25.
La colección

Hagamos un hombre con la imaginación.

WILLIAM HUNTER, Dos lecciones introductorias al estudio de la Anatomía, 1784

La pala del señor Naples trabajando a la noche en el cementerio de Saint Pancras no marca sola la música de fondo de la historia del doctor Frankenstein. En el espacio entre renglones, en frascos transparentes, implícitas, flotan las muestras de los museos de Anatomía: partes de cuerpos, malformaciones clasificadas, detenidas en el tiempo, observadas. Los estudiantes leían el cuerpo humano, comparaban muestras normales y anormales en esas bibliotecas de especímenes, que a veces contenían piezas difíciles de clasificar. Vale como ejemplo la serie de cabecitas de gallo con muelas injertadas en la mollera, donde Hunter practicaba sus implantes dentales. Sin las referencias escritas, que las explicaban, las muestras eran puro impacto, sorpresa, horror. En la novela de Mary Shelley, no hay una voz autorizada que explique al monstruo que, fuera de contexto, excede la racionalidad del laboratorio para terminar en atracción terrorífica de circo. Las descripciones físicas del monstruo provienen de un doctor Frankenstein más parecido al ciudadano común, aprensivo, inexperto en la materia, que al estudiante que entiende, al científico calificado. Y eso que la intención del experimento, su lógica perfecta, también pueden helarle la sangre a cualquiera.

Además de los museos de estudio, había exhibiciones públicas por toda Europa, donde las muestras tenían referencias pervertidas, pensadas para dar un buen golpe de efecto. Había gabinetes con boletería en la entrada, que mostraban especímenes auténticamente humanos y muñecos de cera, abiertos por capas, en posiciones esculturales, como el de La Specola, en Florencia, adonde fueron los Shelley en 1821. La Specola era un Museo de Anatomía, hecho con figuras de cera, híbrido entre colección de estudio y espectáculo —todo dependía de la intención del público.

Los nombres de los especímenes se desprendían del nombre de sus dueños. El esófago canceroso de una mujer joven, extraído por el doctor Gartshore, con nomenclatura RSCHC/P998, perteneciente a la colección del doctor Hunter, que lo preparó, es simplemente una muestra de la colección hunteriana. La identidad del médico absorbía la identidad de la muestra. Siempre ha llamado la atención que en la novela de Mary Shelley el monstruo no tenga nombre. ¿Pero por qué tenía que tenerlo? Era, ante todo, una muestra, como la RSCHC/P998 —pero múltiple y enorme—, también impersonal. Desde ese punto de vista, lo raro sería que el monstruo tuviera nombre, que el doctor lo hubiera humanizado, bautizándolo. No es un hijo. No lo siente como un hijo. Es un experimento. Hubiera sido una locura que lo mirara y le dijera «voy a decirte Franz», por ejemplo. Hubiera sido un cinismo de parte del doctor Frankenstein. Si había hecho el monstruo con partes de cuerpos, es preferible pensar que no las sentía como hijos o mascotas. El monstruo era un experimento que salió mal. El médico era un científico equivocado. En la novela, el médico quiere matar al monstruo y un arrepentido es preferible a un filicida. Al monstruo le dicen Frankenstein porque las muestras terminaban llamándose como el cirujano que las había preparado para su colección.

Había colecciones famosas, como la de Hunter y la de Astley Cooper. Estaban conectadas: a veces los médicos intercambiaban piezas, o una colección absorbía a otra, entera o en parte. También las comparaban. Partes auténticamente humanas, moldes de cera que encarnaban el fantasma original, se legaban en herencia, se subastaban. La gente leía el catálogo del remate como un texto morboso. Había colecciones curadas por médicos serios, sólo abiertas a estudiantes y profanos influyentes, como de Quincey. Pero también había exhibiciones populares. En general, las personas reaccionaban bien. Algunos salían tristes del gabinete físico. Se registraron reacciones violentas contra las muestras.

Los cirujanos tomaban muestras cada vez más chicas. El saber se detallaba. Las muestras eran tan pequeñas que a veces, sin la aclaración escrita, era imposible saber de qué se trataba. El doctor Frankenstein habla de ese tamaño infinitesimal cuando decide hacer un hombre. Por ese tamaño diminuto de los componentes del cuerpo humano toma la decisión de hacer su criatura a gran escala, para facilitar el trabajo. Hace la criatura a lo grande.

Había más en el aire que respiraba Mary Shelley cuando escribió la novela. La testigo devota sabía que, como había dicho el doctor Hunter, no pasaba «una semana sin que los diarios no contengan las más exageradas y repulsivas declaraciones sobre el tema. La prensa se ha aliado con la ignorancia y la violencia del vulgo». Lo sabía porque ella se ponía en el mismo lugar al escribir. Su historia también puede descender de las noticias de las revistas y los diarios. Mary Shelley no escribía como el escritor que se informa y sabe sino como el lector que tiene miedo pero mira.

Los especímenes de los museos se parecían en algo al monstruo: eran híbridos. Estaban compuestos de carne y fluido, hueso y metal, materia y vidrio, hilo y piel. Habían sido individuos y ahora estaban divididos, habían sido humanos y ahora era difícil decir qué eran. Distribuidos en estantes, los cuerpos fragmentados formaban otro cuerpo, múltiple y cambiante, que se llamaba colección.