30.
El corazón

El cadáver se abrió en dos y el corazón quedó al descubierto.

EDWARD JOHN TRELAWNY, Recuerdos de Shelley, Byron y el autor

En agosto de 1822, en la playa, cerca de donde había aparecido ahogado, cremaron el cuerpo de Shelley. La muerte trágica y temprana lo convertía, para algunos, en un santo. Para otros, en cambio, era una buena noticia. Cuando Edward J. Trelawny —amigo, aventurero y mitómano— confirmó que el cuerpo que habían encontrado era el de Shelley, The Courier publicó la noticia:

SHELLEY, AUTOR DE POESÍAS ATEAS, MURIÓ AHOGADO

Ahora podrá enterarse de si Dios existe o no

Trelawny reconoció los cuerpos de Shelley y Edward Williams. El tercer cuerpo estaba en pésimas condiciones pero decidieron que era el del marinero Charles Vivian. Tenía que ser él: un cuerpo joven, parte de la ropa, las coordenadas.

El cuerpo de Shelley había flotado varios días en el mar. Las olas lo arrastraron a la orilla, lleno de algas. No tenía cara, los dedos eran huesos y las muñecas estaban quebradas. Había partes completamente descarnadas.

¿Cómo supo Trelawny que ese engendro era Shelley? ¿Cómo lo reconoció? Para empezar, la altura: casi un metro ochenta, en una época de hombres más bien bajos. Para seguir, el tamaño de la cabeza. La cabeza de Shelley era bastante chica y la del cuerpo del ahogado también. Desde un punto de vista general: la complexión, que Trelawny hubiera reconocido entre miles. Shelley era el lector fanático que se olvidaba de comer. Podía ser Shelley. Trelawny aportó otro dato tiempo después, que suena a efecto biográfico especial, por lo permeable e inverosímil. Dijo que el cadáver arrojado en la orilla tenía en un bolsillo, un volumen de Esquilo y en el otro, un libro con poemas de Keats: «Abierto y doblado, como si lo hubiese guardado de pronto». Eran los libros que había llevado de viaje.

Shelley tenía veintinueve años. El amigo Trelawny lo hizo enterrar en la playa mientras hacía los trámites de rigor con las autoridades italianas. Le echaron cal, lo cubrieron de arena.

Trelawny no perdió el tiempo. Fue a Lerici. Por mar, a caballo. Tenía que avisarle a Mary. Pero no pudo decir nada porque Mary supo todo antes de que Trelawny pudiera hablar.

Fue verlo y darse cuenta. Mary Shelley era una escritora. Tenía imaginación. Hacía días que no llegaban noticias. Oyó a Caterina, la cocinera, que gritó al ver la cara de Trelawny en la puerta.

Mary mandó a hacer un cajón para su marido pero tuvo que devolverlo al carpintero porque las leyes sanitarias de Italia dispusieron que los cuerpos de Shelley y Edward Williams fueran cremados cerca del mar, donde los habían enterrado.

El diligente Trelawny regresó a Via Reggio para hacerse cargo de la cremación. Se sumaron Lord Byron, el escritor Leigh Hunt, varios soldados del gobierno local. La cremación del escritor era una cuestión sanitaria. Llegaron botes y carruajes con hombres y mujeres de la zona, que nunca habían visto una cremación y no querían perderse el espectáculo.

Caminaron hasta la sepultura, marcada con tres varas blancas clavadas en la arena. Cavaron una fosa de treinta metros de diámetro. Tardaron una hora en dar con el cuerpo.

Sentí que no éramos mejores que una manada de lobos o una jauría de perros salvajes, al arrancar su cuerpo estropeado de la pura arena amarilla, posada, con suavidad, encima suyo, para traerlo de nuevo a la luz del día. Pero los muertos no tienen voz,

escribió Trelawny.

Se oyó el golpe de la pala y después un sonido hueco.

El hierro había golpeado la calavera y el cuerpo quedó enseguida al descubierto.

El cadáver ya estaba azul. Pero el cuerpo no se deshizo, como habían pensado. Lo metieron en el horno fabricado especialmente. Lord Byron dijo que quería quedarse con la calavera pero Trelawny recordó que a veces usaba una como copa y, ofendido, le dijo que no. Prendieron el fuego. Seguían un rito pagano, basado en las ceremonias funerarias de la Grecia Antigua aunque la idea de la cremación se le había ocurrido a Trelawny por sus recuerdos de las piras funerarias de la India. Echaron vino, aceite y sal.

En el lugar donde la azada había golpeado la calavera, el hueso frontal del cráneo se partió y rodó. Como la parte posterior de la cabeza estaba apoyada en las barras candentes del horno, el cerebro hervía, literalmente, largando burbujas; bullía como si estuviera dentro de una caldera.

Pero lo más llamativo, entre los restos de huesos, era el corazón intacto. Estaba ahí, entero. El corazón de Shelley. «Me quemé la mano al sacarlo de las llamas», contó Trelawny.

«Nada podría igualar el fervor con que Trelawny cumplió nuestros deseos», escribió Mary.

Se presentó con las manos quemadas por las llamas de la pira funeraria, con ampollas que se hizo al tocar las reliquias y meterlas en las urnas que había encargado.

Dicen que en realidad Trelawny guardó un manojo de cenizas para Mary, algunas partes de huesos para Claire Clairmont y él mismo, y que el corazón se lo dio a Leigh Hunt, el amigo de Shelley. Dicen que Mary forcejeó con Leigh Hunt para que le diera el corazón de su marido. Hunt dijo que tenía tanto derecho a conservarlo como Mary. Byron se puso de parte de Mary. Jane Williams, la viuda de Edward Williams, convenció a Hunt para que le diera el corazón a Mary.

Entonces Mary Shelley envolvió el corazón en las primeras páginas de «Adonais», un poema de Shelley. Esa fue la reliquia que se llevó de Italia a Inglaterra.