Recuerdo que después de una de estas veladas y cuando había pasado ya la hora de las brujas, nos retiramos a descansar. Al apoyar la cabeza en la almohada, no me pude dormir; tampoco podría decir que pensaba. Era mi imaginación espontánea la que me poseía y me guiaba, dotando a las sucesivas imágenes que surgían en mi mente de una nitidez inusual en las ensoñaciones.
MARY SHELLEY, Frankenstein, «Introducción», tercera edición, 1831
Ahí estaban los Shelley y Claire Clairmont, reunidos en Suiza con Lord Byron y su joven médico, John Polidori. El grupo era una curiosidad para los turistas, una atracción en el peregrinaje de postas literarias de su tiempo, especie de experimento andante, donde todos eran a la vez sujeto y objeto de experimentación. Byron propuso que cada uno escribiera una historia de fantasmas, bajo la influencia de las historias que leían los días de tormenta.
Lord Byron era el genio de la época. Según Hippolyte Taine era, también, el más inglés de los artistas. Cuando murió a los treinta y seis años, los forenses se encontraron con el corazón y el cerebro gastados de un hombre de sesenta y dos. Alternaba régimen y atracones. Era susceptible, pedante y, sobre todo, sufría (de chico, le enderezaban el pie torcido con «un aparato de madera mientras tomaba lecciones de latín»). En cuestiones públicas, también era terminante. «He simplificado mi política. Ahora consiste en odiar a muerte a todos los gobiernos», resumió. Cuando entraba en un salón, los señores se llevaban a sus mujeres. Venecia, hoy, sigue poblada de versiones byronianas: Byron concentrado frente a una Gramática Armenia; Byron nadando por el Gran Canal de noche con una antorcha en la mano; Byron de pie en su jardín, entre faisanes, monos, zorros y perros; Byron escribiendo poseído por Byron, Byron acosado por Shelley, Byron a caballo; Byron en góndola; Byron en el Lido. Era un aristócrata justiciero. Manejaba armas de fuego y practicaba esgrima. También era un atleta de la crueldad, la contracara de la mujer comehombres, el hombre fatal. Cuando nació su primer hijo, le preguntó, esperanzado, a su mujer, si había nacido muerto. Era dañino a propósito, imitaba a los bandidos irresistibles de las novelas, y después fue modelo de personajes malignos de novela. Enloquecía a hombres y mujeres por las buenas y las malas. Una vez, una de sus amantes, desesperada, se disfrazó de paje para meterse en su casa. En una reunión, una chica, al oír su nombre, se desmayó delante de todo el mundo. Los turistas ingleses que pasaban esa temporada en casas vecinas, al borde del lago Leman, lo espiaban con sus telescopios. Claire Clairmont lo había acosado en Londres hasta que Byron procedió («un hombre es un hombre») y ahora estaba embarazada. Mary lo recordó, en su diario, cantando un himno tirolés en Suiza. También dijo que le perdonaba los excesos —quizá hasta el himno tirolés—, por ser Byron.
«Éramos cuatro», contó Mary Shelley, en el prólogo de la tercera edición de su novela.
El noble escritor (Byron) comenzó un cuento, del cual más tarde incluyó un fragmento al final de su poema «Mazeppa». Shelley (…) comenzó un poema basado en experiencias de su niñez. El pobre Polidori imaginó un relato.
El pobre Polidori tenía veinte años y entrenaba su resentimiento en un diario:
Fui con Byron a lo de Madame Finard. Nos hicieron pasar a una sala donde había ocho personas (después fueron veinte). Al presentarnos, sólo decían el nombre de Lord Byron. El mío quedó como una estrella en el halo de la luna: invisible.
Una tarde, Byron estaba con Polidori en la terraza. Vieron que se acercaba Mary Shelley. Byron le dijo a Polidori que tenía que comportarse como un caballero, correr, saltar la cerca y ofrecerle el brazo para escoltarla. Polidori le hizo caso y se lastimó la pierna al saltar. Otra vez, Polidori leyó en voz alta una obra de teatro que había escrito y todos se burlaron. Shelley, para consolarlo, le pidió la obra, la ponderó y leyó las mejores escenas en voz alta. La piedad dolió más que las burlas. Días después, Polidori retó a duelo a Shelley y nadie entendió por qué.
