18.
La carta de Fanny Burney

Pasaron días, semanas y meses sin que pudiera hablar de este terrible asunto. Cuando lo intentaba volvía a vivir todo otra vez.

FANNY BURNEY, de una carta a su hermana

Había una escritora que se llamaba Frances Fanny Burney [3]. Estaba casada con el señor D’Arblay y vivía con él en París. Escribía novelas, sátiras, cartas, diarios. Fue la primera escritora inglesa reconocida fuera de Inglaterra. Era una observadora aguda. Podía transformar sus años de aburrimiento en la corte en una crónica excelente. Se reía, desde adentro, de la alta sociedad. Mary Shelley la leía cuando escribió Frankenstein. La escritura era algo natural para esa mujer. Pero además de su diario y las novelas protagonizadas por heroínas de carácter, Fanny Burney le escribió una carta a Esther, su hermana, para contarle —y revivir, mientras contaba— cómo la habían operado, sin anestesia, por un cáncer. Le habían practicado una mastectomía y la contaba con detalles precisos y sangrientos.

Escribir esa carta fue, para Fanny Burney, como escribir por primera vez. De pronto se borraban las ventajas de años de oficio. «¡Ni siquiera podía pensar en esto con impunidad!», le contó a su hermana. Se enfrentaba a una experiencia que la dejaba sin palabras. Pudo escribirla nueve meses después de la operación. «No voy a revisar lo que he escrito. Releerlo sería doloroso». Sería revivirlo.

Durante la operación, Fanny Burney no pudo hablar. Cuando empezaron a cortarla, gritó. Fue un grito continuado. Le habían aconsejado que gritara para aliviar el dolor pero podrían haberse ahorrado el consejo porque —contó en la carta— el grito se impuso. Fanny Burney le escribió la carta a su hermana y otras personas: «Queridísima Esther, y todos aquellos a quienes ella comunique este triste lamento…» Había presentido dos cosas. Una era que su carta merecía ser leída. La otra era la mano de la censura. Al abrir su carta a una red indefinida de lectores, Fanny Burney tomaba una precaución.

El barón Larrey, cirujano de Napoleón, capaz de hacer una amputación en un minuto, demoró veinte en extirpar sin anestesia el pecho de Fanny Burney. Hacía meses que la escritora no podía mover el brazo derecho. Todo empezó con una molestia y después el dolor creció «violentamente».

Una mañana, Fanny Burney recibió una carta que traía Aumont, «el terrible heraldo», ayudante del doctor Larrey. En pocas horas iban a operarla ahí mismo, en su casa. La noticia de la cirugía siempre llegaba a último momento. No había que darle tiempo al paciente para que se arrepintiera. Hasta los más valientes merecían salvarse de la cuenta regresiva. Para que no intentara escaparse, el doctor Aumont le dijo que se quedaría haciendo vendas con las sábanas en la sala hasta que llegasen sus colegas.

«Siete hombres vestidos de negro entraron en mi habitación», cuenta Fanny Burney. Eran los médicos. Cuando vio la cantidad de vendas que apilaban, anticipó la carnicería. Se escapó la mucama. La imitó una enfermera. Acostaron a Fanny Burney en la cama que habían montado en medio de la habitación y le taparon la cara con una venda.

A través de la tela, vi el brillo del metal lustroso… Pude ver la mano del doctor Dubois que se levantaba en el aire. Su dedo describió una línea recta de una punta a otra del pecho, después otra que la cruzó y luego un círculo, dando a entender que iban a sacar todo el pecho.

Fanny Burney se destapó la cara. Les explicó cómo era su dolor, dónde se ubicaba exactamente. Hablar le hizo bien pero cuando volvió a mirar a través del velo, la mano del cirujano dibujó el mismo plan.

Hundieron el metal en mi pecho. Cortaron venas, arterias, carne, nervios. No tuvieron que decirme que gritara. Solté un grito que duró todo el corte (…) La carne se resistía con tanta fuerza que el cirujano tuvo que cambiar de mano para abrirla y pensé que me moría(…) Sentí que el cuchillo tocaba el esternón ¡y que lo raspaba!

Los médicos sacaron el tumor y también unos «átomos» que encontraron en la profundidad, todo el pecho y unas ínfimas raíces de cáncer que se adherían a su cuerpo. Fanny Burney se desmayó dos veces. La alzaron para llevarla a su cama y vio al «buen doctor Larrey», pálido como ella, que la observaba «con dolor, aprensión, casi horror».

Gracias a la mastectomía que le practicó el doctor Larrey, la escritora murió a los ochenta y siete años de edad. Fue la madre literaria de Jane Austen y Tackeray. La primera edición de sus cartas omite la publicación de esta crónica. En el prólogo, los editores aclaran que en el año 1811 «la correspondencia de Madame d’Arblay con sus conexiones inglesas se vio interrumpida por la dificultad del momento para hacer llegar las cartas y por una peligrosa enfermedad que amenazó con una operación de cáncer». Como el placer, el dolor físico resultaba obsceno. Un cuerpo clínico y sentido era de mal gusto. Placer y dolor quedaban mal, y a veces se tocaban. Pero Fanny Burney se había anticipado a sus censores y la carta tenía vida propia.

Mary Shelley, Fanny Burney: dos escritoras que sacaron a los cuerpos de la clase de Anatomía y el quirófano, del secreto profesional y la censura, del grito y del silencio, para darles voz. Los hicieron hablar. Los revivieron.