlo. Como Shelley era un muerto controvertido, había que hacer todo con discreción.

Los trámites para obtener los permisos para la exhumación, traslado e inhumación del cuerpo del hijo y el entierro del padre llevaron un mes. El cortejo, integrado por empleados consulares de rango, estaba precedido por el reverendo Richard Burgess, a cargo del responso. Shelley no hubiese querido un funeral religioso pero había que disimular un poco. El general Sir George Cockburn, Sir Charles Sykes, Seymour Kirkup, Richard Westmacott, el señor Freeborn y el señor Severn —desconocidos de Shelley— siguieron al sepulturero hasta la tumba de William Shelley. Era un cortejo falso, una procesión de testigos y escribanos.

Pero no encontraron el cuerpo del chico. Bajo la piedra que, supuestamente, cubría su tumba, encontraron los restos de un adulto,

contó Trelawny.

El reverendo Burgess, el general Cockburn, los señores Sykes, Kirkup, Westmacott, Freeborn y Severn siguieron entonces al sepulturero hacia la zona nueva del cementerio donde enterraron a Shelley sin su hijo.

Dos meses después, el amigo Trelawny fue al cementerio y no le gustó el lugar donde estaba enterrado Shelley.

Compró una parcela mejor de tierra, pegada al antiguo muro romano, y en marzo hizo depositar allí las cenizas,

contó Mary, que registraba, asombrada, esas mudanzas y desapariciones.

Trelawny también se compró una parcela pegada a la de Shelley, para su propia tumba, porque Trelawny siempre estaba al lado de la gente famosa y era previsor. Le envió una carta a Mary con un plano del lugar, contándole que iba a mandar a plantar cipreses y laureles en la tumba intervenida. Después quiso regalarle su parcela pero ella no la aceptó.

En el Cementerio Protestante de Roma hay una lápida que dice William Shelley, hijo de Mary Wollstonecraft Godwin y Percy Bysshe Shelley pero ¿qué hay adentro, si es que hay algo? Ahí sigue también (se supone) la urna con las cenizas de Shelley. Está la urna y la lápida con la inscripción «Corazón de corazones», que se presta a un malentendido:

PERCY BYSSHE SHELLEY

COR CORDIUM

NATUS IV AUG. MDCCXCII

OBIT VIII JUL. MDCCCXXII

NADA EN ÉL SE DESHARÁ PUES EL MAR CONVIERTE TODO EN UN BIEN MARAVILLOSO

Los cementerios católicos no admitían el ingreso de cuerpos de personas de otra confesión y por eso el Cementerio Protestante guarda cuatro mil lápidas de protestantes, judíos y ateos. Hasta 1824, las tumbas eran profanadas con frecuencia por fanáticos religiosos. Ese mismo año, el Papa hizo cavar una fosa alrededor del cementerio para preservarlo. A modo de precaución, durante años, los entierros se hacían de noche.

La urna con las cenizas quedó en Roma, en ese cementerio tranquilo y vegetal, y la viuda, sola, siguió viaje con el corazón de Shelley envuelto en la poesía adentro de una bolsa. Tenía precursoras. No fue la única inglesa portadora de históricas reliquias conyugales. Lady Raleigh había sobrevivido veintinueve años a su marido. Iba a todos lados con la cabeza embalsamada de sir Walter Raleigh adentro de un estuche de terciopelo negro.