Voy a ser justo, sabio y libre y bueno. Estoy cansado de ser cómplice de la opresión del egoísta y el poderoso sin decir nada ni poner freno.
PERCY B. SHELLEY, La revuelta del Islam
Qué manía de mudarse. Eso era más que viajar. Los Shelley eran nómades, acampaban y levantaban campamento. Llevaban muebles y biblioteca, conflictos, una familia, una revolución privada, un libro sobre un monstruo, fantasmas de hijos, amigos. Y desde donde estaban, formaban una trama de cartas y relaciones. Cuando empezó el peregrinaje, Shelley tenía veintitrés años. ¿Podían dejar de viajar? Eran románticos. ¿Era algo que hacían o algo que les pasaba?
El monstruo y el doctor también parecen personajes románticos por eso: se encuentran en Suiza, Alemania, Escocia, el Polo. Viven viajando, siempre se van. De pronto se detienen, pero son postas en un camino que se renueva a medida que avanzan, porque el mundo parece inagotable. Cuando están juntos, el peso del entorno se reduce, se desdibujan las coordenadas espaciales, se los ve hablando tan concentrados, es tan terrible lo que se dicen que el lugar donde hablan es lo de menos. El sitio donde se encuentran pasa a definirse como el lugar donde hablan el médico y su criatura. Llevan su escena, su entrevista, por todos lados, como si fuera un número vivo, una obra errante, y el mundo fuera el escenario. «He visto el bello y majestuoso paisaje de la tierra», escribió Shelley en el prefacio a La revuelta del Islam. El doctor y el monstruo también.
En las cartas, en los diarios, siempre Shelley y los suyos están moviéndose. Es como decir que están real, intensamente vivos, porque la muerte es la quietud total y ellos se mueven, se desplazan, se mudan todo el tiempo. La gente se muere, los hijos se mueren, pero ellos siguen adelante, porque son como la vida, que sigue, como el monstruo y el médico que siguen aunque vayan dejando cadáveres en el camino. La vida sigue. Cuando muere un ser querido, siempre aparece el que dice, dando una palmada en la espalda, que la vida tiene que seguir. Y ellos tenían que seguir, como la vida y el médico y su criatura. Era como si alguien les hubiera dado una palmada en la espalda para que avanzaran, y siguieran. Eran como escribían. Era una decisión. Seguían adelante.
Francia, la pobreza, los días de soledad, las dificultades, después la estancia en Bishopgate, Suiza, Bath, Marlow, Milán, Bagni di Lucca, Este, Venecia, Roma, Nápoles, Roma, la desgracia, Livorno, Florencia, Pisa, la soledad, los Williams, Bagni de Pisa: tales son los capítulos, y cada uno encierra una historia más romántica que cualquier posible relato,
escribió, una vez, Mary Shelley.
Shelley era un poeta romántico. Era tan romántico que la idea de poeta romántico es impensable sin él. Era el escritor con manía ambulatoria, constantemente en fuga. Viajar era la expresión física de un movimiento de ruptura de límites. Contra el agobio y la presión, avanzaba cruzando fronteras.
Estoy acostumbrado, desde la infancia, a las montañas, los lagos, el mar, la soledad de los bosques; el Peligro, que anda al borde del abismo, fue mi compañero de juego. Crucé los glaciares de los Alpes, viví bajo el ojo del Mont Blanc. He sido peregrino en tierras remotas.
En la vida privada también. El matrimonio standard no era, evidentemente, lo suyo. ¿Por qué no podía querer a dos mujeres al mismo tiempo? Podían viajar todos juntos. Shelley se ahogó con su amigo Williams, que estaba casado con Jane Williams, que era amiga de Mary Shelley y demasiado amiga suya. Claire Clairmont siempre redimensionaba la pareja. Pero a medida que el obsesionado cruzaba fronteras, aparecía un límite nuevo. Daba un paso, el límite se alejaba otro. Cruzaba una frontera, aparecía otra más allá y entonces tenía ideales cada vez más elevados porque la nueva limitación, la próxima frontera, era también más alta. Al mismo tiempo había un viaje hacia adentro. Llegaba a un lugar y como de lo que se trataba era de irse, se iba dentro de ese lugar: paseos a pie todo el día, caballos, remos. A veces iban todos pero muchas veces Mary se quedaba en casa, rodeada de amigos e hijos de amigos, en el campamento familiar. La vida era un viaje dentro de un viaje y dentro de otro, y así Shelley se encerraba cada vez más en sí mismo. El viaje hacia adentro, en espiral, apuntaba a un solo blanco. Tenía menos de treinta años pero afinaba el arco de su vida.
Iba con la caravana. Mary, los hijos, Claire Clairmont, los amigos que se encontraban y los seguían. Había muchos grupos como el de ellos de viaje por el continente. El que era inglés y joven y podía, se iba. Era una forma de ser. Querían conocer ese mundo que les parecía hostil pero maravilloso. Shelley era un gran romántico y un romántico, como dice Rafael Argullol, buscaba lo sobrenatural de la naturaleza. Por eso le gustaban las montañas, el mar, los lugares específicos en que la naturaleza se volvía sobrenatural, impresionante, despiadada, hasta dejar al hombre reducido, solo ante lo inmenso. Y en eso su mujer era igual. En Frankenstein, hay montañas, acantilados, kilómetros de hielo. Al mismo tiempo que la gente se daba cuenta de que podía dominar a la naturaleza, se daba cuenta de que la naturaleza era ingobernable, de que eso que el ser humano iba a dominar era poderoso y de que el ser humano mismo era parte de esa naturaleza, ese poder. Una realidad paradójica, juegos mentales de locos.
Una vez, Shelley le dijo a su amigo Trelawny que no sabía nadar. Se sacó la ropa y se tiró al lago. Trelawny lo vio flotando boca abajo, sin reacción, con los brazos abiertos. Cuando lo sacó del agua, Shelley le dijo que creía que en el fondo estaba la verdad. Se compró un barco, el Don Juan. Lo navegaba con su amigo, Williams, y había contratado un marinero, Charles Vivian. Un barco, el símbolo del viaje romántico.
Shelley salió con su barco. Es como decir que el romanticismo salió al mar, a la naturaleza imponente. Había tormenta. ¿Tuvo miedo? ¿Pensó en Mary? ¿O eran tan romántico que pensó en verso, que pensó algo más intelectual, apasionadamente inteligente? Si se proyectan algunas anécdotas de su vida en ese momento, no sería raro que haya tratado de ayudar a Williams y a Charles Vivian. Navegaba en esa embarcación, que sabía inestable, sin saber nadar. ¿Era un temerario? A lo mejor estaba seguro de que no podía pasarle nada. A lo mejor estaba convencido de que hiciera lo que hiciera iba a ahogarse, de todas maneras, en cualquier momento. Se fue de viaje —que es el símbolo del romanticismo— en un barco —que es el símbolo de ese viaje—. Y se hundió.