Atravesaron el corazón y todo el abdomen de Arnold Paul con una estaca y dicen que gritó terriblemente, como si estuviese vivo. Después, le cortaron la cabeza, quemaron su cuerpo y arrojaron sus cenizas a la tumba. Lo mismo hicieron con los cuerpos de otras personas que habían muerto por vampirismo para que, llegado el momento, no se convirtieran en victimarios de sus sobrevivientes.
Nota preliminar de los editores de la New Monthly Magazine al cuento «El vampiro», de John Polidori, 1819
«Ahora nada nos atrae más que lo que nos aterra y roza lo repugnante», le escribía una señora a Fanny Burney, refiriéndose a Frankenstein. Había muchas revistas para satisfacer la demanda, especializadas en distintos tipos de cuentos temibles y repugnantes de terror. «El vampiro», el cuento de Polidori, llegó a la New Monthly Magazine sin firma. El editor de la revista pensó que era de Byron y lo publicó enseguida por eso. John Polidori se tomó el error como un agravio. Se ofendió, aclaró el malentendido y exigió una rectificación.
Algunos sospecharon que Polidori promovió el malentendido para que su cuento se vendiera. Byron era una garantía de publicación. La línea de sospecha terminaba con un final que tampoco lo favorecía: como era un gran mediocre, al ver que el cuento se convertía en un éxito, se arrepintió.
Polidori dejó un diario póstumo de su viaje a Suiza con Byron. Era un diario escrito por encargo para una editorial. Tenía que contar su vida con el genio romántico inglés y la crónica terminó convertida en una historia de rencor, impublicable. Lo guardó entre sus cosas y lo publicaron después de su muerte.
El diario de Polidori está contaminado, como su cuento de vampiros. Una tía vieja de Polidori lo encontró y lo copió, amputando secciones que consideraba indecentes. Después cremó el manuscrito original y el diario de John Polidori (y de su tía) cayó en manos de un sobrino del doctor, que lo publicó. Así como hay biografías de personas y de muertos, hay biografías de libros.
A Polidori le gustaban los sonámbulos. Quizá por eso era indulgente con Shelley. Un año antes de viajar a Suiza con Byron, Polidori se había recibido de médico con una tesis sobre el sonambulismo. No podía explicar bien las causas de esa enfermedad que hacía caminar a las personas dormidas al filo de los acantilados pero igual presentaba casos y buscaba soluciones. La mórbida vigilia de los sonámbulos era su tema. Aconsejaba cerrar puertas y ventanas y despertar al paciente, aterrándolo.
Golpes, electricidad, baños en recipientes helados, dispuestos de manera que el paciente caiga en ellos al levantarse de la cama.
Una vez más, literatura y medicina se mezclaban en la vida de estas personas. Inseparables, una de otra.
Polidori se suicidó. Una tarde subió la escalera de la pensión, tomó veneno, y a los dos días fue noticia en el diario y las revistas que le gustaban. «Triste episodio», decía el encabezado.
Anoche tuve la seguridad de que algo terrible me acechaba. Sabía que iban a avisarme que se había muerto alguien que conocí. De manera que el pobre Polidori se ha ido. Cuando era mi médico, se la pasaba hablando de ácido prúsico, aceite de ámbar, inyecciones de aire en las venas y venenos…,
escribió Byron al enterarse.
A Polidori le siguieron Shelley en el mar; Byron, enfermo. Las sobrevivientes del grupo, Mary Shelley y Claire Clairmont, se quedaron solas en un mundo que cambiaba rápidamente. Se sentían viudas démodé, como si la juventud se las hubiera tragado. Después de la muerte de Mary, en 1851, la única que quedó fue Claire Clairmont. Claire Clairmont se convirtió en una guardiana de reliquias, literarias en su caso.
Trabajó como institutriz en Viena, París y Rusia. Se escribía cartas con Mary. Después, cuando Mary Shelley murió, se perdió de vista. Entonces, inesperadamente, Claire Clairmont reaparece en 1887, velando el espíritu del grupo, los restos del romanticismo, en los diarios de Henry James.
En enero de 1887, en Florencia, James toma nota de uno de esos chismes que contenían novelas germinales:
La señorita Clairmont, antigua amante de Byron, vivía aquí hasta hace poco. Tenía ochenta años, vivía con una sobrina de cincuenta. El capitán Sislbee, de Boston —crítico de arte y devoto de Shelley— sabía que guardaban unos interesantes papeles —cartas de Shelley y Byron— y quería obtenerlos.
El capitán Sislbee vivió con Claire Clairmont y su sobrina hasta la muerte de Claire Clairmont aunque a la hora de agenciarse los papeles se enteró de que el precio era demasiado alto: si quería los papeles de Shelley tenía que casarse con la sobrina de Claire Clairmont. Se escapó. «Aquí hay, por cierto, una historia», escribió James, con su clínico entusiasmo literario.
El cuadro de dos pobres señoras inglesas, viejas y desacreditadas, que viven en medio de una generación diferente en un rincón mustio de una ciudad extranjera con esas cartas ilustres como su propiedad más preciada. El argumento del fanático de Shelley, su vigilia y espera…
James convirtió a Claire Clairmont en la patética señorita Juliana Bordereau de Los papeles de Aspern, novela que cuenta la tensión irreconciliable entre el mundo romántico y el nuevo mundo hipermoral, práctico y moderno.
Aferrada a sus papeles, casi ciega, vieja, Claire Clairmont murió vigilando esas reliquias del pasado. La enterraron en el cementerio de la Misericordia dell’Antella, no sabemos si sola o con sus cartas. Su tumba no se salvó del impacto y los trámites del tiempo. Por alguna razón, fue destruida. Trasladaron sus restos a una fosa, bajo la galería.