La ambivalencia hacia Byron no era exclusividad de Polidori. A Shelley le pasaba lo mismo, aunque desde más arriba. Byron era arbitrario y caprichoso pero constante en sus amistades. Shelley cambiaba violentamente de idea todo el tiempo. No le perdonaba a Byron sus diferencias de opiniones. Shelley era optimista, o quería serlo. Byron, no. Por otro lado, como Shelley mismo escribió en una carta, aunque la compañía de Byron le gustaba, no podía decir lo mismo de sus consecuencias. «Odio la vida social y Lord Byron es siempre el núcleo de lo más irritante y detestable de ella». Era difícil, además, medirse con un escritor reconocido. Byron siempre era bien recibido, Shelley era un blanco móvil. Pero en las tardes y noches del lago Leman estas emociones eran subterráneas. Cuando había buen tiempo, los Shelley, Byron y Polidori navegaban por el lago. Si llovía se quedaban adentro, conversaban, leían cuentos folklóricos alemanes de terror. Shelley tomaba láudano.
«Una noche Byron empezó a hablar en forma realmente fantasmal», escribió el doctor Polidori, y añadió:
Recitó una parte de Christabel, de Coleridge, la parte en que habla de los pechos de la bruja. De pronto, se hizo silencio. Shelley temblaba, se agarró la cabeza con las manos y salió corriendo de la sala. Le tiramos agua en la cara y le hicimos aspirar un poco de éter. Había estado mirando a la señora Shelley y de pronto pensó en una mujer que había visto una vez, de la que se decía que tenía ojos en vez de pezones. La imagen se había apoderado de su mente hasta espantarlo. Salió corriendo de la sala para sacársela de la cabeza.
Las historias que derivaron de esas noches también tuvieron otros orígenes, además del láudano y la sugestión autónoma y grupal. Como la mayoría de los libros, los que surgieron de esos juegos descendían de varios libros —Coleridge, las fantasmagorías alemanas, ensayos científicos, filosofías de la naturaleza— y hasta se dio una cruza entre ellos. John Polidori empezó a escribir una historia, que se convirtió en una novela, y después retomó Augustus Darvell, el cuento de Byron, y escribió otro, llamado «El vampiro», donde el vampiro era Byron mismo disfrazado de personaje. Fue el primer vampiro de pro, un abusador de señoritas finas, la clase de tipo que nadie quiere que se acerque a su hermana, el precursor de Drácula. Byron dejó su vampiro y escribió «Mazeppa». Y Mary Shelley:
Me puse a pensar en una historia que pudiera rivalizar con aquellas que nos habían incitado a emprender este desafío. Una historia que tocara los miedos ocultos de nuestra naturaleza y que despertara un horror espeluznante, que hiciera que el lector temiera apartar su vista de la página un instante para mirar alrededor, que le congelara la sangre y que acelerara los latidos de su corazón.
Con esa idea en mente, Mary Shelley también oía a sus amigos.
Lord Byron y Shelley mantuvieron muchas y largas conversaciones, de las que yo era una testigo devota, aunque casi siempre en silencio. En una de ellas, los interlocutores dialogaron acerca de varias doctrinas filosóficas, y se discutió sobre la naturaleza del principio de la vida, y sobre si existía alguna posibilidad de que fuera descubierto y transmitido…
«Hablaron», escribió,
de los experimentos del Doctor (Erasmus) Darwin (…), quien había conservado un pedazo de vermicelli bajo una campana de vidrio y por algún medio extraordinario había logrado que comenzara a moverse por su propia voluntad. Esto demostraba que se podía dar vida a algo inanimado.
Ni dormida ni despierta, asustada, al anochecer de uno de esos días, con la memoria colmada de materiales —como los llamaba—, se quedó en la cama, sin forzar la voluntad, dejándose llevar por la imaginación. Hacía días que pensaba sin encontrar la historia aterradora que tenía que contar. Pero en ese momento tuvo suerte. Lo vio. Le heló la sangre. Tenía que limitarse a «describir al espectro que acechaba la almohada». Ni más ni menos, porque el sueño de la razón produce monstruos.