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Crimen organizado

Mañana se cumplen diez años desde que salí de la cárcel. Allí conocí a una banda de resurreccionistas que me hablaron de la buena vida que se daban, de todo el dinero que ganaban.

«La víctima», anónimo publicado en la New Monthly Magazine, 1831

En Inglaterra y Escocia desaparecían más de mil cuerpos por año pero gran parte de la actividad se concentraba en Londres. Los grupos de resurreccionistas se repartían la ciudad. Regulaban una tarifa básica que después adaptaban a las circunstancias. También exigían un pago extra, como sellado del contrato informal. Cuando terminaba la temporada le reclamaban al profesor su «cuota de cierre», como bonificación.

Confiaban en la eficacia de las historias que circulaban de boca en boca. Un profesor se negó a comprar un cuerpo porque le pareció caro, cambió de proveedor y a la mañana siguiente encontró los cuerpos que había comprado tendidos sobre las camillas del aula de Anatomía, tan golpeados que resultó imposible diseccionarlos. Si un novato quería hacer negocios por su cuenta y ofrecía precios más bajos, los resurreccionistas veteranos lo denunciaban a la policía o lo entregaban a una banda enemiga.

En 1818, en Londres, había diez jefes de bandas de ladrones de cuerpos, que tenían un total de doscientos empleados temporarios. En épocas de producción excepcional, reclutaban más ayudantes. La ocasión también hacía al ladrón de cadáveres.

Se decía que en su mayoría tenían prontuarios. Pero muchas veces eran mano de obra desocupada. Algunos habían sido sepultureros y ahora hacían lo mismo pero al revés. Antes enterraban y ahora desenterraban. Algunos trabajaban un tiempo para ahorrar y dedicarse a otros negocios.

Patrick Conolly, por ejemplo, había sido marinero, después portero en una sala de autopsias, después resurreccionista y después se dedicó a los negocios. Jim Crouch, protegido del doctor Astley Cooper, murió en la Legión Extranjera. Jack Harnett le legó £ 6.000 a sus parientes en 1840.

Para combatir las presiones de los ladrones de tumbas y mantener el precio de los cuerpos bajo control, los cirujanos fundaron la Asociación de Anatomistas.

En 1819, un año después de la publicación de Frankenstein, el cirujano John Abernethy, atento al reclamo de la Asociación, propuso una solución para acabar con el resurreccionismo organizado. Se abrió un debate público sobre el tema.

Algunos proponían la expropiación de los cuerpos de suicidas y prostitutas. Al suicida no podía importarle en la muerte lo que no le había importado al matarse y en el caso de las prostitutas, se trataba sólo de una extensión póstuma de su trabajo. Un político votó por la disección de los cuerpos de los reyes porque sus entierros le costaban una fortuna al pueblo y también reclamó a los cardenales y obispos, porque se debían a su grey. El señor Dermott inventó el sistema de venta por anticipado y pago en cuotas, aunque la idea tenía un par de inconvenientes técnicos: el riesgo de que alguien le vendiera su cuerpo a más de un cirujano era uno, de que cobrara y se escapara de la ciudad era otro; que muriera sin avisar también era una contrariedad importante.

Hasta 1832, cuando se sancionó el Acta de Anatomía y los cuerpos de los condenados a la horca fueron reemplazados por los de los marginales, los ladrones de tumbas siguieron en funciones. Después de 1832, algunos ladrones de tumbas se retiraron y trataron de adaptarse. Otros no, aunque, como es lógico, tampoco se supo más de ellos.