21.
El libro

Continuando con estas reflexiones llegué a pensar que si podía dar vida a la materia inerte, podría, con el tiempo, aunque entonces me resultaba imposible, renovar la vida en los cuerpos a los que la muerte había condenado a la putrefacción.

MARY SHELLEY, Frankenstein, primera edición, 1818

Con su letra grande, Mary Shelley escribe la historia del doctor Frankenstein y el monstruo. También escribe un diario, escribe cartas. Es lo que sabe hacer desde que era chica: lee y escribe.

Tiene diecinueve años. A los dieciséis, se escapó con Shelley a Italia. Shelley dejó a su mujer embarazada y sus dos hijos y ella dejó la casa paterna. Desde entonces, su vida es una serie de viajes al Continente y regresos humillantes a Inglaterra.

Los persiguen los acreedores y eso implica mudanzas, fugas, estadías de incógnito en Londres. No saldar una deuda es un crimen tan grave, y frecuente, que hay un cuerpo policial para arrestar a quien no paga.

«Golpean la puerta, deben ser los alguaciles», dice en el diario. «Shelley salió, vinieron los hombres de negro», anota días después.

El suegro los persigue. Su propio padre no quiere verla pero al mismo tiempo exige apoyo financiero. Tienen que mantenerlo, es lo que Shelley había pactado con él antes de escaparse con Mary. Mary y Percy Shelley van a cargar con Godwin toda la vida. Vayan adonde vayan, le enviarán dinero. Si no lo hacen, Godwin reclama. Percy B. Shelley y Mary dicen que son felices pero tienen problemas económicos, se muere la gente que los rodea, sobreviven los que harían menos daño si estuvieran muertos.

Se endeudan porque no saben administrarse. Comparten lo poco que tienen, esperan una herencia que nunca llega porque el padre de Shelley es duro y resistente. Una vez pidieron prestado y después pidieron otro préstamo para pagar la deuda y se echó a andar una máquina implacable. El diario que escriben juntos tiene listas de lecturas y anotaciones literarias, pero los márgenes se llenan de cuentas que dan mal. Y encima, pasan parte de la vida de duelo porque se muere una hija, se mata una hermana.

Hace un año, Mary acomodó a su beba prematura en una cuna. Una noche, fue a darle de mamar pero no quiso despertarla porque «dormía profundamente». Al día siguiente se dio cuenta de que «no estaba dormida, ya estaba muerta». Miró el cuerpo y leyó las señales de la agonía que no había visto al principio. «Por su expresión era evidente que había tenido convulsiones». La hija no tenía nombre, no la habían llamado, todavía, de ninguna manera. Muchos padres esperaban el bautismo para nombrar a sus hijos pero ellos prolongan ese tiempo porque era una hija prematura, débil, de poca proyección. «Yo era una madre y ahora no lo soy», escribió.

La hija se le aparecía en sueños a la noche y de día en la obsesión. «Pienso en la criatura todo el tiempo», anotó en su diario. Al otro día fue a ver los animales exóticos del señor Edward Cross en Exeter Change. Vio un león, una pantera y una hiena que le encantaron. También vio a su padre, que paseaba por el lugar y, en vez de saludarla, siguió caminando.

Cuando escribe Frankenstein, ya nació William, su segundo hijo. Lo cuida exageradamente. Está embarazada de nuevo.

Hace cuatro meses, Fanny, su media hermana mayor, viajó a Swansea y se tomó un frasco de láudano en el cuarto de una posada. Mary recibió la noticia del suicidio de su media hermana, su amiga de juegos de la infancia. Enseguida empezaron los rumores: Godwin le prohibía a Fanny encontrarse con Mary y eso era insoportable para Fanny. Una tarde quería ir a buscar un relicario con pelo de Mary, y Godwin le prohibió salir: se sentía presa. Fanny se había enamorado de Shelley y por eso se había matado. William Godwin les dijo a sus amigos que Fanny estaba pasando una larga temporada afuera. Quería evitar otro escándalo. También salvaba a Fanny del castigo: los cuerpos de los suicidas se enterraban en un cruce de caminos con una estaca clavada en el corazón. Mary recibió una carta de su padre:

No vayas a Swansea, no perturbes la muerte silenciosa, no hagas nada que destruya la oscuridad que ella tanto deseaba (…) No nos expongas más a esas preguntas obvias que para una mente angustiada son el más severo de todos los juicios.

Es una hija obediente —siempre lo fue— y no hizo esas preguntas. Pero escribe una historia y escribir una historia es hacer preguntas. Para ella, la muerte no es, por otro lado, silenciosa.

Tres meses después del suicidio de Fanny, los Shelley recibieron la noticia de otro suicidio. Harriet, la primera mujer de Shelley, se tiró al lago Serpentine, en Hyde Park. Al impacto de la mala noticia se suman los problemas: quedan los dos hijos de Harriet y Shelley, y a Shelley le prohíben verlos. También se suma la culpa. Algunos dicen que Harriet estaba desesperada porque Shelley la abandonó para irse con Mary. Otros dicen que se prostituía para mantener a los hijos que había tenido con Shelley y que eso la había vuelto loca. Otros dicen que se suicidó porque la dejó un soldado. Desesperadas, Harriet y Fanny se habían suicidado.

Mary Shelley, en cambio, escribe. Está entrenada para eso. En un estado casi hipnótico, entre la vigilia y el sueño, tuvo una revelación: vio al estudiante de medicina frente al ente armado con sus propias manos. Indaga la historia que encierra esa imagen, qué significa, qué pasó antes, a dónde lleva. Se encuentra con cuestiones que ya conocía. Escribe sobre «materiales», médicos, tumbas, sobre lo que dicen los alumnos del hospital pese a que el profesor recomiende discreción.

En las mesas de disección, los anatomistas leen, cuestionan, interpretan los cuerpos. En su mesa de trabajo, Mary Shelley mira al profesor de Anatomía y a sus alumnos, disecciona la disección. Escribe la historia de un cuerpo hecho de partes ensambladas por medio de suturas, sobre cuerpos trastornados y trasplantes. La escritora une en su escritorio lo que el hombre ha desunido en las mesas de Anatomía. Los cirujanos abren y cortan, el doctor Frankenstein cose. Percy B. Shelley corrige los borradores.