Aquel cadáver endemoniado al que tan miserablemente había dado vida…
MARY SHELLEY, Frankenstein, primera edición, 1818
Dos metros, cuarenta centímetros de altura: es un cuerpo enorme. La piel arrugada, amarilla, apenas cubre los músculos y arterias. El pelo lustroso es negro, lacio. Los dientes blancos, como el marfil. Los ojos son casi transparentes, vidriosos, de un blanco sucio. Tiene labios finos y oscuros. Se parece a los cadáveres que, después de diseccionar, los estudiantes tenían que ensamblar, lo mejor posible, para un digno entierro. Rellenaban los ojos con vidrios. Si faltaba un hueso, iba un palo. Los arqueólogos encontraron seres extraños en las tumbas que rondaban los hospitales; cuerpos grotescos, como él.
La cara es un resumen de desdén y maldad, también de amarga angustia. Es dueño de una fealdad extraterrena. Sus manos enormes parecen las manos de una momia. Cada uno de sus gestos es el fruto de una pasión incontrolable. Profiere alaridos de demoníaca desesperación. No tiene nombre. El doctor Frankenstein le dice ruina, diablo, objeto, animal, asesino, depravado, demonio asqueroso, monstruo, insecto vil, ser, criatura.
Pero pese a las suturas, al tamaño colosal, el monstruo tiene la agilidad de un atleta. Puede desplazarse a una velocidad sobrehumana. Trepa, con facilidad, una montaña empinada. Escapa rápidamente de sus perseguidores. Y es silencioso, sutil. Vigila al que duerme sin despertarlo. Entra en la habitación de la novia virgen, la mata y aparece enseguida en la ventana del novio. No le tiene miedo a nada. «¿Podría temer a la muerte quien, como yo, ha sido perseguido y torturado?», pregunta.
Y sin embargo, se aferra a la vida. «Aunque sea sólo un cúmulo de infelicidad, la vida me es querida y la defenderé», declara. Por eso sobrevive en las peores condiciones. La fuerza de la vida que resiste, sometida a pruebas extremas, da miedo. El hambre, la sed, el frío, el aislamiento, el hecho de no tener un nombre, el hielo, el odio, nada incita a este ser a suicidarse, nada lo agota, la fuerza de su vida es invencible. Se ha hablado tanto de la muerte, la muerte era tan temible, ¿pero no es peor esta vida que no le teme a nada, que está por encima de todo, que quiere seguir a pesar de todo y justifica todos los medios?
Hay algo más monstruoso que la suma de esos rasgos y aptitudes, diseminados por todo el libro, unidos por esa fuerza de vivir que se desboca en la mirada, los pasos, los razonamientos clínicos y lógicos del monstruo. La descripción está incompleta. El cadáver endemoniado posee atributos humanos. Representa una barbarie civilizada. Eso es lo peor.
Aprendió a hablar y lee literatura (Goethe, Milton, Rousseau, entre otros). Puede emocionarse con un libro y con música. También puede disfrutar mientras estrangula a un niño. Sería más tranquilizador un monstruo bestial. Pero este criminal sofisticado, que tiene buen oído y buen gusto, puede, al mismo tiempo, matar inocentes sin que le tiemble el pulso. El asesino no es una bestia, al contrario.
Comparado con otros monstruos, Frankenstein es bastante aburrido. Habla mucho. Es discursivo, le encuentra explicación y justificación a todo. Llega a convencerse de que sus crímenes son pasionales: mata porque no lo quieren, mata para vengarse y para defenderse del dolor que le provoca la existencia del otro. Aislado de la sociedad, a la vez resultante de ella, la critica desde afuera pero la conoce por dentro. Es un monstruo romántico. Para empezar, quiere algo; eso es típico de un héroe romántico, quiere algo con intensidad. Cuando tiene que definir qué quiere, pide una amiga, una pareja. No se enamora platónicamente. Si esa fuera la idea, se hubiera enamorado de una mujer, quizá de la mismísima Elizabeth Lavenza, novia del doctor. Pero él quiere una relación concreta, quiere a alguien como él, se muestra absolutamente práctico. Si le dan una pareja, deja tranquila a la humanidad. Eso le parece un buen negocio. Otro hubiera pedido la gloria o, en su defecto, la destrucción masiva del mundo, pero él pide una compañera. Tiene actitudes cuestionables, miserablemente humanas. Espía. Se ríe a carcajadas cuando un hombre, desesperado, invoca a sus queridos muertos en una tumba, y él no es ninguna autoridad en la materia porque está hecho de cadáveres. Es inseguro, por eso elige un ciego para presentarse. Se da cuenta de que es horrible y va a asustar a la gente con su cara, es decir que también es cauteloso y realista. Es el monstruo más raro que existe. Como todos los personajes de esta historia, está condenado a la soledad, que es, al parecer, lo peor que hay. Todos le temen a la soledad en este libro. Walton, el doctor Frankenstein, el monstruo, hablan de la soledad con angustia. En cuanto a ella, el monstruo se lleva la peor parte. Se acerca a la gente para hacerse amigo y las personas salen espantadas. Es único en su especie y ni siquiera tiene especie. En eso hay que reconocerle que es más original que los hombres porque no tiene igual. De él puede decirse que él es solo. Los otros pueden estar solos pero él es solo. Cuando se queja, convencido de que es una víctima, más que miedo, da impresión: la enorme «masa cadavérica» se lamenta y se enoja, cuenta su vida aunque nadie le pida que se tome la molestia, se convierte en eso que el doctor Frankenstein no puede sacarse de encima; por eso en la historia una de las palabras que aparecen más asociadas a su presencia es repugnancia. Le siguen asco y repulsión. Frankenstein no le tiene miedo al monstruo, lo rechaza.
Mi forma es una miserable deformación de la tuya, más horrible aun por esa misma semejanza,
le dice al doctor Frankenstein.
¿Sería un monstruo si tuviese otro aspecto?, se pregunta Harold Bloom. El monstruo mismo dice que es imposible que los hombres sean amables con él porque los sentidos constituyen una barrera entre él y ellos. ¿Pero qué pasaría si no existiese esa barrera?, se pregunta Harold Bloom. ¿Nos haríamos amigos de la masa cadavérica si tuviera buen aspecto? ¿Qué pasaría si, además de dar vida, el doctor Frankenstein fuera un buen cirujano plástico?
Mary Shelley muestra el cuerpo vivo del monstruo pero en la historia no hay cadáver. Después de despedirse del cuerpo de su creador, el monstruo salta por la ventana del barco encallado en el Polo.
Las olas lo arrastraron en una especie de torbellino y se perdió en la oscuridad de la distancia.
El monstruo desaparece. Con su cuerpo sin vida, podría hacerse una disección. Su cuerpo podría hablar. De saber cómo se hizo, podría deshacerse y hasta evitarse en el futuro. Pero la autopsia es imposible porque no hay cuerpo. Esta vez la historia se apiada del cuerpo del criminal y se lo lleva en el mar de hielo. Sólo se puede describir su cuerpo tal como era vivo, visto de un lado o de otro, en impresiones fragmentarias. El lector se convierte en el testigo que dicta los rasgos de un identikit que no consigue pintar del todo al original. El monstruo se sustrae también al mercado. El cuerpo de semejante freak hubiera valido una fortuna entre los coleccionistas de rarezas.
Seguramente el señor Polito estaría encantado de contarlo entre los especímenes de su museo de curiosidades naturales,
comentó Sir Walter Scott en su crítica a la novela.
Pero a este ejemplar de asesino no lo atrapa nadie.